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Pálido Fuego
  • Текст добавлен: 21 октября 2016, 20:45

Текст книги "Pálido Fuego"


Автор книги: Владимир Набоков



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A veces yo pensaba que sólo la autodestrucción podía darme la esperanza de escapar al implacable avance de los asesinos que estaban en mí, en mis tímpanos, en mi pulso, en mi cráneo, más que en esa interminable autorruta que subía y rodeaba mi corazón con sus caracoles en el momento en que dormitaba sólo para que mi sueño se hiciera añicos por obra de ese borracho, imposible, inolvidable Bob que volvía a lo que había sido el lecho de Cándida o de Dee. Como mencioné brevemente en el prólogo, por fin lo eché, después de lo cual, durante varias noches, ni el vino, ni la música, ni la plegaria pudieron apaciguar mis temores. Por otra parte esos tiernos días primaverales eran muy tolerables, mis clases gustaban a todo el mundo y yo me obligué a asistir a todas las reuniones sociales que se me presentaban. Pero después de la alegre velada volvían otra vez el acercamiento insidioso, el movimiento oblicuo y rastrero, ese furtivo arrastrarse y esa pausa, y de nuevo la crepitación.

El castillo Goldsworth tenía numerosas puertas exteriores y por mucho que las inspeccionara, así como los postigos de las ventanas de la planta baja, antes de irme a dormir, nunca dejé de descubrir a la mañana siguiente un cerrojo abierto, suelto, un poco separado, un poco entornado, algo solapado y de aspecto sospechoso. Una noche el gato negro que había visto pocos minutos antes escabullándose al subsuelo donde le había dispuesto instalaciones sanitarias en un marco agradable, reapareció de pronto en el umbral de la sala de música, en medio de mi insomnio y de un disco de Wagner, arqueado el lomo y con una cinta de seda blanca que seguramente no se había atado él mismo al pescuezo. Telefoneé al 11111 y pocos minutos después estaba refiriéndome a los presuntos culpables con un policía que apreció muchísimo mi aguardiente; pero quienquiera que fuese el intruso, no había dejado huellas. Es tan fácil para una persona cruel hacer creer a la víctima de su ingeniosidad que tiene manía de persecución, o que es acosada por un asesino o que padece de alucinaciones. ¡Alucinaciones! Yo bien sabía que entre los jóvenes profesores cuyos avances rechazara, había por lo menos uno que gustaba de las bromas pesadas; lo supe desde la vez en que, al volver a casa después de una reunión muy agradable y muy exitosa de profesores y discípulos (en la que me quité impetuosamente la chaqueta para mostrar a varios alumnos interesados algunas de las tomas divertidas que practican los luchadores zemblanos) encontré en el bolsillo de la chaqueta un brutal anónimo que decía: "Su al… huele realmente mal, compadre", significando evidentemente "alucinación", aunque un crítico malévolo hubiera podido deducir del número insuficiente de puntos que el pequeño Sr. Anón, a pesar de ser profesor de inglés de primer curso, apenas conocía la ortografía.

Tengo la satisfacción de informar que poco después de Pascua mis temores desaparecieron para no volver más. A la habitación de Alphina o Betti se mudó otro inquilino, Balthasar, Príncipe de Loam, como yo le decía, que se acostaba a las nueve con elemental regularidad y a las seis de la mañana estaba plantando heliotropos ( Heliotropium turgenevi). Esta es la flor cuyo perfume evoca con intemporal intensidad el poniente y el banco del jardín y una casa de madera pintada en una lejana comarca nórdica.


Verso 70: la nueva TV

Después de esto, en el borrador (fechado el 3 de julio), vienen unos pocos versos no numerados destinados quizá a partes ulteriores del poema. En realidad no han sido suprimidos pero van acompañados de un signo de interrogación al margen y rodeados por una línea ondulante que se superpone a las letras:


Hay sucesos, casos extraños que llaman


la atención por emblemáticos. Son como


perdidas metáforas a la deriva, sin lazos,


a nada atadas. Así, ese rey nórdico


cuya desesperada evasión de la cárcel sólo


resultó afortunada porque unos cuarenta


de sus partidarios, aquella noche,


se hicieron pasar por él e imitaron su fuga…




Nunca hubiera llegado a la costa occidental si no se hubiera difundido entre sus partidarios secretos, románticos y locamente heroicos, la idea de hacerse pasar por el Rey evadido. Se ataviaron como él, poniéndose suéters colorados y gorras coloradas, y aparecieron por aquí y por allá desconcertando por completo a la policía revolucionaria. Algunos de los pillos eran mucho más jóvenes que el Rey, pero esto no tenía importancia pues los retratos suyos que había en las chozas de los montañeses y en las tiendas miopes de las aldeas, donde se podían comprar gusanos, pan de jenjibre y hojas zhiletka, no habían envejecido desde su coronación. Se añadió una encantadora nota caricaturesca la famosa vez que desde la terraza del Hotel Kronblik, cuya telesilla lleva a los turistns al glaciar Kron, se vio a un alegre mimo flotando en ei aire como una faleña roja, y a un desgraciado policía sin humor y sin gorra sentado dos sillas atrás y siguiéndolo lentamente como en un sueño. Es un placer añadir que antes de llegar al apeadero, el falso rey se las arregló para escapar trepando a uno de los pilones que sostenían el cable de tracción (véanse también las notas a los versos 149 y 171).


Verso 71: padres

El profesor Hurley produjo con loable presteza, un mes después de la muerte del poeta, una apreciación de las obras editas de John Shade. La publicó en una oscura revista literaria cuyo nombre se me escapa en este momento, y que me mostraron en Chicago donde interrumpí por un par de días mi viaje en automóvil de New Wye a Cedarn, por aquellas tristes montañas otoñales.

Un comentario donde debería reinar una plácida erudición no es el lugar adecuado para insistir en las ridículas insuficiencias de esa pequeña nota necrológica. La he mencionado solamente porque allí recogí unos pocos y magros detalles acerca de los progenitores del poeta. Su padre, Samuel Shade, que murió a los cincuenta años, en 1902, había estudiado medicina en su juventud y era vicepresidente de una firma de instrumentos quirúrgicos de Exton. Pero su gran pasión fue lo que nuestro elocuente necrólogo llama "el estudio de la raza emplumada", añadiendo que dio nombre a un pájaro: el Bombycilla Shadei(debería ser shade, naturalmente). La madre del poeta, de soltera Carolina Lukin, le ayudó en su trabajo y trazó los admirables dibujos de sus Pájaros de México, que recuerdo haber visto en casa de mi amigo. Lo que el autor de la nota necrológica no sabe es que Lukin viene de Luke, igual que Locock y Luxon y Lukashevich. Es uno de los muchos casos en que el patronímico hereditario, aparentemente amorfo pero viviente y personal, evoluciona adoptando a veces formas fantásticas, en torno al muy común guijarro de un nombre de pila. Los Lukin son una familia muy antigua de Essex. Otros nombres derivan de profesiones, como Rymer, Scrivener, Limner (iluminador de pergaminos), Botkin (el zapatero, el fabricante de calzado de fantasía) y muchos otros. Mi preceptor, un escocés, solía llamar "casa estruendo" a una casa que se cae a pedazos. Pero basta.

Algunos otros detalles sobre los estudios universitarios de John Shade y los años intermedios de su vida singularmente apacible, puede consultarlas el lector en el artículo del profesor. Hubiera sido en general un trabajo aburrido de no haberlo animado, es la palabra que corresponde, ciertos rasgos especiales. Así, hay una sola alusión a la obra maestra de mi amigo (cuyas pilas de fichas bien ordenadas, mientras escribo estas líneas, descansan al sol sobre mi mesa como otros tantos lingotes de un metal fabuloso) y la transcribo con morboso deleite: "Parece que, justo antes de su prematura muerte, nuestro poeta trabajaba en un poema autobiográfico." Las circunstancias de esta muerte son completamente deformadas por el profesor, fatídico seguidor de los señores de la prensa cotidiana quienes -quizá por razones políticas– falsificaron los motivos y las intenciones culpables sin esperar el proceso, que desgraciadamente no habría de ocurrir en este mundo (véase eventualmente mi última nota). Pero desde luego, la característica más notable del pequeño obituario es la de que no contiene ni una sola referenciaa la maravillosa amistad que iluminó los últimos días de la vida de John.

Mi amigo no podía evocar la imagen de su padre. Al igual que el Rey (que tampoco llegaba a los tres años cuando murió su padre, el Rey Alfin), era incapaz de recordar su cara, aunque, cosa curiosa, recordaba perfectamente bien el pequeño monoplano de chocolate que tenía en sus manos de bebé mofletudo, en la última fotografía (Navidad de 1918) del melancólico aviador con pantalones de montar, en cuyo regazo estaba sentado, incómodo y a disgusto.

Alfin el Vago (1873-1918), que reinó de 1900 a 1918, aunque de 1900 a 1919 según la mayoría de los diccionarios biográficos, confusión debida al cambio de calendario del Viejo Estilo al Nuevo, debe su sobrenombre a Amphi-theatricus, autor bastante amable de poesía de circunstancias en las gacetas liberales (¡que fue también el que rebautizó a mi capital "Uranogrado"!). La distracción del Rey Alfin no conocía límites. Era un lamentable lingüista, que sólo disponía de unas pocas frases en francés y en danés, pero cada vez que tenía que pronunciar un discurso delante de sus subditos -delante de un grupo de boquiabiertos patanes zemblanos en algún remoto valle donde había hecho un aterrizaje forzoso-, se ponía en marcha en su cabeza algún mecanismo incontrolable y volvía a esas frases, condimentándolas con un poco de latín adecuado a las circunstancias. La mayoría de las anécdotas relacionadas con sus ingenuos accesos de distracción son demasiado tontas e indecentes para manchar estas páginas; pero una de ellas que no me parece especialmente divertida arrancó a Shade tales risotadas (y me volvió víasala de profesores, con tan obscenos añadidos) que me siento inclinado a darla aquí como ejemplo (y como rectificación). Un verano, antes de la primera guerra mundial, en que el emperador de un gran reino extranjero (comprendo cuán limitada es la elección) hacía una visita muy desusada y muy halagadora a nuestro rudo y pequeño país, mi padre lo llevó junto con un joven intérprete zemblano (cuyo sexo no he de precisar), en un coche fuera de serie, recién comprado, a dar un paseo por el campo. Como de costumbre, el Rey Alfin viajaba sin la menor escolta y esto, junto con su rápida manera de conducir, parecía inquietar a su invitado. En el camino de vuelta, a unas veinte millas de Onhava, el Rey Alfin decidió detenerse para hacer reparaciones. Mientras él frangollaba en el motor, el emperador y el intérprete buscaron la sombra de unos pinos que bordeaban el camino, y sólo cuando el Rey Alfin estuvo de vuelta en Onhava se dio cuenta, por la repetición de preguntas más bien frenéticas, que había dejado a alguien en el camino ("¿Qué emperador?", se recuerda que fue su mot memorable). En general, en lo que concernía a todas mis contribuciones (o lo que yo consideraba contribuciones), ordenaba a mi poeta que las registrara por escrito, ¡y cómo!, en vez de difundirlas en charlas ociosas; pero incluso los poetas son humanos.

La distracción del Rey Alfin estaba extrañamente asociada a una pasión por las cosas mecánicas, especialmente por las máquinas voladoras. En 1912 consiguió elevarse en un "hidroplano" Fabre que parecía un paraguas, y estuvo a punto de ahogarse en el mar, entre Nitra e Indra. Estrelló dos Farmans, tres aparatos zemblanos y un Santos Dumont Demoiselleque amaba especialmente. En 1916 su fiel "ayudante aéreo", el Coronel Peter Gusev (más tarde pionero del paracaidismo y a los setenta años uno de los más grandes paracaidistas de todos los tiempos), construyó para él un monoplano muy especial, el Blenda IV, y este fue su pájaro fatal. La mañana de diciembre serena y no demasiado fría que los ángeles eligieron para atrapar con la red su alma dulce y pura, el Rey Alfin estaba ensayando solo un tirabuzón vertical que el Príncipe Andrey Kachurin, el famoso acróbata aéreo y héroe de la Primera Guerra Mundial, le había enseñado en Gatchina. Algo anduvo mal y se vio bajar en picada al pequeño Blenda, sin control. Detrás y por encima de él, en un biplano Caudron, el Coronel Gusev (enton-tonces Duque de Rahl) y la Reina tomaron varias fotos de lo que parecía al principio una noble y graciosa evolución pero después resultó ser algo más. A último momento el Rey Alfin consiguió enderezar su aparato y era de nuevo dueño de la gravedad cuando, inmediatamente después, se estrelló en el andamiaje de un enorme hotel que se estaba construyendo en medio de un páramo costero como si su propósito preciso fuera ponerse en el camino de un rey. Este edificio inconcluso y desventrado fue arrasado por orden de la Reina Blenda que lo hizo sustituir por un monumento de granito coronado por un inverosímil avión de bronce. Las copias brillantes de las fotografías ampliadas que mostraban toda la catástrofe fueron descubiertas un día por Charles Xavier, entonces de ocho años, en el cajón de un escritorio-biblioteca. En algunas de esas espantosas fotografías se podían percibir los hombros y el casco de cuero del aviador extrañamente despreocupado, y en la penúltima de la serie, justo antes de hacerse añicos en una humareda blanca, se lo veía claramente alzando un brazo triunfante y tranquilizador. El niño tuvo malos sueños después de esto, pero su madre nunca descubrió que había visto esos documentos infernales.

De ella se acordaba… más o menos: una amazona alta, ancha, fuerte, de rostro rubicundo. Un primo real le había asegurado que su hijo estaría seguro y feliz bajo la tutela del admirable Sr. Campbell que había enseñado a varias princesitas obedientes a ordenar mariposas y a disfrutar de Lord Ronald's Coronach. Había inmolado su vida, por así decirlo, en los altares portátiles de gran número de pasatiempos, desde el estudio de las polillas de los libros hasta la caza del oso, y podía recitar Macbethdel principio al fin durante un paseo a pie; pero le importaba un bledo la moral de sus pupilos, prefería las damas a los zagales y no se metía en las complejidades de la pederastía zemblana. Después de una estada de 10 años partió rumbo a alguna corte exótica en 1932, cuando nuestro príncipe, que tenía diecisiete años, había empezado a dividir su tiempo entre la Universidad y su regimiento. Fue el período más agradable de su vida: estudiar poesía -sobre todo poesía inglesa-, o asistir a desfiles militares, o ir a bailes de disfraz con muchachos-muchachas o muchachas-muchachos. Su madre murió repentinamente el 21 de julio de 1936, de una oscura enfermedad de la sangre que también había afectado a la madre de ella y a su abuela. Se sentía mucho mejor el día antes, y Charles Xavier había ido a un baile de toda la noche, en el llamado Domo Ducal de Grindelwod, en esa oportunidad una reunión heterosexual formal, más bien refrescante después de algunos entretenimientos previos. A eso de las cuatro de la mañana, cuando el sol inflamaba las crestas de los árboles y el Monte Falk, convertido en un cono rosado, el Rey detuvo su poderoso coche ante una de las puertas del palacio. El aire era tan delicado, la luz tan lírica, que junto con los tres amigos que le acompañaban decidió hacer a pie, a través del bosquecillo de tilo, la distancia que faltaba hasta el Pabellón Pavoniano donde se alojaban los huéspedes. El Príncipe y Otar, un amigo platónico, iban de frac, pero habían perdido los sombreros de copa con el viento de la carretera. Algo extraño sorprendió a los cuatro cuando llegaron bajo los tilos jóvenes, en el minucioso paisaje de escarpas y contraescarpas subrayadas por sombras y contrasombras. Otar, un gentilhombre agradable y culto con una tremenda nariz y pelo ralo, iba acompañado de sus dos amantes, Fifalda, de dieciocho años (con quien se casó después) y Fleur, de diecisiete (a quien encontraremos en otras dos notas), hijas de la Condesa de Fyler, la dama de compañía favorita de la Reina. Uno se detiene involuntariamente en esa imagen como cuando se encuentra en un punto privilegiado del tiempo y sabe retrospectivamente que en un instante la propia vida sufrirá un cambio total. De modo que allí estaba Otar, mirando con aire desconcertado las distantes ventanas de los aposentos de la Reina, y estaban las dos muchachas, una junto a otra, con sus piernas delgadas, sus chales resplandecientes, sus rosadas narices de gatitas, sus ojos verdes y pesados de sueño, sus pendientes que atrapaban y devolvían el fulgor del sol. Había alrededor unas cuantas personas, como las había siempre, a cualquier hora, junto a esa puerta delante de la cual pasaba un camino que desembocaba en la autorruta del este. Una campesina con un bollo que ella misma había horneado, sin duda la madre del centinela que aún no había venido a relevar al joven nattdett(hijo de la noche), moreno y sin afeitar, a su lúgubre garita, estaba sentada en un guardacantón mirando con femenina fascinación las bujías que se desplazaban como luciérnagas de una ventana a la otra; dos obreros, de pie junto a sus bicicletas, observaban también esas extrañas luces, y un borracho con bigote de foca titubeaba tanteando los troncos de los tilos. Uno repara en esos detalles secundarios en los momentos en que el ritmo de la vida decrece. El Rey observó que un poco de barro colorado manchaba los hierros de las dos bicicletas y que sus ruedas delanteras, paralelas la una a la otra, apuntaban a ia misma dirección. De pronto por un sendero empinado, entre los arbustos de lilas -un atajo desde los aposentos de la Reina-, la Condesa bajó corriendo y tropezando en el borde de su bata acolchada, y en el mismo momento, desde el otro lado del palacio, los seis consejeros, vestidos con sus trajes de ceremonia y llevando como plum cakeslas réplicas de las diversas insignias reales, empezaron a bajar los peldaños de piedra, con majestuosa prisa, pero ella les ganó por un cuerpo y nos escupió las noticias. El borracho empezó a cantar una balada obscena acerca de "Karlie-Garlie" y se cayó en el foso de la demi-lune. No es fácil describir claramente en breves notas sobre un poema las diversas entradas a un castillo fortificado y por eso, consciente de este problema, preparé para John Shade, en algún momento de junio, mientras le refería los acontecimientos brevemente esbozados en algunos de mis comentarios (véase la nota al verso 130, por ejemplo), un plan trazado con bastante elegancia de los aposentos, las terrazas, los bastiones y los jardines de recreo del Palacio de Onhava. A menos que haya sido destruido o robado, ese cuidadoso dibujo en tintas de colores, hecho sobre un gran pedazo de cartón (treinta pulgadas por veinte) podría estar aún donde lo vi por última vez a mediados de julio, sobre la tapa del gran baúl negro, frente a la vieja máquina de planchar, en un nicho del pequeño corredor que lleva a la habitación llamada frutería. Si no estuviera allí, se podría buscar en el estudio del piso alto. He escrito acerca de esto a la Sra. Shade, pero no contesta a mis cartas. En caso de que todavía exista, le ruego, sin levantar la voz y muy humildemente, tan humildemente como el último de los subditos del Rey puede solicitar la inmediata restitución de sus derechos (el plan es mío y está claramente firmado con una corona negra de rey de ajedrez después de "Kinbote"), que, bien embalado, indicando no doblaren el sobre y por correo certificado, lo envíe a mi editor para que lo reproduzca en ediciones posteriores de esta obra. La poca energía que me quedaba ha ido disminuyendo últimamente y estas torturadoras jaquecas me impiden ahora hacer el metódico esfuerzo visual que exigiría el trazado de otro plan parecido. El baúl negro está encima de otro marrón o pardusco todavía más grande y creo que cerca hay un zorro o un coyote embalsamado, en su rincón oscuro.


Verso 79: un preterista

Escrito en frente de esto, al margen del borrador, hay dos líneas de las cuales sólo se puede descifrar la primera. Dice:


La noche es el momento de alabar el día.


Estoy casi seguro de que mi amigo estaba tratando de incorporar aquí algo que él y la Sra. Shade me habían oído citar en mis momentos de euforia, especialmente una cuarteta encantadora sacada de la contraparte zemblana del Eider Edda, en una traducción inglesa anónima (¿la de Kirby?):


El sabio alaba el día a la caída de la noche,


a la esposa cuando ha muerto,


el hielo cuando ha sido franqueado, la novia


al tumbarla, y el caballo probado.




Verso 80: mi dormitorio

Nuestro Príncipe quería a Fleur como a una hermana pero sin la más ligera sombra de incesto o de complicaciones homosexuales secundarias. Fleur tenía una carita pálida, de pómulos salientes, ojos luminosos y pelo negro rizado. Se rumoreaba que después de haber andado rondando durante meses con una taza de porcelana y la pantufla de Cenicienta, el escultor y poeta mundano Arnor había encontrado en ella lo que buscaba y había usado sus pechos y sus pies para su Lilith llamando a Adán; pero seguramente no soy un experto en esas tiernas cuestiones. Otar, su amante, decía que cuando uno caminaba detrás de ella y ella sabía que uno caminaba detrás, el balanceo y el juego de aquellas esbeltas caderas era algo intensamente artístico, algo que, en escuelas especiales, les enseñaban a las niñas árabes unos alcahuetes parisienses que después eran estrangulados. Sus frágiles tobillos, decía, cuando los acercaba en su delicada y ondulante marcha, eran las "joyas preocupadas" de que habla el poema de Arnor sobre una miragarl("muchacha-espejismo"), por quien "un rey de sueño en los desiertos arenosos del tiempo hubiera dado trescientos camellos y tres fuentes".


/ / / /

On sagaren werem tremkin tri stana

/ / / /

Verbalala wod gev ut tri phantana


(He marcado los acentos.)

El Príncipe no hacía caso de esta charla bastante vulgar (toda, probablemente, dirigida por la madre de Fleur) y, repitámoslo, la miraba simplemente como a una hermanastra, perfumada, elegante, con un hociquito pintado y una manera maussade, confusa, gala, de expresar lo poco que deseaba expresar. Su imperturbable rudeza con la nerviosa y gárrula Condesa divertía al Príncipe. Le gustaba bailar con ella… y sólo con ella. Apenas se crispaba cuando Fleur le acariciaba la mano o se pegaba silenciosamente, los labios entreabiertos, contra su mejilla que el alba macilenta después del baile ya había mancillado. A Fleur no parecía importarle que él la abandonara por placeres más viriles; lo encontraba de nuevo en la oscuridad de un coche o en el claroscuro de un cabaretcon la contenida y ambigua sonrisa de una prima cariñosa.

Los cuarenta días transcurridos entre la muerte de la Reina Blenda y su coronación fueron quizá el período más penoso de su vida. No había amado a su madre y los desesperados e impotentes remordimientos que ahora sentía degeneraron en un enfermizo miedo físico a su fantasma. La Condesa, que parecía estar cerca de él, dando vueltas a su alrededor todo el tiempo, le había hecho asistir a sesiones de espiritismo con un experimentado médium norteamericano, sesiones en las cuales el espíritu de la Reina, utilizando el mismo tipo de tablita que había usado en vida para charlar con Thormodus Torfaeus y A. R. Wallace, escribía ahora vivazmente en inglés: "Charles toma toma quiere ama flor flor flor". Un viejo psiquiatra tan totalmente sobornado por la Condesa que parecía, aun por fuera, una pera podrida, le aseguró que sus vicios habían matado subconscientemente a su madre y seguirían "matándola en él" si no renunciaba a la sodomía. Una intriga de palacio es una araña espectral donde uno más se enreda cuantos más desesperados sacudones da por liberarse. Nuestro Príncipe era joven, inexperto y estaba medio loco de insomnio. Luchó apenas. La Condesa gastó una fortuna en comprar al Kamergrum(valet de cámara) del Príncipe, a su guardia de corps e incluso la mayor parte del Chambelán de la Corte. Instaló su dormitorio en una pequeña antecámara contigua a su habitación de soltero, un espléndido y espacioso apartamento circular en lo alto de la elevada y maciza Torre del Sudoeste. Ese había sido el retiro de su padre y todavía se comunicaba por un alegre resbaladero con una piscina redonda situada en la sala inferior, de modo que el joven Príncipe podía empezar el día como su padre solía hacerlo, abriendo un panel debajo de su catre de campaña y cayendo en el pozo que lo depositaba directamente en el agua brillante. Para otras necesidades que no fueran el sueño, Charles Xavier había instalado en medio del piso cubierto por una alfombra persa lo que se llama una patifolia, es decir, una inmensa almohada de plumón de cisne, ovalada, voluptuosamente adornada de volantes, del tamaño de una cama triple. En ese amplio nido dormía ahora Fleur, acurrucada en el hueco central, debajo de un cubrecama de auténtica piel de panda gigante que acababa de enviarle apresuradamente desde el Tibet un grupo de amigos asiáticos con motivo de su ascenso al trono. La antecámara donde estaba instalada la Condesa tenía su propia escalera interna y su cuarto de baño, pero se comunicaba también por medio de una puerta corrediza con la galería Oeste. No sé qué consejo o qué orden había recibido Fleur de su madre; pero la pobrecita resultó ser una seductora lamentable. Se pasaba el tiempo como una loca mansa, tratando de reparar una viola de amor rota o sentada en actitudes dolientes comparando dos flautas antiguas, las dos de sonido débil y triste. Entre tanto, vestido a la turca, el Príncipe se reclinaba en el amplio sillón de su padre, las piernas por encima del brazo del sillón, hojeando un volumen de Historia Zemblica, copiando algunos pasajes y sacando ocasionalmente de los escondrijos inferiores de su asiento un par de viejas gafas de automovilista, un anillo de ópalo negro, una bola de papel plateado de envolver chocolate, o la estrella de una orden extranjera.

Hacía calor al sol de la tarde. El segundo día de su ridícula cohabitación, ella no llevaba más que la blusa de una especie de pijama sin mangas ni botones. La vista de sus cuatro miembros desnudos y de las tres cuevas de ratones (anatomía zemblana) le irritaba, y mientras iba y venía meditando en su discurso de coronación, le arrojaba, sin mirarla, un par de pantalones cortos o una bata de esponja. A veces, al volver al viejo y confortable sillón, la encontraba contemplando pesarosa la figura de un bogtur(guerrero antiguo) en el libro de historia. El la hacía salir del sillón con los ojos aún clavados en su bloc de notas, y Fleur, estirándose, se iba al asiento de la ventana y su polvoriento rayo de sol; pero después de un rato trataba de acurrucarse junto al Príncipe que debía rechazar su entrometida cabeza de pelo oscuro y rizado con una mano mientras con la otra escribía o separaba una por una las pequeñas y rosadas garras de ella de su manga o su faja.

De noche su presencia no eliminaba el insomnio, pero por lo menos mantenía en jaque al robusto fantasma de la Reina Blenda. Entre el agotamiento y la modorra, se entretenía con fantasías miserables, como la de levantarse y verter de una jarra un poco de agua fría sobre el hombro desnudo de Fleur como para apagar en él el débil fulgor de un rayo de luna. La Condesa roncaba estruendosamente en su guarida. Y más allá del vestíbulo de su vigilia (en ese momento, empezó a dormirse), en la fría y oscura galería, tendidos en el mármol pintado y amontonados de a tres o cuatro contra la puerta cerrada, unos dormitando, otros gimiendo, estaban sus nuevos pajes, toda una montaña de muchachos de Troth, de Toscana y de Albanolandia, que le habían regalado.

Al despertarse la vio de pie con un peine en la mano delante de su espejo de vestir -o más bien del de su abuelo-, un tríptico de luz insondable, un espejo realmente fantástico firmado con un diamante por su artesano, Sudarg de Bokay. Fleur daba vueltas delante: un secreto dispositivo de reflexión recogía en las profundidades un número infinito de desnudos, guirnaldas de muchachas en grupos tristes y graciosos que se empequeñecían en la límpida distancia o se dividían en ninfas individuales algunas de las cuales, murmuró Fleur, debían de parecerse a sus antepasadas cuando eran jóvenes, paisanitas garlien peinándose la cabellera en el agua poco profunda, tan lejos como el ojo podía alcanzar, y después la pensativa sirena surgida de un viejo cuento y después nada.

La tercera noche, un gran ruido de pasos y repique de armas se dejó oír en la escalera interna, y el Primer Consejero, tres Representantes del Pueblo y el jefe de una nueva guardia de corps irrumpieron en el recinto. Lo divertido es que la idea de tener por reina a la nieta de un violinista enfurecía sobre todo a los Representantes del Pueblo. Este fue el final del casto romance de.Charles Xavier con Fleur, que era bonita sin ser por ello repelente (como algunos gatos son menos repugnantes que otros para el perro de buen natural a quien se le pide que soporte el amargo efluvio de una raza extranjera). Con sus valijas blancas y sus anticuados instrumentos musicales, las dos damas se volvieron al anexo del palacio. Hubo luego una dulce vibración de alivio y después la puerta de la antecámara se abrió con alegre estrépito y todo el montón de puttise precipitó adentro.

Habría de pasar por una prueba mucho más dramática trece años más tarde con Disa, Duquesa de Payn, con quien se casó en 1949, como lo cuento en las notas a los versos 275 y 433-434, al que el estudioso del poema de Shade llegará en su debido momento; no hay prisa. Después hubo una serie de veranos fríos. La pobre Fleur seguía dando vueltas por allí, aunque casi invisible. Se convirtió en la protegida de Disa después que la vieja Condesa murió en el vestíbulo atestado de la Exposición de Animales de Vidrio de 1950, en que el fuego destruyó parte del mismo y Gradus ayudó a los bomberos a despejar un espacio en el centro para linchar a los incendiarios no agremiados, o por lo menos a las personas (dos desconcertados turistas de Dinamarca) a quienes habían confundido con ellos. Nuestra joven Reina pudo haber sentido cierta sutil simpatía por su pálida dama de compañía a quien de vez en cuando el Rey veía iluminando un programa de concierto a la luz oblicua de una ventana ojival, o haciendo una música delicada en el gabinete B. El hermoso dormitorio de su época de soltero se menciona de nuevo en la nota al verso 130, como el lugar de su "lujoso cautiverio", al comienzo de la tediosa e innecesaria revolución zemblana.


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