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Pálido Fuego
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Текст книги "Pálido Fuego"


Автор книги: Владимир Набоков



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Verso 85: que había visto al Papa

Pío X, Giuseppe Melchiorre Sarto, 1835-1914; Papa de 1903 a 1914.


Versos 86-90: tía Maud

Maud Shade, 1869-1950, hermana de Samuel Shade. A su muerte, Hazel (nacida en 1934) no era exactamente una recién nacida, como se dice en el verso 90. Sus pinturas me han parecido desagradables pero interesantes. La tía Maud no tenía nada de solterona y su humor extravagante y sardónico habría escandalizado a veces a las formales señoras de New Wye.


Versos 90-93: su cuarto, etc.

En el borrador, en el lugar del texto definitivo:


su cuarto


lo hemos conservado intacto. Para nosotros sus fruslerías


reconstruyen su estilo: la hoja sarcófago


(el capullo muerto y seco de una Luna)




Referencia a lo que mi diccionario define como "gran mariposa nocturna de color verde pálido, con cola, cuya oruga se alimenta del nogal". Sospecho que Shade modificó este pasaje porque el nombre de su mariposa chocaba con "Luna" en el verso siguiente.


Verso 91 sus fruslerías

Había entre ellas un álbum en el que durante cierto número de años (1937-1949) tía Maud fue pegando recortes de periódicos de un carácter ridículo o grotesco. John Shade me permitió un día que tomara nota del primero y el último de la serie; resultaron relacionados de la manera más graciosa, creo. Los dos salían de la misma revista familiar, Life, tan justamente célebre por su pudibundez con respecto a los misterios del sexo masculino; es de imaginar entonces cómo quedaron de asombradas o excitadas esas familias. El primero procede del número del 10 de mayo de 1937, p. 67, y es la publicidad de un Cierre de Garra para Pantalón (un nombre que, dicho sea de paso, agarra bastante y no se olvida). Se ve a un joven radiante de virilidad entre varias amigas extasiadas: Usted se quedará sorprendido de la manera espectacular en que puede mejorar la bragueta de su pantalón.El segundo es del número del 28 de marzo de 1949, p. 126, y la publicidad del Calzoncillo Hoja de Parra Hanes. Se ve a una Eva moderna espiando con veneración, desde detrás de un torpe árbol de la ciencia, a un joven y malicioso Adán, en ropa interior bastante ordinaria pero limpia, con la parte delantera del calzoncillo sombreado de una manera evidente y precisa y una leyenda que dice: Nada mejor que una hoja de parra.

Creo que debe de haber un grupo subversivo especial de seudocupidos, diablillos rechonchos y calvos encargados por Satanás de hacer bromas repugnantes en lugares sacrosantos.


Verso 92: el pisapapeles

La imagen de esas horrorosas antiguallas obedecía extrañamente a nuestro poeta. He recortado de un periódico que volvió a publicarlo recientemente, un viejo poema suyo donde el almacén de recuerdos conserva también un paisaje admirado por el turista:


VISTA DE MONTAÑA


Entre la montaña y el ojo


el espíritu de la distancia traza


un velo de amorosa gasa azul,


la textura misma del cielo.


Una brisa llega a los pinos y yo


me uno al aplauso general.



Pero todos sabemos que eso no puede durar,


la montaña es demasiado débil para esperar,


aunque esté reproducida y bajo vidrio


en mí como en un pisapapeles.




Verso 98: sobre el Homero de Chapman

Referencia al título del famoso soneto de Keats (a menudo citado en América) que, por una distracción del impresor, fue traspuesto, de una manera cómica, de algún otro artículo a la reseña de un acontecimiento deportivo. Acerca de otros gazapos notables, véase la nota al verso 802.


Verso 101: Ningún hombre libre necesita un Dios

Cuando se piensa en los innumerables pensadores y poetas de la historia de la creación humana cuya libertad de espíritu era engrandecida, más que disminuida, por la Fe, uno se ve obligado a poner en duda la sabiduría de este fácil aforismo (véase también la nota al verso 509).


Verso 109: la irídula

Nubecita irisada, la muderperlwelkzemblana. La palabra "irídula" es, creo, invento de Shade. En la copia en limpio (ficha 9, del 4 de julio), Shade escribió en lápiz, encima de esta palabra, "peacock-herl". El "peacock-herl" es el cuerpo de cierto tipo de mosca artificial llamada también "alder". Es lo que me dice el propietario de este motel, un fanático de la pesca. (Véase también "extraños fulgores nacarados" en los versos 633-634.)


Verso 119: el Dr. Sutton

Es esta una combinación de letras tomadas de dos nombres, uno que empieza con "Sut" y el otro que termina con "ton". Dos distinguidos médicos, retirados mucho tiempo atrás, vivían en nuestra colina. Ambos eran muy viejos amigos de Shade; uno tenía una hija, presidenta del club de Sybil, y éste es el Dr. Sutton que yo evoco en mis notas a los versos 181 y 1000. También se lo menciona en el verso 986.


Versos 120-121: cinco minutos eran iguales a cuarenta onzas, etc.

En el margen izquierdo y paralelo a estos versos: "En la Edad Media una hora era igual a 480 onzas de arena fina o sea 22.560 átomos".

Me es imposible verificar esta afirmación o los cálculos del poeta para cinco minutos, es decir, trescientos segundos, porque no sé cómo se puede dividir 480 por 300 o lo contrario, pero quizá estoy simplemente cansado. El día (4 de julio) que John Shade escribió esto, Gradus el Matón se preparaba para salir de Zembla y empezar sus incesantes desatinos á través de los dos hemisferios (véase nota al verso 181).


Verso 130: nunca hice rebotar una pelota ni empuñé un bate

Francamente, yo tampoco me destaqué nunca en el fútbol ni en el cricket; soy un jinete pasable, un esquiador vigoroso aunque nada ortodoxo, un buen patinador, un luchador astuto y un alpinista entusiasta.

En el borrador el verso 130 va seguido de cuatro versos que Shade descartó en favor de los que han quedado en la Copia en limpio (verso 131, etc.). Este falso arranque dice:


Como niños jugando en un castillo encuentran


en algún viejo armario lleno de juguetes, detrás


de los animales y las máscaras, una puerta corrediza


(cuatro palabras fuertemente tachadas) un pasadizo secreto…




La comparación ha quedado en suspenso. Es posible que nuestro poeta planeara asociarla a alguna misteriosa verdad descubierta en los síncopes que sufrió en su infancia. No puedo decir cuánto siento que haya rechazado esos versos. Lo lamento no sólo por su belleza intrínseca, que es grande, sino también porque la imagen que contienen fue sugerida por algo que Shade había recibido de mí. Ya he aludido en el curso de estas notas a las aventuras de Charles Xavier, último rey de Zembla, y al vivo interés que manifestaba mi amigo por las muchas historias que le conté acerca de ese rey. La ficha en que se ha conservado la variante está fechada el 4 de julio y es un eco directo de nuestros paseos a la puesta del sol por los fragantes senderos de New Wye y Dulwich. -Siga contándome -me decía golpeando su pipa vacía contra el tronco de un haya, y mientras la coloreada nube pasaba lentamente, y más lejos, en la casa iluminada de la colina, la Sra. Shade gozaba tranquilamente de una pieza televisada, yo accedía gozoso al pedido de mi amigo.

Con palabras sencillas le describía la curiosa situación en que se encontró el Rey durante los primeros meses de la rebelión. Tenía la divertida impresión de que era la única pieza negra de lo que un inventor de problemas de ajedrez podría calificarse de rey bloqueado en el rincón, del tipo solus rex. Los realistas, o por lo menos los demmods(demócratas moderados), podían haber impedido que el Estado se convirtiera en una vulgar tiranía moderna, si hubiesen sido capaces de hacer frente al oro corrompido y a las tropas de robots que un poderoso Estado policíaco, desde su posición ventajosa, a unas pocas millas marinas, lanzaba en la Revolución Zemblana. A pesar de que la situación era desesperada, el Rey se negó a abdicar. Cautivo taciturno y altanero, estaba enjaulado en su palacio de piedra rosa desde una de cuyas torrecillas de ángulo podían verse con ayuda de un par de prismáticos a unos esbeltos jovencitos zambulléndose en la piscina de un club deportivo de cuento de hadas y al embajador inglés con traje de franela pasado de moda jugando al tenis con el entrenador vasco en un court de arcilla tan remoto como el paraíso. ¡Qué serenas eran las montañas, cuán tiernamente pintadas en la bóveda occidental del cielo!

En alguna parte de la bruma de la ciudad había todos los días desagradables estallidos de violencia, arrestos y ejecuciones, pero la gran ciudad seguía andando como sobre ruedas, como siempre, los cafés estaban llenos, en el Teatro Real se daban espléndidos espectáculos y era realmente en el palacio donde había la más fuerte concentración de tinieblas. Komizarsde cara pétrea, de hombros cuadrados, imponían una estricta disciplina entre las tropas de guardia, adentro y afuera. Una prudencia puritana había sellado las bodegas y suprimido todas las criadas del ala sur. Las damas de compañía hacía mucho que se habían ido, naturalmente, en el momento en que el Rey exilió a su Reina en su villa de la Riviera francesa. ¡Gracias al cielo, le habían sido ahorrados esos días atroces en el palacio mancillado!

Las puertas de todas las habitaciones estaban vigiladas. La sala de banquetes tenía tres guardianes y había no menos de cuatro holgazaneando en la biblioteca cuyos oscuros rincones parecían abrigar todas las sombras de la traición. Los dormitorios de los pocos criados que quedaban en el palacio tenían cada uno su parásito armado que bebía con un viejo lacayo ron prohibido o se tomaba libertades con un joven paje. Y en la gran Sala de los Heraldos se podía estar seguro de encontrar siempre algún bromista obsceno tratando de deslizarse en la panoplia de acero de sus huecos caballeros. ¡Y qué olor de cuero y de carnero en los espaciosos aposentos que antes embalsamaban el clavel y la lila!

Esta espantosa compañía estaba formada por dos grupos principales: uno de conscriptos de Thulé, ignorantes, de aspecto feroz pero realmente inofensivos, y otro de extremistas muy corteses y taciturnos, de la famosa Fábrica de Vidrio donde habían temblado los primeros fuegos de la revolución. Ahora se puede revelar (puesto que está sano y salvo en París) que en este contingente había por lo menos un realista heroico disfrazado con tanto virtuosismo que a su lado sus camaradas de la guardia, confiados, parecían mediocres imitadores. En realidad Odón era uno de los actores más destacados de Zembla y se hacía aplaudir en el Teatro Real las noches que no estaba de servicio. Por su intermedio el Rey se mantenía en contacto con numerosos partidarios, jóvenes nobles, artistas, atletas de la Universidad, jugadores, Paladines de la Rosa Negra, miembros de clubes de esgrima y otros hombres de rango y audacia. Corrían rumores. Se decía que el cautivo pronto sería juzgado por un tribunal especial; pero también se decía que sería asesinado durante un aparente traslado a otro lugar de confinamiento. Aunque la fuga se discutía diariamente, los planes de los conspiradores tenían más valor estético que práctico. Una poderosa lancha a motor estaba preparada en una gruta costera de Blaick (Caleta Azul) en Zembla occidental, más allá de la cadena de altas montañas que separaba a la ciudad del mar; las imágenes del agua transparente y trémula reflejadas en la pared rocosa y en la lancha eran tentadoras, pero ninguno de los conjurados era capaz de indicar cómo podía el Rey escapar de su castillo y atravesar sano y salvo las fortificaciones.

Un día de agosto, al comienzo de su tercer mes de lujoso cautiverio en la Torre del Sudoeste, fue acusado de utilizar el espejo de mano de un petimetre y los rayos cooperativos del sol para emitir señales desde su alto ventanal. La vastedad de la vista que dominaba fue acusada no sólo de inducir a la traición sino de producir en el observador un altanero sentimiento de superioridad con respecto a sus carceleros instalados abajo. Por ese motivo una noche el Rey fue trasladado con sus bártulos a una lúgubre leonera situada en el mismo lado del palacio pero en el primer piso. Muchos años antes había sido el cuarto de tocador de su padre, Thurgus III. Después de la muerte de Thurgus (en 1900) su adornado dormitorio se transformó en una especie de capilla y la habitación adyacente, despojada de sus múltiples espejos de pie y de su sofá de seda verde, pronto degeneró en lo que siguió siendo durante medio siglo: un agujero con un baúl cerrado en un rincón y una máquina de coser anticuada en el otro. Se llegaba allí por una galería con piso de mármol, que pasaba por el lado norte y doblaba bruscamente hacia el oeste para formar un vestíbulo en el ángulo sudoeste del Palacio. La única ventana daba a un patio interior del lado sur. Esta ventana había sido alguna vez una aspillera con una maravillosa vidriera de colores donde había un pájaro de fuego y un cazador deslumbrado, pero una pelota había hecho añicos poco antes la fabulosa escena del bosque y ahora el nuevo vidrio ordinario tenía una reja por fuera. En la pared oeste, sobre una alacena blanqueada con cal, colgaba una gran fotografía en un marco de terciopelo negro. La acción débil y fugitiva pero mil veces repetida del sol acusado de transmitir mensajes desde la torre, había patinado gradualmente esa fotografía que mostraba el perfil romántico y los anchos hombros desnudos de Iris Acht, actriz olvidada de quien se decía que había sido varios años, hasta su súbita muerte en 1888, la amante de Thurgus. En la pared opuesta, al este, una puerta de aspecto frívolo, análoga por su coloración turquesa a la única otra puerta de la habitación (que daba a la galería), pero con un candado seguro, comunicaba en un tiempo con el dormitorio del viejo calavera; ahora había perdido su falleba de cristal, y estaba flanqueada en la pared este por dos grabados allí desterrados en la época de decadencia de la habitación. Eran de los que se supone que no son para mirar, imágenes que existen simplemente como idea general de lo que se destina a satisfacer las humildes necesidades ornamentales de algún corredor o sala de espera: uno era una fea y lúgubre Fête Flamande, según Teniers; el otro había estado colgado alguna vez en la nursery, cuyos habitantes somnolientos la habían tomado siempre por la representación de unas olas espumosas en primer plano, en lugar de las formas borrosas de ovejas melancólicas que ahora revelaba.

El Rey suspiró y empezó a desvestirse. Su catre de campaña y una mesita de luz se situaban frente a la ventana, en el ángulo nordeste. Al este estaba la puerta turquesa; al norte, la puerta de la galería; al oeste, la puerta de la alacena; al sur, la ventana. El ayudante de su antiguo ayuda de cámara le quitó el blazernegro y los pantalones blancos. El Rey se sentó en pijama en el borde de la cama. El hombre volvió con un par de pantuflas de cuero marroquí, las calzó en los pies indiferentes de su amo y salió con los escarpines que le había quitado. La mirada errante del Rey se detuvo en la ventana entreabierta. Se podía ver parte del patio débilmente iluminado donde, bajo un álamo rodeado por una verja, dos soldados jugaban al lansquenete sobre un banco de piedra. La noche de verano era sin estrellas e inmóvil, con distantes espasmos de relámpagos silenciosos. Alrededor de la linterna apoyada en el banco, una falena como un murciélago revoloteaba ciegamente, hasta que un jugador la bajó de un gorrazo. El Rey bostezó y los iluminados jugadores de naipes temblaron y se disolvieron en el prisma de sus lágrimas. Su mirada aburrida se paseaba de una pared a otra. La puerta de la galería estaba ligeramente entreabierta y podían oírse los pasos del guardia que iban y venían. Sobre la alacena, Iris Acht cuadraba los hombros y miraba a otra parte. Cantó un grillo. La luz de la mesa de noche era lo bastante fuerte como para poner un fulgor brillante en la llave dorada de la cerradura de la puerta de la alacena. Y de pronto esa chispa en aquella llave hizo que una maravillosa conflagración se difundiera en la mente del prisionero.

Remontémonos desde ahora, mediados de agosto de 1958, a una cierta tarde de mayo, tres decenios atrás, en que era un joven y oscuro muchacho de trece años con un anillo de plata en el índice de la bronceada mano. La Reina Blenda, su madre, acababa de partir a Viena y a Roma. Tenía varios compañeros de juegos favoritos, pero ninguno podía competir con Oleg, Duque de Rahl. En aquellos tiempos los adolescentes de familias distinguidas usaban los días de fiesta -había tantos durante nuestra larga primavera septentrional– suéters sin mangas, calcetines blancos, zapatos negros con hebilla y shorts muy ceñidos y muy cortos llamados hotinguens. Me gustaría poder proporcionar al lector figuras para recortar y prendas de vestir como en los libros de muñecas de papel para niños armados de tijeras. Iluminarían un poco estas oscuras noches que están destruyendo mi mente. Los dos muchachos eran especímenes bellos, piernilargos, de la adolescencia varangiana. A los doce años Oleg era el mejor centro delantero de la Escuela Ducal. Cuando estaba desvestido y reluciente en la niebla del establecimiento de baños, sus osados atributos viriles contrastaban violentamente con su gracia de niña. Era un verdadero faunito. Aquella tarde especial un chaparrón abundante laqueaba el follaje primaveral del jardín del palacio, y ¡oh, cómo se empujaban y balanceaban en tumultuoso florecimiento las lilas persas detrás de los vidrios empapados de verde, salpicados de amatista! Habría que jugar adentro. Oleg estaba retrasado. ¿Vendría?

Al joven Príncipe se le ocurrió desenterrar una colección de juguetes preciosos (regalo de un potentado extranjero recientemente asesinado con que se habían divertido Oleg y él durante una Pascua anterior, y luego quedaron abandonados como sucede con esos juguetes artísticos especiales que producen su burbuja de placer y sueltan de golpe todo su sabor antes de desaparecer en un olvido de museo. Lo que deseaba especialmente encontrar ahora era un circo de juguete muy complicado, metido en una caja grande como el estuche de un juego de croquet. Se moría de ganas de verlo; sus ojos, su cerebro y dentro del cerebro esa parte que correspondía a la yema del pulgar, recordaba vívidamente los jóvenes acróbatas morenos con sus nalgas de lentejuelas, un elegante y melancólico payaso con una golilla y sobre todo tres elefantes de madera pulida, grandes como perritos, con coyunturas tan flexibles que se podía hacer parar sobre una pata delantera al jumbo elegantemente vestido o mantenerlo firme en la tapa de un barrilito blanco bordeado de rojo. Habían pasado apenas quince días desde la última visita de Oleg, cuando por primera vez les había sido permitido a los dos muchachos compartir el mismo lecho, y el acicate de su inconducta y la perspectiva de otra noche parecida se mezclaban ahora en nuestro joven Príncipe con una perturbación que sugería el refugio en juegos más antiguos y más inocentes.

Su preceptor inglés, que estaba en cama por haberse torcido un tobillo durante una merienda en el bosque de Mandevil, no sabía dónde podía estar ese circo; le aconsejó que lo buscara en el cuarto de trastos viejos que había al final de la Galería Oeste. Allí se dirigió el Príncipe. ¿Ese baúl negro y polvoriento? Parecía lúgubremente negativo. La lluvia era más perceptible aquí debido a la proximidad de una prolija gotera. ¿Y la alacena? Su llave dorada giró con dificultad. Los tres estantes y el espacio inferior estaban atiborrados de objetos dispares: una paleta con las heces de muchos atardeceres; una taza llena de cospeles; un rascaespaldas; una edición in-treinta y dosde Timón de Atenastraducida al zemblano por su tío Conmal, el hermano de la Reina; una sítala de playa (cubo de juguete); y un diamante azul de sesenta y cinco quilates, accidentalmente añadido durante su infancia a los guijarros y conchillas del cubo, y procedente de la colección de chucherías de su difunto padre; un trozo de tiza y un tablero cuadrado con un dibujo de figuras entrelazadas destinado a un juego olvidado hacía mucho tiempo. Estaba a punto de buscar en otra parte de la alacena cuando al tratar de soltar un pedazo de terciopelo negro, una de cuyas puntas se había enganchado de una manera inexplicable detrás del estante, algo cedió, el estante se movió, resultó desmontable y reveló justo debajo de su borde interno, en el fondo de la alacena, el agujero de una cerradura a la cual se adaptaba la misma llave dorada.

Con impaciencia despejó los otros dos estantes de todo lo que contenían (sobre todo ropas y zapatos viejos), lo retiró como había hecho con el del medio y abrió la puerta corrediza que había en el fondo de la alacena. Los elefantes habían sido olvidados, el Príncipe estaba de pie en el umbral de un pasadizo secreto. Las tinieblas eran totales, pero algo en la cavernosa acústica del pasadizo, que se aclaraba la garganta con un sonido hueco, le anunció grandes cosas y volvió corriendo a sus habitaciones en busca de un par de linternas y un pedómetro. Cuando volvía, llegó Oleg. Traía un tulipán. Desde la última visita al palacio se había cortado las suaves guedejas rubias, y el joven Príncipe pensó: Sí, yo sabía que iba a ser diferente. Pero cuando Oleg frunció las doradas cejas y se acercó inclinado para enterarse del descubrimiento, el joven Príncipe supo por el aterciopelado calor de aquella oreja carmesí y por el vivaz gesto con que asintió a la investigación propuesta, que no había habido ningún cambio en su querido compañero de lecho.

No bien MonsieurBeauchamp se hubo sentado para una partida de ajedrez a la cabecera de la cama del Sr. Campbell y hubo presentado sus puños cerrados para la elección, el joven Príncipe se llevó a Oleg a la alacena mágica. Los cautelosos y callados peldaños alfombrados de verde de un escalier dérobéconducían a un pasadizo subterráneo empedrado. A decir verdad, era "subterráneo" sólo en breves tramos cuando, después de excavarse paso debajo del vestíbulo sudoeste contiguo al cuarto de trastos viejos, pasaba debajo de una serie de terrazas, debajo de la avenida de abedules del parque real y luego debajo de las tres calles transversales, el bulevar de la Academia, la calle Coriolano y el pasaje Timón, que aún lo separaban de su destino final. Por lo demás, en su curso angular y críptico se ajustaba a las diversas estructuras que iba siguiendo, aquí aprovechando de un contrafuerte para adaptarse a él como un lápiz al estuche de una agenda de bolsillo, allá atravesando los sótanos de una gran casa demasiado abundante en pasillos oscuros como para notar la furtiva intrusión. Posiblemente en el curso de los años las ocasionales repercusiones de las obras de albañilería en los alrededores o las ciegas incursiones del tiempo mismo habían establecido ciertas arcanas conexiones entre el pasadizo abandonado y el mundo exterior, pues aquí y allá, de un charco de agua estancada dulce y fétida anunciadora de un foso, o de un oscuro olor a tierra y hierba que denotaba la proximidad de un glacis, podían deducirse aperturas y penetraciones mágicas, tan estrechas y profundas como para hacer perder la razón; y en un lugar donde el pasadizo se deslizaba a través del subsuelo de una inmensa villa ducal cuyos invernaderos eran famosos por sus colecciones de flora del desierto, una ligera capa de arena cambió por un momento el sonido de las pisadas. Oleg iba adelante; sus nalgas bien formadas, ceñidas por ajustado algodón ín digo, se movían con vivacidad, y su propio resplandor erguido, más que su antorcha, parecía iluminar con chorro de luz el techo bajo las paredes muy juntas. Detrás de él la antorcha del joven Príncipe jugaba en el suelo y ponía una capa de harina en los muslos desnudos de Oleg. El aire estaba mohoso y frío. La fantástica madriguera seguía y seguía. Empezaba una ligera cuesta ascendente. El pedómetro marcaba 1800 metros cuando llegaron por fin al término. La mágica llave del cuarto de trastos viejos se introdujo con agradable facilidad en la cerradura de la puerta verde que tenían delante, y hubieran cumplido el acto prometido por su fácil introducción de no haber sido por la explosión de sonidos extraños que venían del otro lado de la puerta y que detuvieron a nuestros dos exploradores. Dos voces terribles, una de hombre y otra de mujer que de pronto subían a un tono apasionado, después se hundían en roncos murmullos, cambiaban insultos en gutnish tal como lo hablan los pescadores de Zembla occidental. Una abominable amenaza hizo chillar a la mujer de terror. Siguió un repentino silencio, roto ahora por la voz del hombre que murmuraba una frase breve de natural aprobación ("Perfecto, querida", o "No podía ser mejor") más espeluznante aún que lo que había precedido.

Sin consultarse, el joven Príncipe y su amigo dieron media vuelta en un pánico absurdo y con el pedómetro girando enloquecido, volvieron a la carrera por el camino que habían recorrido. -¡Uf! -dijo Oleg, una vez restituido a su sitio el último estante-. Estás todo blanco por detrás -dijo el joven Príncipe mientras subían saltando las escaleras. Encontraron a Beauchamp y a Campbell que terminaban su partida en tablas. Era casi la hora de la cena. Los dos muchachos recibieron la orden de lavarse las manos. El estremecimiento reciente de la aventura había sido sustituido ya por otra clase de excitación. Se encerraron. El agua corría inútilmente por el grifo. Los dos se hallaban en un estado viril y gemían como palomas.

Este recuerdo detallado cuya estructura y mácula ha llevado cierto tiempo describir en esta nota, atravesó la memoria del Rey en un instante. Ciertas criaturas del pasado, y era una de ellas, pueden permanecer latentes durante treinta años como ésta, mientras su habitat natural sufre calamitosos cambios. Poco después del descubrimiento del pasaje secreto, el joven Príncipe estuvo a punto de morir de neumonía. En su delirio luchaba un momento por seguir un disco luminoso que escudriñaba un túnel interminable, y al siguiente trataba de abrazar las caderas fundentes de su bello camarada. Para reponerse lo enviaron un par de temporadas al sur de Europa. La muerte de Oleg a los quince años en un accidente de tobogán, contribuyó a obliterar la realidad de su aventura. Se necesitaba una revolución nacional para que aquel pasaje secreto volviera a ser real.

Después de comprobar que los pasos crujientes del guardia se alejaban a cierta distancia, el Rey abrió la alacena. Ahora estaba vacía, salvo el minúsculo volumen de Timon Afinskenque aún yacía en un rincón y algunas viejas ropas deportivas y zapatillas metidas en el compartimiento del fondo. Las pisadas se acercaban de vuelta. No se atrevió a continuar su exploración y volvió a cerrar con llave la puerta de la alacena.

Era evidente que necesitaría algunos instantes de perfecta seguridad para cumplir con un mínimo de ruido una serie de pequeños gestos: entrar en la alacena, cerrarla desde adentro, quitar los estantes, abrir la puerta secreta, volver a poner los estantes, deslizarse en la boca abierta de la oscuridad y cerrar con llave la puerta secreta. Digamos noventa segundos.

Salió a la galería y el guardia, un extremista bastante apuesto pero increíblemente estúpido, se le acercó en seguida. -Tengo cierto deseo urgente -dijo el Rey-. Quiero tocar el piano, Hal, antes de irme a dormir -Hal (si es que se llamaba así) abrió la marcha hacia la sala de música donde, como el Rey sabía, Odón montaba guardia junto al arpa enfundada. Era un fornido irlandés de cejas rojizas, con una cabeza rosada cubierta ahora por una requintada gorra de obrero ruso. El Rey se sentó al Bechstein y en cuanto se quedaron solos, explicó en pocas palabras la situación, mientras sacaba unas notas tintineantes con una mano: -Nunca he oído hablar de ningún pasadizo -murmuró Odón con el fastidio de un jugador de ajedrez a quien se le muestra cómo hubiera podido salvar la partida que ha perdido. ¿Estaba Su Majestad absolutamente seguro? Su Majestad lo estaba. ¿Suponía que llevaba fuera del Palacio? Seguramente fuera del Palacio.

De todos modos, Odón tenía que irse pocos momentos después, porque actuaba esa noche en El Tritón, un viejo y buen melodrama que no se había representado, dijo, por lo menos durante tres décadas. -Estoy muy satisfecho con mi propio melodrama -señaló el Rey-. Ay -dijo Odón. Frunciendo el entrecejo, se puso lentamente la chaqueta de cuero. No se podía hacer nada esa noche. Si le pedía al comandante que lo dejara de guardia, sólo provocaría sospechas, y la menor de ellas podía ser fatal. Mañana encontraría alguna oportunidad de inspeccionar esa nueva vía de evasión, si es que lo era y no una vía muerta. ¿Prometería Charlie (Su Majestad) no intentar nada hasta entonces? -Pero se están acercando cada vez más -dijo el Rey, aludiendo el ruido de golpes y desgarraduras que venía de la Galería de Cuadros. -No tanto -dijo Odón– una pulgada por hora, quizá dos. Ahora tengo que irme -añadió indicando con un guiño al solemne y corpulento guardia que venía a relevarlo.

En la creencia inconmovible pero absolutamente errónea de que las joyas de la corona estaban escondidas en algún lugar del Palacio, la nueva administración había contratado a un par de expertos extranjeros (véase nota al verso 681) para que las ubicara. Durante un mes se había estado haciendo un buen trabajo. Los dos rusos, después de desmantelar prácticamente la Cámara del Consejo y varias otras habitaciones de recepción, habían trasladado sus actividades a aquella parte de la galería donde los enormes óleos de Eystein habían fascinado a varias generaciones de príncipes y princesas zemblanos. Incapaz de conseguir un parecido y limitándose por lo tanto a un estilo convencional de retrato de homenaje, Eystein demostró ser un prodigioso maestro del trompe l'oeilen la pintura de diversos objetos que rodeaban a sus dignos modelos difuntos, haciéndolos parecer aún más muertos por contraste con el pétalo caído o el pulido artesonado tratados con tanto amor y destreza. Pero en algunos de esos retratos Eystein había recurrido también a una forma extraña de la superchería: entre sus ornamentaciones de madera o lana, de oro o terciopelo, insertaba una realmente hecha del material que imitaba en otros lugares con la pintura. Esta estratagema cuyo objetivo aparente era realzar el efecto de sus valores táctiles y tonales tenía, sin embargo, algo de innoble y revelaba no sólo una falla esencial en el talento de Eystein, sino el hecho básico de que la "realidad" no es ni el sujeto ni el objeto del arte verdadero, el mal crea su propia realidad especial que nada tiene que ver con la "realidad" media percibida por el ojo del común de los mortales. Pero volvamos a nuestros técnicos cuyos golpes secos van acercándose por la galería hacia el codo donde están por separarse el Rey y Odón. En ese punto colgaba un retrato que representa a un antiguo Guardián del Tesoro, el decrépito Conde Kernel, pintado con los dedos ligeramente posados en un cofre repujado y blasonado cuya superficie externa, de frente al espectador, consistía en un medallón oblongo hecho de bronce verdadero, en tanto que sobre la tapa del cofre, en perspectiva, el artista había representado en un plato el interior de una nuez dividida en dos, bellamente pintada, con dos lóbulos, como un cerebro.


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