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La voz dormida
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Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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Hortensia está más excitada que de costumbre, y no sabe por qué. Se estaba haciendo dos trenzas, como le gusta a Felipe, cuando una mujer que trajeron hace unos días de Salamanca se acercó a ella. Había sido acusada de colaboración con bandoleros, eso era todo lo que sabían de aquella mujer pequeña y enérgica que entró en la galería número dos derecha sin que el miedo asomara a sus ojos. Algunas creyeron que se trataba de una guerrillera, pero en realidad pertenecía a la dirección del Partido Comunista en Salamanca.

—Me llamo Sole.

Después de decirle que se llama Sole, añade que es comadrona, y que su hija le ha enviado un mensaje:

 —Dice que no me despegue de ti, y que salgamos

juntas a comunicar, que es muy importante que estemos juntas.

—¿Por qué?

—Eso no me lo ha dicho.

Y Elvira canta, más alegre que nunca, mientras se anuda un lazo en su cola de caballo, como le gusta a Paulino. Tiene un poco de fiebre que no se le quita, y hoy se alegra por ello, porque su abuelo la verá con rubor en las mejillas.

Elvira no sabe que en unos minutos verá a su hermano Paulino. Tampoco Paulino lo sabe.

Paulino camina ya hacia la prisión de Ventas acompañando a Felipe.

33

La mirada de Paulino recorre con avidez la extensa cola que se ha formado ante la puerta de la prisión. Busca a Pepita. Ni Paulino ni Felipe ni Amalia, la joven que acaba de llegar de un pueblo de Salamanca y milita en Solidaridad Obrera, sabían que era preciso llegar con tiempo para tener la oportunidad de entrar de los primeros y colocarse en las esquinas del locutorio, el mejor lugar para la visita, donde los familiares y las presas pueden escucharse mejor, aunque apenas lleguen a oírse.

La cola es más larga de lo que hubieran podido imaginar. Cada reclusa puede comunicar con cinco miembros de su familia como máximo. Hoy, al ser día de Navidad, casi todos los familiares vienen de cinco en cinco. Y todos desean entrar los primeros para alcanzar las esquinas.

Las presas entrarán al locutorio en turnos de diez, durante diez minutos. También ellas correrán a las esquinas.

Pepita ha llegado de las primeras, y don Javier, el abuelo de Elvira, y las tres hijas solteras de Reme, el hijo pequeño y el marido, pobre Benjamín. Benjamín no entrará al locutorio, porque ha venido su hijo mayor con su nieto, y Reme no conoce todavía al niño, y vienen desde León. Entre todos suman siete, y los siete no pueden entrar.

—Ay qué lástima, pero eso no puede ser. Usted entra conmigo, y el niño también que con este follón que hay aquí hoy, no nos van a pedir ni los papeles.

—¿Usted cree?

—Se lo digo yo.

El grupo entero ha formado un corro, y Pepita muestra a las hijas de Reme el vestido que le ha hecho a su hermana. No ha visto a Paulino, que se acerca a ella abriéndose paso entre la gente, apretando con la mano una carta que lleva en el bolsillo. No lo ha visto, pero lo verá pronto. Lo verá, cuando don Javier descubra en el joven que se acerca un enorme parecido con su nieto.

—¡No es posible!

No es posible, exclamará. No es posible. El abuelo lo mirará incrédulo. No es un parecido cualquiera. Sí, lo mirará y abrirá los ojos asombrados. Más. Más. No es un simple parecido.

No es un parecido.

Es su nieto Paulino el que se acerca. Y gritará sin poder evitarlo:

—¡Paulino, hijo!

Y extenderá los brazos hacia él. Paulino lo mirará, ahogando su sorpresa. Se agachará, para que su abuelo le tome la cara en las manos. Se abrazarán, sin dar tiempo a las lágrimas. El abuelo le dirá a su nieto que ya es un hombre, mientras lo aprieta con todas sus fuerzas, en tanto el nieto le pregunta si sabe algo de su madre y de su hermana.

—Elvirita está aquí.

—¿Aquí, dónde?

Paulino girará la cabeza a derecha y a izquierda. Buscará a su hermana con impaciencia entre el gentío que forma la cola.

—¿Dónde? ¿Dónde está?

—Dentro, hijo, Elvirita está dentro.

Don Javier señala la puerta de la prisión.

El dolor obliga a Paulino a buscar un punto de apoyo. Pepita los mira desconcertada. Poco a poco toma conciencia del peligro que corren los dos si alguien más observa aquel encuentro, e indica a la familia de Reme que rodeen al abuelo y al nieto.

—¿Y mi madre?

—Murió en el Campo de Los Almendros.

Busca apoyo, Paulino, y lo encuentra en el hombro de Benjamín.

—Quiero ver a Elvirita.

Pepita se coloca frente a él y le mira a los ojos.

—¿Dónde está Felipe?

—Allí atrás, con la chiqueta de Salamanca.

—Espérate aquí un momento, no te muevas de aquí, entraremos todos juntos.

Pepita fue a buscar a Felipe y a Amalia y, ante las quejas de los que aguardaban la cola, arrastró a la pareja.

—¿De dónde han salido esos dos?

—De mi casa, ¿le parece a usted? Éste es mi hermano, ¿se entera? Y está malo y no puede quedarse dos horas de plantón. Y ésta es su señora. ¿No ve que está malo? Y por eso me adelanto yo a coger sitio, señora, que llevo en la cola lo que va de tarde y para mí se me queda lo que he pasado por los dos, que me duele todo el cuerpo de sujetar el frío.

Los incorporó a su grupo, y organizó en un momento tres familias distintas, para que todos pudieran entrar:

—Tú eres mi marido, Paulino, y con mi marido y conmigo entra este inocente, que es nuestro hijo. Y no te preocupes, Paulino, que nuestro niño parece tontito pero no lo es.

Agarró al hijo pequeño de Reme de la mano, se colgó del brazo de Paulino y, señalando a Benjamín, le dijo a Felipe que era su suegro:

Y este hombre se llama Benjamín, y Benjamín entra contigo y con tu señora, Felipe, que para eso es tu suegro.

Sus ojos azulísimos se cruzaron con los ojos azulísimos del abuelo de Elvira, que esperaba a que Pepita dispusiera cómo y con quién debía entrar él.

—Usted, señor Javier, entrará solo, como siempre, para despistar. Y las tres hermanas entran con el que ha venido de León y con el niño, y son cinco.

Y abrieron las puertas.

Pepita explicó a La Veneno el parentesco de todos y de cada uno con tanta rapidez y tanta firmeza que a todos los dejaron pasar.

34

El entusiasmo de las presas recorre las galerías de la prisión con la noticia que acaba de vocear La Veneno. A partir de mañana, las reclusas podrán hacer labores de punto y de costura. Todos los días, excepto los domingos y las fiestas de guardar, se les entregará a cada una su labor cuando salgan al patio, y se recogerán por la noche. La directora acepta la petición que las reclusas hicieron en su día, las prendas que confeccionen podrán entregarlas a sus familiares.

La alegría de las reclusas se convertirá en excitación a medida que se acerque la hora de visita. Hortensia intentará sin éxito controlar sus esfínteres y a pesar de que le repugna ir al baño, acudirá en repetidas ocasiones tapándose la nariz con los dedos. Hace horas que han cortado el agua y de nuevo se han atascado los retretes.

La comadrona, Sole, la acompaña a todas partes.

—Yo haré punto de aguja.

Y mientras la espera, le cuenta que Victoria Kent ordenó construir la prisión de Ventas, y que estaba diseñada para albergar a quinientas reclusas. Se queja de la falta de espacio. Se queja de que doce petates ocupen el suelo de las celdas donde antes había una cama, un pequeño armario, una mesa y una silla. Se queja de que los pasillos y las escaleras se hayan convertido en dormitorios, y de que haya que saltar por encima de las que están acostadas para llegar a los retretes.

—Esto es una inmundicia. Así estamos como estamos. Once mil personas no pueden evacuar en tan pocos váteres.

A Hortensia no le interesa el motivo del estado lamentable de los aseos. No, en este momento no le interesa conocer las causas de la suciedad que las rodea, ni de las enfermedades que padecen por falta de higiene que Sole se empeña en enumerar:

—Tiña, tifus, piojos, chinches, disentería, esto es una indecencia.

No, no le interesa a Hortensia en este momento, porque se encuentra inquieta, piensa en Felipe y sólo quiere pensar en Felipe. Sólo en Felipe, su excitación le impide concentrarse en otra cosa. Ella sólo quiere recordar un beso. Un beso furtivo, el último que le arrancó a Felipe en Cerro Umbría. Un beso que a ella le pareció demasiado corto, y a él demasiado largo. El monte no es sitio para besos, le riñó. No es sitio para besos:

—Al monte se viene a pelear.

—Anda, no seas tonto.

—Déjame, Tensi, que nos pueden ver.

—¿Quién?

—Cualquiera.

Sin prisa. Ella quería un beso detenido en sus lenguas y él retiró su boca bruscamente, cuando apenas se habían rozado los labios. Se despidieron así. Así se besaron por última vez cuando Hortensia se fue a comprar víveres. Y antes de comenzar a bajar hacia El Llano, giró la cabeza y repitió que su marido era tonto.

—Eres tonto.

—Anda, vete ya. Yvuelve pronto, aquí mismo te espero.

Pero Hortensia no volvió. No volvió. Y ahora se pregunta de nuevo, como tantas veces lo ha hecho desde que la apresaran, cómo no se alarmó con el ladrido de los perros al llegar a la huerta. Felipe la esperaba, y ella no volvió. Los perros ladraban de una forma extraña, y ella no se dio cuenta. Sólo se fijó, como le habían indicado, en que la hortelana llevaba un pañuelo atado en la cabeza y se lo desató al verla llegar.

Los perros ladraban.

—¿Vende usted gallinas?

Los perros ladraban. La hortelana miró al suelo para contestar retorciendo el pañuelo entre los dedos:

 —Sí.

La miró al vientre y echó a correr llevándose el pañuelo retorcido a los ojos.

Los perros ladraban.

Ella también tendría que haber corrido. Pero no corrió. Sintió el peligro en la carrera de la mujer, en el pañuelo que se llevaba a los ojos y en el ladrido de los perros. Pero no corrió. Contuvo la respiración. Las armas de los guardias civiles encañonaron su espalda. Y ella pensó en Felipe. Aquí mismo te espero, le había dicho. Un guardia civil ató sus manos y la empujó:

—Andando. Caldo de gallina te vamos a dar a ti. Unas buenas sopas, con muchos garbanzos.

Los otros reían.

Treinta y nueve días pasó en Gobernación. Treinta y nueve días y muchas palizas y muchas horas de rodillas pasó en Gobernación. Pero Hortensia no quiere pensar en eso. Se sienta en el retrete, se toca las rodillas y piensa en Felipe. Recuerda el primer beso. Fue en Córdoba. Se acuerda de Córdoba y de la boca de Felipe buscando la suya, y se toca las rodillas. Ya están casi curadas, aunque le da la sensación de que un garbanzo se ha quedado dentro. Sí. Hay un bulto muy duro debajo de la piel, y le duele. El médico le dijo que eran figuraciones suyas. Este médico no ve bien. Está viejo, y tiene legañas amarillas. Además es dentista, qué ha de saber él. Ella está en que la piel le ha crecido encima de un garbanzo. La curó una vez, sólo una vez, cuando llegó de Gobernación. No le preguntó qué le dolía, él sólo quería saber por qué la llevaron allí. Le dijo que en la cara no tenía nada, y ella no podía ni abrir los ojos de la hinchazón. Se toca las rodillas y recuerda. Alcohol. Alcohol le frotó el dentista en las heridas y fue peor que cuando le echaban vinagre allí, en el segundo piso de Gobernación. Había un crucifijo en la pared de aquel cuarto del segundo piso de Gobernación, y muchos garbanzos sobre una tabla con sal en el suelo. A las dos o a las tres de la mañana la subían siempre, y luego la bajaban entre dos, porque ella no podía ni mantenerse derecha. Treinta y nueve días. Treinta y nueve días sin hablar con nadie. En el calabozo de al lado había una presa que se pasaba las horas cantando. Manolita se llamaba, y cantaba Tomo y obligo, de Gardel. Sólo sabe que se llamaba Manolita.

—Anda, Manolita, vamos para arriba, a ver si allí nos cantas otro tango.

No supo más de ella, sólo que se llamaba Manolita. Cantaba muy bien, y un día ya no la oyó cantar más. Rabia. Rabia es lo único que ella sentía cuando le echaban vinagre en las heridas. Rabia. Sólo la rabia mantuvo sus labios apretados. Sólo la rabia los despegó para gritar el dolor en el vientre.

—No le pegues ahí, so bestia, ¿no ves que está preñada?

Este niño va a ser fuerte. Muy fuerte va a ser. Aguantó lo que había que aguantar. Ahora se mueve. Va a ser tan fuerte como su padre. Y tendrá el pelo rizado y negro, y las manos grandes, y la boca carnosa como la boca de su padre. Hortensia sale de los aseos llevándose la mano a la boca. La comadrona le sigue los pasos, y ella se acaricia los labios. Ella no esperaba que los besos fueran con la lengua.

Fue en Córdoba y ella llevaba dos trenzas.

35

—No te separes de mí.

Hortensia estaba junto a la puerta del locutorio, detrás de Reme y de Elvira, esperando a que salieran las diez presas que habían entrado en el primer turno de visita. La comadrona se acercó a su oído para decirle que no se separara de ella, después añadió:

—Vas a tener una visita muy especial esta tarde. Fíjate bien en el marido de mi hija.

—¿En el marido de tu hija?

—Sí, en el marido de mi hija.

Hizo hincapié al pronunciar la palabra marido, le guiñó un ojo, y volvió a hacer hincapié al volver a pronunciarla.

—En el marido de mi hija, y no grites al verlo. No le hables, sólo fíjate bien en él. Recuerda lo que te digo: no le hables, y no digas su nombre.

Hortensia no podía saber de quién le estaba hablando Sole, pero lo supo.

—¿El marido de tu hija es...?

—No digas su nombre.

—Pero ¿es..., es quien me estoy figurando que es?

—Sí. Está en la puerta del locutorio. No ha querido que te lo dijera antes por si no le dejaban entrar, pero ya está en la puerta, la paquetera acaba de pasarme esta nota, mira: «Tu hija ha entrado con su marido».

—Silencio, ¿no saben que en la cola no se habla?

Es Mercedes la que grita Silencio. Mercedes quiere aprender a gritar. La funcionaria con moño de plátano se dirige a Hortensia y a Sole:

—Ustedes dos, den un paso al frente.

Grita, porque después del suceso del dedo del niño Dios recibió una dura amonestación de la hermana María de los Serafines. Le dijo que era muy blanda con las internas, y que debía aprender a ponerse en su sitio si no quería perder su puesto.

—Se le están subiendo a la chepa, Mercedes, y si a usted se le suben a la chepa se nos suben a todas a la chepa. Tengo mis informadores, no crea que no sé lo de la cancioncita, sé lo que pasa en la prisión a todas horas y a usted se le están subiendo a la chepa. A todas horas, no lo olvide.

No lo olvida. Y Mercedes se acerca a Hortensia apuntándola con el dedo:

—¿Quiere que la castigue sin comunicar?

Hortensia quiere decir No. No, quiere decir, pero se le ha formado un nudo en la garganta que le impide hablar.

—¿Qué le pasa, no quiere contestar?

—Es que Hortensia no se encuentra bien.

Es Sole la que contesta.

—¿Y por eso tiene que hablar en la cola? Pues a lo mejor ya ha hablado bastante y no le hace falta entrar al locutorio a hablar más.

—No se encuentra, le ha dado un vahído, y yo soy nueva, y no sabía que en la cola no se puede hablar, le ha dado un vahído, por eso le he hablado yo, que soy comadrona, y como ella está encinta y yo soy comadrona, le he preguntado de cuántas faltas está.

Las presas del primer turno comenzaron a salir del locutorio. Hortensia las miró, miró a Mercedes, apretó los labios y contuvo las lágrimas. La desesperación le hizo tragar el nudo que cerraba su garganta:

—Hoy es Navidad, se lo pido por Dios. Déjeme entrar.

No tuvo valor para negárselo, Mercedes. Y dio la orden de que entrase el segundo turno después de castigar a Hortensia y a Sole.

—Mañana fregarán la galería ustedes dos. Entren de una en una. Ustedes dos pasarán las últimas.

La primera en entrar al locutorio fue Elvira. Corrió hacia la esquina derecha y se apostó pegada a la tela metálica.

—Aquí, abuelo, aquí.

También su abuelo fue el primero en entrar. Anduvo lo más aprisa que pudo y se pegó a su vez a la tela metálica que cercaba el pasillo desde su lado.

—Te traigo una sorpresa.

Pero su nieta ya no pudo oírle, las demás presas gritaban a sus parientes.

—Aquí, aquí.

—Aquí, madre, en el medio.

La sorpresa de Elvira se acercó a la tela metálica con avidez en la mirada. Elvira no reconoció a Paulino de inmediato. Su abuelo señaló al hombre que tenía a su lado y ella le miró. Le miró fijamente. Se miraron. Habían pasado casi dos años desde la última vez que se miraron. Paulino reconoció en la coleta roja a la niña que dejó en el puerto de Alicante.

—Chiqueta.

Y ella, sin pensarlo, movió la cabeza a derecha y a izquierda azotando de rojo el aire.

—Paulino.

Él se llevó el índice a los labios y le ordenó que callara su nombre. A su lado, el hijo de Reme alzaba a su nieto entre las manos estirando hacia arriba los brazos. El niño no paraba de llorar. Reme tampoco.

—Tráemelo el día de la Merced.

Suplicaba Reme intentando controlar su llanto. Pero su hijo no la oía. Su hijo sólo oía los gritos de Pepita llamando a Hortensia:

—Aquí, aquí, Hortensia.

Hortensia había entrado del brazo de Sole. Y habían entrado las últimas. Sole intentaba hacer un hueco para las dos ,junto a Reme, empujando a una presa que defendía su espacio a empujones. Hortensia buscaba a Felipe con la mirada. Soltó el brazo de Sole y se apoyó en los hombros de Reme.

—Tensi, ¿estás bien?

Ella dio un paso hacia adelante. Él se agarró a la alambrada.

La comadrona había conseguido por fin abrirse un sitio. Empujó un poco más y abrió otro para Hortensia. Le extendió la mano, y Hortensia se dejó conducir hacia su hueco mirando a Felipe.

La mujer que no sabe que va a morir se acerca a la tela metálica. No intenta hablar. Saborea la mirada de Felipe.

—Tensi.

Él pronuncia su nombre por última vez. La mira en silencio. Saborea su mirada. Ella se acaricia las mejillas con las dos manos. Y él también.

La guardiana que recorre el pasillo central camina despacio con los brazos en jarra. Mira a la derecha y a la izquierda con el ceño fruncido. Observa a los familiares. Vigila a las presas. Es La Zapatones, y murmura en voz baja una letanía, la misma que masculla siempre que le toca el turno de locutorio. Algunos creen que reza una oración. Pero no. Repite una y otra vez el último parte de guerra. El parte que su admirado Generalísimo escribió por primera vez de puño y letra. Estando enfermo de gripe, con fiebre, lo escribió de puño y letra. Y ella lo aprendió de memoria: En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Mira a las presas. Mira a sus familiares. Y repite su desprecio, una y otra vez:

Cautivo y desarmado el ejército rojo.

Una y otra vez: Cautivo y desarmado.

CUARTEL GENERAL DEL GENERALÍSIMO

ESTADO MAYOR

SECCIÓR DE OPERACIONES

PARTE OFICIAL DE GUERRA

correspondiente al día 1° de abril de 1939

III Año Triunfal

En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas Racionales sus últimos objetivos militares.

                                  LA GUERRA HA TERMINADO.

BURGOS 1° de abril de 1939

Año de la Victoria

EL GENERALÍSIMO,

SEGUNDA PARTE

«Quieres llorar.

Y es tiempo de sequía.

Quieres llorar. Y son tus ojos

girasoles marchitos.»

MARTÍN ROMERO MORENO

1

En silencio y en orden regresan a la galería número dos las reclusas que han ido a comunicar. En silencio y en orden, todas, excepto Reme, que lleva en la mano una silla baja de anea que le ha traído Benjamín, se dirigen hacia sus petates enrollados contra las paredes del pasillo central, en los peldaños de las escaleras o en las celdas, donde tomarán asiento para memorizar la visita en silencio y en orden. Con la mirada perdida, intentarán atrapar los últimos diez minutos, retener el tiempo que ha pasado ya, para el recuerdo.

Reme guarda en su mirada perdida el llanto de su nieto. Coloca su silla junto al petate de Hortensia y la invita a sentarse. Reme no debe llorar. Y no llora. Volverá a ver al niño en septiembre, el día de la Merced, el veinticuatro; de hoy en ocho meses volverá a verlo. El día de la patrona de prisiones permiten a los niños entrar al patio del penal. Y Reme abrazará a su nieto por primera vez.

Diez minutos. Todas y cada una de las presas que han pasado diez minutos frente a sus familiares perderán la mirada muchas veces. Se perderán, porque tienen un lugar donde perderse. Diez minutos. Y Hortensia acepta la silla de anea, y en sus ojos resplandecen los ojos de Felipe; su sonrisa sonríe en su boca; y son las manos grandes de Felipe las que acarician las mejillas de Hortensia con las manos de Hortensia. Diez minutos. Y Hortensia no debe llorar. Se sienta. Y no llora. A su lado, Elvira se desata con furia la coleta. No debe llorar. Pero llora. Llora y se despeina porque no sabe cuándo podrá volver a agitar su cola de caballo para su hermano.

—Elvira, compórtese.

A La Veneno le irrita que las internas pierdan el control. Y Elvira comienza a perderlo. No permitirá sus lágrimas. No permitirá que revolucione a las demás. No lo permitirá. Se acercará a ella con los brazos cruzados bajo el escapulario delantero de su hábito y le ordenará con un grito que se controle:

—Contrólese.

La disciplina comienza por el control. La hermana María de los Serafines lo sabe. Y está dispuesta a castigar a la niña pelirroja que no va a morir. La mira con desprecio mientras Elvira llora y revuelve su melena con las dos manos después de arrojar su lazo a los pies de la monja, después de arrojar a sus pies su desesperación.

El volumen del vientre de Hortensia le impide levantarse deprisa. Quiere recoger el lazo. Quiere tranquilizar a Elvira porque teme que la hermana María de los Serafines la castigue.

La va a castigar, sí.

—Sabe de sobra que no quiero lágrimas aquí. Sabe de sobra que no consiento ni una sola rabieta. Lo sabe. Y, por si se le ha olvidado, yo se lo voy a recordar.

La monja la ha cogido por el brazo y la levanta de un tirón de su petate.

—Venga conmigo.

Se la lleva.

Hortensia consigue superar la torpeza, se levanta sujetándose los riñones y se acerca a la monja.

—Hermana, por caridad, no se la lleve, está malita, tiene calentura, y tose.

Reme y Sole siguen a Hortensia.

—Está del pecho, tiene una tos muy fuerte.

—La tiene agarrada en lo hondo, no sabe usted bien cómo está esa niña.

La hermana María de los Serafines se vuelve hacia ellas. Aprieta los dientes y frunce el ceño al mirar a las tres. Sin mediar palabra, tira del brazo de Elvira y la empuja hacia el pasillo.

Se la lleva.

Sí, se la lleva.

Y Elvira no para de llorar.

2

La melena roja de Elvira ha dejado de ser de Elvira. Antes de cortársela, La Veneno le hizo una trenza. De raíz, se la cortó de raíz en presencia de La Zapatones, que estaba de pie frente a Elvira, la barbilla adelantada hacia ella y las piernas abiertas, vigilante, con los pulgares colgados en su cinturón, ordenándole que no se moviera.

—No se mueva.

Se la cortó de raíz, La Veneno. Después entregó su trenza roja a La Zapatones. Y La Zapatones la metió en la bolsa donde guardan el pelo, para venderlo.

—A ver si ahora aprende.

Ha aprendido Elvira. No debe llorar. Regresa a la galería número dos sin su melena. No debe llorar. Y no llora. Se sienta en su petate tapándose la cabeza con las manos y se lamenta sin llorar:

—Me han robado el pelo.

Intenta consolarla, Reme, y comienza a decir el refrán que se ha repetido a sí misma tantas veces:

—El que se pela...

Pero Elvira la interrumpe sin consuelo y se abraza a ella:

—No se estrena, Reme, no se estrena.

—¡Sangre mía!

Le dice sangre mía, aunque en esta ocasión Reme no piensa en sus hijas, y le acaricia la cabeza.

—Crece, crece pronto, ya lo verás.

—Me lo han robado.

Y dice que se lo han robado porque muchas presas venden su cabello a las monjas, para comprar en el economato de la prisión. Y las monjas lo venden a su vez a los traperos, para hacer caridad.

—Van a venderlo.

Elvira ve su pelo trenzado caer a la bolsa. Ve cómo se desliza su trenza. Ve cómo resbala un pez en la talega de un pescador. Y no ve cómo se acerca Mercedes colocándose las horquillas de su moño de plátano:

—Qué silla más bonita.

Hortensia acaricia la espalda de Elvira y contesta que la silla no es suya sin mirar a la funcionaria.

—¿De quién es?

—Déjenos en paz.

—¿Cómo dice?

—Hágame usted ese favor, estamos en familia y en familia queremos estar. La silla es de la Reme, por si lo quiere saber de veras. Y ahora que ya lo sabe, ¿quiere alguna cosita más, vida mía?

Todas las miradas se dirigen hacia Mercedes: la de Sole, la de Elvira, la de Reme, la de Hortensia; y Mercedes da media vuelta mientras las presas continúan mirándola.

—Coño, le has echado valor.

Rió Sole al admirar a Hortensia.

—Cojones es lo que le ha echado.

Rió Reme. Rieron las demás. Y rió Elvira.

—Ahora vamos a ver lo que nos han traído, que los malos momentos vienen solos, pero los buenos hay que buscarlos.

—Y en barriga llena no entran penas.

Lo primero que vio Hortensia entre las cosas que le había enviado Pepita fue su vestido. Un vestido de franela gris, cuajado de pequeñísimos ramilletes blancos.

—Quiere que me alivie el luto.

—Pues hala, a aliviarse, Hortensia.

Reme sacó un paquete envuelto en papel de estraza. Era jamón. Un pequeño trozo de jamón.

—Benjamín me ha traído jamón.

—¿Jamón? ¿Has dicho jamón?

—Pobre, yo le había pedido jabón. Yo le había pedido una pastilla de jabón. Y él me ha traído jamón. Me entendería mal.

—Yo tengo pavo, madre mía de mi vida. Mira, Elvirita, tengo pavo.

—Hoy vamos a cenar largo, Elvirita.

—Como reinas, hija, como reinas.

—Pues yo voy a ir al economato a comprar agua caliente y nos hacemos un café, ¿quieres?

Todas intentaban distraer a Elvira, que dejó de tocarse la cabeza para buscar sus viandas, y gritó entusiasmada al descubrir la sorpresa que le había enviado su abuelo:

—¡Turrón!

Esa noche, mientras compartan el placer de saciar el hambre, Hortensia, Reme y Sole pensarán en Tomasa. Pero ninguna de ellas hablará de Tomasa.

Elvira sólo pensará en su hermano. Comerá intentando recordar su aspecto, apreciará el gran parecido con su padre. Después, dormirá junto a Reme, abrazándose a ella para sentir su calor, y despertará en numerosas ocasiones:

—Paulino.

Lo verá acercarse a la valla metálica del locutorio y llevarse el índice a los labios. Se mirarán los dos. Se reconocerán:

—Paulino.

Ella intentará dormir de nuevo, tapándose la boca

con la mano, para callar su nombre. Y volverá a dormir. Y volverá a verlo. Y no podrá evitarlo, gritará:

—Paulino.

Él volverá a llevarse el índice a los labios.

3

La carta que escribió Paulino continúa en el bolsillo de su chaqueta. La escribió para Pepita. Y la olvidó. La olvidó por completo al ver a su abuelo en la puerta de la prisión de Ventas. Ahora la acaricia con los dedos. Y duda. Quizá sería mejor no entregársela. Aprieta la carta que escribió al llegar a casa de Amalia, la salmantina que milita en Solidaridad Obrera, la hija de Sole. Tengo que irme, pero quiero que sepas que, aunque mi gusto sería quedarme contigo, mi deber está por encima de mi gusto, y siempre lo estará. Quizá sería mejor decirle a Pepita que olvide lo que le pidió en la iglesia de San Judas Tadeo.

Aprieta la carta. La arruga.

Y camina junto a Pepita.

El grupo que se había formado para entrar en la prisión se dispersó al salir. Los que habían entrado juntos salieron juntos y se despidieron en la puerta. Cada cual marchó con los que había llegado, pero Paulino le dijo a Felipe que no regresaría con él, que llevaría a su abuelo a casa. Y le pidió a Pepita que les acompañara.

—Si es de tu gusto...

Si es de tu gusto, contestó ella ruborizada mirándole a los ojos. Y ahora que ya se han despedido de don Javier, caminan juntos. Solos. Y los ojos de un color imposible vuelven a mirarle con rubor mientras él arruga la carta en su bolsillo y Pepita baja la mirada para hablarle a media voz:

—Me pediste una contestación que todavía no te he dado. ¿Quieres que te la dé, o ya no quieres?

—Antes, quiero que sepas una cosa.

—¿Qué cosa?

—Una cosa muy importante, que quiero que entiendas bien.

—Tú dirás.

—Quiero que la entiendas muy bien, ¿comprendes? Si después de lo que voy a decirte no quieres saber nada de mí, lo entenderé, ¿comprendes?

Ella continuó mirando al suelo. La indignación que había sentido al creerse abandonada por Paulino había ido en aumento a medida que pasaron los días. Pero desapareció al instante cuando le vio en la prisión de Ventas. Al verle llegar, se desvaneció el abandono. Se desvaneció el temor a no verle nunca más. Aunque ahora, prende en ella idéntico temor. ¿Qué es aquello que debe saber antes de contestar? Va a abandonarla. ¿Qué debe comprender? No volverá a verla nunca más.

El volvió a preguntar:

—¿Comprendes?

Ella temió más que nunca al responder de nuevo:

—Tú dirás.

—Soy comunista.

Pepita soltó una carcajada y se llevó la mano a la boca para seguir riendo.

—¿De qué te ríes?

—Yo me estaba figurando que me ibas a decir que estabas casado, o que tenías un chiquillo por esos mundos.

—Qué cosas tienes.

—A ver, como andas por ahí, en la guerra.

—Esto es mucho más serio que un hijo, chiqueta. Soy comunista, y lo seré toda la vida. Voy a Toulouse a ponerme a disposición del Comité Central. Pueden cogerme por el camino y meterme en la cárcel, o pueden matarme, ¿comprendes?

—Mucha importancia te das tú, ¿qué hay que comprender? Yo ya sabía que eras comunista. Felipe es comunista, mi hermana es comunista, y don Fernando, el último que me podía yo imaginar, también es comunista. Hasta la señora Celia es comunista, cómo no ibas a serlo tú.

—Pero yo soy un huido, chiqueta, ando escondido y tengo que seguir escondiéndome. No quiero engañarte, no sé cuánto tiempo seguirá siendo así. Tienes que saber que soy un hombre político y que nadie podrá cambiar mis ideas. Nadie. Esto es una cosa más seria que si hubiera tenido un hijo, y será así hasta que me muera, o hasta que me maten si me tienen que matar.

—Y la mujer que comparta tu suerte ha de ser conforme con eso.

—La mujer que comparta mi suerte ha de saber que la suya puede ser muy negra. Me pueden coger y me pueden matar, nos podemos casar y quedar viuda o me pueden matar sin casarnos. Y tú tienes que pensarlo bien. Yo no sé si tengo derecho a pedírtelo, o si hubiera sido mejor no pedírtelo. Yo no sé cuánto tiempo tendré que seguir escondiéndome.

Ella levantó la vista del suelo. Él le tomó la mano y la pasó bajo su brazo.

—¿Quieres ser mi novia?


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