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La voz dormida
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Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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—Moronda, ¿qué nos vas a dar de cenar?

—Pues verán ustedes. Ahora mismo eché el arroz, que va ser lo primerito. Lleva almejas, que me subieron esta tarde de Granada. Unas cortadas de jamón de Trevélez y pimientos, más sabrosos y dulces que el almíbar. De seguida, cordero asado con papas.

Las mujeres que miran a Hortensia abandonan su labor y escuchan el menú tragando saliva. Elvira observa el hambre en sus miradas, algunas se chupan los labios.

—Bueno, ya ensayaremos eso después. Ahora vamos con Gabriel.

Para ayudar a Reme, la más torpe en el oficio musical, cantarán todas juntas La tarántula.

La tarántula es un bicho mu malo.

No se mata con piedra ni palo.

Que huye y se mete por tos los rincones y son mu malinas sus picazones.

Elvira se coloca junto a su oído para que recupere el tono. Reme desafina. No deja de mirar a La Zapatones.

... será que a mí me ha picao la tarántula dañina.

Por eso me he quedao más delgao que una sardina...

A pesar de los esfuerzos de la niña pelirroja, la voz estridente de Reme estalla como un grito y hace reír a las demás. Un grito liberado, que Reme dirige hacia La Zapatones.

—!Que te va a ver!

.. no le temo a los rayos ni balas, ni le temo a otra cosa más mala...

Las carcajadas que el coro no puede sofocar dejan a Reme sola con la canción.

que me hizo mi pare más guapo que al gallo, pero a ese bichito que lo parla un rayo.

—Así no vamos a llegar nunca a nada.

—Ay, si es que parece el gallo de una gallina clueca.

—Ay madre, ay madre mía de mi vida, y la cara de sentimiento que me pone.

—No lo hace tan mal.

—Eso lo dirás tú, chiquilla, que eres más cumplida que un luto.

En la puerta enrejada, aparece La Veneno. Golpea la cancela como quien toca una campanilla, con el crucifijo de metal que cuelga de un cordón de su cintura. Llama la atención de la guardiana. Y le da un recado.

Desde el extremo del patio, La Zapatones se dirige con paso lento hacia el grupo que ríe. Hortensia deja de reír cuando la ve llegar. La está mirando:

—Hortensia, acompáñeme, tiene una comunicación por jueces.

Volverá el silencio al patio. Volverán las presas a su labor. Volverá la angustia de una espera.

Antes de abandonar el patio, Hortensia mirará hacia arriba. Las nubes cubren por completo el pedazo de firmamento que perfilan los muros.

Al cabo de unos minutos, regresará y hablará en voz baja con Reme y Elvira. Les dirá que la Auditoria de Guerra del Ejército de Ocupación ha ratificado las sentencias. Todas las ejecuciones tendrán lugar cuando reciban el enterado del Jefe del Estado. Todas, excepto la suya. A Hortensia le conceden la gracia de esperar a que nazca su hijo. Su ejecución queda en suspenso hasta entonces.

—Carajo, así la criaturita no quiere ver el mundo, Hortensia.

Antes de que Reme acabe de pronunciar el nombre de la mujer que va a morir, La Zapatones habrá reunido en un rincón a las otras compañeras de expediente. Doce. Y se las llevará también por unos minutos, diciendo que tienen una comunicación por jueces.

Hortensia las verá salir en fila del patio. A todas las verá mirar un momento hacia lo alto. Y sabrá que todas llevan una misma esperanza. Una esperanza idéntica. Y las verá regresar sin ella, mirando las doce hacia la tierra.

Esa misma noche formarán otra fila en la galería después de que La Zapatones lea sus nombres en una lista y La Veneno les ordene salir con la ropa puesta.

—Las nombradas, salgan con la ropa puesta.

—Faltan tres.

—¿Cómo que faltan tres?

—Sí, aquí hay nueve.

Las nueve jóvenes que ya están en fila miran a sus compañeras de expediente. Hortensia, Elvira, Reme y Sole las miran también. El miedo ha paralizado a las tres mujeres que deben salir. La funcionaria grita sus nombres. La Veneno se impacienta:

—¿Es que no están?

La Zapatones mira a un lado y a otro, confusa:

—Tienen que estar.

Y vuelve a nombrarlas.

El pánico de las condenadas aumenta con los gritos que pronuncian sus nombres. Ninguna de las tres es capaz de moverse.

—Bendito sea Dios, ¿pero usted no sabe a quién se tiene que llevar?

—Sí, hermana, a las que están en la lista, pero yo no puedo conocer a todas las internas una por una. Tienen que salir ellas.

—¡Esto es el colmo!

La hermana María de los Serafines gritará con vehemencia. Exigirá a las tres condenadas que salgan.

—¡Salgan!

El miedo crece.

De nuevo, tres nombres serán lanzados al aire como una descarga. Y ninguna de las nombradas, incapaces de reaccionar, podrá vencer su parálisis.

—¡Ya está bien! Llévese a las nueve que tiene y vuelva con refuerzos.

Vendrán los refuerzos. Todas las presas de la galería número dos derecha serán obligadas a formar en el pasillo. Hortensia, Reme, Elvira y Sole se situarán junto a las tres condenadas, que habrán podido apenas dar dos pasos, arropadas por el movimiento de las demás. Volverán a gritar sus nombres.

Volverá el silencio, la parálisis, el miedo.

—Si no quieren decir ustedes quiénes son, contamos hasta treinta.

Y contaron hasta treinta. Y sacaron a cuatro de la fila. Tres veces contaron hasta treinta.

A doce presas sacaron de la fila. Elvira estaba entre ellas.

—¡Vamos!

Y, a la orden de ¡Vamos!, comenzaron las doce a caminar.

Nadie preguntó a las nombradas por qué no salían. Nadie las señaló con la mirada.

Ellas verán cómo se llevan a sus compañeras. Comprobarán que es cierto: se las llevan. Es cierto.

Y vencerán el pánico.

Darán dos pasos al frente.

Y saldrán.

La Veneno detendrá la marcha de las que había escogido el azar, y las doce abrazarán a las tres condenadas. Y les darán las gracias.

Elvira se abrazará a Reme.

—¡Sangre mía!

Y Hortensia se abrazará al hijo que lleva en el vientre. Y comenzarán los dolores de parto.

15

—Lleva toda la noche, doctor, y toda la mañana. Alumbra la coronilla y luego se vuelve para atrás.

—¿Y qué quiere que haga yo? Yo no soy tocólogo, Sole.

—Salve a ese niño. Sálvelo usted que es médico y lo puede salvar. Yo no he visto un parto tan torcido en todo lo que llevo de vida. La criatura está colocada, pero cuando parece que viene deja de venir.

Apenas sin fuerzas, Hortensia solloza en la camilla de reconocimiento de la enfermería. Mercedes le aprieta la mano y le seca el sudor de la frente dándole ánimos:

—Anda hija, que ya está aquí, tienes que empujar.

—Que se lo den a mi hermana, hágame usted ese favor, que no lo lleven al orfelinato, que se lo den a mi hermana, por lo que más quiera usted.

El parto del hijo de Hortensia tardó aún siete horas más. Las contracciones mantenían a la parturienta en un quejido continuo. La comadrona no sabía qué hacer. Y el médico tampoco, registró en su memoria las clases de tocología en la Universidad, las prácticas en la maternidad de Santa Cristina y los manuales de obstetricia que manejó en los cursos superiores en la Facultad de Medicina. Cuando la mujer que iba a morir dio por fin a luz, don Fernando cortó el cordón umbilical y cogió al recién nacido por los pies gritando que era una niña sin disimular su alivio y sin reprimir su alegría.

—¡Una niña!

—¿Está sanita?

—Sanita, y tan guapa como la madre.

—Deje que vea si viene completita, doctor.

El médico entregó a la niña a los brazos abiertos de la madre.

Y Hortensia le contó uno a uno los dedos de las manos.

—Cinco deditos en cada mano.

—Y otros tantos en cada pie, Hortensia. Está enterita. ¿Cómo le vas a poner?

—Tensi. Se llamará Tensi.

—¿Tensi?

—Hortensia, pero un día conocerá a su padre y él la llamará Tensi, como me dice a mí.

El médico se retiró a lavarse las manos pensando en su esposa, en lo feliz que estaría con un hijo en los brazos, el niño que ambos deseaban y que nunca llegó. Era tiempo ya para la reconciliación. Ya era tiempo. Él no había querido decirle que volvía a ser médico. No había querido, porque las razones que le llevaron a regresar al ejercicio de la medicina nada tenían que ver con ella y no eran motivo de orgullo para él. Y no había querido, porque aún no sabía si había tomado la decisión correcta. Pero hoy ha traído un niño al mundo, y desea compartir con doña Amparo su satisfacción.

—Doctor, ¿puedo pedirle un favor?

Era Sole, que se acercó a él extendiéndole una toalla.

—Dígame, si está en mi mano...

La comadrona le contó la situación de Hortensia, los temores ante la inminencia de su ejecución:

—Van a fusilar a Hortensia.

—¿Cómo dice?

—Estaban esperando a que naciera la niña.

Don Fernando enjuga la humedad de sus dedos, uno a uno, como si quisiera limpiarse el horror.

—Pero ¿qué me está diciendo?

—Que ya ha nacido la niña. Así que van a fusilar a la madre. Y a la niña la llevarán a la inclusa, o se la darán a cualquiera.

—¿Y qué puedo hacer yo? Yo no puedo hacer nada.

—Pídale a la guardia civila que avisen a su hermana. Si usted se lo pide, lo hará. Hoy es día de visita, estará en la puerta. Usted sólo tiene que decirle que le mande recado de que la niña ha nacido ya, y que venga a por ella.

Las manos del doctor Ortega ya están secas. Sole insiste en su ruego mientras le retira la toalla:

—Es usted una persona buena, doctor, lo lleva escrito en la cara, ¿hará usted esa bondad?

Sole ha dejado la toalla sobre el lavabo y tira de la manga del médico. Le mira a los ojos como quien se asoma a un pozo para ver si hay agua. ¿Hará usted esa bondad? Vuelve a preguntar. Y luego le pide perdón, al advertir que le está tirando de la manga.

—No se preocupe, Sole, lo haré.

Lo hará. Le dirá a Mercedes que busque a la hermana de Hortensia en la puerta, sin saber que la hermana de Hortensia se llama Pepita. Sin saber que la hermana de la mujer que acaba de ser madre es la joven de ojos azulísimos que determinó su regreso al ejercicio de la medicina. Él sabía que una hermana de Pepita estaba en Ventas. Lo sabía. Pero lo había olvidado. Se lo dijo doña Celia cuando le pidió, de parte de El Chaqueta Negra, que tomara a su servicio a la hermana de una camarada presa. Y lo había olvidado. Hortensia es la hermana de la muchacha de ojos azulísimos que le envió doña Celia. Pepita. Y el marido de Hortensia es el hombre que tenía una bala en el costado. Don Fernando no será consciente de ello hasta que entregue el recado a Mercedes, hasta que pronuncie el nombre de Hortensia y diga que su hermana ha de saber que la niña ha nacido. Entonces comenzará a relacionar a las dos mujeres. Y recordará las palabras atropelladas de Pepita, las que soltó de corrido cuando le llevó el mensaje de El Chaqueta Negra:

—... porque Felipe tiene una bala dentro y hay que sacarla, para que no se muera. Y usted es médico, señorito, usted es el médico que necesita el marido de mi hermana Hortensia, que está presa y está preñada y se morirá si Felipe llega a morirse.

Y saldrá de la prisión pensando en Pepita. En Hortensia. En Felipe, en el proyectil que le extrajo del costado. En la niña que acaba de traer al mundo. Y en su regreso definitivo a la medicina.

Y llegará a casa habiendo decidido que siempre será médico.

Sonreirá al abrir la puerta. Sonreirá, porque ya es tiempo de comunicarle su decisión a su esposa. Se quitará la capa española, la colgará del perchero sonriendo y procurará que suenen sus pasos al caminar. Se dirigirá hacia el reloj de pared del pasillo, le dará cuerda sin perder la sonrisa.

Y subirá las escaleras despacio.

Pisará fuerte, para que doña Amparo sepa que está subiendo.

Por fin está subiendo.

Y doña Amparo oirá los pasos que suben, los oirá con claridad. Está subiendo. Su marido está subiendo las escaleras de la torre.

Por fin está subiendo.

Y ella comenzará a bajar.

16

Todas las mañanas, antes de acudir a la estación a recoger carbonilla, Pepita irá a la prisión de Ventas a preguntar por Hortensia, tal y como le indicó Mercedes el día que nació la niña. Y todas las mañanas le contestarán lo mismo:

—Tu hermana está bien, la han llevado al pabellón de madres. Ven el día de visita.

—¿Se sabe ya cuándo...?

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo la sacan?

—Ya está bien, ¿no? Te he dicho que eso no se pregunta, y que vengas el día de visita. ¿Es que no te cansas de preguntar?

No había modo de saber hasta cuándo permitirían que Hortensia amamantara a su hija. No había modo, pero Pepita no se cansaba de preguntar.

—Es por la niña, ¿sabe usted? Yo soy su tía y soy yo quien me la tengo que llevar cuando saquen a mi hermana. No sea que vaya a ser que crean que no tiene a nadie, pero me tiene a mí. Es por eso, y por nada más que por eso, que preciso saber cuándo...

—Ya lo sé, ya lo sé, me lo has dicho mil veces y mil veces te he dicho yo que aquí eso no se pregunta. ¿Te has enterado ya?

—Sí, señora.

—Pues, hala, ahora vete y vuelve el día de visita.

Sí, señora, volvía a decir Pepita, y se marchaba tranquila sabiendo que a su hermana le habían concedido un día más.

Pudiera ser que se apiadaran de Hortensia y, a pesar de que le habían denegado el indulto, la dejaran vivir. Pudiera ser. Incluso podrían olvidar que estaba pendiente su pena. Pudiera ser que no se acordaran de ella. Pero se acordarán de ella.

Durante un mes y medio, Pepita acudirá por las mañanas a la puerta de la prisión. Los días de visita verá a Hortensia en el locutorio, siempre con su hija en los brazos, preguntando siempre si Pepita le trae noticias de su marido:

—¿Sabes algo de él?

—¿Qué?

Alzará a la niña envuelta en una toquilla blanca que le han tejido sus compañeras de galería, Elvira, Reme y Sole.

—Dile que es rubia, y que tiene los ojos celestes como tú, y como madre.

Pero Pepita no oye a Hortensia, ni puede ver a la niña. No puede distinguir más que un bulto en la penumbra, enrollado en una toquilla, detrás de las telas metálicas. Grita, para intentar que su hermana le oiga decir que la niña es muy guapa.

—¡Es muy guapa, muy guapa!

Aunque no sabe si es muy guapa.

Al cumplirse un mes y medio del nacimiento de la niña, cuando Pepita llegue temprano a la puerta de la prisión para preguntar por Hortensia, la portera no le contestará que regrese el día de visita.

—Espera aquí un momento.

—¿Qué pasa?

—Nada, tú espera aquí.

La funcionaria con moño en forma de plátano aparecerá al cabo de unos minutos. Le entregará a Pepita una bolsa de labor, y a la niña que lleva en los brazos. Y entonces Pepita sabrá que esa misma mañana regresará su luto riguroso.

Cuando llegue con su dolor a la pensión, doña Celia la estará esperando. A su rostro asomará la angustia de buscar palabras que sirvan para nombrar la muerte. Pero al ver a la niña en brazos de Pepita, sabrá que no es necesario nombrarla.

—Le he lavado la cara.

Le he lavado la cara, le dirá.

—Y le he cerrado los ojos.

Y le ha cerrado los ojos.

Y le entregará un pequeño trozo de tela cortado a tijera.

Un trozo de franela gris, con florecitas blancas.

17

Tomasa no pudo despedirse de Hortensia. Acurrucada en su dolor a oscuras, en su celda y en silencio, se niega a dejarse vencer. Nuestra única obligación es sobrevivir, había dicho Hortensia en la última asamblea a la que ella asistió. Sobrevivir. Tomasa no permitirá que el dolor la aplaste contra el suelo. Sobrevivir. Locuras, las precisas, había dicho Hortensia. Locura. Ronda el silencio. El silencio hace su ronda y ronda la locura. Sobrevivir. Y ronda y ronda. No se lo vamos a poner tan fácil. No. Tomasa no pudo despedirse de Hortensia. Se acurruca en su dolor. Sobrevivir. Y contar la historia, para que la locura no acompañe al silencio. Se levanta del suelo. Contar la historia. Se levanta y grita. Sobrevivir. Grita con todas sus fuerzas para ahuyentar el dolor. Resistir es vencer. Grita para llenar el silencio con la historia, con su historia, la suya. La historia de un dolor antiguo que ahoga el llanto de no haber podido despedirse de Hortensia. Tomasa camina dos pasos al frente, da la vuelta y recorre la celda, otros dos pasos.

Volver. Llora.

Y cuenta a gritos su historia, para no morir. Camina y cuenta:

—Yo tenía cuatro hijos, y una nieta.

Cuenta que tenía cuatro hijos y una nieta, y que la niña se les murió de hambre en Los Santos de Maimona.

—Se nos murió. Se llamaba Carmen, Carmencita, mi niña.

Y grita que la madre de la niña era ama de cría.

—Le daba de mamar a dos mellizos en Zafra, y para los tres no le llegaba la teta. Mi consuegra se comía la leche en polvo que la madre le compraba a la hija. Tanta hambre tenía la mujer, tanta hambre, que no supo qué decirle a su hija cuando vio que la niña estaba muerta.

Camina repitiendo sus pasos. Y cuenta que a sus cuatro hijos, a su nuera, a su marido y a ella los cogieron en el monte. Que se echaron todos al monte cuando los acusaron de rojos y de ocupar una finca.

Y era verdad, claro que éramos rojos, y claro que ocupamos la finca. Que estábamos hartos de ir a la rebusca de la aceituna. Las pocas que encontrábamos después de la recogida las cambiábamos por aceite, de eso malvivíamos todos, de la poca aceituna que quedaba en el suelo, que el jornal de yuntero no remontaba nada y no alcanzaba ni para el sustento.

Es hora de que Tomasa cuente su historia. Como un vómito saldrán las palabras que ha callado hasta este momento. Como un vómito de dolor y rabia. Tiempo silenciado y sórdido que escapa de sus labios desgarrando el aire, y desgarrándola por dentro.

Contará su historia. A gritos la contará para no sucumbir a la locura. Para sobrevivir.

Para sobrevivir.

Y cuenta, y grita que a su nuera y a sus cuatro hijos los tiraron desde el puente de Almaraz ante sus propios ojos.

—Cincuenta y tres metros de alto tiene ese rejodido puente.

Ante sus propios ojos les dispararon cuando ya estaban en el agua intentando ganar la orilla. Los tiradores eran expertos. Y todos los «mareados» se hundieron. Así llamaban, «el mareo», al procedimiento de limpieza que usaban las fuerzas de la Benemérita encargadas de la persecución de huidos rojos en el 2.° Sector, el de Cáceres y Badajoz. Así lo llamaban. Después la marearon a ella, y a su marido. Él logró mantenerla a flote y llevarla a la orilla, con su cuerpo protegió su espalda de las balas que venían de arriba. Cuando llegaron a la margen derecha del Tajo, su marido estaba muerto. Ella abrazó su cabeza. Y le cerró los ojos, y se mantuvo abrazada a él hasta que una pareja de falangistas al mando de El Carnicero de Extremadura la arrancó de su duelo y empujó el cadáver al agua. Ella lo vio deslizarse corriente abajo mientras la esposaban.

Grita. Para que despierte su voz, la voz que se negó a repetir la caída de unos cuerpos al agua. Porque contar la historia es recordar la muerte de los suyos. Es verlos morir otra vez.

—A mis hijos también se los llevó el río.

Palabras que estuvieron siempre ahí, al lado, dispuestas. La voz dormida al lado de la boca. La voz que no quiso contar que todos habían muerto.

Llora.

Cuenta.

Y mi nuera, vestida de blanco, con su traje de ama de cría se fue con el agua.

Y ella no. Ella no.

A ella la levantaron del suelo diciéndole que viviría para contar lo que les pasa a Las Damas de Negrín. Y se la llevaron a Olivenza, a la cárcel de mujeres. Allí pasó (los años negándose a contar su historia, y sin poder llorar a sus muertos. Ahora la cuenta llorándolos. La cuenta y grita llorando porque no ha podido despedirse de Hortensia. Y grita sin temor a que regrese Mercedes, la funcionaria con moño de plátano que quiere hacerse la buena y se ha acercado dos veces a la puerta:

—Cállese, por Dios, que arriba se le está oyendo y no me va a quedar más remedio que aumentarle el castigo. Que le aumente el castigo si quiere. Y si no quiere que no se lo aumente.

—Por Dios, Tomasa, que me toca guardia en la capilla y tengo que irme. Y mis compañeras se están quejando de sus gritos y ya no sé qué decirles. No me obligue a hacer lo que no quiero hacer. Cállese usted, que se la está buscando y la va a encontrar.

Qué más puede encontrar. Qué más puede hacer la novata pretendiendo no querer hacerlo. Se creerá que es buena. Pero a ella no se la da. Quien nace monje no necesita hábito, y ésta ha nacido con su cargo pintado en la cara. Y buena no es, por mucho que se empeñe. Ésa es de las que espera en la esquina, de las que ofrece una mano y con la otra afila el cuchillo. No se la da. Y no va a conseguir que se calle.

Tomasa no callará. Gritará, porque no ha podido despedirse de Hortensia. No ha podido. Le faltaban diecinueve días de incomunicación cuando Sole le dio la noticia:

—Esta noche la sacan.

Esta noche. Y Tomasa no dejará de gritar su dolor. Recorrerá con su grito el tiempo de esta noche. La Dama de Negrín alzará la voz porque su obligación es sobrevivir. Vivirás para contarlo, le habían dicho los falangistas que empujaron el cadáver de su marido al agua. Vivirás para contarlo, le dijeron, ignorando que sería al contrario. Lo contaría, para sobrevivir.

Sobrevivir. Contar que la llevaron a la cárcel de mujeres de Olivenza, que allí estuvo dos años con La Pepa colgándole del cuello, y que compartió celda con una mujer que había perdido a sus dos hijos en el campo de concentración de Castuera. Los ataron el uno al otro y a culatazos los arrojaron a la mina. Sus gemidos subían desde el fondo de la tierra. Sus lamentos se oyeron durante toda una noche, hasta que otros cuerpos se rompieron contra ellos, y luego otros, y otros. Más gemidos. Y una bomba de mano que cae desde lo alto.

—En Castuera fusilaban días alternos, entre las doce y media y la una de la madrugada. Los domingos descansaban. En la boca mina los echaban a cualquier hora, y no alternaban.

Tomasa llora. Y grita que aquella madre se ahorcó una tarde de noviembre, en el retrete de la cárcel de Olivenza. Antes le había contado que en Castuera fusilaron al alcalde de Zafra, don José González Barrero se llamaba. Lo fusilaron un mes después de acabar la guerra. Y lo enterraron boca abajo, para que no saliera. Contar la historia. Sobrevivir a la locura. Recordar a don José, paseando con su esposa por la calle Sevilla. Era verano. Era la caída de la tarde. Y era la República. Su nuera iba vestida de blanco, como ama de cría. En Zafra. Y era la primera vez que Tomasa y su nuera veían de cerca a un alcalde:

—Mire, señora Tomasa, el alcalde. Ese es el alcalde.

Don José. Se llamaba don José. Llevaba a su mujer del brazo, y un sombrero panamá. Atardecía. Don José iba con un traje de lino, y con su esposa del brazo. Tenían una hija que se llamaba Libertad.

18

—Esta noche la sacan.

—¿Está segura? ¿Y cómo lo sabe?

Sole y Mercedes estaban arreglando la cama de una enferma. La funcionaria se acercó al oído de la presa cuando remetían las dos una sábana. Así supo Sole que a Hortensia le quedaba una noche.

Y Mercedes lo supo por casualidad. La funcionaria se encontraba en Dirección para pedir un cambio de turno, cuando escuchó la orden de labios de la hermana María de los Serafines y oyó cómo la superiora le proponía a La Zapatones asistir a la expedición como testigo. La Zapatones aceptó, y Mercedes cayó desmayada al suelo.

—¿Come usted bien?

 —Sí, hermana.

—Ande, váyase a la enfermería. Y que la vea el médico.

Después de recibir unas palmadas en las mejillas, Mercedes se levantó y con el rostro aún pálido, abandonó el despacho olvidando pedir el cambio de turno. Y corrió la voz:

—Esta noche la sacan.

—Esta noche la sacan.

Reme y Elvira se llevaron las manos a la cabeza al enterarse de la noticia y, a pesar de que tenían prohibido acercarse al pabellón de madres, se colaron con Sole para despedirse de Hortensia. Las tres pudieron abrazarla.

Reme cogió un momento a la niña en brazos. Sole envolvió a Hortensia en un abrazo largo, muy largo. Y Elvira le acarició las mejillas:

—No duele.

Las palabras llegaron a los labios de Elvira sin que las hubiera pensado, cuando su terror más íntimo la estremeció al sentir en sus dedos la ternura de Hortensia.

—Me han dicho que no duele.

Todos los comentarios del día siguiente giraron en torno a la niña y a la madre.

—Dicen que la nueva la acompañó a la capilla y se quedó fuera con la hija toda la noche. Y que la niña no paró de berrear de hambre, criaturita.

Y que el cura la quiso convencer para que confesara y comulgara. Le dijo que su deber era salvarle el alma, y que si se ponía en orden con Dios le dejaba que le diera la teta a la niña. Pero ni confesó ni comulgó, no consintió, esa mujer tenía los principios más hondos que el propio corazón.

Y dicen que La Zapatones le metió prisa para vestirse. Y ella la encaró diciendo que la dejara tranquila. ¿No ve que me estoy poniendo mi propia mortaja?, dicen que dijo, y se vistió tranquila con un vestido que le había hecho su hermana para Navidad.

Y dicen, y es cierto, que cuando el capellán se marchó de la capilla, Hortensia escribió una carta. Y en el momento en que acabó de firmarla, Mercedes entró y permitió que la madre amamantara a la hija.

—Gracias.

Gracias, le dijo la mujer que iba a morir. Amamantó a la niña, la besó, y luego le pidió a Mercedes que se la entregara a Pepita.

—Me han dicho que viene a por ella todas las mañanas.

Había llegado la madrugada, cuando sonó el motor de un camión. Hortensia se quitó los pendientes y se los dio a Mercedes, ocultó en la toquilla sus dos cuadernos azules y el documento de su sentencia, y le rogó a la funcionaria que recogiera su bolsa de labor por la mañana y se lo entregara todo a su hermana. Es para la niña, le dijo.

Era el día seis de marzo de mil novecientos cuarenta y uno. En el libro de inscripción de defunciones del cementerio del Este anotaron el nombre y dos apellidos de diecisiete ajusticiados. Dieciséis hombres y una mujer. Una sola: Isabel Gómez Sánchez. Hortensia no figura en la lista. El nombre de Hortensia Rodríguez García no consta en el registro de fusilados del día seis de marzo de mil novecientos cuarenta y uno. Pero cuentan que aquella madrugada, Hortensia miró de frente al piquete, como todos.

—¡Viva la República!

Y dicen, y es cierto, que una mujer se acercó a los caídos y se arrodilló junto a Hortensia.

Llevaba unas tijeras en la mano. Le cortó un trocito de tela del vestido que se había puesto para morir.

Y le cerró los ojos.

Y le lavó la cara.

RESULTANDO.– Probado y así lo declara el Consejo, que la procesada, Hortensia Rodríguez García, de malos antecedentes morales y perteneciente a las J.S.U., ingresa voluntaria en el Ejército rojo prestando servicio en las Milicias del Pueblo de Córdoba, y toma parte en los desmanes y crímenes que se cometen en la citada capital contra personas de derechas. Y probado, así mismo, que la procesada es detenida en las huertas de El Altollano mientras hacia acopio de víveres destinados a los bandoleros de Cerro Umbría.

CONSIDERANDO.– Que los hechos que se declaran probados y que se refieren a la procesada, son constitutivos de un delito de ADHESIÓN A LA REBELIÓN, previsto y penado en el Núm. 2 del art. 258 del C. de J. M., delito del que aparece responsable en concepto de autora por su participación directa y voluntaria.

CONSIDERANDO.– Que el Consejo, haciendo uso de las facultades que le conceden los art. 172 y 173 del C. de J.M., y teniendo en cuenta que es de aplicar el Grupo Y, apartado 11 —con agravante de trascendencia y peligrosidad—, del Anexo a la Orden de 15 de enero de 1940, estima justo imponer la pena en su máxima extensión.

CONSIDERANDO.– Que todo responsable criminalmente de un delito o falta lo es también civilmente.

VISTOS.– los preceptos citados y demás de general aplicación.

FALLAMOS.– Que debemos condenar y condenamos a la procesada, como autora del delito de ADHESIÓN A LA REBELIÓN, con las agravantes de trascendencia y peligrosidad, a la pena de MUERTE y accesorias legales correspondientes, para caso de indulto, debiendo ser ejecutada la procesada por FUSILAMIENTO. En cuanto a responsabilidad civil se estará a lo dispuesto en la ley de 9 de febrero de 1939.

Así por ésta nuestra sentencia lo pronunciamos, mandamos y firmamos.

TERCERA PARTE

«... Si no veis a nadie, si os asustan

los lápices sin punta, si la madre

España cae —digo, es un decir—

salid, niños del mundo, id a buscarla!...»

CÉSAR VALLEJO

1

El cuaderno azul que Pepita llevó a la prisión hace ya tanto tiempo, el que encontró bajo la piedra casi plana del camino del cerro, está lleno de palabras, desde la primera hoja hasta la última. Palabras escritas con torpeza, dirigidas a Felipe. «Para Felipe» , escribió Hortensia en la tapa cuando se le acabaron las páginas, y debajo estampó su firma. El otro cuaderno tiene escritas apenas ocho páginas, y también es azul. Pepita los contempla mientras arrulla a su sobrina en los brazos. En la tapa del segundo cuaderno lee en voz baja: «Para Tensi», y mece al bebé repitiendo palmaditas en su espalda con la mano derecha. En la izquierda oculta un pequeño rollo de tela apretado en el puño.

—Tu mamá te ha escrito un libro.

Hace tiempo que la niña se ha dormido, pero la joven de ojos azulísimos no quiere dejarla en el canasto que doña Celia ha convertido en moisés y sigue acunándola. La abraza, como si temiera hundirse si la suelta, como si la niña fuese lo único a lo que pudiera aferrarse.

—La vas a malcriar, déjala en el moisés o querrá brazos toda la vida.

Pepita no contesta. Mira los cuadernos, situados uno junto al otro sobre la mesa de la cocina, sin atreverse a tocarlos, sin decidirse a abrirlos, con el mismo pudor que sintió al sacarlos de la bolsa de labor que le entregó la funcionaria, donde encontró también la sentencia, los pendientes de su hermana, un lápiz sin punta y un faldón a medio hacer. Desea leerlos, pero no lo hará.

Aún no.

No lo hará. Teme traicionar a Hortensia, ofender a Felipe, arrebatarle a la niña la oportunidad de ser la primera en leer las palabras que ha escrito su madre.

Pepita aún no sabe que perderá su temor. Y será doña Celia quien la ayude a perderlo.

—Anda, trae a la criaturita que yo la acuesto.

Los brazos de Pepita conservan por unos momentos la forma del abrazo vacío y el balanceo de su cuerpo persiste en el arrullo del bebé que ya está tendido en su canasto.

—Vamos, muchacha, acaba el faldón de la niña, crecen muy deprisa. ¿No querrás que lo deje sin estrenar?

Doña Celia ha detenido el vaivén de Pepita, le aprieta los hombros. La mira de frente a los ojos.

—Tienes una sobrina, y me tienes a mí.

—Y tengo una flojera metida hasta en los tuétanos, señora Celia. Y me ha entrado una fatiguita que no se me pasa.


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