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Pálido Fuego
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Текст книги "Pálido Fuego"


Автор книги: Владимир Набоков



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– La palabra es equivocada -decía-. Uno no debería aplicarla a una persona que se despoja deliberadamente de un pasado gris y desdichado y lo sustituye por una brillante invención. Es sencillamente volver una nueva página con la mano izquierda.

Palmeé la cabeza de mi amigo y me incliné ligeramente delante de Eberthella H. El poeta me miró con ojos vidriosos. Ella dijo:

– Venga a ayudarnos, Sr. Kinbote: yo sostengo que el viejo como se llame, sabe cuál, el viejo de la estación de Exton, que se creía Dios y había empezado a dar una nueva dirección a los trenes, era técnicamente un chiflado, pero John le llama un cofrade poeta.

– En cierto sentido todos somos poetas, señora -respondí, y ofrecí un fósforo encendido a mi amigo que tenía la pipa entre los dientes y se golpeaba con las dos manos en varias partes del torso.

No estoy seguro de que esta variante trivial valiera la pena de ser comentada; en realidad todo el pasaje sobre las actividades del I.P.H. sería muy heroico-burlesco si esos versos pedestres hubieran sido un pie más cortos.


Verso 662: ¿Quién deambula tan tarde en la noche y el viento?

Este verso, y en realidad todo el pasaje (versos 653-664), aluden al célebre poema de Goethe sobre el Rey de los Alisos, el hechicero venerable del bosque de los alisos habitado por silvos, que se enamora del delicado niño hijo de un viajero retrasado. Nunca se admirará bastante la forma ingeniosa en que Shade se las arregla para transferir algo del ritmo quebrado de la balada (en el fondo un metro trisilábico) en Su verso yámbico:


/ / / /

662 ¿Quién deambula tan tarde en la noche y el viento


663…


/ / /

664 Es el padre y su hijo


Los dos versos de Goethe que abren el poema aparecen muy exactamente y con gran belleza, trayendo la gratificación de una rima inesperada (igual que en francés: vent-enfant), en mi lengua natal:


/ / / /

Ret woren ok spoz on natt ut vett?


/ / / /

Eto est votchez ut mid ik dett.


Otro gobernante fabuloso, el último rey de Zembla, se repetía constantemente estos versos obsesivos en zemblano y alemán, como un acompañamiento fortuito del tamborileo de la fatiga y la ansiedad, mientras trepaba a través de la zona de helechos de las sombrías montañas que tenía que atravesar en su puja por la libertad.


Versos 671-672: El hipocampo bravio

Véase Mi última duquesa, de Browning.

Véase y condénese el recurso a la moda consistente en titular un conjunto de ensayos o un volumen de versos -o un largo poema, ay– con una frase tomada de una obra poética del pasado más o menos célebre. Esos títulos poseen un prestigio engañoso, aceptable quizá en los nombres de los vinos de marca y de las cortesanas regordetas, pero simplemente degradantes con respecto al talento que sustituye por el fácil aspecto alusivo de la erudición la imaginación creadora y hace pesar en las espaldas de un busto la responsabilidad de un estilo demasiado adornado, puesto que cualquiera puede hojear el Sueño de una noche de verano o Romeo y Julieta, y elegir.


Verso 678: al francés

Dos de estas traducciones aparecieron en el número de! agosto de la Nouvelle Revue Canadienneque llegó a las librerías de College Town en la última semana de julio, es decir, en un momento de tristeza y confusión mental, en que el buen gusto me impedía mostrar a Sybil Shade algunas de las notas críticas que yo tomaba en mi diario de bolsillo.

En su versión del famoso Soneto Místico Xde Donne, compuesto en su viudez:


Death be not proud, though so me have calléd thee

Mighty and dreadjul, for, thou art not so


uno lamenta la eyaculación superflua en el segundo verso, introducida en este lugar solamente para coagular la cesura:


Ne sois pas fiere, Mort! Quoique certains te disent

Et puissante et terrible, ah, Mort, tu ne l’es pas


mientras que la rima central so-overthrotv(versos 2-3) llega a punto para encontrar una contrapartida fácil en pas-uasuno se opone a los versos exteriores disent-prise(1-4) que serían en un soneto francés circa 1617 una infracción imposible de la regla visual.

No tengo espacio aquí para enumerar las otras torpezas y errores de esta versión canadiense de la denuncia de la fuerte hecha por el Decano de St. Paul, de la Muerte, esa esclava, no sólo del "destino" y del "azar", sino también de nosotros("reyes y hombres desesperados").

El otro poema, " La ninfa sobre la muerte de su fauno", de Andrew Marvell, parece ser, técnicamente, aún más difícil de poner en versos franceses. Si en la traducción de Donne, se justificaba perfectamente que Miss Irondell sustituyera los pentámetros ingleses por los alejandrinos franceses, me pregunto si debía preferir aquí l'impair y acomodar en nueve sílabas lo que Marvell ajusta en ocho. En los versos:


And, quite regardless of my smart,

Left me his fawn but took his heart


que resultan:


Et se moquant bien de ma douleur

Me laissa son faon, mais pris son coeur


uno lamenta que la traductora, aun con la ayuda de una matriz prosódica más amplia, no se las haya arreglado para replegar los largos yambos de su faon francés, y para traducir " quite regardless of" por " sans le moindre égard pour", o algo por el estilo.

Más lejos el dístico:


Thy love was far more better than

The love of false and cruel man


aunque traducido literalmente:


Que ton amour était fort meilleur

Qu'amour d'homme cruel et trompeur


no es tan puro idiomáticamente como podría parecerlo a primera vista. Y por último, el encantador dístico final:


Had it lived long it would have been

Lilies without, roses within


contiene en el francés de nuestra amiga no sólo un solecismo sino también esa especie de encabalgamiento ilícito de que es culpable un traductor cuando pasa con luz roja:


Il aurait été, s'il eut longtemps

Vécu, lys déhorsl roses dedans.


Con qué magnificencia esos dos versos pueden mimarse y rimarse en nuestro mágico zemblano (¡"la lengua del espejo", como la definía el gran Conmal!)


Id wodo bin, war id lev lan,

Indran iz lil ut roz nittran.


Verso 679: Lolita

En Norteamérica los aciones importantes llevan nombres femeninos. El género femenino no es sugerido tanto por el sexo de las furias y las viejas harpías, como por una aplicación profesional general. Así cualquier máquina es femenina para su usuario afectuoso, y todo fuego (aunque sea "pálido") es femenino para el bombero, como el agua es femenina para el p'ornero apasionado. No se ve claro por qué nuestro poeta eligió dar a su huracán de 1958 un nombre español poco usado (que se pone a veces a los loros) en lugar de Linda o Lois.


Verso 681: Rusos sombríos espiaban

En realidad no hay nada metafísico o racial en ese aire sombrío. Es simplemente el signo exterior de un nacionalismo congestionado y el sentimiento de inferioridad de un provinciano, esa mezcla temible tan típica de los zemblanos bajo la dominación de los extremistas, y de los rusos bajo el régimen soviético. En la Rusia moderna las ideas son bloques cortados a máquina de colores lisos; el matiz está prohibido, el intervalo cegado, la curva groseramente escalonada.

Pero no todos los rusos son sombríos, y los dos jóvenes expertos de Moscú que nuestro nuevo gobierno había contratado para encontrar las joyas de la corona resultaron positivamente joviales. Los extremistas tenían razón al creer que el Barón Bland, el Guardián del Tesoro, había logrado esconder esas joyas antes de saltar o caer de la Torre del Norte; pero no sabían que había tenido un ayudante y se equivocaron al pensar que debían buscar las joyas en el palacio del que el dulce Barón Bland de cabellos blancos nunca había salido, salvo para morir -Puedo añadir, con una satisfacción perdonable, que estaban y aún están escondidas en un rincón absolutamente distinto -y bastante inesperado– de Zembla.

En una nota anterior (al verso 130) el lector ya ha entrevisto a esos dos cazadores del tesoro en acción. Después de la evasión del Rey y el tardío descubrimiento del pasaje secreto, continuaron sus concienzudas excavaciones hasta que el palacio quedó todo taladrado y parcialmente destruido, al caer una noche la pared entera de una habitación descubriendo, en un nicho cuya presencia nadie había sospechado, mv' antiguo salero de bronce y el cuerno de beber del Rey Wig. bert; pero ustedes nunca encontrarán nuestra corona, el collar y el cetro.

Todo esto es la regla de un juego divino, todo esto es la inmutable fábula del destino y no debería interpretarse en desmedro de la eficacia de los dos expertos soviéticos -que, de todos modos, iban a tener un éxito maravilloso en una ocasión posterior con otro trabajo (véase la nota al verso 747). Sus nombres (probablemente ficticios) eran Andronnikov y Niagarin. Rara vez se ha visto, por lo menos en un museo de cera, un par de tipos más encantadores y presentables. Todo el mundo admiraba en ellos las mandíbulas bien afeitadas, la expresión elemental de sus caras, el pelo ondulado y los dientes perfectos. El alto y bello Andronnikov rara vez sonreía pero las rayitas que arrugaban la carne de sus órbitas acusaban un infinito sentido del humor, mientras que los surcos mellizos que bajaban de los dos lados de su bien modelada nariz evocaban fascinantes asociaciones con los ases de la aviación y los héroes del Estado de Nevada. Por el contrario, Niagarin era comparativamente bajo, tenía rasgos algo más redondeados aunque perfectamente viriles que recordaban a esos jefes de boy scouts que tienen algo que ocultar o a esos señores que hacen trampa en los juegos televisados. Era delicioso ver a los dos espléndidos sovietchikscorriendo por el patio y pateando una pelota polvorienta y que sonaba dura (con ese aire tan enorme y calvo en semejante lugar). Andronnikov podía hacerla saltar con la punta de los pies una docena de veces antes de proyectarla como un cohete en vertical hacia los cielos melancólicos, sorprendidos, incoloros, inofensivos; y Niagarin podía imitar a la perfección los manierismos de un estupendo guardavallas del equipo de los Dinamos. Solían repartir entre los ayudantes de cocina caramelos rusos con ciruelas o cerezas pintadas en los ricos y suculentos envoltorios hexagonales que contenían una bolsita de papel más fino dentro de la cual había una momia color lila; y se sabía que lascivas campesinas se deslizaban por los drungen(senderos invadidos de zarzas) hasta el pie de las murallas cuando las dos siluetas recortándose contra el cielo encendido cantaban hermosos dúos militares sentimentales al atardecer. Niagarin tenía una conmovedora voz de tenor y Andronnikov una vigorosa voz de barítono, y los dos usaban elegantes botas de flexible cuero negro, y el cielo se apartaba mostrando sus etéreas vértebras.

Niagarin, que había vivido en Canadá, hablaba inglés y francés; Andronnikov sabía algo de alemán. El poco zem-blano que conocían lo pronunciaban con ese cómico acento ruso que da a las vocales una especie de didáctica plenitud de sonido. Los guardias extremistas los consideraban modelos de elegancia y mi querido Odonello recibió una vez una severa reprimenda del comandante por no haber resistido a la tentación de imitar su manera de andar: los dos caminaban con el mismo paso ligero, y los dos eran evidentemente patizambos.

Cuando yo era chico, Rusia gozaba de gran popularidad en la corte de Zembla, pero aquella era una Rusia diferente, una Rusia que odiaba a los tiranos y a los filisteos, que odiaba la injusticia y la crueldad, la Rusia de las damas y los caballeros y las aspiraciones liberales. Podemos añadir que Charles el Bien Amado podía jactarse de tener un poco de sangre rusa. En la Edad Media dos de sus antepasados se habían casado con princesas de Novgorod. La Reina Yaruga (que reinó de 1799 a 1800), su tatarabuela, era medio rusa; y muchos historiadores creen que el único hijo de Yaruga, Igor, no era hijo de Urán el Ultimo (que reinó de 1798 a 1799), sino el fruto de sus amores con el aventurero ruso Hodinski, su goliart(bufón de la corte) y poeta de genio, de quien se dice que compuso en sus horas de ocio una célebre y antigua chanson de gesterusa, atribuida por lo general a un bardo anónimo del siglo XII.


Verso 682: Lang

Un Fra Pandolf moderno, sin duda. No recuerdo haber visto un cuadro semejante en toda la casa. ¿O Shade pensaba en un retrato fotográfico? Había uno sobre el piano y otro en el escritorio de Shade. Cuánto más justo hubiera sido para los lectores de Shade y de su amigo que la señora se hubiera dignado responder a algunas de mis urgentes preguntas.


Verso 691: el ataque

La crisis cardíaca de John Shade (17 de octubre de 1958) coincidió prácticamente con la llegada del Rey, disfrazado, a Norteamérica, donde bajó en paracaídas desde un avión alquilado que piloteaba el Coronel Montacute, en un campo de lujuriantes malezas provocadoras de la fiebre de heno, cerca de Baltimore, cuya oropéndola no es una oropéndola. Todo había sido perfectamente sincronizado y aun luchaba con el dispositivo francés que no le era familiar, cuando el Rolls Royce de la finca de Sylvia O'Donnell dobló desde un camino en dirección a sus sedas verdes y se acercó a lo largo del mowntropcon sus gruesas ruedas que rebotaban desaprobadoramente y la brillante carrocería negra que avanzaba despacio. De buena gana dilucidaría esta historia de paracaídas pero (por tratarse de un asunto de pura tradición sentimental más que de un útil medio de transporte), no s estrictamente necesario en estas notas sobre Pálido Fuego. mientras Kingsley, el chófer inglés, un viejo servidor absolutamente fiel, hacía lo que podía para meter el voluminoso paracaídas mal doblado en el portaequipaje, yo descansaba apoyado en el bastón-asiento que me había proporcionado, sorbiendo un delicioso scotchcon agua procedente del bar del automóvil y echando una mirada (en medio de una ovación de grillos y de ese torbellino de mariposas amarillas y marrones que tanto gustaron a Chateaubriand a su llegada a América) a un artículo del New York Timesen el que Sylvia había marcado con lápiz rojo vigorosa y desordenadamente una noticia de New Wye anunciando la hospitalización del "distinguido poeta". Yo disfrutaba ante la idea de conocer a mi poeta norteamericano favorito que, como creí en el momento, moriría mucho antes de terminar el segundo semestre, pero el desengaño no era más que un gesto de resignación mental y, dejando el periódico, miré a mi alrededor encantado y con un sentimiento de bienestar físico, a pesar de mi nariz congestionada. Más allá del campo vastos peldaños de hierba verde subían hacia sotos multicolores; por encima de ellos se podía ver el blanco frente de la finca; las nubes se fundían en el azul. De pronto estornudé y volví a estornudar. Kingsley me ofreció otro trago pero lo rechacé y me senté democráticamente a su lado en el asiento de adelante. Mi anfitriona estaba en cama, sufriendo los efectos de una inyección especial que le habían aplicado antes de hacer un viaje a cierto lugar de África. En respuesta a mi:

– ¿Cómo está usted? -Sylvia murmuró que los Andes habían estado sencillamente maravillosos, y luego con una voz ligeramente menos indolente se informó acerca de una célebre actriz con la que su hijo, decían, vivía en el pecado. Odón, dije, me había prometido que no se casaría con ella. Me preguntó si el salto había estado bien y sacudió una campanilla de bronce. ¡Querida Sylvia! Tenía en común con Fleur de Fyler un aire evasivo, una languidez en su comportamiento que era en parte natural y en parte cultivado para servirle de coartada cuando estaba borracha, y se las arreglaba para combinar de una manera maravillosa esa indolencia con una volubilidad que recordaba a un ventrílocuo cuya lenta elocución es interrumpida por su muñeco charlatán. ¡Inmutable Sylvia! Durante tres décadas yo había visto de vez en cuando, de palacio en palacio, el mismo pelo castaño lacio y corto, esos ojos infantiles azul claro, la sonrisa vacía, las largas piernas elegantes, los movimientos flexibles y vacilantes.

Apareció una bandeja con frutas y bebidas traída por una jeune beauté, como hubiera dicho el querido Marcel, y no se puede menos que pensar en otro autor, Gide el Lúcido, que en sus notas sobre África hace un elogio tan ardiente de la piel satinada de los diablillos negros.

– Por poco pierde usted la oportunidad de conocer a nuestra estrella más brillante -dijo Sylvia, que era el miembro más importante de la dirección de la Universidad de Wordsmith (y que en realidad, había sido la única responsable de mi divertida estada allí como profesor conferenciante)-. Acabo de llamar a la Universidad, sí, tome ese taburete, y está mucho mejor. Pruebe estos frutos de mascana, los conseguí especialmente para usted, pero el muchacho es estrictamente hetero, y de un modo general, Su Majestad tendrá que ser muy prudente a partir de ahora. Estoy segura de que el lugar le agradará, aunque me gustaría saber cómo alguien puede estar tan ansioso por enseñar el zemblano. Creo que Disa debería venir también. He alquilado para usted la que pasa por ser la mejor casa, y está cerca de la de los Shade.

Ella los conocía muy poco pero Billy Reading, "uno de ios rarísimos presidentes de universidad norteamericana que sabe latín", le había contado varias historias conmovedoras acerca del poeta. Y permítaseme añadir aquí cómo me sentí honrado unos quince días más tarde de encontrar en Washington a ese espléndido caballero norteamericano poco enérgico de aspecto, distraído, pobremente vestido y cuyo espíritu era una biblioteca y no una sala de debates. Sylvia tomó el avión el lunes siguiente pero yo me quedé todavía un tiempo descansando de mis aventuras, rumiando, leyendo, tomando notas y haciendo numerosas cabalgatas por la preciosa región en compañía de dos señoras encantadoras y un tímido y joven palafrenero. Muchas veces, al irme de un lugar que me ha gustado, me he sentido como un corcho que se saca para dejar correr el vino dulce y oscuro, y después uno sale hacia nuevos viñedos y nuevas conquistas. Pasé un par de meses agradables visitando las bibliotecas de Nueva York y Washington, en Navidad tomé el avión para Florida y cuando estaba listo para ir a mi nueva Arcadia, me pareció amable y respetuoso enviar al poeta unas palabras corteses felicitándolo por el restablecimiento de su salud y "advirtiéndole" en broma que a partir de febrero tendría como vecino uno de sus más fervientes admiradores. Nunca recibí respuesta ni se mencionó más tarde mi gesto de cortesía, supongo que mis líneas se perdieron entre las muchas cartas de admiradores que las celebridades literarias reciben, aunque era de esperar que Sylvia o algún otro hubiese advertido a los Shade de mi llegada.

En realidad el restablecimiento del poeta resultó muy rápido y hubiera podido pasar por milagroso de haber habido alguna falla orgánica en su corazón. Pero no la había; los nervios de un poeta pueden jugarle las más raras pasadas, pero son capaces siempre de recobrar rápidamente el ritmo de la salud, y pronto John Shade, sentado a la cabecera de una mesa ovalada, hablaba nuevamente de Pope, su poeta favorito, a ocho jóvenes respetuosos, una lisiada que no pertenecía a la Universidad y tres estudiantes, con una de las cuales soñaba el ayudante de curso. Le habían dicho a Shade que no abreviara sus ejercicios habituales, como las caminatas, pero debo reconocer que yo mismo sentí palpitaciones y sudores fríos a la vista del precioso anciano manejando groseras herramientas de jardinería o trepando con dificultad las escaleras de la Universidad como un pez japonés remontando una catarata. Dicho sea de paso, el lector no deberá tomar demasiado en serio o al pie de la letra el pasaje sobre el médico alerta (un médico alerta que, como bien lo sé, confundió una vez una neuralgia con una esclerosis cerebral). Como supe por el propio Shade, no se hizo ninguna incisión de urgencia; no se practicó el masaje cardíaco manual, y si el corazón había dejado de bombear del todo, la pausa debió de haber sido muy breve y por así decir superficial. Todo esto, desde luego, no disminuye la gran belleza épica del pasaje. (Versos 691-697.)


Verso 697: un destino más concluyente.

Gradus aterrizó en el aeropuerto de la Cote d'Azur a comienzos de la tarde del 15 de julio de 1959. A pesar de sus preocupaciones no dejó de impresionarle el torrente de magníficos camiones, de ágiles bicicletas a motor y de cosmopolitas coches privados de la Promenade. Recordaba y detestaba el calor tórrido y el azul enceguecedor del mar. El Hotel Lazuli, donde antes de la Segunda Guerra Mundial había pasado una semana con un terrorista tísico, cuando era un lugar sórdido, apenas con agua corriente, frecuentado por jóvenes alemanes, era ahora un lugar sórdido, con apenas agua corriente, frecuentado por viejos franceses. Estaba situado en una calle transversal, entre dos arterias paralelas al muelle, y el incesante gruñido de la circulación entrecruzada mezclado con el estrépito y el chirriar de los trabajos de construcción que se desarrollaban bajo los auspicios de una grúa frente al hotel (que dos décadas atrás estaba rodeado de una calma chicha), fue una deliciosa sorpresa para Gradus, que siempre había gustado un poco del ruido para no pensar (" Ca distrait", como dijo a la mujer del hotelero y a su hermana que le pedían disculpas).

Después de lavarse escrupulosamente las manos, salió con un temblor de excitación que recorría como un acceso de fiebre su torcida columna vertebral. En una de las mesas de la terraza de un café en la esquina de su calle y la Promenade, un hombre con una chaqueta verde botella, sentado en compañía de una mujer que evidentemente era una prostituta, se cubrió la cara con las dos manos, emitió el sonido de un estornudo sofocado y siguió tapándose con las manos como pretendiendo esperar el segundo estornudo. Gradus caminaba por el lado norte del muelle. Después de detenerse un minuto delante del escaparate de una tienda de souvenirs, entró, preguntó el precio de un pequeño hipopótamo de vidrio violeta y compró un mapa de Niza y sus alrededores. Mientras se dirigía a la parada de taxis de la rué Gambetta, observó a dos jóvenes turistas de camisas chillonas manchadas de sudor, la cara y el cuello de un rosa brillante por el calor y una imprudente exposición al sol; llevaban cuidadosamente dobladas sobre el brazo las chaquetas cruzadas y forradas de seda de sus trajes oscuros de amplios pantalones y no miraron a nuestro detective que, a pesar de ser excepcionalmente poco observador, sintió la ondulación de algo vagamente familiar cuando le rozaron al pasar. Los turistas no sabían nada de su presencia en el extranjero ni de su interesante trabajo; en realidad sólo pocos minutos antes el superior de ellos y de él había sido informado de que Gradus estaba en Niza y no en Ginebra. Tampoco Gradus había sido informado de que le ayudarían en su búsqueda los deportistas soviéticos Andronnikov y Niagarin, a quienes había encontrado por casualidad una o dos veces en las dependencias del Palacio de Onhava cuando reponía el cristal roto de una ventana o verificaba para el nuevo gobierno los raros vidrios de Rippleson en uno de los invernaderos que habían sido del Rey; y en el momento siguiente había perdido el hilo que le hubiera permitido reconocerlos mientras con la contorsión prudente de piernicorto se instalaba en el asiento posterior de un viejo Cadillac y pedía que lo llevaran a un restaurante entre Pellos y Cap Ture. Es difícil decir cuáles eran las esperanzas y las intenciones de nuestro hombre. ¿Quería simplemente echar un vistazo a una piscina imaginada a través de los mirtos y los laureles rosa? ¿Esperaba escuchar la continuación del trozo de bravura de Gordon ejecutado ahora en una nueva interpretación por dos manos más grandes y más fuertes? ¿Se hubiera arrastrado, pistola en mano, hasta el lugar donde un gigante extendido como un águila tomaba un baño de sol, con el vello de su pecho formando un águila desplegada? No lo sabemos, y el propio Gradus tal vez tampoco lo sabía; de todas maneras le fue ahorrado un viaje innecesario. Los chóferes de taxi de hoy son tan charlatanes como lo eran los peluqueros de ayer, y aun antes de que el viejo Cadillac hubiera salido de la ciudad, nuestro infortunado matón sabía que el hermano de su chófer había trabajado en los jardines de Villa Disa pero que ahora nadie vivía allí, porque la Reina se había marchado a Italia hasta fines de julio. En el hotel la propietaria radiante le tendió un telegrama. Era una reprimenda en danés por haber salido de Ginebra la orden de no hacer nada hasta recibir nuevas noticias. ce le aconsejaba también que olvidara su trabajo y se divirtiera– ¿Pero qué (salvo sus sueños de sangre) hubiera podido divertirlo? No le interesaban ni las excursiones turísticas ni las playas. Hacía mucho que había dejado de beber. No iba a los conciertos. No jugaba. Los impulsos sexuales que tanto le molestaran en una época, ahora se habían acabado. Después que su mujer, ensartadura de perlas en Radugovitra, lo abandonó (por un amante gitano), él había vivido en el pecado con su suegra hasta que la llevaron, ciega e hidrópica, a un asilo para viudas necesitadas. Desde entonces había intentado varias veces castrarse, se había internado en el Hospital Glassman con una infección grave y ahora, a los cuarenta y cuatro años, estaba totalmente curado de la lujuria que la Naturaleza, esa gran tramposa, pone en nosotros para incitarnos a la propagación. No es de extrañarse que el consejo de que se divirtiera le enfureciese. Creo que voy a interrumpir aquí esta nota.


Versos 704-707: un sistema, etc.

El ajuste del triple "células encadenadas" está muy hábilmente hecho, y uno saca una satisfacción lógica del efecto combinado del "sistema" y del "vástago".


Versos 727-728: No, Sr. Shade… justo la mitad de una sombra

Otro bello ejemplo del tipo especial de magia combinatoria de nuestro poeta. El sutil juego de palabras gira aquí en torno a los dos significados adicionales de "shade" (sombra), además del sinónimo evidente de "nuance". Se hace sugerir al Dr. que Shade no sólo conservaba en su crisis la mitad de su identidad, sino que era también la mitad de un fantasma. Conociendo al médico que cuidó a mi amigo en ese momento, me atrevo a añadir que era demasiado palurdo como para desplegar semejante ingenio.


Versos 734-736: probablemente… sobrevuelo… desfallecimiento… inestable

Un tercer estallido de fuegos de artificio en contrapunto. El plan del poeta es desplegar en la textura misma de su texto las complejidades del "juego" en el que busca la clave de la vida y de la muerte (véanse los versos 808-829).


Verso 741: el resplandor exterior

La mañana del 16 de julio (mientras Shade trabajaba en la sección 698-746 de su poema), el triste Gradus, temiendo otro día de inactividad forzada en una Niza sardónicamente animada, estimulantemente ruidosa, decidió que hasta que el hambre lo expulsara no se movería de un sillón de cuero en un simulacro de vestíbulo entre los olores marrones del hotel mugriento. Hojeó sin prisa una pila de viejas revistas sobre una mesa vecina. Allí estaba sentado, pequeño monumento de taciturnidad, suspirando, hinchando las mejillas, mojándose el pulgar antes de volver una página, con la boca abierta delante de las fotos, y moviendo los labios mientras bajaba por las columnas de letra impresa. Después de volver a acomodar todo en una pila ordenada, se reclinó en el sillón, juntando y separando las manos en las diversas obstrucciones del tedio, cuando un hombre que había ocupado un sillón vecino se levantó y salió al resplandor de afuera abandonando su diario. Gradus se lo puso sobre las rodillas, lo abrió y se quedó helado frente a una extraña noticia local que le saltó a los ojos: habían entrado ladrones en Villa Disa y habían saqueado un escritorio, sacando de un joyero una cantidad de viejas medallas de valor.

Ahí había algo que daba que pensar. Este incidente vagamente desagradable ¿tenía algo que ver con su búsqueda? ¡Debía ocuparse del asunto, telegrafiar al cuartel general? Difícil expresar sucintamente un hecho simple sin que pareciera un criptograma. ¿Enviar por avión un recorte del periódico? Estaba en su habitación recortando el diario con una hoja de afeitar, cuando sonaron unos golpes secos en la puerta. Gradus hizo entrar a un visitante inesperado ¡una de las Sombras más importantes a quien había creído onhava-onhava("lejos, muy lejos") en la salvaje, brumosa, casi legendaria Zembla! ¡Qué pasmosos juegos de prestidigitación opera esta mágica era mecánica con nuestra vieja madre espacio y nuestro viejo padre tiempo!

Era un tipo alegre, quizá demasiado alegre, vestido con una chaqueta de terciopelo verde. Nadie lo quería, pero tenía sin duda un espíritu agudo. Su nombre, Izumrudov, sonaba más bien ruso, pero en realidad significaba "de los Umrud", tribu esquimal que a veces se veía remando en sus umyaks(barcas forradas de piel), en las aguas color esmeralda de nuestras costas septentrionales. Con una amplia sonrisa dijo que el amigo Gradus debía juntar todos sus documentos de viaje, incluso un certificado de salud, y tomar el primer "jet" a Nueva York. Inclinándose, lo felicitó por haber indicado con una clarividencia tan fenomenal el buen lugar y la buena dirección. Sí, después de una minuciosa investigación del botín que Andron y Niagarushka habían recogido en el escritorio de palorrosa de la Reina (¡sobre todo facturas, instantáneas preciosas y esas estúpidas medallas!) apareció una carta del Rey con su dirección que era, entre todos los lugares posibles… Nuestro hombre, que interrumpió al heraldo del éxito para decir que él nunca, fue instando a no demostrar tanta modestia. Izumrudov, torciéndose de risa (la muerte es muy cómica) sacó un pedazo de papel en el que escribió para Gradus el nombre ficticio de su cliente, el nombre de la universidad donde enseñaba, y el de la ciudad donde estaba la Universidad. No, el papel no era para guardarlo. Sólo podía conservarlo mientras lo memorizaba. Ese tipo de papel (utilizado por los fabricantes de macarrones) era no sólo comestible sino delicioso. La alegre aparición verde desapareció sin duda para seguir buscando prostitutas. ¡Cómo detesta uno a esos hombres!


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