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La voz dormida
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Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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—Es de agradecer, Elvirita, pero a mí me va a quedar chico.

—Reme te lo puede arreglar.

17

Los gritos que anunciaron el castigo de las presas de la galería número dos corrieron como lamentos en llamas entre los familiares que esperaban en la cola el primer día del castigo.

—Han castigado a las del número dos.

—Las han castigado sin comunicar hasta el mes que viene.

—¿A quién?

—A las del dos.

—¿A todas?

—A todas.

Fue la hermana María de los Serafines la que se encargó de informar de que las internas no saldrían al locutorio. Gritó que los familiares que trajeran paquetes y comida continuaran en la fila y que los demás podían marcharse.

—¿Les podemos dejar cartas?

La cola era tan larga que sólo los que se encontraban cerca de la monja pudieron escuchar sus palabras.

—¿A quién han castigado?

—A las del dos.

—¿A todas?

—A todas.

—Han castigado a todas las presas.

—Han castigado sin comunicar a todas las presas.

—A las del dos, han dicho a las del dos.

—La mía está en el uno.

—Pues a la tuya no.

—¿Y a la mía?

—¿En dónde está la tuya,

—Yo tengo dos, una en el dos y otra en capilla.

Cuando el desconcierto llegó al final de la cola, la fila ya había comenzado a deshacerse. Los familiares se arremolinaban intentando llegar hasta la puerta. En pleno bullicio, Pepa encontró al abuelo de Elvira, que intentaba acercarse a la monja.

—Cuidadito con empujar, señora, no está viendo que este señor es muy mayor.

Los empujones no cesaron, Pepa agarró del brazo a don Javier temiendo que se cayera. Los que ya estaban agolpados contra la hermana María de los Serafines pronunciaban a gritos los nombres de las presas, preguntando cada uno si la suya podía comunicar.

—Si no vuelven a hacer la cola, no entra nadie. Quiero a todo el mundo en silencio y en fila india.

Gritó la monja. Lo gritó una vez. Su grito no fue más fuerte que el de los demás. Pero todos callaron.

—He dicho que en fila india o no entra nadie, y no lo vuelvo a repetir.

No lo repitió la hermana María de los Serafines. No fue necesario. Pepa se colgó del brazo de don Javier Tolosa y caminó a su paso para colocarse en su sitio. Los demás hicieron lo mismo. Porque todos sabían que la monja era capaz de cumplir su amenaza. Ya lo había hecho una vez. Nadie olvidaría aquella tarde que se marcharon a casa sin haber entrado en el penal, sin haber entregado siquiera la comida que tanto sacrificio les había costado conseguir, castigados por la hermana María de los Serafines.

—Yo voy detrás de esa señora.

—Nosotros dos vamos juntos.

—¿Sabe usted a quién han castigado?

—A ustedes dos les di yo la vez.

—A las del dos.

—Y yo detrás de ese señor del sombrero.

Los murmullos de los que antes gritaban acompañaron la recomposición de la fila. Algunas mujeres no habían dejado de llorar desde que supieron que no entrarían al locutorio. Y algunos hombres tampoco. Benjamín estaba entre ellos, pero sus lágrimas no eran de las más amargas. Y él lo sabía. La mujer que se encontraba delante de él venía desde Huelva y se lamentaba ante otra que venía de Vitoria.

—No podré volver hasta el año que viene. Dios mío, no podré ver a mi hija hasta dentro de un año. He ahorrado durante todo este año para poder venir hoy, y me tengo que ir sin verla, entrañas mías.

Tristes formaron la cola los que llevaban paquetes y regresarían a casa sin haber visto a sus mujeres, a sus hijas, a sus madres, a sus abuelas, a sus nietas, o a sus hermanas. Siempre familiares directos, ya que otras visitas no estaban permitidas.

—Yo me iré a Cuenca sin ver a mi madre.

—¿Saben si se les pueden pasar cartas? Yo vengo de El Torno.

—Yo de Santa Cruz de Moya.

—¿Y paquetes?

—Yo de Noblejas.

Cada cual buscó su turno anterior, y hubo quien aprovechó el trance para intentar colarse.

—Lleva usted demasiada prisa, caballero.

—¿Yo?

—No, esta menda. ¿Se cree que no le he visto?, espabilado.

—Yo iba detrás de este señor del sombrero.

—No, usted iba detrás de aquel sombrero.

—Ah, es verdad.

—Arreando.

No tardó mucho en reordenarse la cola, que avanzó tristemente hacia la puerta del penal de Ventas.

—¿Sabe usted si esta noche ha venido La Pepa?

—Sí, han sacado a tres.

La hermana de Hortensia se acercó a las mujeres que tenía delante:

—¿Quién es La Pepa?

—La «saca», niña.

—¿Qué «saca»?

—Cuando las sacan para llevárselas.

—A quién.

—Sacan a las condenadas a muerte y se las llevan.

—¿Adónde?

—¿Adónde va a ser?

No preguntó nada más. A partir de ese momento, Pepa quiso llamarse Pepita.

La cola comenzó a moverse en silencio.

Triste caminó Pepita hacia la puerta del penal. Triste caminó el abuelo de Elvira. Triste caminó el marido de Reme, pobre Benjamín. Y tristes caminaron sus hijas.

18

En el balcón de la vecina, la ropa tendida estremeció a Pepita. Ella miraba siempre aquel balcón de la esquina de Relatores con Atocha, por si la llamaba Felipe. Lo miraba de reojo, cada vez que salía o entraba a la pensión.

Era casi de noche. Aún no habían prendido las farolas. Pepita regresaba de la estación, adonde acudía a diario para recoger carbonilla de la que soltaban los trenes. Normalmente iba por la mañana temprano, antes de ir a casa de los señores. Pero en esta ocasión, repitió el viaje por la tarde cuando salió del penal con más tiempo que de costumbre al no haber podido comunicar con Hortensia. Miró hacia el balcón, y distinguió de inmediato el mantel a cuadros, las dos servilletas y el calcetín pinzado sobre una de ellas. Felipe la llamaba. Apresuró el paso. Para no sentir la congoja que le subía del estómago, comenzó a correr. Felipe la llamaba. Podría fingir que estaba enferma. Podría caerse en ese mismo momento y romperse en dos. Corrió, como si pudiera huir, como si pudiera ignorar la ropa tendida en el balcón de la vecina. Corrió, derramando tras de sí la carbonilla que llevaba en su lata de cinc.

Cuando llegó a la calle Magdalena, se encontró de frente con don Fernando.

—¿Qué te pasa? ¿Adónde vas tan corriendo?

Ella no pudo contestarle.

—Respira, mujer, respira y cálmate.

Pepita tomó aire y musitó jadeando que iba a la pensión.

—¿Ha pasado algo? ¿Por qué corrías así?

Negó con la cabeza y replicó que corría porque cerraba el trapero y quería vender el picón. Entonces se dio cuenta de que había perdido la mitad de su carga por el camino, y se echó a reír.

—Ahora lo tengo que volver a coger. Y además, me he pasado el puesto del trapero.

Don Fernando escuchó extrañado las excusas de su risa repentina, sin duda nerviosa, pero no le hizo más preguntas.

—Anda, que yo te ayudo.

—No, por Dios, de ninguna de las maneras, señorito.

A pesar de que Pepita rechazó varias veces más la oferta de ayuda, don Fernando se inclinó junto a ella hasta volver a llenar la lata.

—Muy agradecida, señorito.

Aquella noche, Pepita comió sin hambre la cena que había cocinado su patrona. Sopa y tortilla de cáscaras de pepino. Y dio tantas vueltas en la cama, a derecha y a izquierda, dormida y despierta, que acabó por caerse al suelo. La ropa tendida en el balcón de la vecina no dejaba de ondear en sus sueños, y tampoco al despertar. Felipe la llamaba. Y ella no se había partido en dos. Ella había puesto el despertador para levantarse dos horas antes y acudir al cerro. No se había partido en dos. Cogería el primer tren. Ni le había sentado mal la tortilla de la patrona. Que no la llame nunca más. Ese milagro de tortilla sin huevo. Porque la patrona hace milagros. Pepita se levanta del suelo riendo de su torpeza. A su edad, caerse de la cama. Y se mete entre las sábanas, aún calientes. Las mondas del pepino en tortilla tienen un punto a calabacín. Y la sopa, mira que hacer una sopa con huesos recocidos, más mondos que lirondos, con qué le dará la sustancia, porque los huesos relucen como el jarrón de cristal que tiene en el aparador, pero el caldo tiene hasta buena cara. Le dirá a Felipe que no la llame más. Que ella se muere de miedo cada vez que ve el calcetín en lo alto de la servilleta a cuadros. Le dirá que ya tiene de sobra con el miedo que pasa cuando la saluda la vecina en la calle, después de mirar a un lado y otro, y alante y atrás, con disimulo, eso sí, siempre mira con disimulo. Ella sabe de fijo que lo hace para percatarse de que nadie la sigue. Ya tiene bastante. Ella creía que el miedo se iba a quedar en Córdoba. El miedo tenía que haber acabado cuando terminó la guerra. Pero no. No señor. A Felipe le dio por echarse al monte y meter en la brega a todos los demás. La política es una araña peluda muy negra muy negra. Y Pepita se ovilla al lado izquierdo de la cama, y después al derecho. Y se abraza a la almohada. Ella sabe que está atrapada en la tela pegajosa de la araña, y que no se puede despegar. No falta ni media hora para que suene el dichoso despertador. La ha llamado Felipe. Y ella se levantará, claro que se levantará. Porque chico disgusto se llevaría la Hortensia si llega a enterarse de que Felipe la ha llamado y a ella no le ha dado la gana de ir. Chico disgusto. Veinte minutos, y precisamente ahora necesita orinar. Irá. Pero le va a dejar bien clarito que no vuelva a llamarla. En Córdoba se tenían que haber quedado. Pero cuando acabó la guerra, se vinieron aquí, porque era donde estaba Felipe, y porque allí no se podían quedar, por el miedo que les daba la Causa General. ¿Quién se inventaría eso de la Causa General, para que vecinos fueran contra vecinos? Cuánto embuste en nombre de la Causa, cuánta denuncia, hasta falsa. Cuánto desbarajuste. Y Felipe se echó al monte, a este maldito cerro, mira que no hay montes en Córdoba, se podría haber quedado en Córdoba, y echarse al monte en Córdoba, pero no, él se tenía que ir con El Chaqueta Negra, y El Chaqueta Negra se tenía que venir aquí, que no habrá otro sitio donde echarse al monte. Maldito sea El Chaqueta Negra. Dicen que es muy guapo. A lo mejor si estuvieran en Córdoba, no habrían metido presa a Hortensia y ella no estaría así, con el miedo mordiéndole las entrañas porque Felipe la ha llamado. Ella se tenía que haber vuelto para Córdoba, que todavía tiene la casa de su padre. Todavía guarda la llave en su caja de lata debajo de la cama. Tendría que volver. Y quedarse allí. Más sola que un perro. También aquí está más sola que un perro. Y trabajando como un perro. No es que se queje. Pero hay veces que no puede más. Hay veces que le da hasta asco cogerle los huesos a la señora Celia, aunque estén relucientes como patenas. Lo que le da el trapero es poco más de lo que paga a su patrona por ellos, pero céntimo a céntimo se hace la peseta, y con eso, y con lo que saca del picón y lo que cobra en casa de los señores, apaña la comida que le lleva a la Hortensia, que ella no va a consentir que su hermana coma un cazo menguado de lentejas con gurribinchis y media naranja. También tienen guasa los de aquí, llamarle gurribinchis a los bichos que traen las lentejas. Menos de veinte minutos, y cada vez con más ganas, pero si usa el orinal tendrá que vaciarlo y le da fatiga atravesar el pasillo con sus vergüenzas en la mano.. Además, si se levanta se le escapa una poca de la calor de las sábanas. Aguantará. Se arrebujará en la cama y apretará las piernas. Seguro que el trapero los cuece otra vez y vuelve a chuparlos antes de venderlos para hacer harina. Hay tanta hambre. Ella hambre no pasa. Ella ha visto en la calle de Torrijos a unas mujeres revolver en la basura y llevarse las mondas de las patatas y de las naranjas. Pero ella hambre no pasa. La patrona es de buena condición. La patrona te da desayuno, almuerzo y cena, y no le cobra el cuarto, que era de la hija que le fusilaron en el treinta y nueve, a poco de entrar los nacionales en Madrid, la única hija que tenía la pobre, que se llamaba Almudena. La patrona tiene preso al marido, el señor Gerardo, en el penal de Burgos. Va una vez al año a verlo, porque no tiene posibles para ir más. Y va todas las mañanas al cementerio. Y encima le deja quedarse con las migas de los manteles. Más de una se cambiaría por ella. Más de una se daría de canto con los dientes si encontrara una pensión donde parar de balde a cambio de echar una mano a la patrona, fregar la loza, limpiar la cocina, el pasillo y el retrete y planchar la ropa. Y hacer limpieza general los domingos. Eso es lo único que le fastidia. Porque el domingo libra en casa de los señores. Son bien raros, don Fernando y su mujer, no se hablan, y viven cada uno en una parte de la casa, se creen que una es tonta. La señora, doña Amparo, es muy propia, se pasa el día en la torreta redonda que hay arriba, como una paloma. Y menos mal que encontró una casa donde entrar a servir y la pensión Atocha donde quedarse, cuando metieron presa a Hortensia. Su hermana le dijo que fue gracias al mismísimo Chaqueta Negra, que conoce a don Fernando; lo mismo que a la señora Celia, El Chaqueta Negra también conoce a la señora Celia. Y a ella le gustaría ir al parque los domingos. Pero una pensión de balde es una pensión de balde, y encima, enfrente de la casa de los señores, que sólo tiene que cruzar. Más de una se cambiaría por ella. Felisa, la muchacha que servía antes en casa de don Fernando, también conocía a El Chaqueta Negra, un día le dijo que era buen mozo, ahora se acuerda. Hortensia también lo decía. Todo el mundo conoce a El Chaqueta Negra. Aunque, pensándolo bien, a más de una le daría reparo ir mesa por mesa recogiendo los restos del pan negro. El sepulturero se dejó antier uno bien hermoso. Ella lo untó con aceite de una lata de sardinas y lo vendió en la Puerta del Sol. Un bocadillo de sabor a sardina, voceó, y lo vendió enseguida. A ver si vuelve hoy con el mismo apetito. Menos de un cuarto de hora, va a reventar. Vivita, va a reventar vivita. Pero ella se ha hecho una bolsa de terciopelo rojo con un retal que le sobró a su señora de unos cojines y cuando la tiene llena de migas y se la lleva al panadero es la envidia de muchas. Pura envidia, de la mala, que no hay envidia buena. No sólo por los cuartos que se gana, sino por lo preciosa que le ha quedado su bolsita roja de terciopelo con un forro por dentro del mismo color. Se va a levantar. No aguanta más. Pero irá al retrete y volverá a la cama cinco minutos. Los zapatos sin las medias están más fríos que con las medias. Madre mía, qué fríos están.

Pepita se calza como quien se baña en las aguas heladas de un río. Introduce poco a poco los pies sin llegar a plantarlos del todo en el interior de los zapatos. Cruza las piernas, casi de puntillas, y se lleva la mano al sexo. Aprieta. No va a llegar al retrete. No. No va a llegar. Por el rabillo del ojo izquierdo asoma una lágrima. Aprieta los labios. Aprieta mas las piernas. Aprieta más el sexo con la mano. Se le escapa. Se le está escapando.

Y suda. Resuelve sacar el orinal. Abre la puerta lateral de la mesilla de noche. Abre las piernas. Y ahora ya, cuando se relaja, suspira. Una media sonrisa le ilumina la boca. Cierra los ojos. Y le resbalan, sin prisa, dos lagrimas.

19

Bajo la piedra casi plana del camino del cerro, Pepita no ha encontrado ningún mensaje. Agazapada tras el matorral, observa el poste de la luz. Sí, es el que tiene el tajo en el medio. Será que es demasiado temprano. Se sienta en la piedra, y espera. Mira a su alrededor y se cubre la boca con los bordes de la toquilla que abriga su cabeza aferrándose a ellos con las dos manos. Un búho. Ese ruido tiene que ser de un búho. No han pasado ni cinco minutos desde que llegó, cuando escucha los tres golpes de las piedras chocando entre sí; coge dos cantos rodados y responde a la contraseña haciéndolos sonar por tres veces. Un hombre se acerca. No es Felipe. Es más joven que Felipe. Lleva pantalón y chaqueta de pana, una boina con visera y un fusil ametrallador al hombro. Al verlo, Pepita se tapa aún más el rostro con la toquilla dejando apenas los ojos al descubierto, como si pudiera esconderse.

—No te asustes, chiqueta.

La voz de aquel hombre la empuja a saltar. Se apoya con las manos en la piedra casi plana. Se levanta. Deja caer la toquilla y corre a rodear el matorral.

—Ven aquí, no te asustes.

El hombre la sigue despacio. Ha recogido la toquilla del suelo y la lleva en la mano. Pepita comienza a caminar de espaldas bordeando el matorral.

Despacio, él camina hacia ella y ella hacia atrás, mirándose de frente.

—¿Eres Pepa?

—Pepita.

—No tengas miedo, vengo de parte de Felipe.

Sin dejar de caminar, Pepita alarga la mano hacia su toquilla. Pero no consigue alcanzarla.

—¿Y cómo sé yo que no eres un guardia civil disfrazado? Dicen que hay muchos.

—Eso dicen. Y cuando suena el río...

—Suena el agua.

—¿Tengo yo pinta de ser agua? Yo soy Paulino. Soy amigo de Felipe, vengo de su parte.

—¿Y por qué no ha venido él, si se puede saber?

—Se puede.

Es Paulino. Y hace mucho tiempo que Paulino no habla con una mujer tan hermosa. A decir verdad, hace mucho tiempo que Paulino no habla con una mujer, con ninguna.

—Dame mi toca.

—Cógela.

Enfrentados el uno al otro, los dos jóvenes continúan caminando despacio alrededor del matorral.

—Vas a caer. Pareces un cangrejo.

—Tengo que irme.

—Espera, traigo un recado de Felipe.

—Yo no conozco a ningún Felipe.

Paulino suelta una carcajada y la mira a los ojos, maravillosamente azules. Pepita le arranca la toquilla de la mano.

—¿A qué viene tanta guasa?

—No receles tanto, que no soy guardia civil. Ya es tarde para decir que no conoces a Felipe, chiqueta, acabas de preguntarme por él.

—Yo no te he preguntado por nadie.

—Me has preguntado por qué no ha venido Felipe.

—Tengo que irme.

—Yo también podría creer que no eres quien dices, nunca he visto una cordobesa tan rubia. ¿Cómo has salido tú tan rubia y tu hermana tan morena?

—Habrá sido una equivocación de lo alto.

—Bendita equivocación, aunque también Hortensia es muy guapa, pero no te pareces nada a tu hermana, ¿cómo sé yo que eres Pepa?

—Pepita.

—Pepita, de acuerdo, pues yo te creo porque tú me lo dices.

—Eso es cosa tuya, yo tengo que irme.

Los recelos de Pepita no le impiden mirar a Paulino a los ojos. Atraída por aquella mirada que la busca sin que ella pueda resistirse, se coloca la toquilla y vuelve a repetir que tiene que irse.

—Tengo que irme.

—Mira, si yo fuera guardia civil, no podría saber que debajo de esa piedra te dejó un día Felipe una carta para Hortensia. Y otro día, un cuaderno azul. Y para ya, chiqueta.

—¿Cómo le dice Felipe a Hortensia?

—Tensi, la llama siempre Tensi. Y la quiere mucho.

—¿Y por qué no ha venido él?

Paulino se acerca a Pepita y ella vuelve a preguntar:

—¿Por qué no ha venido Felipe?

Él le retira el mechón que le resbala en la frente.

Ella le aparta la mano.

Aún no es el alba.

20

Mírame. Mírame, le pedía siempre Hortensia después del amor, cuando él abandonaba su cuerpo y ella buscaba su hombro desnudo para apoyar la cabeza. Mírame, le rogaba buscando sus ojos, aunque yo no te mire, y ella cerraba los suyos. Tensi. Él abría los brazos, agotado, cansado hasta para mirarla. Tendido boca arriba saboreaba su cansancio y le mentía:

—Te estoy mirando.

Ahora Felipe lamenta no poder mentir a Hortensia. Lamenta no poder abrazarla y se pregunta si la abrazará una vez más, una sola vez, antes de morir. Y lamenta haberse enojado con Tensi cuando fue a reunirse con él.

—¿Tú te has vuelto loca? Pueden haberte seguido. Además, éste no es sitio para una mujer, y menos para una preñada.

Ella le devolvió el grito al contestar que un somatén de Barcelona le había pegado una patada en el vientre. Y ahora Felipe lamenta haberle gritado, y recuerda el último beso que le dio, cuando ella se despidió de él antes de bajar a El Llano para comprar una gallina. El retiró la boca, y le dijo que el monte no es lugar para besos. Y ahora lo lamenta. Y lamenta no haberse abandonado en ella ni una sola vez desde que llegó al cerro, ni una sola vez. Mírame, le habría rogado Tensi. Lo lamenta. Porque Felipe teme que va a morir y, aunque no teme a la muerte, teme morir sin mirarla otra vez. Tensi. Y se lleva la mano al costado y presiona la herida para sujetar el dolor. Ha dejado de sangrar. El emplaste de resina fresca que le colocó Paulino después del tiroteo ha cortado la hemorragia pero el dolor muerde como una alimaña e impone su tiranía. Felipe intenta dominarlo pensando en Hortensia. Tensi. Saca de su bolsillo la fotografía que le regaló en Don Benito, cuando ella aprendió a escribir. En prueba de mi cariño, te dedico este recuerdo. Tuya para siempre: tu Hortensia.Tuya para siempre. Y recorre la piel de su retrato. Le acaricia la mejilla. Saborea su ternura con las yemas de los dedos. Le acaricia el brazo. Sonríe al verla sonreír. La besa en los ojos, en los labios abiertos y en los dientes separados. Tensi, con su uniforme de miliciana, con su fusil en bandolera y la estrella roja de cinco puntas cosida en el costado, sonríe para él, con un niño que no es suyo en los brazos. Era un día caluroso de julio, ella se había puesto los pendientes que él le había comprado en Azuaga y se había recogido el pelo ocultando sus trenzas.

—Cuando termine la guerra, tendremos un niño como éste, mira qué guapo es.

Alzó al niño y se echó a reír.

—Ay madre, ay madre mía.

Agitó sus pendientes y la borla de su sombrero. Hacía calor. Y Tensi se bajó la cremallera del mono azul dejando al descubierto su cuello.

—¿Te gustaría, Felipe? Uno como éste, mira, ¿te gustaría?

—Y con el puño cerrado.

—Pero con sus cinco deditos.

—Con deditos o sin deditos, pero el puño cerrado.

—No seas bruto, Felipe.

La besará en el cuello. Le quitará el gorro y acariciará sus dos trenzas. Tensi. Le bajará la cremallera hasta más allá de la cintura. Y gozará de la dulzura de su cuerpo. Acompasará la respiración a la suya, y se deslizará entre sus muslos cobrizos. Sin prisa. Y después, ella le pedirá que la mire. Felipe aprieta los labios y sofoca un suspiro. Porque Tensi espera un hijo, y él no podrá verla con su hijo en los brazos.

Regresa el dolor. Felipe intenta incorporarse para atisbar el sendero por donde ha de regresar Paulino.

Todos los demás están muertos.

Y ahora él va a morirse solo, tirado en el monte, besando el retrato de Tensi. Tensi. Tensi.

Debería pegarse un tiro ahora mismo.

Un tiro. Ahora mismo. Paulino debió matarle cuando él se lo pidió. Pero no le mató.

—No quiero que me cojan vivo.

Su compañero no atendió a su ruego.

—No te cogerán.

Le rodeó la cintura, lo sujetó sobre su hombro y cargó con su peso para ayudarle a caminar hacia un lugar seguro antes de ir a buscar ayuda. Se escondió con él durante horas, debajo del puente que los guardias civiles habían atravesado para marcharse triunfantes, con los cadáveres de sus compañeros colgados en mulas. Y allí, en su escondite, le curó la herida con un apósito de resina de pino fresca y le escuchó hablar de su mujer, de lo mucho que la había querido, y de lo mucho que la quería.

—Llévame a verla.

Le rogó que lo llevara a verla. Se lo rogó repetidamente, sin quejarse de la bala alojada en su costado, doliéndose únicamente de la ausencia de Tensi.

—Llévame a verla.

—Antes hay que sacar esa bala.

Paulino pensó en don Fernando. Porque don Fernando era médico, y aún les debía un favor. Por lo de Paracuellos. Sí, se acordó de don Fernando, el doctor Ortega, y de Paracuellos del Jarama. Felipe y Paulino le conocieron en la primera reunión de la junta de Defensa de Madrid, en el Ministerio de la Guerra, y pocos días después lo vieron cerca del aeropuerto de Barajas, junto a Kolstov, cuando trasladaban a más de mil prisioneros políticos desde la cárcel Modelo. A otra cárcel dijeron que los llevaban. Aún les debe un favor, conseguir que la hermana de Hortensia sirviera en su casa es echar una mano, pero no es un favor.

Sin escuchar a Felipe, que seguía hablando en voz baja de Tensi, Paulino decidió que recurriría a don Fernando. Lo decidió mientras esperaba el momento adecuado para ir en busca de su enlace a la huerta de El Altollano. No dejaría morir a su compañero. No lo permitiría. Había sido incapaz de evitar las muertes de los demás. Había sido incapaz de convencerles de que debían cambiar de campamento esa misma mañana, cuando se acercó a ellos un hombre que iba recogiendo leña en un carro de bueyes. El perro que iba con él comenzó a ladrar, y el gañán bajó del carro para ver por qué ladraba. Perro y dueño se pararon a cien metros del grupo, que ya había encarado las armas al oír los ladridos. El hombre hizo ademán de huir.

—No se mueva.

No se movió. No podía moverse.

—Ya se supondrá quiénes somos. Somos guerrilleros defensores de la República.

—Ya he oído hablar.

—¿Qué piensa usted hacer?

—No sé lo que tengo que hacer.

—Lo que tiene que hacer es callarse la boca, no decirle a nadie que nos ha visto.

—Yo no se lo digo a nadie.

—Si da cuenta de que nos ha visto, se pone usted mismo en peligro, a lo mejor no es hoy, ni mañana, pero usted peligra un día a la muerte.

—No, no, tranquilos.

Ese hombre llevaba el miedo en las manos. Les dio un Viva la República y sonrió. Pero el miedo se veía en la piel de gallina de sus manos, en su vello erizado, en su temblor y en las veces que volvió la cara mientras se marchaba.

—Ése no se ha alegrado de vernos, puedes estar seguro. ¿Le has visto las manos?

—Ya estás con lo mismo.

—Ese tío nos denuncia.

 —Quiá.

—Si nos aplastamos aquí, aquí mismo nos limpian. Hoy tenemos la de San Quintín aquí mismo.

—Almorzamos y nos vamos.

Todos acusaban la fatiga de la caminata de la noche anterior. Había llovido y estaban mojados. Paulino no insistió. Encendieron un fuego para secarse y se dispusieron a descansar. La Guardia Civil no tardó en rodearlos. Eran las tres de la tarde y estaban comiendo. Los guardias civiles llegaron abiertos, bien separados, con fuego cruzado. Algunos camaradas murieron con un trozo de queso en la boca. No resistieron ni un solo asalto. Ni un asalto. Felipe y Paulino encontraron un hueco en el flanco enemigo rompiendo el cerco con una bomba de piña; pero hirieron a Felipe, y no pudieron huir más allá de unos metros. Se camuflaron en un sembrado. Una hilera de pequeño matorral separaba el sembrado del baldío. Fue entonces cuando su compañero le pidió que le matara.

—Disfrutarán con nuestras muertes, con nuestras vidas no. Y yo no tengo valor.

El tampoco tuvo valor. Le ayudó a arrastrarse hasta los matorrales y allí, agazapados con el arma en la cara, matar o morir, escucharon voces que se acercaban. Doce miembros de la partida estaban muertos. Y al menos cinco guardias civiles cayeron con la explosión de la bomba. Felipe quiso lanzar otra, pero Paulino le detuvo:

—Espera, yo creo que no nos han visto.

—Pues al primero que nos vea, me lo vendimio.

El primero que llegó hasta ellos era un número de la Guardia Civil, al que seguía un sargento.

—Mi sargento, aquí hay sangre, uno va herido.

Y Felipe y Paulino se vieron perdidos.

—Me he puesto el traje nuevo esta mañana y ahí en el monte me lo voy a estropear.

—Ya le darán otro.

Quizá el sargento sabía que detrás de los matorrales se agazapaba la muerte. Quizá por eso no se dejó convencer por el número que insistía. Y se marcharon. Quizá huyeron de Felipe y Paulino. O quizá al traje nuevo del sargento le debían la vida los dos. Y los dos esperaron a verlos marchar, hacia el puente, con el resto del tercio.

Paulino intuyó que el mejor lugar para esconder a Felipe mientras él iba a pedir ayuda era precisamente el camino que los guardias civiles tomaron para regresar. El puente.

Y desde su escondite, vieron cómo se alejaban los cadáveres de sus camaradas ensangrentados sobre las mulas, el balanceo de sus cabezas y sus brazos. Doce. Ernesto. El Porra. El Gallego. Los vieron, sin poder diferenciar a unos de otros. Sebas. Carlos. Sus rostros desfigurados. Victoriano. El Torero. El Chiqui. Tomás. Paco. Cien palos. Murillo. Pero él no consentiría que El Cordobés muriera. El iría en busca de Carmina para que Pepita viniera, y Pepita le traería al médico que le extirparía la bala. Y después, Paulino cumpliría su juramento. Porque Felipe quería ver a Hortensia.

—Júrame que me llevarás a verla, júramelo.

—Te lo juro.

21

Los ojos asustados de aquella chiquilla hicieron olvidar a Paulino su propio temor, y la prisa por volver junto a Felipe. Su mirada azulísima lo retenía en un juego imprudente, sin duda impropio de él. Paulino sabía que la celada del día anterior se debía a la traición del hombre que tenía el vello erizado en las manos. Estaba seguro de ello. Y no le cabía la menor duda de que la Guardia Civil volvería al cerro. Su enlace se lo había advertido:

—Pusieron a los vuestros en el suelo de la estación para que todo el mundo los viera antes de echarlos a la zanja. Pero saben que faltan dos muertos. Saben que dos hombres escaparon a la batida, y sospechan que uno de ellos es El Chaqueta Negra. Volverán.

Volverán. Volverán, le había dicho. Y él utilizó el tiempo justo para pedirle a su enlace que avisara a Pepita. Y después, corrió al lado de Felipe sin perder un minuto.

Sin perder un minuto tendría que regresar también ahora junto a Felipe.

Pero esos ojos azules no dejan de mirarle.

—Tengo que irme, voy a perder el tren.

—Felipe está herido.

—¿Está herido?

Y los ojos azulísimos se abren a un miedo mayor del que ya tenían:

—¿Está herido?

—Necesita un médico.

Un médico. Felipe necesita un médico y Pepita aún no sabe lo que Paulino viene a pedirle.

—¿Está grave?

—Necesita un médico.

—Eso ya me lo has dicho, ¿está grave?

—Tiene una bala dentro, hay que sacarla.

 —¿Y qué recado me manda?

—Tú trabajas en casa de un médico.

—El señorito no es médico.

—Lo era.

—¿Don Fernando?

Ahora Pepita sospecha, pero aún no tiene la certeza de la petición que Paulino se dispone a hacerle.

—Don Fernando no es médico. Nunca he oído mentar que fuera médico. Trabaja en la platería de la calle Moratín.

—Era médico. Y cuando uno ha sido médico, siempre es médico.

—!Qué ha de ser!

—Lo es, chiqueta, no te empeñes. Y Felipe necesita que le saquen la bala de dentro, si no se la sacan, se morirá.

—Ay madre, ay madre mía de mi vida y de mi corazón.

Sí, Pepita ya sabe lo que van a pedirle.

—Y tú quieres que yo te traiga al señorito, como si lo viera. Ay qué lástima. Si es que ya lo estoy viendo, tú pretendes que lo traiga yo aquí.


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