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La voz dormida
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:32

Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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—A monte, niña, para que no puedan seguirnos el rastro.

Y a monte olían, a monte sucio y sudoroso, pesado, caliente, lento y animal. El cansancio venció a la repugnancia, y Celia se quedó dormida. Habían caminado durante toda la noche. Y el día había sido largo, y hermoso. Fue un día hermoso, sí. Ella se sintió guerrillera, más que nunca, con su fusil al hombro, marchando con la partida de El Chaqueta Negra hacia El Llano. Fue un día hermoso. Tomaron un pueblo en nombre de la República en una operación militar perfectamente coordinada. Todas las partidas de la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría participaron en la invasión. Fue un día de victoria. Colocaron la bandera tricolor en el balcón del ayuntamiento, requisaron la pistola del alcalde, las armas y las municiones del cuartelillo, desvalijaron la caja fuerte del jefe de la Falange local y los vecinos les entregaron cestas repletas de alimentos. Eufóricos de éxito, durante la marcha de regreso al campamento entonaron el himno guerrillero. Caminaron toda la noche, y al llegar a El Pico Montero, llenaron el depósito de aprovisionamiento con el armamento requisado y el acopio de víveres, y volvieron a cantar.

Todos se admiraron al ver cantar a Celia.

—Pero si tenemos aquí a Celia Gámez.

Era El Peque, un jefe de Agrupación que había llegado de Toledo para coordinar la sublevación de los pueblos del interior. Tenía los ojos negros, la sonrisa generosa, fácil, y llevaba sombrero. Los hombres de su unidad le admiraban por su arrojo, pero también le temían. Aplicaba las leyes del monte con el máximo rigor. Y de él decían que no le temblaba el pulso al disparar cuerpo a cuerpo contra el enemigo, y aseguraban que no le temblaría tampoco al ajusticiar él mismo a los traidores. Eso decían. Y Celia pudo comprobarlo durante la ocupación del pueblo, cuando un muchacho gallego anunció en la plaza de la parroquia que deseaba abandonar la guerrilla, que no aguantaba más. El Peque le dirigió una sonrisa, le arrebató el arma que cargaba al hombro y miró a dos de sus hombres. Bastó una mirada. Los dos hombres encañonaron al muchacho y, ante la sorpresa de Celia, se lo llevaron a la calle que daba la vuelta a la iglesia. El Peque los siguió.

Cuentan que El Peque amenazó de muerte al gallego. Si te vas, te mato, dicen que le dijo. Y dicen que su mirada negra traspasó a aquel muchacho. Y que antes de que El Peque le apuntara con su arma, mojó los pantalones.

—Aquí mismo te despacho, tú decides.

Los cuatro hombres regresaron a la plaza. Uno de ellos pasó un brazo por los hombros del chico, otro le dio palmaditas en la espalda. El Peque le devolvió el arma, y sonrió. Nadie había visto nunca ternura en El Peque. Nadie. Nunca. El la ocultaba bajo una sonrisa irónica, o tras una carcajada, en el preciso instante en que la sentía. Y ante el muchacho gallego de los pantalones mojados sonrió. Pero después de cantar el himno guerrillero en el campamento, aquel amanecer de agosto, la mirada negra de El Peque atravesó a Celia. Y ella sintió su ternura en lo hondo, en lo más hondo. Y para siempre.

Poco después, cuando Celia y las hijas de El Tordo se retiraban a dormir, El Peque las alcanzó de camino a la tienda:

—Cantas muy bien.

—Gracias.

Y al ver que El Peque pasaba junto a ella, Celia detestó oler a monte por primera vez.

—Mejor que la Gámez.

—No exageres.

—No exagero.

Ella se detuvo al llegar a la tienda. El Peque continuó caminando y sin volver la cabeza, agitó la mano para despedirse:

—Que duermas bien.

Pero no puede dormir. No puede. No pudo en la tienda y no puede ahora. Se ha despertado abrazada a su hermano. El calor de los dos cuerpos la ha despertado. Se incorpora. Mira a su alrededor. Todas las sombras están ocupadas. A lo lejos, ve a Mateo, con su fusil en bandolera y un cubo en cada mano. Se levanta, y grita:

—¡Cordobés!

Él se detiene y la espera.

—¿Vas a por agua?

—¿A ti qué te parece?

—Déjame ir contigo.

—Ni hablar.

—Por favor, necesito refrescarme en el río.

No es la primera vez que Celia quiere acompañar a Mateo cuando a él le toca ir al río. Ella sabe que es muy peligroso, por eso no le extraña que Mateo se niegue.

—Te he dicho que no.

—Anda, precioso, que no he visto a un guerrillero más precioso que tú. Mira cómo tengo la cantimplora, seca como un lagarto.

—Pues espérame aquí, que ya te la lleno yo cuando vuelva.

—Venga, Mateíto, no seas malo.

—No te pongas zalamera, chiquilla, y no quieras llegarme a las entretelas, que no me vas a llegar, no lo vas a conseguir por más que lo intentes.

No. No lo conseguirá. Por más que lo intente, Celia no conseguirá convencer a Mateo. Le verá desaparecer en el túnel de zarzas. Después, encaramada en la roca más alta, le verá llegar al río con un cubo en cada mano y su fusil en bandolera. El sabrá que le está mirando. Soltará los cubos. Descolgará el naranjero de su espalda y agachado sobre el lecho del río, tomará agua entre las palmas y la lanzará con fuerza hacia atrás, por encima de su espalda. Y sonreirá, sin que la chiquilla pelirroja le vea sonreír. Para ella, sonreirá.

Así le verá Celia por última vez, salpicando el agua hacia su espalda. Para ella.

16

El abrazo de su hermana despertó a El Chaqueta Negra. Se dio media vuelta y vio cómo Celia charlaba con Mateo. Cerró los ojos. El calor sofocante le impedía conciliar de nuevo el sueño pero intentó volver a dormir. Recuperar a Pepita, ver cómo le resbalaba un mechón de la frente. Apretó los párpados. En sus ojos cerrados buscó a Pepita. Sus caderas se contoneaban en la casa de Ave María. La vio caminar hacia la cocina. Las flores de su vestido iban cayendo al suelo al ritmo de sus pasos. Sus zapatos estaban mojados. Jaime abrió los ojos. Sacudió la cabeza. Se secó el sudor de la frente y optó por levantarse. Hizo una ronda por los puestos de guardia, rechazando la visión de las flores marchitas en el suelo. Al llegar a la roca que ocupaba El Tordo, le ofreció un cigarro.

—¿Hace un cigarro?

—Hace.

Fumar a la luz del día requería una pericia que ambos dominaban. Ocultaban las brasas en la palma de la mano y expulsaban el humo poco a poco, dispersándolo en el momento mismo de exhalarlo.

—Hay que ir a la estafeta, esta misma noche te acercas.

—¿Has visto eso?

—¿El qué?

—Ese brillo, detrás de aquel árbol.

—Yo no veo nada.

Los dos hombres compartían una misma preocupación. Durante la toma del pueblo, un guerrillero de El Llano les había informado de que su enlace de Guadarrama había ido a Soto del Real a comprar víveres y no había regresado.

—No sé, pero no me da buena espina. A Soto era la primera vez que iba. Si no llega esta noche a Guadarrama, mañana os dejo aviso en la estafeta y os vais del cerro echando leches.

Los que suministraban a la guerrilla tenían la consigna de comprar en distintas tiendas y en distintos pueblos, para no levantar sospechas al adquirir alimentos en exceso.

—¿Conoce la situación del campamento?

—Perfectamente, su hijo está con El Tordo. Antes de que tú llegaras, subía ella misma con un burro. Me da a mí que la han trincado. Y esa mujer nos tiene dicho que no resistirá la tortura.

El guerrillero de El Llano no se equivocaba. El tendero de Soto del Real se extrañó al despachar las viandas, demasiadas para una sola familia, pero no avisó a la Guardia Civil. Sin embargo, el boticario dio parte en el cuartelillo, después de cobrarle el kilo de bicarbonato que le había pedido. Y la enlace de Guadarrama no resistió la tortura.

—Parece que allí brilla algo, detrás de aquel árbol.

Sí, algo brillaba detrás de un árbol. Jaime atisbó la lejanía, el breve movimiento de los matorrales que circundaban el cerro aumentó su alarma:

—¡Mira!

El Tordo hizo visera con la mano para mirar en círculo:

—No corre ni gota de aire, ¿qué coño es eso? Alguien está moviendo los matojos.

—¡Despierta a todo el mundo! Hay que largarse de aquí.

En ese instante, la luz del sol reverberó en el charol de un tricornio. Y luego en otro.

Y en otro.

Y en otro.

Los números de la Benemérita se acercaban al río, donde Mateo salpicaba agua hacia atrás.

Celia vio cómo los civiles cercaban a Mateo. Gritó su nombre:

—¡Mateo!

Mateo alzó la mirada. En un instante supo que estaba perdido. En un instante supo que debía alertar al campamento, y cómo hacerlo. Echó mano al naranjero. Y supo, en un instante, que a él no le cogerían con vida. El disparo del naranjero de El Cordobés desconcertó a la Guardia Civil. Los que aún estaban agachados se pusieron en pie. Los que aún se ocultaban descubrieron su posición.

Un disparo.

Celia reconoció el sonido del naranjero de Mateo, mientras alguien tiraba de su brazo para obligarla a bajar de la roca.

Un disparo, un solo disparo bastó para despertar a los guerrilleros que aún estaban durmiendo.

17

La Guardia Civil fotografió el cadáver de Mateo, y el de cada uno de los guerrilleros que murieron en El Pico Montero, y expuso las fotografías en los escaparates de las tiendas de todos los pueblos de El Llano. Seis hombres. Y una chiquilla. Los rumores que corrían señalaban la trampa en la que caerían los que reconocieran a sus muertos. Sólo unos pocos confiaban en que les entregarían los cadáveres, y no serían detenidos ni interrogados. Los demás miraban los retratos procurando controlar la emoción para que su rostro no les delatara al conocer la muerte de los suyos. Miraban. Guardaban silencio y se alejaban sin un gesto de dolor, sin una lagrima.

En casa, a escondidas, llorarán. Rezarán por ellos a escondidas. No hay duelo si no hay difunto. No encargarán ninguna misa, ningún responso, ningún funeral para sus muertos. Sus muertos no les pertenecen. No se pondrán de luto. Y no habrá redoble de campanas.

—No vayas.

Era un ruego inútil, y doña Celia lo sabía. Pero volvió a rogar:

—No vayas.

Los rumores habían llegado a la pensión Atocha. Pepita estaba recogiendo las migas de pan negro en su bolsita de terciopelo cuando el sepulturero llevó la noticia. Dicen, dijo, que detienen a todo el que reconozca a algún muerto y que a una mujer se la llevaron porque aseguró que ningún retrato era de El Chaqueta Negra. Un guardia civil la cogió del brazo y no dejó de empujarla hasta que llegaron al cuartelillo. Ahí dentro me vas a decir cómo tiene la cara ese bandolero y por qué lo sabes tú.

—¿Y era El Chaqueta Negra?

—No sé, nadie lo sabe, y digo yo que el que lo sepa se cuidará de ir diciéndolo.

Cuando se vaya el sepulturero, Pepita le pedirá a doña Celia que cuide de Tensi mientras ella se acerca a ver esas fotografías.

—No vayas.

Pepita no atenderá al ruego de doña Celia, aunque doña Celia insista:

—No vayas.

Saldrá de la pensión Atocha. Cerrará la puerta sin escuchar la voz que sigue implorando:

—No vayas.

Irá.

Va a tomar el mismo tren que la llevó hacia Jaime Alcántara cuando se llamaba Paulino. Y en la estación de Delicias, recordará los besos que se dieron.

Algas.

Subirá al último vagón, y se sentará en el último asiento sin advertir que en el primero se acomoda Reme aferrada al brazo de Benjamín.

Viajará asomada a la ventanilla, sudando sin notar calor, apretándose las manos sin sentir sus dedos, mirando sin ver un paisaje de mediados de agosto, amarillo y doliente.

Bajará al andén donde un día pisó sangre sin saber que la pisaba, y se dirigirá hacia el escaparate más próximo sin mirar atrás. Sin ver que Reme ha descendido del tren sujetándose el vientre, ni que Benjamín la lleva por los hombros y pregunta al jefe de estación por el aseo, porque Reme está enferma.

Caminará deprisa.

Apretará los labios.

Seis hombres y una chiquilla. Siete fotografías. Siete muertos.

Y unos ojos azulísimos que buscan ávidos en un escaparate.

Una pareja de guardias civiles hace su ronda y se detiene en la puerta de una mercería.

—¿Conoces a alguno, guapa?

—No.

Mintió. Conoce a uno. Sólo a uno. Tiene los ojos cerrados y la boca abierta.

Los guardias civiles buscan el amparo de una sombra. Bajo el toldo de la taberna contigua a la tienda, observan cómo Pepita se da media vuelta. El vuelo de su falda le acaricia las piernas.

Se va.

Un escalofrío le recorre el cuerpo. Conoce a uno. La primera fotografía, arriba a la derecha.

—Adiós, bombón.

Ella se marcha sin mirarlos. Lleva en sus ojos azules el rostro de la muerte. Y ellos miran sus pantorrillas. Pepita camina controlando sus pasos. Piensa en Tensi. Su tacón izquierdo encuentra un adoquín que sobresale en el suelo. Recupera la compostura después de un ligero quiebro y atraviesa la plaza sin ver a Reme. Sin ver que Benjamín abanica a su esposa mientras ella se enjuga el sudor del cuello con un pañuelo. El malestar de Reme les ha obligado a buscar un banco a la sombra.

Hace días que Reme está enferma pero cuando los rumores de la exposición de fotografías llegaron a la calle Hermosilla, se levantó de la cama y quiso ir a verlas. Necesitaba saber si la chiquilla era Elvira.

—¿Estás mejor?

—Sí, vamos.

Pepita doblaba ya la esquina cuando Benjamín ayudó a Reme a levantarse del banco.

La mirada de Reme no se detuvo en los rostros de los hombres. No reconoció al marido de Hortensia. Tampoco Benjamín supo que la primera fotografía, arriba a la derecha, pertenecía al hombre que entró con él al locutorio, un día de Navidad, cuando su hijo y su nieto vinieron desde León y Pepita consiguió que les dejaran entrar a todos a la prisión de Ventas.

De los labios de Reme escapó un suspiro. La chiquilla no es Elvira.

Los guardias civiles la oyen suspirar:

—¿Qué le pasa, señora, la conoce?

—No.

—Pues tiene usted la cara descompuesta.

—Es que está enferma.

—¿Y no será que se ha puesto enferma de ver a estos?

—No, señor, venía ya mala.

Reme se sujeta el vientre con las dos manos y se dirige aprisa hacia la taberna. La sigue Benjamín, y la pareja de la Benemérita. Ella preguntará por el retrete, él pedirá un agua de limón para su esposa.

Cuando lleguen a la estación, el tren estará a punto de marchar. Pepita se ha sentado ya en el primer vagón, ellos subirán al último.

No es Elvira. No es Elvira. Reme lleva en los ojos aliviados la imagen de Elvira moviendo su melena roja. Benjamín lleva en los suyos el horror, los ojos cerrados y la boca abierta de una de las hijas de El Tordo.

18

El que tiró de Celia para hacerla bajar de la roca fue El Chaqueta Negra. Huye, le dijo, corre, corre. Y ella corrió. Corrió. Sin mirar atrás y sin esperar a su hermano. Corrió, con el disparo del naranjero de Mateo retumbando en sus oídos. Sin oír nada más. Un disparo, como un grito. Un alarido que la atravesó por dentro, que la atraviesa mientras corre junto a los demás en desbandada. Corre. Apenas unos pocos quedan atrás. Corre monte abajo con la pistola en la mano y la cantimplora vacía en bandolera. Su hermano organiza la fuga instando a los que huyen, gritando que no abandonen las armas, citándolos en el campamento de reserva, la base de retirada para situaciones de emergencia. Pero ella no mira hacia atrás. No oye a su hermano. No oye más que el naranjero de Mateo. Ese disparo, y sólo ése, es el que la hace correr. Corre. Huye de un grito que la desgarra mientras corre. Llora. Corre. Siente que se ahoga. Suda. Tose. Huye hacia El Llano. Tropieza. Cae. Se levanta. Corre. Corre aunque las piernas no aguanten su carrera. Hacia El Llano. Aunque le falte el aire. Hacia El Llano. Corre. Sin mirar a los que han tomado otro camino. Hace calor. Corre. Vuelve la mirada. Y está sola. Corre monte abajo sola. Hacia El Llano. Siguió corriendo. Y sintió que se ahogaba. Las piernas no le respondían. Un golpe de tos. Se metió un pañuelo en la boca. La carrera perdía su fuerza. Cayó al suelo. Se levantó. Corrió unos pasos. Volvió a caer. Unos pasos más. Hacia El Llano. Miró a su alrededor y descubrió unos matorrales. Buscó cobijo y sombra, por un rato. Sólo por un rato. Se agachó. Entre los matorrales. Hacía mucho calor. Tenía sed. Le dolía el pecho y las piernas le temblaban. Oteó la lejanía. Nada. Nadie. Se sentó en la tierra. Se sacó el pañuelo de la boca y volcó su cantimplora en la lengua. Una gota resbaló como un regalo. Una gota. La paladeó. Atisbó de nuevo la lejanía. Nadie. Aprestó el oído. Silencio. Silencio y soledad entre el follaje. Ha de abandonar su escondite. Buscar a los demás. Y cuando estaba dispuesta a levantarse, escuchó el sonido de un búho. Tres veces. Sí, era el sonido de un búho. Ella contestó como abubilla. Tres veces. Los matorrales más cercanos se movieron. Alguien preguntó en voz baja:

—¿Quién eres?

Celia guardó silencio unos momentos antes de contestar:

—¿Y tú?

Las ramas comenzaron a separarse, y Celia vio cómo El Peque asomaba levemente el rostro.

Ella separó con las dos manos el ramaje que la cubría.

Él sonrió al ver a la muchacha pelirroja, que apartaba las ramas como si descorriera una cortina y asomaba poco a poco la cabeza.

—¡Celia!

También Celia sonrió. Una sonrisa triste, tristísima.

—Me he perdido.

El Peque se llevó el dedo índice a los labios. Celia se acercó a su oído.

—Mateo ha muerto.

—Sí, lo sé.

Los dos compartieron el dolor y el refugio.

Y hasta que cayó la noche, soportaron juntos la sed.

19

Con un barreño de cinc lleno de agua, Pepita sube a la azotea de la pensión. Mira hacia el cielo, y vuelve a llorar.

—Ya estáis los dos juntitos, Hortensia.

Desde que regresó de ver las fotografías, le asalta el llanto de repente, sin que ella sepa que va a suceder. Todos los días llora varias veces. Se le caen las lágrimas en cualquier momento, en cualquier lugar, aunque no esté pensando en tristezas.

—Aquí, al solito, que va a quedar el agua bien rica para mi niña.

Va a dejar el barreño al sol toda la tarde. Después, con el agua soleada, bañará a Tensi. Porque ya no tiene costura y puede entretenerse con la niña. Hace apenas una hora que entregó su último ajuar en la tienda de Pontejos. Cuatro juegos de sábanas, tres de toallas, dos mantelerías con sus doce servilletas de lino cada una, todo bordado con las letras Dy MAdentro de un escudo floreado con capullos de lis, y un camisón de novia con tres filas de volantes de encaje de Holanda en el cuello y en los puños. La dependienta revisó el trabajo. Se llamaba Manolita.

—¡Qué hermosura! No es de extrañar que se esté corriendo la voz de que eres la mejor bordadora de Madrid.

Le pagó, pero Manolita no le dio otro ajuar, sino un recado de la dueña:

—Dice que ya te avisará.

Pepita salió a la calle confiando en que ya le avisaría, pero antes de llegar a la esquina, la alcanzó la dependienta y le habló en voz baja:

—No te va a dar más ajuares.

—¿Por qué?

—Le han dicho que tu padre y tu hermana eran rojos, y que tú estuviste detenida en Gobernación.

No eran necesarias más explicaciones. Pepita ya había perdido un trabajo por haber pasado unas horas en Gobernación, cuando don Fernando la sacó de allí y le dijo que ya no podía servir en su casa.

—Gracias por decírmelo, con Dios, Manolita.

—No hay de qué.

La dependienta miró a un lado y a otro y volvió corriendo a la tienda.

De camino a la pensión, Pepita entró en la iglesia de San Judas Tadeo. Prendió dos velas.

—Una para que me digas si Jaime está vivo, y otra para que me encuentres trabajo.

Se le caían las lágrimas. Y susurró implorando al patrón de los imposibles mientras depositaba una moneda de diez céntimos en el cepillo:

—Esta perra gorda es para el trabajo. Y si de hoy a mañana me entero de que Jaime está vivo, te echo otra.

Después de tranquilizar a Pepita cuando regresó llorando de la iglesia, doña Celia clavó un papel en la puerta de la pensión, y otro en la del portal de Atocha, donde se ofrecía costurera con experiencia.

No tardará Pepita en tener trabajo. Tres semanas más tarde, cuando esté bañando a Tensi, la dueña de la tienda de Pontejos llamará al timbre y preguntará por ella. Querrá saber si es Pepita la costurera que ofrece sus servicios en la puerta, se dice que es la mejor costurera de Madrid, y necesita hacerse un vestido muy especial, porque su marido va a llevarla al Sarao Romántico del Palace.

Atenderá Pepita a su primera clienta, le tomará medidas y le ordenará que le traiga el corte de tela, no sin antes compartir la noticia y carcajadas con doña Celia en la cocina.

—¿Se da usted cuenta, señora Celia? Esa mujer no quería que bordara para su tienda y ahora quiere que cosa para ella.

Y al día siguiente, por la mañana, bien temprano, bajará a dar las gracias a San Judas. Prenderá otra vela. Esta vez una sola. Una vela grande que ha comprado en la cerería que hay frente a la iglesia. Y depositará un billete de una peseta en el cepillo, para que el santo le diga si Jaime está vivo:

—Que se ve que cobras los imposibles por adelantado, y de uno en uno. Tú sí que eres listo. Un imposible: una vela, una perra gorda. Pues por éste te he echado una peseta, y he puesto un velón bien hermoso, que yo también soy muy lista y sé que los trabajos mientras más difíciles, más caros.

De regreso a la pensión, mirará hacia el cielo. Subirá a la azotea para tender una colada blanca y volverá a mirarlo mientras sacude una sábana y la sujeta bien estirada con dos pinzas:

—No sabía yo que los santos fueran tan peseteros.

Después otra sábana, y la siguiente. Cuando haya acabado, se quedará observando cómo se agitan con el viento. Y si no hay viento, moverá la cuerda con la mano. Le gusta el vuelo blanco de la ropa y el aroma que desprende.

—¡Pepita! !Pepita!

Es doña Celia, que asoma medio cuerpo por el hueco de la escalera. Lleva a Tensi de la mano. La niña la llama abuela y le pide que la coja en brazos. Ella grita:

—¡Pepita, baja corriendo!

Grita, porque ha llegado el cartero.

—¿Qué pasa?

—¡Tienes carta!

Las escaleras que dan a la azotea son estrechas y empinadas. Pepita baja saltando los peldaños de dos en dos. El cartero aguarda en la puerta con una carta en la mano. Doña Celia no ha querido cogerla. Le ha pedido al cartero que espere un momento, porque Pepita le ha esperado a él durante mucho tiempo. Y ha extendido muchas veces la mano hacia una carta que nunca era suya. Y durante los últimos meses, desde el desastre de El Pico Montero, se desespera y llora cuando cierra la puerta y el cartero se marcha sin haber pronunciado su nombre. Pero en esta ocasión, lo ha pronunciado. Y doña Celia quiere que Pepita lo oiga, y que tome la carta que es suya en su mano.

Oirá Pepita su nombre.

Y temblará al extender la mano.

—Gracias.

Llorará al darle la vuelta al sobre:

Remitente: Jaime Alcántara.

Leerá en el reverso Jaime Alcántara. Besará el sobre. Abrazará al cartero y a doña Celia. Extenderá los brazos hacia Tensi. Y bailará con ella.

La alegría de Pepita no disminuirá cuando lea el primer párrafo en su habitación y comprenda desde dónde ha llegado esa carta, ni cuando tome el sobre que había abandonarlo sobre la cama para comprobar la dirección del remitente:

Prisión Central de Burgos.

Jaime está preso. Está preso, sí. Pero está vivo. Y ha escrito para decirle que la sigue queriendo. Está vivo. No ha dejado de pensar en ella en todo este tiempo. La sigue queriendo. Y Burgos está muy lejos. Pero ella irá a verle a Burgos.

Irá a Burgos.

Sí, cuando acabe el vestido para el Sarao Romántico del Palace.

Irá, porque él la sigue queriendo.

Tomará medidas a la dueña de la tienda de Pontejos mientras repasa una a una las palabras que Jaime ha escrito en la carta. Le probará el vestido muchas veces, porque su clienta quiere llevar el disfraz más romántico del baile. Conversará con ella sin prestarle mucha atención, y sabrá por lo que escucha a medias que presume de amor. Sí, presume de amor mientras Pepita le pincha con un alfiler al ceñirle el talle. Presume, porque su marido la ha invitado al baile, donde habrá cinco orquestas, y actuará Minerva, y habrá un recital de poesías y un fandango final con Ana de España y sus ocho parejas de baile, cena en el Salón Rojo, y vals en el jardín de Invierno. Sí, presume del baile del Palace, adonde acudirá lo mejorcito de Madrid, y presume de amor. Se ruboriza cuando habla de su marido. Y más de una vez se le escapa un suspiro. También Pepita suspira cuando la oye suspirar, mientras piensa en las cartas que recibe desde Burgos cada quince días.

Suspira la clienta.

Y suspira Pepita.

20

Poco antes de la fiesta que ofrece la Asociación de la Prensa en el Palace, el vestido estará acabado. La dueña de Pontejos enviará a su dependienta, a Manolita, a recogerlo a la pensión Atocha. Manolita le entregará a Pepita un regalo de Navidad de parte de su señora: la barra de labios que la perfumería Roberta obsequia a los que compran la entrada del Sarao en su establecimiento, y unas medias de cristal que le quedan pequeñas.

Pepita cobrará el trabajo, aceptará el obsequio y rogará a la dependienta de Pontejos que espere en el pasillo, porque está acabando de envolver el vestido en la cocina. Pero antes de que acabe de envolverlo, sonará el timbre de la puerta.

—Es don Fernando.

Doña Celia le anuncia a Pepita que don Fernando pregunta por ella.

—¿Don Fernando, el señorito?

—El mismo.

—¿Y qué quiere?

—Verte, me ha dicho.

Pepita recibió a don Fernando en la cocina. Y mientras él pestañeaba, ella continuó envolviendo el vestido sobre la mesa.

—Usted dirá, señorito.

—Es Navidad.

Ante aquel anuncio tan inesperado, Pepita levantó la vista. Apretó tres cabezas de alfileres que sujetaba entre los labios y emitió un sonido que don Fernando interpretó como un Noticias frescas. Aun así, el doctor Ortega volvió a decir:

—Es Navidad.

Y Pepita no tuvo más remedio que sacarse los alfileres de la boca.

—¿Ha venido usted a decirme que es Navidad, señorito?

—No. Pero he sabido que tu novio está en Burgos, y como es Navidad...

—¿Cómo ha sabido usted eso?

—Todo se sabe. Y como es Navidad, he venido a preguntarte por él, y no quiero dejar la ocasión de ofrecerte un aguinaldo.

Don Fernando sacó la mano del bolsillo, y le extendió unos billetes.

—Guarde eso, señorito, no me ofenda.

—Estoy en deuda contigo, Pepita, y ésta es una buena ocasión.

—Usted no tiene cuentas pendientes conmigo, de forma y manera que no me ofenda con unos dineros que no sé a qué cuento vienen.

—Es un aguinaldo, Pepita. Es sólo un aguinaldo.

Pepita toma los billetes de la mano extendida hacia ella y los mete en el bolsillo de la chaqueta de don Fernando. Sospecha que bajo la excusa del aguinaldo se esconde un motivo oscuro que ella no llega a comprender.

—No se hable más, señorito. Le he dicho que me está ofendiendo.

—No quiero ofenderte, sólo quiero ayudarte.

—¿Me quiere usted decir por qué se siente en la obligación de ayudarme?

El doctor Ortega cerró la puerta de la cocina y contestó en voz baja:

—Porque tú me ayudaste a mí.

—¿Yo? ¿En qué menester, si puede saberse?

—No pronunciaste mi nombre.

Pepita acabó de envolver el vestido. Mientras prendía el papel de seda con alfileres, recordó la insistencia de don Fernando en preguntar si había mencionado su nombre el día que la sacó de Gobernación. Ahora Jaime está preso, piensa. Y piensa que don Fernando cree que Jaime sabe cosas que no tenía que saber. Miedo. Miedo tiene don Fernando. Y culpa. La culpa le duele en la conciencia y se le enreda en los ojos cuando mueve las pestañas. Se le enreda, Pepita lo comprobó la última vez que se vieron. Ella cruzaba la calle y se encontraron de frente. Don Fernando iba con su padre y del brazo de doña Amparo, que ya no vive en la torre como una paloma. Pepita quiso pararse a saludar. Pero doña Amparo le dijo adiós y siguió caminando, y ellos, los dos, se miraron, y luego inclinaron la cabeza a su paso. El padre sonreía, el hijo no dejó de pestañear. Miedo y culpa. Por miedo la echó de su casa y le roe la culpa por eso. Don Fernando sólo la sacó de Gobernación para que no pronunciara su nombre, y ahora sabe que Jaime está preso y pestañea por si lo pronuncia él.

—Mal pago me dio echándome de su casa, no quiera lavarse la conciencia en la mía. Mal pago me dio, no vuelva a figurarse que puede pagarme algo más. Lo que usted viene a comprar no está en venta.

—Pepita.

—¡Ni Pepita ni leches! ¡Váyase de aquí ahora mismo!

Doña Celia oirá los gritos de Pepita. Y acudirá a la cocina:

—¿Qué pasa?

—Nada, señora Celia, que el señorito se va.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Nada, ya me iba, es cierto.

Mientras don Fernando salía, Pepita se acercó a su oído, tiró de su brazo, escondido bajo la capa española, y le obligó a acercarse:

—Y vaya tranquilo, señorito, que su nombre queda guardado, y si no se ha voceado hasta hoy, quiere decirse que no se voceará, haya o no haya dineros de por medio.

—Yo sólo quería...

—Ya sé lo que usted quería, y ahora usted ya sabe que lo que viene a comprar no está en este comercio. Con Dios, señorito.

Pepita le regala una media sonrisa.

Don Fernando pestañea.

Al día siguiente del Sarao Romántico, Pepita comenzará a recibir encargos y se verá obligada a dar citas para atender a las clientas. Porque su vestido de época causará sensación cuando la dueña de la tienda de Pontejos entre al Salón Rojo del Palace. Sus amigas le preguntarán por su modista, ella recelará ante la posibilidad de compartir a la mejor costurera de Madrid. Y será su dependienta, Manolita, la que corra la voz entre las clientas de todos los comercios de la calle y de la plaza de Pontejos.

Y se correrá la voz. La creadora del vestido más bonito del baile vive en Atocha, en la pensión de doña Celia.

Pepita ha de organizarse. La mejor costurera de Madrid tendrá cola en su puerta. Pero la primera cita ha de ser después de Reyes, a su regreso de Burgos. Ahora va a comprar dos billetes de tren, porque irá con doña Celia y con la niña a ver a Jaime. Dos billetes, porque la niña no paga. Con lo que ha cobrado del vestido tiene suficiente. Irán las tres.

Ella se pondrá su mejor vestido, el mismo que usó para ir a la calle Ave María la primera vez que deseó ser hermosa, el de flores moradas y falda de vuelo que fue de Almudena. Le ha reformado el escote y las mangas, según la última moda, y le ha quitado un poco de vuelo a la falda.

Porque de nuevo desea ser hermosa.

Llevará medias de cristal.

Y se pintará los labios.

21

Una partida de ajedrez para ocupar la mente. Jaime busca la calma. Un movimiento de alfil para olvidar un sueño que se repite una y otra vez. Pepita camina hacia la cocina, lleva mojados los zapatos, las flores de su vestido caen al suelo. Una partida contra la desolación y la derrota. El Cordobés ha muerto. Una partida de ajedrez contra el desasosiego. El camarada que no se separó de él desde que se conocieron en la escuela guerrillera de Benimamet ha muerto. Mueven blancas. El que se llamaba Felipe ha muerto llamándose Mateo Bejarano. También El Tordo ha muerto, no pudo proteger en la huida a una de sus hijas y cayeron los dos abatidos por la espalda. La torre amenaza al alfil. Una partida de ajedrez para que Jaime deje de pensar en los acontecimientos que se han sucedido uno tras otro en desbandada. El desastre de El Pico Montero provocó que la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría se desintegrase cuando acababa de ser constituida. Jaque a la reina. Él bajó a su hermana de la roca. Tiró de ella y la llevó a la salida trasera del campamento. La vio correr. Todos corrieron. Ella se alejó monte abajo. Llevaba su pequeña pistola en la mano.


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