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Pálido Fuego
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Текст книги "Pálido Fuego"


Автор книги: Владимир Набоков



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VLADIMIR NABOKOV



Pálido Fuego




Esto me recuerda el grotesco relato que le hizo al Sr. Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. "Señor, lo último que he sabido de él es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros". Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pensó en su gato favorito y dijo: "Pero a Hodge no lo matarán, a Hodge no lo matarán".

James Boswell, Vida de Samuel Johnson


PRÓLOGO



Pálido Fuego, poema en pareados decasílabos, de novecientas noventa y nueve versos, divididos en cuatro cantos, fue escrito por John Francis Shade (nacido el 5 de julio de 1898, muerto el 21 de julio de 1959) durante los últimos veinte días de su vida, en su residencia de New Wye, Appalachia, EE. UU. El manuscrito, casi todo copia en limpio de la cual el texto que sigue es fiel reproducción, consiste en ochenta fichas de tamaño mediano; en cada una de ellas Shade reservó la línea superior rosada para los encabezamientos (número del canto, fecha) y utilizó las catorce líneas azul claro para trazar con una pluma aguzada y una letra minúscula, pulcra y notablemente clara, el texto de su poema, saltándose una línea para indicar un doble espacio y utilizando una ficha nueva cada vez que empezaba un nuevo canto.

El breve Canto Primero (166 versos) con todos sus divertidos pájaros y parhelios, ocupa trece fichas. El Canto Segundo, preferido de usted, y ese chocante tour de forcé que es el Canto Tercero, tienen la misma longitud (334 versos) y abarcan veintisiete fichas cada uno. El Canto Cuarto es de largo idéntico al Primero y ocupa también trece fichas, de las cuales las cuatro últimas, empleadas el día de su muerte, no son una copia en limpio, sino un borrador corregido.

Hombre metódico, John Shade solía copiar todos los días a medianoche su producción de versos terminados, pero aunque volviera a copiarlos más tarde, como sospecho que hizo algunas veces, ponía en la o las fichas, no la fecha de los retoques finales, sino la del día del borrador corregido o de la primera copia en limpio. Quiero decir que conservaba la fecha de la creación verdadera antes que la correspondiente a la segunda o tercera versión. Justo enfrente de mi domicilio actual hay un parque de diversiones muy ruidoso.

Poseemos, pues, un calendario completo de su trabajo. El Canto Primero fue comenzado en las primeras horas del 2 de julio y terminado el 4 de julio. Shade empezó el Canto siguiente el día de su cumpleaños y lo terminó el 11 de julio. Dedicó otra semana al Canto Tercero. El Canto Cuarto fue comenzado el 19 de julio y como ya se ha dicho, el último tercio de su texto (versos 949 a 999) es un borrador corregido. Su apariencia es sumamente desprolija por la proliferación de tachaduras devastadoras y de inserciones cataclísmicas, y no sigue las líneas de la ficha con tanto rigor como la copia en limpio. En realidad, en cuanto uno se zambulle y se esfuerza por abrir los ojos en las límpidas profundidades que hay bajo su confusa superficie, se vuelve maravillosamente preciso. No hay verso con lagunas ni de lectura dudosa. Esto bastaría para demostrar que los cargos hechos (el 24 de julio de 1939) en una entrevista acordada a la prensa por uno de nuestros shadeanos confesos -quien afirmó, sin haber visto el manuscrito del poema, que "consiste en borradores desarticulados, ninguno de los cuales constituye un texto definido"– son una invención malévola de aquellos que desearían no tanto lamentar el estado en que quedó interrumpida por la muerte la obra de un gran poeta, como denigrar la competencia y quizá la honestidad dé quien se encarga ahora de su edición y comentario.

Otra declaración pública hecha por el profesor Hurley y su camarilla se refiere a un problema de estructura. Cito de la misma entrevista: "Nadie puede decir cuál era la longitud que John Shade pensaba dar a su poema, pero no es improbable que lo que ha dejado represente sólo una pequeña parte de la composición que él vio en un espejo, oscuramente". ¡Otro absurdo! Además del verdadero clarín de evidencia interna que resuena a lo largo del Canto Cuarto, tenemos la afirmación de Sybil Shade (en un documento fechado el 25 de julio de 1959) de que su marido "nunca tuvo intención de pasar de cuatro partes". Para él el Canto Tercero era el penúltimo, y yo mismo se lo oí decir, durante un paseo al crepúsculo en que, como pensando en voz alta, pasó revista al trabajo del día y gesticuló en perdonable autoaprobación, mientras su discreto compañero trataba en vano de adaptar el ritmo de sus largos trancos al paso arrastrado y espasmó-dico del viejo poeta desgreñado. No sólo eso, sino que incluso diré (mientras nuestras sombras siguen caminando sin nosotros) que quedaba por escribir solamente un verso del poema (a saber, el verso 1000) el cual hubiera sido idéntico al verso uno y habría completado la simetría de la estructura, con dos partes centrales idénticas, sólidas y amplias, formando con las dos partes laterales más cortas dos alas gemelas de quinientos versos cada una, y el diablo se lleve esa música. Conociendo la tendencia combinatoria de Shade y su sutil sentido del equilibrio armónico, no puedo convencerme de que tuviera intención de deformar las facetas de su cristal interfiriendo en el curso previsto de su crecimiento. Y si todo esto no fuera bastante -y lo es, es bastante– tuve la dramática ocasión de escuchar la propia voz de mi pobre amigo anunciando, la noche del 21 de julio, el fin, o casi, de su labor. (Véase mi nota al verso 991.)

Esta tanda de ochenta fichas estaba sujeta por una banda elástica que ahora vuelvo a poner religiosamente después de haber examinado por última vez su precioso contenido. Otra tanda, mucho más pequeña, de una docena de fichas, abrochadas y metidas en el mismo sobre de manila que la tanda principal, contiene algunos pareados más cuyo curso breve y a veces borroneado se prosigue a través de un caos de primeros borradores. Por lo general, Shade destruía los borradores en cuanto dejaba de necesitarlos; bien me acuerdo de haberlo visto desde mi galería, una mañana brillante, quemando toda una pila en el fuego pálido del incinerador delante del cual permanecía con la cabeza inclinada como un miembro oficial de un cortejo fúnebre, entre las mariposas negras, llevadas por el viento, de ese auto dé fe de patio trasero. Vero Shade salvó esas doce fichas a causa de los hallazgos no utilizados que brillaban entre la escoria de los borradores utilizados. Tal vez pensaba vagamente sustituir ciertos pasajes de la copia en limpio por algunos de los preciosos desechos de su fichero, o, lo que es más probable, una afición secreta por tal o cual ornamento, suprimido por consideraciones arquitectónicas o porque había irritado a la Sra. S., le instó a aplazar su destrucción hasta el momento en que la perfección marmórea de un impecable manuscrito dactilografiado la hubiese confirmado o mostrara lo embarazoso e impuro de la variante más deliciosa. Y quizá, permítaseme añadir con toda modestiaL tenía intención de pedirme mi opinión después de leerme su poema, como sé que pensaba hacerlo.

En mis notas al poema el lector hallará estas variantes suprimidas. Sus lugares están indicados o por lo menos sugeridos por los esbozos de los versos definitivos situados en su vecindad inmediata. En cierto sentidol muchos de ellos son artística e históricamente más valiosos que algunos de los mejores pasajes del texto definitivo. Debo explicar ahora cómo fue que la edición de Pálido Fuegoquedó a mi cuidado.

Inmediatamente después de la muerte de mi querido amigo, convencí a su desconsolada viuda de que se adelantara, para anularla, a las pasiones comerciales y a las intrigas académicas que no dejarían de concitarse en torno al manuscrito de su marido (depositado por mi en un lugar seguro aún antes del entierro de su cuerpo), firmando un acuerdo en el sentido de que él me había entregado el manuscrito, que yo lo haría publicar sin tardanza, con mis comentarios, en una editorial elegida por mi; que todos los beneficios, con excepción del porcentaje del editor, lo corresponderían a ella, y que, el día de la publicación, el manuscrito sería entregado a la Biblioteca del Congreso para su conservación permanente. Desafío a cualquier crítico serio a que demuestre la incorrección de este contrato. Sin embargo ha sido calificado (por el antiguo abogado de Shade) de "fantástico fárrago de malignidad", en tanto que otra persona (su antiguo agente literario) se preguntó con una mueca sardónica si la temblorosa firma de la Sra. Shade no habría sido trazada "con un extraño tipo de tinta roja". Corazones, espíritus como ésos serian incapaces de comprender que el apego que se puede sentir por una obra maestra es absolutamente irresistible, sobre todo cuando es el revés de la trama lo que transporta a su espectador y único instigador cuyo pasado mismo está entrelazado con el destino del inocente autor.

Como he mencionado, creo, en mi última nota al poema, la carga de fondo de la muerte de Shade hizo estallar tantos secretos y subir a la superficie tantos peces muertos, que tuve que abandonar New Wye poco después de mi entrevista con el asesino prisionero. La redacción de los comentarios tuvo que aplazarse hasta que yo pudiera encontrar un nuevo incógnito en ambiente más sereno, pero los problemas prácticos relacionados con el poema tenían que quedar arreglados en seguida. Tomé un avión a Nueva York, hice fotografiar el manuscrito, me puse de acuerdo con uno de los editores de Shade y estaba a punto de cerrar trato cuando, como al descuido, en medio de un vasto atardecer (estábamos sentados en una celda de nogal y vidrio, cincuenta pisos por encima de la progresión de los escarabajos), mi interlocutor observó: "Le alegrará saber, Dr. Kinbote, que el Profesor Fulano (uno de los miembros del comité Shade) ha accedido a servirnos de asesor para editar la cosa".

Entendámonos, eso de "alegrarse" es extremadamente subjetivo. Uno de nuestros proverbios zemblanos más estúpidos dice: el guante se alegra de perderse. Rápidamente volví a cerrar mi portafolios y me dirigí a otro editor.

Imagínense un gigante suave, torpe; imagínense un personaje histórico cuyo conocimiento del dinero se limita a los miles de millones abstractos de una deuda nacional; ¡imagínense a un príncipe exiliado ignorante de la Golconda que lleva en los gemelos de su camisa! Esto para explicar -oh, hiperbólicamente.– que soy el individuo menos práctico del mundo. Entre tal persona y un viejo zorro del mundo editorial, las relaciones son al principio conmovedoramente naturales y amistosas, con chistes expansivos y toda clase de muestras de amistad. No tengo ningún motivo para suponer que nada venga jamás a impedir que ese contacto inicial con el bueno de Frank, mi editor actualt siga siendo permanente.

Frank ha acusado recibo de las pruebas que me habían sido enviadas aquí y me ha pedido que mencionara en mi prefacio -y lo hago con mucho gusto– que soy el único responsable de los errores de mis comentarios. Insertarlo en presencia de un profesional. Un experimentado corrector de pruebas ha vuelto a verificar cuidadosamente el texto impreso del poema teniendo a la vista la fotocopia del manuscrito y ha encontrado unos pocos gazapos triviales que yo había pasado por alto; esta ha sido toda la ayuda exterior que he recibido. Inútil decir cuánto esperé que Sybil Shade me proporcionara abundantes datos biográficos; desgraciadamente se fue a New Wye antes que yo y ahora está viviendo con unos parientes en Quebec. Desde luego, hubiéramos podido cruzar una correspondencia de lo más fecunda, pero los shadeanos no iban a abandonar la partida. Se encaminaron a Canadá en manada para caer sobre la pobre señora en cuanto yo perdí contacto con ella y sus cambiantes estados de ánimo. En lugar de responder a una carta que yo le había mandado un mes antes desde mi cueva de Cedarn, con una lista de mis problemas más urgentes, tales como el verdadero nombre de "Jim Coates", etc., me envió de pronto un telegrama pidiéndome que aceptara al profesor H. (!) y al profesor C. (!!) como coeditores del poema de su marido. ¡Cuánto me sorprendió y me apenó! Naturalmente, eso impidió la colaboración con la extraviada viuda de mi amigo. ¡Y vaya si era un amigo muy querido! El calendario dice que yo lo había conocido unos pocos meses antes, pero existen amistades que desarrollan su propia duración interna, sus propios eones de tiempo transparente, independientes de esa música que gira, malévola. ¡Nunca olvidaré mi exaltación al enterarme, como lo digo en una nota que hallará mi lector, de que la casa suburbana (del Juez Goldsworth, que se había marchado a Inglaterra en su año sabático, y alquilada para mí) a la que me mudé el 5 de febrero de 1959, era vecina de la del célebre poeta norteamericano cuyos versos yo había tratado de traducir al zemblano veinte años atrás! Aparte de esa prestigiosa vecindad, el cháteau goldsworthiano, como lo descubriría en seguida, dejaba mucho que desear. El sistema de calefacción era una broma, pues dependía de unos reguladores instalados en el piso desde donde las tibias exhalaciones de una caldera palpitante y quejumbrosa situada en el sótano se difundía en las habitaciones con la debilidad del último suspiro de un moribundo. Condenando todas las bocas de calor del piso alto traté de dar más energía a los reguladores del salónl pero su temperatura resultó incurablemente perjudicada, por cuanto no había nada entre esa habitación y las regiones árticas salvo una puerta de entrada llena de rendijas, sin el menor vestigio de vestíbulo, sea porque la casa había sido construida en pleno verano por un ingenuo colono que no podía imaginar el tipo de invierno que le esperaba en New Wye, o porque en los viejos tiempos era de buen tono que el visitante casual pudiese comprobar desde el umbral de la puerta que en la sala no pasaba nada indecoroso.

En Zembla, febrero y marzo (los dos últimos de los cuatro "meses de nariz blanca", como les decimos) solían ser también bastante crudos, pero incluso la habitación de un campesino ofrecía una masa de calor uniforme, no una retícula de mortales corrientes de aire. Es cierto que, como suele ocurrir a los recién llegados, me dijeron que yo había elegido el peor invierno en muchos años, y eso en la latitud de Palermo. Una de mis primeras mañanas allí, mientras me preparaba a ir al College en el poderoso coche rojo que acababa de comprar, observé que el Sr. y la Sra. Shade, a quienes aún no había sido presentado (me enteraría más tarde de que creían que yo deseaba estar solo), se veían en figurillas con su viejo Packard que emitía quejidos agónicos en el sendero resbaloso sin poder desprender una torturada rueda trasera de un cóncavo infierno de hielo. John Shade se afanaba torpemente con un cubo del cual, con gestos de sobrador, sacaba puñados de arena marrón para esparcirlos en el hielo azul. Llevaba botas para la nieve, se había alzado el cuello de vicuña y su abundante pelo gris parecía escarchado al sol. Yo sabía que había estado enfermo pocos meses antes y con intención de ofrecer a mis vecinos un viaje hasta el campusen mi poderosa máquina, me precipité hacia ellos. Una vereda que rodeaba la ligera eminencia sobre la cual se situaba mi castillo alquilado me separaba del sendero de mis vecinos, y estaba a punto de cruzarla cuando perdí pie y caí sentado sobre la nieve sorprendentemente dura. Mi caída actuó como reactivo químico en el sedán de Shade que arrancó en el acto y estuvo a punto de pasarme por encima al meterse en el sendero, con John al volante gesticulando laboriosamente mientras Sybil le hablaba con frenesí. No estoy seguro de que me haya visto ninguno de los dos.

Pero pocos días después, el lunes 16 de febrero para ser más exacto, fui presentado al viejo poeta a la hora del almuerzo en el club de profesores. "Por fin presenté mis credenciales", como anoté, con cierta ironía, en mi diario. Me invitaron a sentarme con él y otros cuatro o cinco eminentes profesores a su mesa habitual, bajo una fotografía ampliada del Wordsmith College tal como era, inmóvil y destartalado, en un día del verano de 1903 particularmente sombrío. Su lacónica sugestión de que yo "probara el cerdo" me divirtió. Soy rigurosamente vegetariano y me gusta preparar mis propias comidas. Consumir algo que había sido manipulado por uno de mis semejantes, expliqué a los rubicundos convidados, era tan repugnante para mí como comerme una criatura humana, incluida -bajé la voz– la carnosa estudiante con cola de caballo que nos atendía chupando el lápiz. Además ya había terminado de comer las frutas que había traído en mi portafolios, de modo que me contentaría, dije, con una botella de buena cerveza del College. Mi actitud libre y sencilla puso a todo el mundo cómodo. Me hicieron las habituales preguntas acerca de si los eggnogsy los milkshakeseran o no permitidos a quienes pensaban como yo. Shade dijo que él era justo lo contrario: tenía que hacer un decidido esfuerzo para tocar una legumbre. Empezar una ensalada era para él como meterse en el mar un día frío, y siempre precisaba darse ánimos para atacar la fortaleza de una manzana. Yo no estaba todavía acostumbrado a las bromas y a las burlas más bien cansadoras que son habituales entre los intelectuales norteamericanos del tipo académico innato, y entonces me abstuve de decirle a John Shade, en presencia de esos viejos varones bromistas, cuánto admiraba su obra, para evitar que una discusión literaria seria degenerara en simple jarana. En cambio le pregunté acerca de uno de mis alumnos más recientes que también asistía a su curso, un muchacho taciturno, delicado, bastante maravilloso; pero sacudiendo enérgicamente su escarchada crin, el viejo poeta contestó que había dejado hacía mucho de memorizar las caras y los nombres de los estudiantes y que la única persona de su clase de poesía que podía visualizar era una señora oyente que usaba muletas. -Vamos, vamos -dijo el profesor Hurley-, ¿usted quiere decir, John, que no tiene una imagen mental o visceral de esa rubia impresionante que frecuenta Lit. 202?. -Shade, resplandeciendo en todas sus arrugas, tocó ligeramente la muñeca de Hurley para hacerlo callar. Otro torturador preguntó si era cierto que yo había instalado dos mesas de ping-pongen el sótano de mi casa. Le pregunté: -¿Es un crimen? -No -dijo-, ¿pero por qué dos? -¿Es un crimen doble? -le repliqué, y todos se echaron a reír.

A pesar de un corazón desfalleciente (véase verso 735), de una leve cojera y cierta contorsión extraña al caminar, Shade tenía un gusto inmoderado por los largos paseos a pie, pero la nieve le molestaba y en invierno prefería que su mujer fuera a buscarlo con el coche después de las clases. Unos días más tarde, como me dispusiera a salir de la Sala Parthenocissus -o Sala Principal (o ahora, ¡ay!, Sala Shade)– lo vi afuera, esperando a que la Sra. Shade viniera a buscarlo. Me quedé a su lado un minuto, en los peldaños del peristilo, y mientras me ponía los guantes, dedo por dedo, mirando a lo lejos como si fuera a pasar revista a un regimiento: -Un trabajo bien hecho -comentó el poeta. Consultó su reloj pulsera. Un copo de nieve le cayó encima. -Cristal sobre cristal -dijo Shade. Le ofrecí llevarlo a su casa en mi poderoso Kramler. -Las esposas, Sr. Shade, son olvidadizas. -Irguió la hirsuta cabeza para mirar el reloj de la biblioteca. Dos radiantes muchachos vestidos con pintorescas ropas de invierno cruzaron riendo y resbalando la desolada extensión de hierba cubierta de nieve. Shade echó otra mirada a su reloj y, encogiéndose de hombros, aceptó mi ofrecimiento.

Le pregunté si no le importaba que tomara el camino más largo para detenerme en Community Center donde quería comprar unos bizcochos revestidos de chocolate y un poco de caviar. Dijo que encantado. Desde el interior del supermercado, a través de la vitrina, vi al viejo que se precipitaba a un bar. Cuando volví con mis compras, estaba de vuelta en el coche leyendo una revista que no pensé que un poeta se dignara tocar. Un eructo satisfecho me indicó que disimulaba un frasco de coñac en su bien arropada persona. Cuando doblamos en su calle, vimos que Sybil llegaba delante de la casa. Bajé con cortés solicitud. Ella dijo: – Como mi marido no cree en las presentaciones, hagámoslo nosotros mismos: usted es el Dr. Kinbote, ¿no es cierto? Y yo soy Sybil Shade. -Después se dirigió a su marido diciéndole que hubiera podido esperar un minuto más en su escritorio; ella había hecho sonar la bocinal llamadol subido todas las escaleras, etc. Me volví para irme, porque no deseaba presenciar una escena conyugal, pero ella me retuvo: -Tome un trago con nosotros -dijo– o mejor dicho conmigo, porque a John le está prohibido el alcohol. -Expliqué que no podía quedarme mucho rato porque iba a haber una especie de clase de trabajos prácticos en casa, seguida por un poco de ping-pongcon dos encantadores mellizos idénticos y otro muchacho, otro muchacho.

A partir de ese momento comencé a ver cada vez con más frecuencia a mi célebre vecino. La vista desde una de mis ventanas me proporcionaba un entretenimiento de primera, especialmente mientras esperaba a algún invitado tardío. Desde el segundo piso de mi casa la ventana del salón de los Shade era perfectamente visible mientras estaban desnudas las ramas de los árboles de follaje caduco que nos separaban, y casi todas las noches podía ver el pie en pantuflas del poeta balanceándose suavemente. Uno deducía que estaba sentado con un libro en un sillón pero no se podía ver nada más que el pie y su sombra moviéndose de arriba abajo al ritmo secreto de la absorción mental, en la luz concentrada de la lámpara. Siempre en el mismo momento la pantufla de cuero marroquí marrón caía del calcetín de lana del pie que seguía oscilando, aunque con una cadencia un poco más lenta. Uno sabía que la hora del sueño se acercaba con todos sus terrores; que en pocos minutos el pulgar tantearía y acosaría a la pantufla y desaparecería luego con ella de mi dorada campo de visión atravesada por la negra comba de una rama. Y a veces Sybil Shade pasaba con Id velocidad y los braceos de alguien que sale en un acceso de cólera de un lugar para volver poco después, con paso mucho más lento, como si hubiera perdonado a su marido su amistad por un vecino excéntrico; pero el enigma de su conducta quedó totalmente resuelto una noche en que, al marcar su número de teléfono mientras observaba la ventana, la induje mágicamente a repetir los movimientos apresurados y absolutamente inocentes que me habían intrigado.

Ay, mi tranquilidad de espíritu pronto se haría trizas. El espeso veneno de la envidia empezó a salpicarme no bien los suburbios académicos se dieron cuenta de que fohn Shade prefería mi compañía a la de todos los demás. Su risita burlona, mi querida Sra. C, no se nos escapó cuando yo ayudaba al viejo poeta cansado a encontrar sus galochas después de aquella aburrida reunión en la casa de usted. Un día que fui a la oficina de la sección de Literatura Inglesa a buscar una revista con una fotografía del 'Palacio Real de Onhava que quería mostrar a mi amigo, sorprendí a un joven profesor con chaqueta de terciopelo verde, a quien llamaré misericordiosamente Gerald Emerald, en el momento en que contestaba descuidadamente a una pregunta del secretario: "Me imagino que el Sr. Shade ya se ha ido con el Gran Castor". Es cierto que soy bastante alto y que mi barba castaña es bastante rica de textura y color; el apodo tonto evidentemente se me aplicaba a mi, pero no merecía atención alguna y después de tomar con calma la revista de una mesa cubierta de folletos, me limité a deshacer el nudo de la corbata mariposa de Gerald Emerald con golpe seco de los dedos al pasar delante de él. Hubo también la mañana en que el Dr. Nattochdag, jefe del departamento del que yo dependía, me rogó con voz formal que me sentara, cerró la puerta y después de volver a su sillón giratorio con aire sombrío, me instó a que "tuviera más cuidado". ¿Cuidado en qué sentido? Un muchacho se había quejado a su padrino de tesis. ¿Quejado de qué, por el amor de Dios? De que yo hubiera criticado un curso de literatura que él seguía ("un estudio ridículo de obras ridículas a cargo de una ridícula mediocridad"). Con una carcajada de verdadero alivio, abracé al bueno de Netochka, prometiéndole que nunca más volvería a ser malo. Aprovecho esta oportunidad para saludarlo. Siempre se comportó con una cortesía tan exquisita conmigo, que a veces me pregunto si no habría sospechado lo que Shade sospechaba y lo que sólo tres personas (dos administradores y el presidente del College) sabían con certeza.

Oh, hubo varios incidentes parecidos. En una parodia representada por un grupo de estudiantes de arte dramático fui retratado como un pomposo misógino con acento alemán, que citaba constantemente a Housman y mordisqueaba zanahorias crudas; y una semana antes de la muerte de Shade, cierta feroz señora en cuyo club me había negado a hablar sobre el tema "The Hally Vally" (como decía ella, confundiendo el palacio de Odín con el título de una epopeya finlandesa), me dijo en mitad de tin almacén: -Es usted una persona sumamente desagradable. No entiendo cómo John y Sybil pueden soportarlo -y exasperada por mi cortés sonrisa, añadió-: Además está loco.

Pero permítaseme interrumpir el repertorio de necedades. Se pensara lo que se pensase, se dijera lo que se dijese, yo hallaba plena recompensa en la amistad de John. Esta amistad era tanto más preciosa cuanto que su ternura era intencionalmente disimulada, sobre todo cuando no nos encontrábamos solos, por la hosquedad que emana de eso que puede llamarse nobleza de corazón. Todo su ser constituía una máscara.

La apariencia física de John Shade tenía tan poco que ver con las armonías reunidas en el hombre, que uno se sentía inclinado a rechazarla como un disfraz grosero o una moda pasajera; pues si las modas de la época romántica hacían más sutil la virilidad del poeta desnudando su cuello atractivo, recortando su perfil y reflejando un lago de montaña en su pupila oval, los bardos de hoy, debido quizá a que tienen mejores oportunidades de envejecer, parecen gorilas o buitres. Había en el rostro de mi sublime vecino algo que podía haber atraído la mirada si hubiera sido sólo leonino o sólo iroqués; pero por desgracia la mezcla de los dos recordaba simplemente a un corpulento borrachín hogarthiano de sexo indeterminado. Su cuerpo deforme, aquella abundante greña gris, las uñas amarillentas de los dedos regordetes, las bolsas debajo de los ojos opacos sólo se entendían si se los consideraba como los desechos de su yo intrínseco eliminados por las mismas fuerzas de perfección que purificaban y cincelaban su verso. Shade era su propia anulación.

Tengo una fotografía de él que es mi preferida. En esa instantánea en colores tomada por alguien que fue amigo mío, un día brillante de primavera, se ve a Shade apoyado en un robusto bastón que había pertenecido a su tía Maud (véase el verso 86). Yo llevo un rompevientos blanco comprado en una tienda local de artículos de deportes y un pantalón lila procedente de Cannes. Mi mano izquierda está semi-alzada, no para palmear el hombro de Shade como parece ser la intención, sino para quitarme los lentes ahumados, cosa que no llegó a hacer en esa vida, la vida de la fotografía; y el libro de la biblioteca que tengo debajo del brazo derecho es un tratado sobre ciertos ejercicios físicos zemblanos en el que me proponía interesar a mi joven inquilino, el que tomó la foto. Una semana más tarde éste traicionaría mi confianza aprovechando sórdidamente mi ausencia motivada por un viaje que hice a Washington de donde volví para descubrir que había llevado a una prostituta pelirroja de Exton, de quien quedaban pelos y emanaciones en los tres cuartos de baño. Naturalmente, nos separamos en seguida, y entreabriendo las cortinas de la ventana, vi al malo de Bob de pie, con un aire bastante patético, con su cabeza rapada y su valija destartalada y los esquíes que yo le había dado, totalmente desamparado al borde del camino, esperando que uno de sus compañeros fuera a buscarlo llevándoselo para siempre. Puedo perdonar todo salvo la traición.

Jamás comentamos, John Shade y yo, ninguna de mis desventuras personales. Nuestra estrecha amistad se situaba en ese nivel superior, exclusivamente intelectual, en que uno puede descansar de las penas del corazón, no compartirlas. Mi admiración por él era una especie de cura de altura. Yo experimentaba una gran impresión de maravilla cada vez que lo miraba, sobre todo en presencia de otra gente, gente inferior. Esa maravilla era realzada por mi conciencia de que los otros no sentían lo que yo sentía, no veían lo que yo veía, veían en Shade un hombre corriente en vez de dejar que cada uno de sus nervios se impregnara, por así decirlo, del aura fabulosa de su presencia. Ahí está, me decía yot esa es su cabeza, que contiene un cerebro de una especie diferente de las jaleas sintéticas envasadas en los cráneos que lo rodean. Desde la terraza (de la casa del profesor C, aquella noche de marzo), está mirando el lago distante. Yo lo miro a él. Soy testigo de un fenómeno fisiológico único: John Shade percibiendo y transformando el mundo, integrándolo y desintegrándolo, reordenando sus elementos en el proceso mismo de almacenarlos para producir en una fecha no especificada un milagro orgánico, una fusión de imagen y de música, un verso. Y sentí la misma exaltación que una vez, en mi infancia, observando del otro lado de la mesa de té, en el castillo de mi tío, a un prestidigitador que acababa de ofrecer una representación fantástica y ahora comía tranquilamente un helado de vainilla. Yo miraba fijo sus mejillas empolvadas, la flor mágica en el ojal donde había pasado por una sucesión de colores diferentes y ahora se había detenido en un clavel blanco, y especialmente sus maravillosos dedos de apariencia fluida que podían, si así lo decidía, disolver la cuchara en un rayo de luz haciéndola girar, o convertir su plato en paloma arrojándolo al aire.


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