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La voz dormida
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Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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—No, aquí no. Te dirán esta tarde adónde llevarlo. El cerro ya no es lugar seguro.

No es lugar seguro. Pepita gira la cabeza a derecha y a izquierda, como tantas veces ha visto hacer a su vecina, alance y atrás.

—El señorito me puede denunciar si le pido eso.

—Dile que vas de mi parte. Dile que vas de parte de Paulino González.

A ti también te puede denunciar.

—No lo hará.

—¡Mucho sabes tú, mira tú qué pena!

Paulino volvió a reír. Y Pepita volvió a preguntarle de qué se reía.

—¿Y ahora, de qué te ríes?

—Mi enlace te dirá adónde tienes que llevar al médico. Ve a las dos en punto al mercado de la Cebada, busca el puesto veintiséis y pregunta por Carmina. Ella te dirá que si quieres patatas. Tú le contestas que quieres patatas, puerros y perejil. ¿Te acordarás? Es muy fácil, patatas, puerros y perejil, todo empieza con pe.

—Como Paulino.

—Y como Pepita.

Ella hubiera querido pedirle que no la mirara así. Pero no se lo pidió.

—Quiero ver a Felipe.

—No.

No, contestó Paulino. Y añadió:

—Ahora no. Esta noche lo verás. Adiós, chiqueta.

Y Pepita se gira con intención de marcharse.

—Adiós.

Al despedirse, Paulino la retiene sujetándole el brazo:

—Recuerda: patatas, puerros y perejil. Y no hables de esto con nadie. Y menos, delante de la mujer de don Fernando.

Pepita le dice: No, descuida. Pero le hubiera gustado preguntarle por qué no ha de enterarse la señora. Le hubiera gustado decirle que no se atreverá a hablar con nadie, y tampoco con don Fernando. Le hubiera gustado preguntar por qué no lo hace su enlace. ¿Por qué? Pero no lo pregunta. ¿Por qué ella? Y se aleja de Paulino aferrada a su toca, mirando al suelo.

¿Por qué ella?

¿Por qué?

22

Huir no es tomar el tren. No es siquiera alejarse. Huir no es estar lejos. Pepita apoya su cabeza en la ventanilla evitando mirar al cerro. Entorna los ojos para alejarse de Paulino. Porque Paulino le ha acariciado el pelo. Le ha dicho que Hortensia también es muy guapa. También, había dicho. Y le apretó el brazo antes de decirle Adiós. Y la miró a los ojos. Y Pepita se niega a mirar al cerro, para alejarse de Paulino, y de la petición que le ha hecho Paulino. Cierra los ojos, aunque sabe que el tren la lleva directamente hacia el lugar del que pretende estar huyendo. Cuanto más se aleja de Paulino, más se acerca a don Fernando, y regresa a Paulino.

—Todavía hay sangre, ¿la habéis visto?

—No han consentido que nadie la limpie.

Los murmullos de sus compañeras de vagón llevan a Pepita al sobresalto.

—¿Qué sangre?

 Casi gritó.

—Chiquilla, ¿no has visto el suelo de la estación?

No. Ella no ha visto el suelo de la estación. Ella miraba al suelo, pero no ha visto el suelo.

—Ayer mataron a doce.

—A diez.

—A mí me han dicho que a doce.

Susurros. Susurros al oído se intercambian las mujeres acercando sus cabezas para que Pepita no las oiga. Pero Pepita las oye.

—Yo los vi, y eran doce.

—La partida entera de El Chaqueta Negra.

—No me digas que han matado a El Chaqueta Negra.

—No, El Chaqueta Negra no estaba entre los muertos, él y otro se escaparon.

Y antes mataron a cinco o seis guardias civiles.

—Cualquiera sabe, eso nunca lo dicen.

—Ni lo dicen ni lo dirán, pero en la huerta de El Altollano me han dicho a mí que El Chaqueta Negra mató a cinco o seis guardias civiles, y que se escapó con otro que va herido.

—Entonces, Paulino es El Chaqueta Negra.

Se le ha escapado en voz alta, a Pepita, pero ninguna de las pasajeras lo ha oído.

Sí, Paulino es El Chaqueta Negra.

Paulino es El Chaqueta Negra. Y la ha mirado a los ojos. Es El Chaqueta Negra, y por eso conoce a don Fernando. Pepita vuelve ahora la mirada hacia el cerro y se pregunta por qué no le habrá dicho Paulino que es El Chaqueta Negra. Ella lleva un mensaje de El Chaqueta Negra.

Al llegar a la estación de Delicias, continúa pensando en Paulino. Baja del tren sin prisa. Sin prisa camina mirando a los novios que han madrugado para abrazarse, los enamorados que se citan en el andén simulando ser viajeros que se despiden, para evitar la multa por escándalo público a la que se exponen si se abrazan en plena calle. Y sin prisa se dirige hacia el metro, mirando a un lado y a otro, con la cabeza hundida en los hombros. Lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Viaja en el metro mirando de reojo a su alrededor. Lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Y saldrá al exterior atisbando de soslayo a los que suben las escaleras junto a ella. Vigilará a los transeúntes. Recorrerá las calles. Despacio. La Puerta del Sol, Montera, la plaza de Jacinto Benavente. Atocha. Y pisará el umbral de la pensión mirando a derecha y a izquierda antes de entrar. Porque lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Las campanas de la iglesia de San judas Tadeo darán la media. Las ocho y media. Aún le dará tiempo de limpiar el retrete y de ayudar a la señora Celia en la cocina antes de ir a casa de don Fernando.

Cuando Pepita abra la puerta de la pensión, encontrará a su patrona en el pasillo:

—¿Por qué no me has avisado de que te ibas?

Le preguntará, intrigada, doña Celia, por qué no la ha avisado, ya que Pepita la despierta todas las mañanas para decirle que se va, antes de ir a la estación a recoger carbonilla.

Curiosidad, más que enojo, encontrará Pepita en la voz de doña Celia. Y descubrirá entonces que le tiemblan las piernas y que le cuesta respirar. Descubrirá que le cuesta mantenerse en pie y mirarla de frente. Porque lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Y se sorprenderá al verse allí, en el pasillo de la pensión, porque no recordará haber caminado por las calles, ni haber viajado en metro, ni haber recorrido el andén de la estación, ni haber llegado en tren a Delicias. Ella sólo recuerda que debe dar un mensaje a don Fernando. Debe ir a casa de don Fernando.

—Estás blanca como la cera, muchacha, ¿qué te ha pasado?

Y Pepita no querrá contestar, porque la cabeza se le ha llenado de espuma, de una espuma muy densa, y escucha a lo lejos un silbido, un tren que se marcha. Ella debe ir a casa de don Fernando. Trae un mensaje de El Chaqueta Negra. Le cuesta oír a su patrona, le cuesta mirarla, le cuesta fijar la vista, le cuesta escucharla, y busca con el hombro la pared.

—¿Dónde está tu lata? No vienes de la estación, ¿verdad?

No querrá contestar. Siente que el silbato del tren atraviesa la espuma de su cabeza. Y ella va en ese tren. Se va.

Y antes de caer al suelo, se apoya de costado en la pared.

No querrá contestar, pero dirá en un murmullo mientras resbala:

—Traigo un mensaje de El Chaqueta Negra.

23

Se acerca la Nochebuena. Y doña Amparo ha dejado un mensaje sobre la mesa del comedor, a su marido, a don Fernando. Quiere que le traiga musgo porque va a poner un nacimiento. Y le pide, de paso, que le deje algo de dinero, que ya ha gastado el que le da para la semana y no le queda para comprar el pavo de Navidad y darle un aguinaldo a Pepita.

Don Fernando lee deprisa, rastreando el cariño de su esposa en las palabras escritas en el papel que tiene en la mano. Pero no lo encontrará, no, ni un resto del cariño de su esposa. Se despide de él diciendo que pasado mañana, domingo, no oirán misa en San Francisco El Grande, sino en San Sebastián. Que recuerde que San Francisco, por fin, está en obras, que por fin van a restaurar el altar que destruyó el bombardeo.

Casi dos años lleva don Fernando sin hablar con su esposa. Ya hace casi dos años que se ven tan sólo los domingos. Él la toma del brazo en la puerta de casa y caminan hacia la iglesia mirando al frente, devolviendo los saludos de los que se cruzan con ellos, y la sonrisa, como obliga la cortesía. Ese fue el pacto. Don Fernando acompañaría a misa los domingos a doña Amparo, para no dar lugar a rumores. Y ella viviría en el piso de arriba. Mandarían a Felisa a su pueblo, y meterían una muchacha por horas.

—No quiero que duerma aquí nadie. No quiero un testigo que pueda ir diciendo lo que hacemos y lo que no hacemos.

No quiero, aprendió a decir doña Amparo.

—No quiero verte en la parte de arriba. Y no quiero bajar mientras tú estés abajo. No quiero cruzarme contigo por los pasillos.

No quiero, se acostumbró enseguida a repetir.

—No quiero que me cuentes nada. Nada, ¿me entiendes? No quiero hablar contigo nunca más en la vida.

Ése fue el pacto acordado, cuando el doctor Ortega le comunicó a su mujer que le habían ofrecido un puesto de contable en la platería de Moratín y que abandonaba la medicina.

—He visto demasiada sangre, Amparo.

—La guerra es la guerra, y en la guerra hay sangre, eso fue lo que yo le dije a tu padre para que no te denunciara. ¿Qué vas a decirle tú ahora, que a estas alturas le tienes miedo a la sangre?

Le recordó que conservaba la vida gracias a ella, que fue ella la que persuadió a su padre para que no lo mencionara en la Causa General.

—Ya le has avergonzado bastante.

Y repite doña Amparo que don Fernando ha avergonzado a su padre:

—Yo creo que ya le has avergonzado bastante.

Y lo dice sabiendo que es cierto. Porque el padre de don Fernando también es médico. Y es amigo personal de Francisco Franco, y durante la guerra le siguió hasta Burgos, para ejercer en la zona nacional, mérito suficiente para que el mismo jefe del Estado le asignara el puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación una vez acabada la guerra. El padre nunca le perdonó al hijo que permaneciera fiel a la República prestando sus servicios en el Hospital de Sangre de Chamartín. Le avergonzó durante la contienda, y le avergonzó aún más cuando el Generalísimo presidió el primer Desfile de la Victoria en el paseo de la Castellana de Madrid, y su hijo se negó a asistir a la ceremonia. La familia entera estaba invitada al palco de honor, junto al Cuerpo Diplomático. La guardia mora custodiaba la tribuna donde el general Varela le impuso al Generalísimo la Gran Cruz Laureada de San Fernando, y su hijo se negó a verlo.

—Ve tú, yo no pienso participar en semejante farsa, ¿sabes cómo ha conseguido la Laureada?

—No me hables de farsas, Fernando, no me hables tú de farsas. Tú, la honestidad en persona, el capitán médico Ortega, el héroe de Paracuellos.

—Te he dicho muchas veces que no estuve en Paracuellos.

Doña Amparo le recuerda a su marido aquella discusión, y añade que ella consiguió convencer a su suegro de que él no estuvo en Paracuellos del Jarama.

—Mi padre nunca se convenció de eso.

—Pero no te denunció. Y yo tampoco. A mí no me importó lo que hubieras hecho.

—Amparo, tienes que entenderlo. Me repugna la sangre, me asquea.

—¿Cómo voy a entenderlo? Yo me casé con un cirujano, eso es lo que entiendo yo, con un cirujano, y si dejas de ser cirujano, ya te puedes ir a Rusia con tus amigos los comunistas, porque te vas a arrepentir. A mí no me haces pasar por la vergüenza de explicarle a nadie que has dejado de ser médico porque te da asco la sangre. Y no pienso decirle a nadie que ahora quieres ser un simple empleado de pacotilla. Ni hablar, yo no pienso hacer el ridículo de esa forma, ¿te enteras?, y no voy a consentir que lo hagas tú.

Durante meses, don Fernando intentó aplacar la ira de su esposa. Continuó ejerciendo la medicina, y le juró que no volvería a hablar del tema. Consiguió que, al llegar a casa, ella le recibiera con un beso. Don Fernando la amaba. Consiguió que ella le ofreciera su ternura en el dormitorio. La amaba, pero sentía que la entrega de su esposa exigía de su parte una sumisión total que le rendía, una entrega más íntima, una claudicación que lo postró en un estado de melancolía del que era incapaz de reponerse.

—No puedo seguir así, Amparo, tenemos que hablar.

—No hay nada de que hablar. Yo no quiero hablar de nada.

—Voy a trabajar en la platería.

Le costó decirlo, pero lo dijo. Y su esposa no lo aceptó, como era de esperar. Trasladó a la torre todas sus cosas y le gritó que no hablaría con él nunca más en la vida.

—En la vida, ¿lo oyes? Nunca más en la vida.

Añadió que no se le ocurriera subir esas escaleras, jamás:

—Jamás, so pena de que vengas a decirme que eres médico. Y yo no bajaré mientras tú estés abajo y sigas siendo un contable de pacotilla.

Esa misma tarde, Felisa fue a despedirse de doña Celia. Y doña Celia visitó a don Fernando en nombre de El Chaqueta Negra.

—La hermana de una camarada presa necesita trabajo.

En contra de la costumbre, que señalaba que la señora de la casa contrataba al servicio, don Fernando admitió a la sirvienta sin consultar siquiera a su mujer. A las diez en punto de la mañana del día siguiente, don Fernando abría la puerta de su casa a una muchacha de ojos azulísimos.

24

La primera nevada de aquel invierno comenzó a caer cuando Pepita llegaba a casa de don Fernando. Llamó a la puerta con timidez, un leve timbrazo suave y corto, uno solo. El esperaba a Pepita, dispuesto para salir, con la capa española sobre los hombros y el sombrero en la mano. Le extrañó la ausencia de energía en aquella llamada. Le extrañó, porque eran las diez de la mañana, la hora en que llegaba Pepita. Y Pepita nunca llamaba así. Antes de abrir, don Fernando miró a través del cristal de una ventana para decidir si se llevaba o no el paraguas. Después se acercó a la puerta y se asomó a la mirilla. Sí, era Pepita. Escondió la nota de su esposa en un bolsillo. Y abrió.

Nevaba.

—Buenos días.

—Buenos días, señorito.

—¿Has visto?, está nevando.

Pepita no le devolvió la sonrisa. No cerró la puerta. No se quitó el abrigo ni se dirigió como siempre a la cocina. Se quedó parada en el vestíbulo mirándole fijamente. Él se colocó el sombrero frente al espejo del perchero, sorprendido ante la falta de entusiasmo de la joven. Porque nevaba, y ella no había corrido a la ventana para verlo.

—¿Está la señora?

—Está en misa.

Entonces ella cerró la puerta y se colocó detrás de don Fernando. Él advirtió sus ojeras a través del espejo, los labios pálidos, los ojos enrojecidos. Se giró hacia ella y le preguntó si había llorado.

—¿Has llorado?

—Tengo que decirle una cosa.

Don Fernando se inclinó hacia sus ojos.

—¿Te encuentras bien?

Observó su lividez. Le tomó la muñeca y le buscó el pulso.

—Estás al borde de una lipotimia.

—Tengo que decirle una cosa muy importante.

Con temor a volver a desmayarse antes de haber dicho lo que debe decir, Pepita toma aire y repite:

—Tengo que decirle una cosa.

Don Fernando la conduce hacia la silla más próxima y la ayuda a sentarse.

—Voy a traerte un vaso de agua con azúcar.

Cuando regresa de la cocina, dando vueltas rápidas al agua con una cucharilla, don Fernando encuentra a Pepita con los codos sobre las rodillas, la cabeza baja y el rostro hundido entre las manos.

—Toma, bébete esto.

—Una cosa de parte de Paulino González.

Ahora es don Fernando quien palidece. Con el vaso extendido hacia Pepita, insiste:

—Bébete esto.

Y se sienta junto a ella.

—Bebe despacio.

Pepita bebe. Despacio.

—Bébetelo todo.

El último trago es el más dulce.

—Usted es médico.

Él guarda silencio.

Las últimas palabras serán las más difíciles de pronunciar, las palabras que quedan por decir, pero serán las que calmen la angustia de Pepita. Dirán, de corrido, que Paulino González necesita un médico, porque Felipe tiene una bala dentro y hay que sacarla, para que no se muera. Dirán, de corrido, que don Fernando es el médico que Felipe necesita, que Felipe es el marido de su hermana Hortensia y que Hortensia está presa y está preñada y se moriría si Felipe llegara a morirse y que un enlace le dará en la plaza las señas para que lleve al señorito a sacarle la bala a Felipe. Y que no se entere la señora.

—No sé por qué no tiene que enterarse la señora, pero que no se entere la señora. Eso me ha dicho El Chaqueta Negra. Eso es lo que me ha dicho. Y que usted no va a denunciarme, eso también me lo ha dicho, señorito, que usted no va a denunciarme.

25

Ave María, número dieciséis. Ave María, le había dicho Carmina a Pepita en el mercado de la Cebada, después de que ella le pidiera patatas, puerros y perejil. Ave María. Y Pepita reconoció a la mujer que tendía la ropa en el balcón. Carmina habló un minuto, sin mirarla siquiera. Le notificó el lugar y la hora de la cita: Calle Ave María, número dieciséis, tercero derecha, esta noche a las nueve y media. Y se marchó a las traseras del puesto de verduras.

Pepita regresó a la pensión. Comió, poco, y en silencio. Ayudó a la patrona a servir las mesas y recogió las migas de pan negro en su bolsita de terciopelo. En silencio retiró los platos y los cubiertos de las mesas, y en silencio recogió las migas, sin contestar a las preguntas de su patrona, negando con la cabeza lo que había susurrado por la mañana antes de caer redonda al suelo.

—¿Pero no me habías dicho que me traías un mensaje de El Chaqueta Negra?

—No, señora.

Ante las reticencias de la muchacha, doña Celia optó por no preguntarle más. Pero cuando se estaba preparando una achicoria en la cocina, Pepita llegó haciendo pucheros, se sentó en una silla, rompió a llorar, y le contó todo. Todo. Y se lo contó sin que ella se lo hubiese pedido.

Mientras Pepita lava los platos llorando, doña Celia se toma su taza de achicoria e intenta calmarla.

—No estés tan nerviosa, criatura, todo saldrá bien. El Chaqueta Negra sabe lo que hace. Ya te acostumbrarás a tomártelo con más tranquilidad.

Yo no pienso acostumbrarme a nada. Después de esta noche, que se olvide de mis penas y no cuente más conmigo, que esto no nos va a traer más que desgracias, desgracias, únicamente, y yo ya he tenido muchas. Yo no sé a usted, pero a mí el Partido lo único que me ha traído han sido desgracias. Yo le llevo al médico esta noche, y me tragaré el miedo porque esta vez no me queda más remedio que tragármelo. Pero nunca más. Desgracias vendrán que nos harán llorar, y ésta es la última vez que lloro, que ya he penado lo mío y ya he llorado lo que tenía que llorar y no pienso llorar más.

—Lo mismo dije yo la primera vez que fui al cementerio.

—No es lo mismo.

—No, no es lo mismo.

Y no era lo mismo, porque doña Celia ya no lloraba. Y porque doña Celia no acudía al cementerio cada mañana para visitar a su hija, como creía Pepita. Ella ni siquiera sabía si Almudena se encontraba allí. Ella sólo tenía la certeza de que su hija estaba muerta. No, no era lo mismo. A pesar de que doña Celia sintió idéntico espanto al que ahora soporta Pepita a duras penas, cuando su sobrina Isabel se acercó a ella en la plaza de Antón Martín y le habló al oído.

—Tengo que pedirle un favor, tía.

Iba a pedirle un favor. Isabel iba a señalarle que el sepulturero comía a diario en su pensión. Y le contó que todas las mañanas había una cola de mujeres en la puerta del cementerio del Este.

—Esperan, pero nunca las dejan pasar.

Hacían cola las mujeres que sabían que iban a fusilar a algún familiar, con la esperanza de que les permitieran ver a sus muertos.

—Antes de que los echen a la fosa.

Sólo tiene que pedirle al sepulturero, le había dicho su sobrina al llegar al callejón Doré, ante la puerta del mercado, sólo tiene que pedirle que nos deje escondernos en un panteón, a otra y a mí.

—Usted no tiene que hacer nada más que pedírselo.

—Nada más. Nada más que pedírselo. Como si fuera tan fácil, como si pedirle al sepulturero que permita esconderse a dos mujeres en un panteón fuera igual que pedirle la hora. Tú estás loca, Isabelita.

Sin embargo, se lo pidió ese mismo día. Y a cambio, le ofreció servirle más comida y más pan negro que a nadie. Se lo pidió, y a la mañana siguiente, de madrugada, fue ella misma con su sobrina Isabel al cementerio, aguantando el miedo en la garganta. Pero ya no tiene miedo. Lo perdió, al igual que las lágrimas. Y con el miedo y las lágrimas perdió las primeras furias, la cólera iracunda que debía sofocar, escondida en un panteón del cementerio del Este, cuando escuchaba las descargas de los fusiles y los tiros de gracia. Ya sólo sentía una rabia amarga, que tragaba despacio con su desolación mientras se acercaba a los cadáveres con unas tijeras en la mano. Y doña Celia escucha las quejas que Pepita desgrana entre maldiciones mientras lava furiosa la vajilla sorbiéndose el llanto.

—Maldita sea. Yo lo hago por mi hermana, ¿sabe usted?, por mi hermana únicamente, que me da mucha lástima. Bien lo sabe Dios. Pero maldigo al Partido, y a El Chaqueta Negra, y a la madre que los parió. El maldito Partido es el que tiene la culpa de todo. Usted me perdonará si la ofendo, pero si el dichoso Partido sirviese para algo no estaríamos como estamos, señora Celia, no me diga usted que no, que tiene tela la cosa. Yo le llevo al médico esta noche, pero nunca más.

La primera vez que doña Celia fue al cementerio del Este, se repitió a sí misma que no volvería a hacerlo. Y fue llorando. Por Almudena lo hizo, porque doña Celia no tuvo la suerte de saber a tiempo que iban a fusilar a su hija. Ella no había podido darle sepultura, ni le había cerrado los ojos, ni le había lavado la cara para limpiarle la sangre antes de entregarla a la tierra. Almudena. Y por eso va todas las mañanas al cementerio del Este, y se esconde con su sobrina Isabel en un panteón hasta que dejan de oírse las descargas. Por eso corre después hacia los muertos, y corta con unas tijeras un trocito de tela de sus ropas y se los muestra a las mujeres que esperan en la puerta, las que han sabido a tiempo el día de sus muertos, para que algunas de ellas los reconozcan en aquellos retales pequeños, y entren al cementerio. Y puedan cerrarles los ojos. Y les laven la cara.

—¿Usted cree que ya puedo aliviarme el luto, señora Celia?

26

Para no sentir frío, Pepita achina los ojos. Camina sobre la nieve levantando en exceso los pies y doblando las rodillas, con el ritmo pausado de un ave zancuda. Los zapatos que lleva no son los más apropiados para esta noche nevada, pero son los únicos que tiene. Doña Celia la ha visto lustrarlos, la ha visto sacarles brillo primorosamente y cambiarles las plantillas de cartón que les pone desde que un agujero amenaza con horadar las suelas. La ha visto calzarse, enderezar la raya de sus medias y mirarse las piernas en la luna del armario ropero, de frente y de perfil, alisándose las faldas con las manos, como hacía Almudena antes de abandonar su habitación para salir a encontrarse con algún muchacho.

Los nervios de Pepita habían ido en aumento desde que regresó de casa de don Fernando.

—Señora Celia, ¿no le importa que no le ayude hoy para las cenas? Es que tengo que arreglarme el vestido.

—No, hija, ya me apañaré yo.

Era el vestido que guardaba para su alivio de luto. Un vestido estampado con falda de vuelo, con grandes flores moradas y ramilletes de hojas grises y negras, que le había regalado doña Celia.

—Mire, ¿le gusta cómo me queda?

—Muy bonito, muy bonito.

—Pero me está largo, ¿verdad?

—Un poco.

—Le voy a subir el dobladillo.

Ante la mirada enternecida de su patrona, Pepita corrió a su dormitorio revoloteando entre las flores de su falda. Pero volvió de inmediato a la cocina.

—¿Me haría usted el favor de cogerme el bajo?

Doña Celia sonrió, y tomó los alfileres que le tendían. Pepita se ciñó el talle con las palmas de las manos abiertas.

—¿Cómo se ven las pinzas del pecho?

—Bien.

—¿No me están chicas?

—No.

—¿Y las sisas?

—Bien.

—No sé, me da a mí que me están grandes.

—No te están grandes.

Regresó aún tres veces más a la cocina. Las tres para preguntar a doña Celia si consideraba que dos años eran suficientes para guardar luto riguroso por su padre.

—No me gustaría faltarle.

—¿Y si Hortensia se enfada?

—¿No sería mejor decírselo antes a Hortensia para que ella se lo quite también?

Las respuestas que obtuvo acabaron con sus tribulaciones:

—Media España está de luto, estoy segura de que a tu padre le gustaría que te lo quitaras tú.

—¿Cómo se va a enfadar tu hermana por eso, mujer?

—Cómprale un retal en Pontejos, y se lo llevas la próxima vez que vayas a verla.

A las nueve en punto, salió Pepita de la pensión acicalada como para un baile con el vestido de flores que había sido de Almudena, y tapada con el abrigo de su padre. En la puerta la esperaba don Fernando con un maletín en la mano. Pepita se sonrojó al ver el maletín, recordó la herida de Felipe y se arrepintió al instante de haberse puesto ese vestido.

Y ahora camina por la acera de la calle Ave María levantando los pies, mirando la nieve, sin poder evitar la ansiedad que le provoca un nuevo encuentro con Paulino, y sin poder olvidar su desasosiego, su angustia, su pánico ante aquella cita clandestina. Teme que la gran araña negra y peluda la haya atrapado. Mira la nieve, para no ver nada mas que la nieve, para no ver que se acercan al número dieciséis, para no ver el mundo. A ella le gustaría volver atrás, estar en Córdoba. Le gustaría volver al verano del treinta y seis, al principio de aquel verano, cuando Hortensia aún no se había vestido de miliciana y Felipe la cortejaba, o al Carnaval, al baile de máscaras, cuando su padre aún podía enseñarles a reír. Y se siente culpable, por desear ver a Paulino, por presumir con el vestido de Almudena, por no estar presa como su hermana, herida como Felipe o muerta como su padre. Se siente culpable por haberse puesto aquel vestido. Levanta los pies y dobla las rodillas. Y para escapar de la gran tela de araña que imagina, pegajosa, enredada en sus pasos, intenta conversar con don Fernando:

—Ha nevado.

Él sonríe.

—Sí.

—Hay tanta nieve que no se ve el mundo.

27

—Necesito más luz.

Tendido sobre la mesa de la cocina, Felipe sofocó un quejido cuando don Fernando palpó el borde de su herida.

—No te muevas.

La herida era menos grave de lo que don Fernando temía. Inyectó al paciente anestesia local, y le suministró una pequeña dosis de éter impregnado en una gasa.

—Más luz, ¿no hay más luz?

No, no había más luz. No había más que una bombilla colgando del techo. Aun así, extrajo la bala con destreza, y se la entregó a la dueña de la casa, que había hecho las veces de ayudante en la intervención quirúrgica. Ella la metió en una taza con agua para limpiarla, la secó con un paño de cocina y se la ofreció al herido cuando éste despertó:

—¿La quieres?

No, contestó él, aturdido aún por el efecto del narcótico que había inhalado, y le pidió que hiciera venir a su cuñada.

—Dile a mi cuñada que venga.

—Mañana vendré a hacerle una cura.

—No es menester, doctor Ortega, usted ya ha hecho lo que tenía que hacer.

—Vendré mañana, a la misma hora.

Pepita y Paulino esperaban juntos en una sala pequeña, sin ventanas, contigua al comedor. El tiempo que duró la operación de Felipe lo pasaron intentando evitar mirarse a los ojos. Pepita habló de Hortensia, de lo mucho que se querían ella y Felipe, y de la pena que le daba verla presa. Después de unos segundos de silencio, cruzó los brazos, se encaró a Paulino y preguntó lo que no se había atrevido a preguntar en el cerro. La cuestión que le rondaba desde que se dijeron adiós:

—¿Por qué yo?

—¿Por qué, el qué?

—¿Por qué he tenido que traer yo a don Fernando? ¿Por qué no lo ha traído Carmina?

—Porque Carmina ya me conoce a mí y te conoce a ti, no hace falta alguna que conozca también a don Fernando.

—¿Y eso por qué, vamos a ver?

—Las cosas son así, chiqueta. Es peligroso que una sola persona conozca a mucha gente.

—Pues yo conozco a mucha gente, no sé por qué me has tenido que meter a mí en este ajo.

—Tú ya estás metida en este ajo.

Pepita hizo un mohín de disgusto. Miró hacia el hule que cubría la mesa y rascó con la uña un extremo. No supo qué añadir, pensó que era cierto lo que Paulino acababa de afirmar. La tela de araña la había enredado por completo. Ella estaba metida, y bien metida, en este ajo. Sin mirar a Paulino, y sin pensarlo, le dijo que no parecía El Chaqueta Negra.

—Hoy no pareces El Chaqueta Negra.

Y no parecía El Chaqueta Negra porque Paulino no llevaba su fusil, ni su gorra de visera, ni su chaqueta de pana; vestía traje cruzado, chaleco, cuello duro y corbata.

—¿El Chaqueta Negra?

—Eres El Chaqueta Negra, no me lo quieras negar, tú.

—No quieras tú saber tanto.

—Mira qué lastima, ¿se puede saber por qué no?

Él no contestó, se limitó a sonreír.

Habían pasado más de una hora en aquella habitación sin ventanas, cuando la mujer que ayudó a don Fernando abrió la puerta:

—Ya está. Niña, te llama tu cuñado.

Los dos jóvenes se levantaron y se dirigieron a la cocina. Pepita caminaba delante de Paulino y, sin darse cuenta, comenzó a contonear las caderas. Paulino no dejó de mirarla con disimulo hasta que llegaron junto a Felipe.

—No voy a morirme, Pepa.

—No me digas Pepa, dime Pepita.

—Como cuando eras chica.

—Sí.

—Antes no te he dado las gracias.

—A mandar, que para eso estamos.

—Gracias, Pepita, de corazón.

Ella se retiró un mechón de la frente y repitió:

—Para eso estamos.

Sonrió, los dos sonrieron. Felipe alargó una mano y Pepita la tomó entre las suyas.

—Qué guapa estás.

Entonces Paulino la miró abiertamente y dijo:

—Sí. Y tiene los ojos de un color imposible.

Y también sonrió. Pepita enrojeció, tragó saliva y apretó la mano de Felipe:

—Qué bien que no vas a morirte.

—Voy a ir a ver a Tensi.

La mirada oscura de Felipe buscó en los ojos de Paulino la ratificación del juramento que éste le hiciera en el cerro.

—Paulino va a llevarme a verla.

Paulino asintió con un movimiento de cabeza, y Pepita les recriminó a ambos que pensaran en locura semejante:

—¿Estáis locos?

—Tranquila, lo tenemos bien preparado.

—Ustedes estáis como una regadera. No estáis en vuestros cabales, ¿verdad, Si os cogen, os matan a los dos.

—No van a cogernos.

—Pues a mí no me metáis en ese fregado, ¿estamos? Que os estoy viendo venir.

—Tranquila, mujer.

—¿Tranquila? Mira, chiquillo, yo me voy pitando de aquí, que no quiero saber nada.

Soltó la mano de Felipe y salió de la cocina.

—Espera.

Pepita no esperó. Se dirigió hacia la sala sin ventanas donde aguardaba don Fernando dispuesto para salir; pero antes de que pudiera abrir la puerta, las manos de Paulino la detuvieron sujetándole los hombros.

—Se lo juré, y voy a cumplir.

—Tú sabrás lo que juras y lo que dejas de jurar, pero conmigo no cuentes.

—Felipe entrará con una chiqueta de Peñaranda de Bracamonte que tiene a su madre en Ventas, se hará pasar por su marido el día de Navidad, ese día hay mucho follón, ni pedirán papeles, no se darán cuenta.


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