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Pálido Fuego
  • Текст добавлен: 21 октября 2016, 20:45

Текст книги "Pálido Fuego"


Автор книги: Владимир Набоков



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– Van a tener una sorpresa -murmuró Odón en su lengua materna, mientras en un rincón el guardián gordo, cumpliendo por deber algunas formalidades más bien solitarias, daba culatazos con el rifle.

Se podía disculpar que los dos profesionales soviéticos hubiesen supuesto que encontrarían un receptáculo real detrás del metal real. En ese preciso momento estaban por decidir si arrancarían la placa o bajarían el cuadro; pero podemos anticiparnos un poco y asegurar al lector que el receptáculo, un agujero redondo en la pared, estaba efectivamente allí, pero no contenía nada, salvo los pedazos de una cáscara de nuez.

Una cortina de hierro se había levantado en alguna parte, descubriendo otra pintada, con ninfas y nenúfares. -Mañana le traeré su flauta -exclamó Odón significativamente en la lengua vernácula y sonrió, agitó la mano desapareciendo ya, hundiéndose ya en su lejano mundo de Tespis.

El guardián gordo llevó al Rey de vuelta a su cuarto y lo dejó en manos del bello Hal. Eran las nueve y media. El Rey se acostó. El ayuda de cámara, un bribón taciturno, le sirvió su vaso habitual de leche y coñac y se llevó las pantuflas y la bata. El hombre estaba prácticamente fuera de la habitación cuando el Rey le ordenó que apagara la luz; un brazo volvió a meterse y una mano enguantada buscó el conmutador y lo hizo girar. Relámpagos distantes aún latían de vez en cuando en la ventana. El Rey terminó de beber en la oscuridad y puso el vaso vacío en la mesa de luz donde chocó repicando sordamente contra una linterna de acero preparada por las solícitas autoridades para el caso de que hubiera un corte de electricidad como últimamente solía suceder.

No podía dormir. Volviendo la cabeza, observaba la línea de luz debajo de la puerta. En ese momento se abrió suavemente y apareció su apuesto y joven carcelero. Una idea extraña danzó en la cabeza del Rey; pero todo lo que el joven quería era avisar al prisionero que tenía intención de juntarse con su compañero en el patio de al lado y que la puerta quedaría cerrada con llave hasta que volviera. Pero si el ex Rey necesitaba algo, podía llamarlo por la ventana. -¿Cuánto tiempo estarás ausente? -preguntó el Rey. – Yeg ved ik(no sé) -respondió el guardia. -Buenas noches, picarón -dijo el Rey.

Esperó a que la silueta del guardián apareciera en la luz del patio donde otros thuleanos lo invitaron a su juego. Entonces, en la oscuridad tranquilizadora, el Rey revolvió el fondo de la alacena en busca de ropas y se puso sobre el pijama lo que tomó por unos pantalones de esquiar y algo que olía a suéter viejo. Tanteando otro poco consiguió un par de zapatillas y un gorro de lana con visera. Después ejecutó los gestos que mentalmente había ensayado antes. Cuando estaba quitando el segundo estante, un objeto cayó con un ruidito sordo; adivinó lo que era y lo tomó como talismán.

No se atrevió a apretar el botón de la linterna hasta haberse engolfado suficientemente en el pasadizo, ni podía permitirse un tropezón ruidoso y por lo tanto se las arregló con los dieciocho peldaños invisibles en posición más o menos sentada como un novicio tímido que baja arrastrando el trasero por las rocas musgosas del Monte Kron. La pálida luz que proyectó al fin era ahora su más caro compañero, el fantasma de Oleg, el fantasma de la libertad. Experimentaba una mezcla de angustia y exaltación, una especie de alegría amorosa, como no había vuelto a sentir desde el día de su coronación cuando, mientras avanzaba hacia el trono, unos pocos compases de una música increíblemente rica, profunda, abundante (cuyos autor y fuente física nunca había podido averiguar) habían sorprendido su oído, y aspiró la brillantina del lindo paje que se había inclinado para sacar un pétalo de rosa del taburete, y a la luz de su linterna el Rey vio ahora que estaba horriblemente vestido de colorado.

El pasaje secreto parecía haberse vuelto más sórdido. La intrusión de sus alrededores era aún más evidente que el día en que dos muchachos, temblando con sus delgados sué-ters y sus paptalones cortos, lo habían explorado. El charco opalescente de agua estancada se había agrandado; por su orilla caminaba un murciélago enfermo como un tullido con un paraguas roto. La capa de arena que recordaba tenía la marca impresa treinta años antes por el zapato de Oleg, tan inmortal como las huellas de la gacela domesticada de un niño egipcio grabadas treinta siglos antes en ladrillos azules del Nilo secos al sol. Y en el lugar donde el pasaje atravesaba los cimientos de un museo, extraviadas no se sabe cómo, en exilio y tiradas, había una estatua decapitada de Mercurio, conductor de las almas al Mundo Inferior, y una crátera rajada con dos figuras negras jugando a los dados bajo una palmera negra.

El último recodo del pasadizo que terminaba en la puerta verde, contenía una acumulación de tablas sueltas por encima de las cuales el fugitivo pasó no sin tropezar. Abrió el cerrojo y al empujar la puerta lo detuvo un pesado cortinaje negro. Cuando empezaba a tantear entre sus pliegues verticales en busca de alguna clase de entrada, la débil luz de su linterna agitó un ojo desesperado y se apagó. La dejó caer: la linterna se deslizó en una nada sorda. El Rey hundió los dos brazos en los profundos pliegues de la tela que olía a chocolate y a pesar de la incertidumbre y el peligro del momento, su propio movimiento le recordó físicamente, en cierto modo, las cómicas ondulaciones, primero controladas, después frenéticas, de un telón de teatro que un actor nervioso trata en vano de atravesar. Esta sensación grotesca en ese diabólico instante, resolvió el misterio del pasaje aun antes de que se escurriera a través del cortinado para encontrarse en la lumbarkamerdébilmente iluminada, confusamente iluminada, confusamente desordenada que había sido alguna vez el camarín de Iris Acht en el Teatro Real. Todavía era lo que había llegado a ser después de su muerte: un agujero polvoriento que daba a una especie de sala donde los actores se paseaban durante los ensayos. Los elementos de un decorado mitológico apoyados contra la pared ocultaban a medias una gran fotografía polvorienta del Rey Thurgus con marco de terciopelo -bigote tupido, pince-nez, medallas– tal como era en la época en que el pasadizo de una milla de largo le proporcionaba un medio extravagante para acudir a sus citas con Iris.

El fugitivo vestido de escarlata parpadeó y se dirigió hacia la sala. Encontró una cantidad de camarines. En alguna parte, a lo lejos, una tempestad de aplausos se agrandó antes de desvanecerse. Otros sonidos distantes señalaron el comienzo del intervalo. Varios actores disfrazados pasaron delante del Rey y en uno de ellos reconoció a Odón. Llevaba una chaqueta de terciopelo con botones de bronce, calzones cortos y medias rayadas, el traje dominguero de los pescadores gutnish, apretando todavía en el puño el cuchillo de cartón con el que acababa de despachar a su bienamada. -Santo Dios -dijo al ver al Rey.

Tomando un par de capas de un montón de trajes fantásticos, Odón empujó al Rey hacia una escalera que conducía a la calle. Al mismo tiempo se produjo una conmoción en un grupo de personas que fumaban en el vestíbulo. Un viejo intrigante que había conseguido el cargo de director de escena a fuerza de adular a varios funcionarios extremistas, apuntó de pronto con un dedo vibrante al Rey, pero como padecía de un serio tartamudeo no pudo proferir las palabras de reconocimiento indignado que le hacían castañetear los dientes postizos. El Rey trató de bajar sobre su cara la visera de la gorra y estuvo a punto de perder pie al final de las estrechas escaleras. Afuera llovía. Un charco reflejó su silueta escarlata. Había varios vehículos en una calle transversal. Allí es donde Odón solía dejar su coche de carrera. Durante un minuto espantoso pensó que había desaparecido, pero luego recordó con delicioso alivio que lo había estacionado aquella noche en un pasaje contiguo. (Véase la interesante nota al verso 149.)


Versos 131-132: Yo era la sombra del picotero asesinado por la ficticia lejanía del cristal de la ventana.

La exquisita melodía de los dos versos que abren el poema se reitera aquí. La repetición de esa nota prolongada se salva de la monotonía gracias a la sutil variante del verso 132 en que la asonancia entre la segunda palabra y la rima proporciona al oído una especie de lánguido placer como el eco de una canción triste semiolvidada cuyos acentos tienen más sentido que las palabras. Hoy, en que la "ficticia lejanía" ha cumplido en efecto su temible deber y el poema que tenemos es la única "sombra" que queda, no podemos menos que leer en esos versos algo más que un juego de espejos y el temblor de un espejismo. Sentimos un destino funesto en la imagen de Gradus devorando las millas y millas de "ficticia lejanía" que lo separan del pobre Shade. Él también ha de encontrar en su vuelo urgente y ciego un reflejo que lo hará polvo.

Aunque Gradus utilizara toda clase de medios de locomoción -coches alquilados, trenes locales, escaleras mecánicas, aviones– en cierto modo el ojo del espíritu lo ve, y los músculos del espíritu lo sienten atravesando el cielo con un bolso negro de viaje en una mano y un paraguas mal cerrado en la otra, en un vuelo sostenido por encima del mar y de la tierra. La fuerza que lo impulsa es la acción mágica del poema de Shade, el mecanismo y el movimiento del verso, el poderoso motor yámbico. Nunca hasta ahora el inexorable avance del destino había recibido una forma tan sensual (para otras imágenes del enfoque trascendental de este vagabundo, véase la nota al verso 17).


Verso 137: lemniscata

"Una curva única y bicircular de cuarto grado" dice mi viejo diccionario fatigado. No alcanzo a entender qué tiene que ver esto con una bicicleta y sospecho que la frase de Shade no tiene un verdadero significado. Como otros poetas antes que él, parece haber sido víctima aquí del embrujo de una eufonía falaz.

Para dar un ejemplo patente: ¿qué puede ser más resonante, más resplandeciente, qué puede sugerir más belleza plástica y coral que la palabra coramen? Sin embargo en realidad designa simplemente la ruda correa con que el pastor zemblano sujeta sus humildes provisiones y su raída manta al lomo de la más apacible de sus vacas cuando las lleva al vebodar(pastizales de montaña).


Verso 143: un juguete de cuerda

¡Por un golpe de fortuna lo he visto! Una noche de mayo o junio caí por casa de mi amigo para recordarle una colección de folletos escritos por su abuelo, un pastor excéntrico, que según me había dicho una vez estaban guardados en el sótano. Lo encontré esperando con aire sombrío a algunas personas (colegas de su sección, creo, y sus mujeres) que venían a una cena formal. Accedió de buen grado a llevarme al sótano pero después de revolver entre pilas de libros y revistas polvorientas, dijo que trataría de encontrarlos en algún otro momento. Fue entonces cuando lo vi en un estante, entre un candelero y un despertador sin agujas. Shade, pensando que yo podía creer que había pertenecido a su hija muerta, me explicó apresuradamente que era tan viejo como él. Se trataba de un negrito de plomo pintado, con un agujero de cerradura en el costado y sin espesor, por así decirlo, pues consistía apenas en dos perfiles más o menos fundidos y su carretilla estaba toda torcida y rota. Dijo, sacudiéndose el polvo de las mangas, que lo conservaba como una especie de memento mori: había tenido un extraño desmayo un día, en su infancia, mientras jugaba con ese juguete. Nos interrumpió la voz de Sybil que nos llamaba desde arriba; pero no importa, ahora la máquina oxidada funcionará de nuevo, porque tengo la llave.


Verso 149: un pie en la cima de una montaña

La Cadena de Bera, una serie de escarpadas montañas de doscientas millas de largo, que no llega al extremo norte de la península zemblana (cortada en su base del continente de la locura por un canal impracticable), la divide en dos partes: la floreciente región oriental de Onhava y otras comunas como Aros y Grindelwod, y la franja occidental mucho más estrecha con sus pintorescas aldeas de pescadores y sus agradables estaciones balnearias. Las dos costas están unidas por dos autorrutas asfaltadas: la más antigua esquiva las dificultades dirigiéndose primero hacia el norte, a lo largo de las laderas orientales, en dirección a Odevalle, Yeslove y Embla, y sólo en ese momento dobla hacia el oeste en la punta más septentrional de la península; la más nueva, una carretera maravillosamente planeada, complicada y sinuosa, atraviesa la cadena de montañas hacia el oeste, del norte de Onhava a Bregberg, y las guías turísticas la califican de "ruta panorámica". Varias pistas cruzan las montañas en diversos puntos y llevan a pasos, ninguno de los cuales tiene más de cinco mil pies de altura; algunas cimas se elevan unos dos mil pies más y conservan la nieve en el verano; y desde una de ellas, la más alta y rispida, el Monte Glitterntin, se puede distinguir los días claros, a lo lejos, al este, más allá del Golfo de la Sorpresa, una vaga iridiscencia que según dicen algunos es Rusia.

Después de escapar del teatro, nuestros amigos se habían propuesto seguir la vieja autorruta veinte millas en dirección al norte, y luego tomar a la izquierda un pobre camino poco frecuentado que los hubiera llevado eventualmente al principal escondrijo de los carlistas, un castillo de barón en un bosque de pinos en la ladera oriental de la Cadena de Bera. Pero el vigilante tartamudo había estallado al fin en un discurso espasmódico; los teléfonos funcionaron frenéticamente, y los fugitivos habían recorrido apenas unas doce millas cuando un resplandor confuso, frente a ellos, en la oscuridad, en la intersección de la vieja autorruta y la nueva, reveló una barrera que por lo menos tenía el mérito de suprimir los dos caminos de un solo golpe.

Odón dio media vuelta con el coche y en la primera oportunidad se desvió hacia el oeste, rumbo a las montañas. El sendero estrecho y lleno de baches que los tragó pasó por una leñera, llegó a un torrente, lo cruzó con gran repiqueteo de tablas y en seguida degeneró en un claro lleno de ramas cortadas. Estaban en el linde del bosque de Mandevil. El trueno retumbaba en el terrible cielo pardo.

Durante algunos segundos los dos hombres permanecieron inmóviles mirando hacia arriba. La noche y los árboles disimulaban la cuesta. Desde ese punto, un buen escalador podía llegar al paso de Bregberg al alba, si se las arreglaba para encontrar una pista practicable después de atravesar el muro negro del bosque. Decidieron separarse. Charlie proseguiría hacia el remoto tesoro de la gruta marina y Odón permanecería atrás como señuelo. Les ofrecería, dijo, una alegre persecución, adoptaría disfraces sensacionales y se pondría en contacto con el resto de la banda. Su madre era una norteamericana de New Wye, Nueva Inglaterra. Se dice que fue la primera mujer en el mundo que mató lobos y otros animales, creo, desde un avión.

Un apretón de manos, el fulgor de un relámpago. Cuando el Rey se metió entre los sombríos y húmedos helechos, su olor, su elasticidad de encaje y la mezcla de vegetación suave y de suelo escarpado le recordaron las veces que había merendado en esos lugares, en otra parte del bosque pero en la misma ladera de la montaña, y más arriba, de niño, en el campo de peñascos donde el Sr. Campbell una vez se había torcido un tobillo y habían tenido que bajarlo, fumando su pipa, dos fornidos criados. Recuerdos bastante tristes, en conjunto. ¿No había por allí un pabellón de caza, justo más allá de la cascada de Silfhar? Buena caza de perdices y becadas, deporte que apreciaba mucho su difunta madre, la Reina Blenda, una reina de tweedy a caballo. Ahora como entonces, la lluvia crepitaba en los árboles negros y si uno se detenía escuchaba los golpes del corazón y el gruñido lejano del torrente. ¿Qué hora es, kot or? Apretó el botón de su reloj de repetición que, imperturbable, silbó y tintineó las diez y veintiuna.

Cualquiera que haya tratado de escalar una pendiente empinada en una noche oscura, a través de una maraña de vegetación hostil, sabe a qué formidable tarea tenía que hacer frente nuestro montañés. Durante más de dos horas se mantuvo firme, tropezando contra los troncos, cayendo en las quebradas, aferrándose a invisibles arbustos, luchando contra un ejército de coniferas. Perdió su capa. Se preguntó si no sería preferible acurrucarse debajo de la maleza y esperar a que saliera el sol. De pronto una luz como una cabeza de alfiler brilló delante de él y pronto se encontró titubeando en la pendiente resbalosa de una pradera recién segada. Un perro ladró. Una piedra rodó bajo sus pies. Se dio cuenta de que estaba cerca de una borede montaña (granja). Se dio cuenta también de que había caído en una zanja profunda llena de barro.

El nudoso granjero y su rolliza mujer que, como personajes de un cuento viejo y tedioso, ofrecieron al empapado fugitivo un agradable refugio, lo tomaron por un excéntrico excursionista que se había separado de su grupo. Se le permitió que se secara en una cocina caliente donde le dieron una comida de cuento de hadas, compuesta de pan y queso y un tazón de hidromiel de montaña. Sus sentimientos (gratitud, agotamiento, agradable calor, adormilamiento y así sucesivamente) eran demasiado evidentes para que sea necesario describirlos. Un fuego de raíces de alerce crepitaba en la estufa, y todas las sombras de su reino perdido se reunieron para danzar alrededor de su mecedora mientras dormitaba entre ese. resplandor y la luz trémula de un pequeño fanal de terracota, un instrumento con un pico parecido a una lámpara romana que colgaba sobre un estante donde unas pobres chucherías de vidrio y pedazos de nácar se convertían en microscópicos soldados hormigueando en una batalla desesperada. Se despertó con un calambre en el cuello al primer repique de cencerro del alba, encontró a su huésped afuera, en un rincón húmedo destinado a las humildes necesidades de la naturaleza, y le rogó al buen grunter(granjero montañés) que le indicara el camino más corto para llegar al paso. -Voy a despertar a Garh, la pereza misma -dijo el granjero.

Una escalera rudimentaria conducía a un desván. El granjero apoyó su nudosa mano en la nudosa balaustrada y lanzó hacia las tinieblas de arriba un grito gutural:

– ¡Garh! ¡Garh! -Aunque se aplica a los dos sexos, ese nombre, en rigor de verdad, es masculino, y el Rey esperaba ver salir del desván a un muchacho montañés de rodillas desnudas como un ángel atezado. En cambio apareció una joven tunanta desgreñada, vestida sólo con una camisa de hombre que le llegaba hasta las rosadas pantorrillas y un par de zapatos demasiado grandes para ella. Un momento después, como si fuera una transformista, reapareció con el amarillo pelo lacio y colgando, pero la camisa sucia había sido sustituida por un pulóver sucio y las piernas estaban enfundadas en un pantalón de pana. Se le dijo que acompañara al extranjero hasta un lugar desde donde podía llegar fácilmente al paso. Una expresión soñolienta y malhumorada borraba todo el atractivo que su cara redonda y su nariz respingada hubieran podido tener para los pastores del lugar; pero cumplió de buen grado los deseos de su padre. La esposa canturreaba una antigua canción mientras se ocupaba de sus ollas y sartenes.

Antes de irse, el Rey pidió a su huésped, cuyo nombre era Griff, que aceptara una vieja moneda de oro que resultó tener en el bolsillo, el único dinero que poseía. Griff lo rechazó enérgicamente y siempre protestando, empezó la laboriosa tarea de abrir dos o tres pesadas puertas y quitarles los candados. El Rey echó una mirada a la anciana mujer, obtuvo una guiñada aprobadora y puso el mudo ducado sobre el manto de la chimenea junto a una caracola violeta contra la cual estaba apoyada una foto en colores que representaba a un elegante oficial de la guardia con su esposa descotada: Karl el Bienamado, tal como era veinte años antes, y su joven reina, una joven virgen colérica de pelo negro carbón y ojos azules como el hielo.

Las estrellas acababan de desaparecer. Detrás de la muchacha y un feliz perro de pastor subió la pista herbosa que centelleaba bajo el rocío rubí en la luz teatral de un alba alpina. El aire mismo parecía coloreado y lustroso. Un frío sepulcral emanaba de la cuesta escarpada a cuyo flanco subía la pista; pero en el lado opuesto que caía a pique, aquí y allá, entre las cimas de los pinos que crecían más abajo, los rayos del sol como telarañas empezaban a urdir su trama de calor. En el recodo siguiente ese calor envolvió al fugitivo y una mariposa negra bajó bailando una pendiente de guijarros. El sendero seguía estrechándose y deteriorándose poco a poco en medio de una confusión de peñascos. La muchacha señaló las pendientes más allá de la pista. Él asintió con la cabeza. -Ahora vete a casa -dijo-. Descansaré aquí y luego continuaré solo.

Se dejó caer en la hierba cerca de una conifera rampante y aspiró el aire brillante. El perro jadeante se tendió a sus pies. Garh sonrió por primera vez. Las muchachas montañesas de Zembla son por lo general meros mecanismos de lujuria fortuita, y Garh no era una excepción. En cuanto se hubo instalado junto a él, se inclinó y deslizó por encima de su cabeza despeinada el grueso pulóver gris, revelando su espalda desnuda y sus pechos de blancmangé, e inundó a su compañero embarazado en toda la acritud de una feminidad descuidada. Iba a seguir desvistiéndose pero él la detuvo con un gesto y se puso de pie. Le agradeció toda su bondad. Acarició al perro inocente y sin volverse ni una sola vez, con paso elástico, el Rey empezó a subir la cuesta cubierta de hierba.

Se iba riendo bajito de la frustración de la moza cuando llegó a las inmensas piedras amontonadas alrededor de un pequeño lago al que había llegado una o dos veces desde la vertiente rocosa de Kronberg muchos años antes. Después advirtió el reflejo del lago a través de la abertura de una bóveda natural, obra maestra de erosión. La bóveda era baja y agachó la cabeza para descender hacia el agua. En su límpido espejo vio su reflejo escarlata pero, cosa rara, a causa de lo que parecía ser a primera vista una ilusión óptica, este reflejo no se hallaba a sus pies sino mucho más lejos; además, iba acompañado del reflejo, deformado por las ondulaciones, de una cornisa que dominaba desde lo alto su posición actual. Y por último, la tensión ejercida sobre la magia de la imagen la destruyó, mientras el doble del Rey vestido con un suéter colorado y una gorra colorada se volvía y desaparecía, en tanto que él, el observador, permanecía inmóvil. Avanzó entonces hasta el borde mismo del agua y allí se encontró con un reflejo auténtico, mucho más grande y más claro que aquel que le había engañado. Contorneó el pequeño lago. Arriba, en el cielo de un azul profundo sobresalía la cornisa vacía donde había estado pocos momentos antes el falso rey. Un estremecimiento de alfear(miedo incontrolable producido por los elfos) le corrió entre los omóplatos. Murmuró una plegaria familiar, se persignó y prosiguió resueltamente hacia el paso. En un punto alto, sobre una cima contigua, había un steinmann(montón de piedras erigido en memoria de una ascensión) coronado en su honor por una gorra de lana coronada. Siguió penosamente. Pero su corazón era un dolor cónico que le punzaba desde abajo en la garganta y al cabo de un rato se detuvo nuevamente para examinar las condiciones y decidir si treparía en cuatro patas la empinada cuesta llena de piedras o cortaría hacia la derecha, a lo largo de una franja de hierba alegrada de gencianas, que serpenteaba entre rocas musgosas. Eligió el segundo camino y en su momento llegó al paso.

Grandes desmoronamientos rocosos diversificaban el paisaje. Al sur los nippern(colinas redondeadas o reeks) se quebraban en zonas de luz y de sombra por obra de una pendiente cubierta de piedras y hierba. Hacia el norte se fundían las montañas verdes, grises, azuladas -el Falk-berg con su capuchón de nieve, el Mutraberg con el abanico de su alud, el Paberg (Monte del Pavo Real) y otros, separados por estrechos y oscuros valles con nubes intercaladas como pedazos de algodón que parecían puestos entre la sucesión de crestas en retirada para impedir que sus flancos se arañaran. Más allá de ellas, en el azul final, se elevaba el Monte Glitterntin, una cresta dentada de brillante oropel, y hacia el sur una tierna niebla envolvía las crestas más distantes que se comunicaban entre sí en una hilera interminable, pasando por todos los matices de una suave evanescencia.

Había llegado al paso, el granito y la gravedad estaban vencidos; pero faltaba todavía el trecho más peligroso. Hacia el oeste bajaba hasta el mar resplandeciente una sucesión de pendientes cubiertas de brezos. Hasta ese momento la montaña se había situado entre él y el golfo; ahora estaba expuesto a la bóveda de fuego. Comenzó el descenso.

Tres horas más tarde caminaba por terreno llano. Dos viejas que trabajaban en un huerto se incorporaron lentamente y lo miraron. Había pasado los bosques de pinos de Boscobel y se iba acercando al muelle de Blawick cuando un coche negro de la policía salió de una calle transversal y se detuvo a su lado: -La broma ha ido demasiado lejos -dijo el conductor-. Hay un centenar de payasos metidos en la cárcel de Onhava y el ex Rey debe de estar entre ellos. Nuestra prisión local es demasiado pequeña para alojar más reyes. El próximo disfrazado será fusilado a primera vista. ¿Cuál es tu verdadero nombre, Charlie?

– Soy inglés. Un turista -dijo el Rey.

– Bueno, de todos modos quítate esa fufacolorada. Y la gorra. Dámelos. -Arrojó las cosas al fondo del coche y arrancó.

El Rey siguió caminando; la parte de arriba de su pijama azul metido en los pantalones de esquiar podía pasar fácilmente por una camisa de fantasía. Tenía un guijarro dentro de un zapato pero estaba demasiado agotado para hacer caso.

Reconoció el restaurante de la costa donde había almorzado de incógnito muchos años antes, con dos marineros divertidos, muy divertidos. Varios extremistas pesadamente armados bebían cerveza en la galería bordeada de geranios, entre los veraneantes habituales, algunos de los cuales estaban ocupados en escribir a distantes amigos. A través de los geranios, una mano enguantada tendió al Rey una tarjeta postal en la que vio garabateado: Vaya a las G. R. Bon voyage!Fingiendo un paseo sin objeto, llegó a la punta del muelle.

Era una deliciosa tarde con un poco de brisa y al oeste un horizonte como un vacío luminoso que aspiraba los corazones ávidos. El Rey, en el punto más crítico de su viaje, miró a su alrededor observando a los escasos paseantes y tratando de decidir cuáles de ellos podían ser agentes de policía disfrazados, dispuestos a caerle encima en cuanto saltara el parapeto para ir a las grutas Rippleson. Una sola vela roja ponía una mancha de algún interés humano en la extensión marina. Nitra e Indra (que significan "interior" y "exterior"), dos islas negras que parecen mantener entre ellas una conferencia secreta, eran fotografiadas desde el parapeto por un rechoncho turista ruso, con varios mentones y una carnosa nuca de general. Su marchita mujer, envuelta en una flotante echarpe floreada, observó en un moscovita cantarín: -Cada vez que veo a alguien tan horriblemente desfigurado, no puedo dejar de pensar en el hijo de Nina. La guerra es una cosa atroz.

– ¿La guerra? -preguntó el consorte-. Debe de haber sido la explosión de la Fábrica de Vidrio de 1951, no la guerra. -Pasaron lentamente delante del Rey en la dirección de donde éste había venido. Frente al mar, en un banco del paseo, un hombre con sus muletas al lado estaba leyendo el Onhava Postque presentaba en primera página a Odón con su uniforme de extremista y a Odón en el papel del Tritón. Por increíble que pueda parecer, la guardia del palacio nunca se había dado cuenta hasta entonces de esa identidad. Ahora se ofrecía una buena suma por su captura. Las olas lamían rítmicamente los guijarros. La cara del lector del periódico había sido atrozmente herida en la explosión que acababa de mencionarse, y todo el arte de la cirugía plástica sólo había dado por resultado una horrible textura taraceada con partes de dibujo y partes de contorno que parecían cambiar, fundirse o separarse como mejillas y mentones fluctúan tes en un espejo deformante.

El corto tramo de playa entre el restaurante en una punta del paseo y las rocas de granito en la otra, estaba casi vacío: lejos, a la izquierda, tres pescadores cargaban una chalupa con redes color marrón alga directamente al pie de la acera una mujer de cierta edad con un vestido a lunares y un tricornio de papel en la cabeza (EX REY VISTO) estaba sentada sobre los guijarros tejiendo, de espaldas a la calle. Tenía las piernas vendadas extendidas sobre la arena; a un lado había un par de pantuflas de tapicería y al otro un ovillo de lana roja, cuyo hilo conductor tironeaba de vez en cuando con la sacudida inmemorial del codo característica de la tejedora zemblana para hacer girar el ovillo y aflojar la hebra. Por último, en la acera una niñita de falda abullonada evolucionaba en sus patines con enérgico estruendo pero torpemente. ¿Un enano de las fuerzas policiales podía hacerse pasar por una niña con trencitas?

A la espera de que la pareja rusa se retirara, el Rey se detuvo junto al banco. El hombre de la cara de mosaico dobló el periódico y un segundo antes de que hablara (en el intervalo neutral entre la nube de humo y la detonación), el Rey supo que era Odón. -Es todo lo que se podía hacer en tan poco tiempo -dijo Odón, tironeando de su mejilla para mostrar cómo la película semitransparente de diversos colores se pegaba a su cara, modificando los contornos según la tensión-. Una persona bien educada -añadió– normalmente no examina de muy cerca a un pobre tipo desfigurado.

– Buscaba a los shpiks(policías de civil) -dijo el Rey.

– Han estado patrullando el muelle todo el día. Ahora están cenando.


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