Текст книги "La voz dormida"
Автор книги: Dulce Chacón
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Классическая проза
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—Has puesto en peligro a tus hombres. Nos has puesto a todos en peligro.
—Teníamos que descargar.
—Pues descargáis con la mano.
—No es lo mismo, ya estamos hartos de tocar la zambomba.
—No te hagas el gracioso.
—No me hago el gracioso, pero te digo yo que de vez en cuando hay que tocar la flauta, y no hay flauta sin agujeros.
—Déjate de flautas, abandonar sin vigilancia un campamento es una negligencia grave.
—!Pero si estaban las chicas!
—Escúchame bien, Tordo, porque no lo quiero repetir, faltas como ésta se castigan con la muerte.
Elvira intenta abrir los ojos. Pero los párpados pesan. Arden. Tiembla. Las últimas palabras de su hermano aumentan su temblor. Se castigan con la muerte. Busca refugio entre las mantas. Esconde la cabeza. El sabor de la cena le llena la boca. Tiene calor. Va a toser. Ahora puede toser. Sí. Tiene frío. Se castigan con la muerte. Se ahoga. Se destapa la cabeza. Ahora puede toser. La muerte. Se incorpora. Se castigan con la muerte. Las judías con chorizo salen disparadas con un golpe de tos. La tibieza de una mano le sujeta la frente. Y ella siente la mano de Tomasa. Otras manos la ayudan a recostarse de nuevo, limpian el vómito de su barbilla y enjugan con un trapo limpio y fresco su sudor. Un paño fresco en la frente. Tomasa. Es Tomasa quien refresca su rostro con paños fríos. Reme sonríe. Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Reme va a cantar. Elvira ya no intenta abrir los ojos. Ahora se deja llevar, se abandona. Recibe dulcemente los cuidados de las hijas de El Tordo. Sus labios se han agrietado.
—Tengo sed.
Una mano le alza la cabeza y sostiene el peso de su nuca, otra le acerca una cantimplora a los labios.
Tiembla.
—Reme, qué mal cantas.
Tiene frío. Un camión se lleva a Las Trece Rosas y Julita Conesa no deja de cantar. Joaquina deshace un cinturón. Joaquina tiene el pelo liso y negro, y los ojos grandes. Se castigan con la muerte. Hortensia lleva trece rosas en la mano. Reme sigue cantando. Hortensia lleva trece rosas muertas en la mano. Y ella acaricia una cabecita negra.
—Abrázame.
Tiene frío.
—¡Reme!
Grita Reme.
Tiene frío por dentro.
—¡Reme!
Abre los ojos y los vuelve a cerrar. Y se deja llevar por una voz que le ofrece un abrazo. Una voz desde muy lejos, desde muy dentro:
—Ven, sangre mía.
11
La desesperación es una forma de negar la verdad, cuando asumirla supone aceptar un dolor insoportable. Y el cuerpo se niega, se rebela. El sentimiento ruge. Y Tomasa se deshace por dentro y por fuera en un rincón de la celda. Sentada en la silla de Reme se deshace. Porque Reme se ha ido.
Sí.
Reme se ha ido. Y Tomasa rumia su desconcierto moviendo la cabeza a derecha y a izquierda. Se araña la cara. Rumia su alarido. Se muerde los labios. Mira hacia el frente. La pared. Mira hacia el suelo. Echa de golpe la nuca hacia atrás. Muros. No siente dolor. Se muerde los labios y niega con la cabeza. Se araña los brazos. Sus compañeras duermen. Reme se ha ido.
—¿Qué te pasa?
Es Josefina, la asturiana que lloraba el día de la Merced.
—¿Qué te pasa?
Se ha despertado con el ruido de la cabeza de Tomasa contra la pared. Se acerca a ella y le sujeta las manos.
—Te estás haciendo sangre.
La desesperación se rebela contra la posibilidad de un consuelo.
—Déjame.
Josefina insistirá:
—¿Qué te pasa?
Le limpiará con un pico de su delantal la sangre de la cara.
—No me pasa nada, carajo.
Esa noche, y muchas más, la asturiana impedirá que Tomasa se destroce la cara y los brazos con las uñas. Intentará sacarla del “No me pasa nada, carajo”. Pero no lo conseguirá. Porque Reme se ha ido. Ha conseguido la libertad condicional. Tomasa no volverá a verla. Se ha ido. Y Tomasa rumia en soledad los recuerdos de Reme.
—Ponte este jersey rojo, yo me pongo el morado y a la chivata le prestamos el amarillo. Y salimos las tres juntas al patio.
Era el día catorce de abril, y Reme quiso festejar la proclamación de la República vistiendo su bandera.
—Se la colamos a la chivata.
—Sí.
Se la colaron. La chivata se rascaba con desesperación los brazos y las piernas. Reme se ofreció a untarle Sarnical:
—Eso que tú tienes es sarna. Ven, que te pongo esto.
—Apesta.
—Pero, chica, ¿tú nunca has visto el anuncio? Sarnical, tratamiento de la sarna de olor agradable. Y ponte este jersey limpio hasta que laves el tuyo.
Se dejó untar con el tratamiento de olor agradable. Se puso el jersey limpio. Salió al patio del brazo de Reme y de Tomasa, extrañada de tanta amabilidad hacia ella. Caminó de amarillo entre Tomasa y Reme, entre el jersey rojo de una y el morado de la otra. Y pasearon las tres juntas enarbolando los colores de la bandera republicana.
—Y le tiramos bien de la lengua.
Y la chivata les contó lo que sabía de Sole. Está en Francia, les dijo.
—Ella y la hija. La comadrona es una mandamás de los comunistas. Y la hija, que se la dejaron tuerta, les hace de va y viene.
Le tiraron de la lengua, y la chivata les contó que madre e hija se encargaban de ayudar a fugarse de los campos de concentración a los exiliados españoles que habían caído en manos de Pétain.
—¿Y Elvirita?
—De ésa no tienen noticias.
Tomasa acarició la tela del vestido que llevaba puesto. Sonrió. Y continuó sonriendo mientras escuchaba cómo la chivata hablaba de La Zapatones sin que le hubieran preguntado por ella.
—La hermana María de los Serafines montó en cólera cuando se enteró de que en la Falange no sabían nada de las dos presas de Ventas.
La chivata se encontraba en Dirección cuando La Veneno ordenó a Mercedes que llamara a La Zapatones.
—Eso fue el Día de Difuntos, a mí me mandó salir cuando entró La Zapatones, pero desde fuera escuché perfectamente cómo le dijo que si las presas no aparecían por la mañana, la mandaba a ella para Málaga. A gritos se lo dijo. Que no quería verla más si no aparecían las presas. Dicen que la prisión de Málaga es todavía peor que ésta.
—¿Peor?
—Siempre hay cosas peores.
Las presas no regresaron. Y La Zapatones fue trasladada a la prisión provincial de Málaga. Los rumores dirán que la funcionaria ha aumentado su saña, y que las presas de Málaga la llaman La Tumba. Otras voces afirman que en Málaga es conocida como La Drácula.
—¿Te pica?
—Menos.
—¿Lo ves?
La chivata se rasca los brazos bajo el jersey amarillo. Reme sonríe a Tomasa. Y Tomasa se araña las piernas. Porque Reme se ha ido.
—Quédate con la sillita.
—De ninguna manera, te la regaló tu marido.
—Y yo te la regalo a ti.
—Bueno, yo te la guardo. Y tú llévate la maleta de Elvirita, busca a la niña y llévale su maleta, es un recuerdo de su madre. Y dile de mi parte que todavía llevo su vestido.
Reme se ha ido. Se ha llevado con ella la maleta de Elvira y la última sonrisa de Tomasa.
Se ha marchado, y quizá no vuelva a verla. Como se marchó Sole, la comadrona pequeña y enérgica que le daba puré con una sonda; como Elvira y Hortensia, la niña pelirroja que se fue sin su maleta y la mujer que se sentaba en la silla de anea de Reme. Todas se han marchado. Y Tomasa vuelve a encontrarse tan sola como se sintió en Olivenza, cuando no podía llorar a sus muertos y escuchaba el llanto de la madre que perdió a sus dos hijos en Castuera. Pero ahora puede llorar. Y llora. Abrazada a sus rodillas se desespera recordando a sus compañeras. Y llora a sus muertos. Su marido. Su nuera. Su nieta. No volverá a verlos. Sus hijos. Sus hijos, no volverá a ver a sus hijos.
Cuando la desesperación dé paso a la tristeza, cuando Tomasa sea capaz de enfrentar el dolor, se abandonará a los brazos de Josefina.
—¿Es bonito el mar?
—Sí, muy bonito.
—Eso dice la gente que lo ha visto. A mí me gustaría que fuera verdad que es muy bonito.
—¿Por qué?
—Porque mis hijos están en el mar.
12
Un paso detrás de otro paso. Despacio. Ha de caminar despacio del brazo de Benjamín, mirando al suelo para no perder el equilibrio, ya que la distancia que Reme tiene ante sí, en la calle Hermosilla, la aturde. Seis años sin caminar por la calle. Seis años sin ver otro horizonte que un muro contra el cielo a tan sólo unos pasos. Seis años sin caminar del brazo de Benjamín. La música de un chotis confunde el ritmo pausado de Reme. Un traspiés. La organillera continúa dando vueltas a la manivela mientras Benjamín suelta la maleta que lleva en la mano y sujeta a su esposa; para que no se caiga, la toma por la cintura como en un paso de baile.
—Pobre Benjamín.
—¿Por qué me llamas siempre pobre Benjamín? Eres tú la que tiene que aprender a andar.
—Porque eres muy bueno.
—Muy bueno, muy bueno, déjate de pamplinas.
—¿Estamos cerca?
Sí, estaban cerca. Sólo unos metros faltaban para que llegasen a casa, al pequeño piso que alquiló Bernjamín cuando se trasladó con su familia a Madrid desde un pueblo de Murcia. Muy cerca. Las tres hijas solteras y el niño que les nació tarde y mal caminan detrás de la pareja. Sonríen los cuatro mirando a su madre. Sonríen, desde que la vieron salir por la puerta de la prisión con una maleta en una mano y tapando el sol con la otra. Corrieron hacia ella. La abrazaron. La llenaron de besos. Y ella no podía dejar de llorar.
—¡Sangre mía!
Benjamín fue el último en abrirle los brazos. Reme escondió la cara en su pecho, susurrando:
—¡Pobre Benjamín!
Por todo mobiliario, una mesa camilla, seis sillas y un pequeño aparador encontró Reme en la sala del piso alquilado.
—¿Te gusta?
Sin soltar la mano de su marido, Reme contestó mirando a sus hijas:
—Muy bonito, y está muy limpio y muy ordenado.
—Tuvimos que vender tus muebles.
—No importa.
—Pero mira.
Benjamín abrió la puerta de la última habitación.
—Mira.
El dormitorio.
—La cama, las dos mesillas de noche, la cómoda y el armario ropero.
Reme se sentó en la cama y acarició con las palmas de las manos abiertas la colcha de croché que había tejido su madre.
—Y mi colcha.
Esa noche, en el dormitorio de Reme y Benjamín, dos cuerpos se encontraron. Reme se había dado un baño caliente, por primera vez en seis años.
—Amor mío.
—Amor mío.
Y por primera vez, las palabras de Reme y Benjamín hablaron de amor. La ternura venció al pudor que hasta entonces habían sentido. Ambos olvidaron el recato, el miedo a pronunciar el nombre del otro en un gemido.
—Benjamín.
—Reme, mi Reme.
Él le quitó el camisón, por vez primera.
La piel recién bañada de Reme recibió los besos de Benjamín. Ella acarició todo el cuerpo de su esposo, por primera vez en veintisiete años de matrimonio. Sorprendida, sostuvo en sus manos su descubrimiento mientras hundía la nariz en la axila de Benjamín.
—Qué bien hueles, amor mío.
—Sigue acariciándome así.
—¿Así?
—Así.
Fuego de lumbre en una chimenea. Así fue el amor.
—Benjamín.
—¿Qué?
—¿Estás dormido?
—Hoy voy a dormir en una cama.
—¿Eh?
—Estás dormido.
—No, no estoy dormido.
—Voy a dormir en un colchón de lana mullidito. En una cama. En mi cama, y con mi almohada.
Benjamín le acarició la mejilla.
—Y conmigo.
—Sí, y contigo.
—Pues anda, vamos a dormir, ¿no tienes sueño?
No, Reme no tenía sueño. Acurrucada en el hombro de Benjamín, recorría con la mirada su habitación intentando convencerse a sí misma de que era cierto que ella estaba allí. Si la viera Tomasa. Si Tomasa pudiera verla. Aunque es mejor que no la vea. Pobre Tomasa.
—Benjamín.
—¿Qué?
—Le he regalado la silla que me llevaste a una compañera de dentro.
—Has hecho bien.
Tomasa es buena. Tomasa no tiene maldad y se hace la dura para que no se le note que es buena. Tomasa quiso regalarle la cabecita negra del cinturón de Joaquina. Es buena, y generosa. Irá a esperarla el día que la suelten. Porque no tiene a nadie que vaya a esperarla. Y no tiene a nadie que le mande paquetes. Ella se los mandará. Sí. Y le escribirá cartas, porque no tiene a nadie que le escriba, y no hay tristeza más grande que verla en la hora del reparto esconderse en una esquina. Se esconde, Reme la ha visto esconderse muchas veces. Y sabe que lo hace para no ver la cara de las que extienden la mano hacia un sobre y para que nadie sepa que a ella no le han escrito nunca y nunca le escribirán. Menuda sorpresa va a llevarse. Le escribirá, y le dará noticias de la hija de Hortensia. Y de Elvirita. Y de Sole. Buscará a la hija de Hortensia, y a la niña pelirroja que le regaló a Tomasa el vestido de su madre. Querida hermana, así empezará la carta. Querida hermana, para que se la entreguen se hará pasar por su hermana, me alegraré que a la llegada de ésta, sí, eso es, su hermana, porque tiene que ser familiar directo.
Reme se dormirá pensando en Tomasa, buscando las palabras que escribirá en la primera carta. Ha de encontrar la forma de hablar de sus compañeras sin que la funcionaria que censura la correspondencia se dé cuenta. A Elvirita la llamará la niña de la maleta, y Hortensia será la madre de la chiquilla de ojos azules que no quería nacer. A Sole, no sabe cómo llamar a Sole. La puerta abierta de la jaula. La jaula abierta.
Sí, Sole será la jaula abierta.
13
Querida hermana: me alegraré que a la llegada de ésta te encuentres bien. Tomasa está en el centro del patio, con su sobre en la mano. Había corrido a esconderse al ver llegar a la paquetera con el correo, como hacía siempre, y cuando escuchó su nombre volvió a correr, esta vez hacia el centro del patio, con la mano extendida y los ojos fijos en el sobre que llevaba su nombre. Querida hermana, leyó. Reconoció a Reme por las cosas que le contaba. Reconoció a Hortensia en la madre de la niña que no quería nacer. Reconoció a Sole en la puerta abierta de la jaula y supo que seguía en Francia, aunque la palabra Francia estuviera tachada. Leyó Querida hermana y se paseó de un lado a otro para que todo el mundo viera que había recibido una carta. Mira, me ha escrito mi hermana, le dijo a la mujer que lloraba el día de la Merced, a Josefina. Mira, me ha escrito mi hermana, le mostró la carta a la chivata.
—No sabía yo que tuvieras una hermana.
—Ni falta que te hacía.
—¿Por qué no te ha escrito antes?
—¿A ti qué carajo te importa?
Tomasa no dirá a nadie que su hermana no es otra que Reme. No lo dirá. Dobló la carta, la metió en el sobre y mirando de lado a la chivata, que se rascaba con furia los brazos, se alejó de ella.
Desde que Reme se marchó, desde que se marcharon una a una las compañeras de su antigua familia, Tomasa pasea siempre sola por el patio. No le gustan las camaradas de su nueva familia. No le hacen gracia sus risas ni sus bromas. No ha hecho amistad con ninguna, ni siquiera con Josefina, que se esfuerza en ser amable con ella. Sólo Josefina se esfuerza. Las demás la miran mal, sobre todo cuando dividen la comida de los paquetes y la cuentan una y otra vez antes de darle su parte, y Tomasa come con la vista fija en el suelo.
Con el sobre en la mano, recorrió el patio a derecha y a izquierda. Mira, mira, me ha escrito mi hermana, repitió a las presas que se cruzaban con ella. Y se sentó en el banco donde, hacía tanto tiempo, tomaba el sol durante diez minutos al día, cuando Sole la alimentaba con una sonda a través de la cerradura de su celda de castigo. Sole, la camarada comadrona de Peñaranda de Bracamonte, la puerta abierta de la jaula. Tomasa apretó el sobre contra el pecho y buscó con la mirada la ventana de la galería número dos derecha. Desde allí, Reme, Hortensia y Elvira la miraban. Cuánto tiempo hacía de aquello. Cuánto tiempo. Imaginó las tres cabezas asomadas al cristal. Cuánto tiempo. Sentada en el banco contemplaba la ventana. Pero no estaba triste. Pronunció tres nombres en voz baja, para dejarse llevar por la añoranza. Hortensia. Elvira. Reme. Porque la añoranza tiene hoy tres nombres. Hortensia, la mujer que murió sin que Tomasa pudiera despedirse de ella. Elvira, la niña pelirroja que se fue sin su maleta. Y Reme, Querida hermana.
La soledad de Tomasa se aliviará cada quince días, cuando reciba puntualmente una carta de Reme y ella se siente en el banco y mire hacia la ventana; y cuando comparta con su nueva familia los paquetes que Reme le envía.
—¿A qué se dedica tu hermana, Tomasa?
—Es costurera. ¿Por qué?
—Porque parece rica por los paquetes que te manda.
Es la chivata, que recela de los envíos y de las cartas que recibe Tomasa.
—Pues no es rica, pero es de buen corazón, y me quiere mucho.
—¿Y le ha salido el corazón de repente, o lo ha llevado escondido hasta ahora?
—Métete en tus cosas, carajo, que la vela de este entierro no la vas a llevar tú.
La correspondencia y los paquetes de Reme se convertirán en el orgullo de Tomasa. Levantará la vista para comer. Y en las reuniones del Partido, presumirá al dar cuenta de las noticias que recibe de Reme. Querida hermana: la niña de la maleta volvió a ponerse malita. ¿Te acuerdas cuando cantó nuestra canción?, pues igual de malita. Pero ya está buena. No he podido ir a verla porque está con su hermano, pero sé por unos amigos que ya está buena y que vuelve a cantar, para que un día cantemos otra vez todas juntas. Así supo Tomasa que Elvira se encontraba con El Chaqueta Negra en Cerro Umbría. Así supo que la niña pelirroja estuvo a punto de morir por segunda vez.
—Elvirita está de guerrillera.
Y así presumirá ante sus camaradas.
—Con El Chaqueta Negra.
Pero serán las réplicas de sus compañeras las que hagan entender a Tomasa por completo lo que Reme le cuenta a medias en sus cartas.
—Sí, la niña le ha puesto los mismos cojones que el hermano, que está organizando la guerrilla para apoyar desde dentro la invasión que se prepara en Francia.
—¿Para cuándo?
—Para cuando entren los aliados. Así que, cuando caiga Hitler, ya podemos hacer las maletas, que echan al enano.
Pequeñas noticias, pequeñas historias contará Tomasa.
—Mi hermana me ha escrito que Reme también trabaja para la causa.
Querida hermana: me alegraré que a la llegada de ésta te encuentres bien, yo trabajo en un grupo de ayuda a los familiares de los caídos por la patria en el otro lado de la ribera.
—Sí, en el Socorro Rojo.
Será por sus compañeras como Tomasa llegará a saber que Reme se puso a disposición del Partido al día siguiente de salir de la prisión, que forma parte de un grupo de ayuda a los familiares de los presos, al igual que sus hijas, y que no tardó en ser la responsable de la cédula que se reunía en la Casa de Campo simulando una merienda campestre bajo dos árboles a los que llamaron Puerta Chiquita. Será así como llegará a saber que Reme fue detenida.
—La Reme ha caído. Está en Gobernación.
Será así como llegará a saber que la pusieron en libertad sin cargos a los diez días.
—Han soltado a la Reme. No le han sacado ni media, y la han largado.
Y con las claves que Reme le escriba, para evitar que la censura descubra su juego, Tomasa sabrá que su Querida hermana continúa en la lucha y se encuentra bien. He estado de vacaciones, me empaché con garbanzos durante diez días, pero ya he hecho la digestión. Los odio, los garbanzos. Sigo trabajando en lo mío, en lo nuestro.
Cada quince días, Tomasa recibirá una carta de Reme y presumirá de tener una hermana que sigue trabajando para que se acaben pronto los garbanzos. Y se sentará sola, en su banco frente a la ventana, para leer una y otra vez las palabras de Reme, que se despide de ella con la promesa de que irá a esperarla a la puerta de Ventas cuando salga.
Y así será.
Reme tardará muchos años en poder cumplir su promesa.
Pero la cumplirá.
14
Los objetivos de Jaime Alcántara se cumplieron en los plazos previstos. Organizó en brigadas pequeñas a los huidos que andaban desperdigados por los montes y dividió en sectores a los que estaban organizados pero actuaban en partidas demasiado numerosas. La creación de la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría se llevó a cabo en asamblea en el molino Antón, en la noche del primero de abril de mil novecientos cuarenta y tres, ante los jefes de todas las brigadas. Redactaron los estatutos, se distribuyó el territorio de actuación a las diferentes partidas recién estructuradas, y después de vencer las reticencias de algunos guerrilleros, que suscitaron numerosos enfrentamientos entre anarquistas, socialistas y comunistas, Jaime, Mateo y El Tordo firmaron el acta de constitución:
Acta de creación de la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría.
Hoy, 1 de abril de 1943, reunidos todos los guerrilleros que integramos este destacamento acordamos lo siguiente:
1° Constituir en principio con nuestras propias fuerzas, organizadas y encuadradas militarmente, la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría.
2º Exponer nuestra adhesión incondicional a la política de Unión Nacional de todos los patriotas de España, y constituirnos en brazo armado en la zona que operamos, bajo la dirección estratégica de junta Suprema de Unión Nacional Española, que dota al pueblo español de una dirección nacional de combate antifranquista por salvación de España.
Firmado: El Chaqueta Negra. El Cordobés. El Tordo.
La Agrupación la componían sesenta y dos guerrilleros. Uno de ellos era Elvira.
—¿Cómo estás, chiqueta?
—Ya estoy bien, no toso ni siquiera cuando corro.
—¿Has pensado ya el nombre que quieres ponerte?
—Me gustaría llamarme Celia, como la abuela, y como Celia Gámez.
—Celia, pues.
—¿Te gusta?
Sí, a Jaime le gusta. Acaricia la melena corta de Elvira y sonríe:
—Dentro de nada podrás hacerte la coleta y moverla para mí, Celia.
En la asamblea constitutiva de la Agrupación, había planteado la exigencia de que todos los guerrilleros tomaran un nombre falso, para que en caso ser capturados con vida no pudieran delatar a compañeros al ignorar sus nombres auténticos. Elvira entendió bien ese punto del código guerrillero que redactaron esa misma noche, estaba de acuerdo en la necesidad de preservar la seguridad de los otros. Pero se negaba a aceptar otro punto que todos asumieron el compromiso de cumplir, y no sabía cómo decirle a su hermano que ella no sería capaz de hacerlo.
—Una cola de caballo muy larga, como a mí me gusta, chiqueta.
—Claro, y tú me quitarás el lazo, como aquel día.
—¿Cuál?
—Cuando le dijiste a mamá que te ibas a la guerra. ¿Te acuerdas?
—Sí, sí me acuerdo. Tú eras así de pequeña. Una niña mimosa que no tenía ni idea de que un día se llamaría Celia.
—Todavía soy mimosa.
—Ven, pues, que voy a hacerte unos cuantos mimos.
Jaime se acercó a ella, y comenzó a hacerle cosquillas. Las carcajadas de ambos se dejaron oír en el exterior del molino Antón hasta que Celia escapó y echó a correr hacia Mateo. Jaime la miró correr. Su cabello rojo prendía el aire en una llamarada corta que se encendía a su paso. Sin saber por qué, pensó en su abuelo. Pensó en el encuentro ante la puerta de la cárcel de Ventas. Recordó la expresión de su rostro, el dolor en su voz. Elvirita está dentro. Dentro, hijo, Elvirita está dentro. Hubiera querido que su abuelo la viera así, corriendo como la luz en la noche. Hubiera querido que su abuelo la viera libre. Libre. Pensó en el locutorio siniestro de Ventas. En su abuelo aferrado a la valla metálica. En su hermana aferrada en la valla contraria. Hubiera querido que su abuelo la viera correr en esta noche abierta, correr en libertad. Libertad. Su hermana corre, él la observa correr, sonríe, y se da la vuelta. Libertad, pronuncia en voz baja. Libertad, qué extrañas son las palabras que se resisten a ser pronunciadas sin que el rubor nos alcance. Y qué extraño es llamar libertad a una carrera en la noche, al cielo raso, al monte bajo, al frío y al calor, a un pañuelo en la boca, a un fusil en la mano.
—Mateo, Mateo.
—¿Qué te pasa, chiquilla?
—El Chaqueta Negra, que me quiere matar de risa.
—Mejor morirse de eso, ¿no?
Mateo limpiaba el cañón de su naranjero con un trapo sucio. Dejó de frotar su arma y enfiló el ojo a la mirilla. Elvira quiso decirle que se llamaba Celia. Pero sintió un pánico repentino al ver el fusil y le hizo la pregunta que poco antes no se había atrevido a hacer a su hermano:
—Mateo, ¿tú serías capaz de usar eso contra ti mismo?
—No lo sé.
Y dijo que no lo sabía porque le avergonzaba reconocer que ya tuvo la oportunidad de comprobar que no sería capaz, y que le pidió a El Chaqueta Negra que lo hiciera por él.
—Abróchate bien ese botón, niña.
Elvira se abrochó un botón de su camisa que escapaba del ojal.
—Pero yo te he visto jurar que lo harías. Has jurado que lo harías.
Mateo continuó limpiando su fusil.
—Lo he jurado porque creo que hay que hacerlo. Además, si te cazan vivo, preferirías estar muerto. Dalo por cierto, Elvirita. Dalo por cierto.
—Ahora me llamo...
Antes de acabar de decir que se llamaba Celia, El Tordo apareció de entre las sombras y se sentó junto a ellos.
—¿Cuándo nos vamos?
Mateo observó el cielo y achinó los ojos para contestar:
—Hace una hora que salió el primer grupo. Estate tranquilo, que nos queda nada y menos.
—No sé por qué coño tenemos que salir nosotros los últimos.
—Tú nunca sabes nada, ni puñetera falta que te hace. Cumple las órdenes y no preguntes.
—Ordenes, órdenes, eso es lo único que sabe hacer el hermano de ésta. A mí me gustaba más ir por libre.
—Eres como los socialistas, coño, que sólo saben poner en cuestión cualquier cosa que hagamos. Y ésta se llama Elvira, que ésta sólo se le dice a los burros.
—Me llamo Celia. Y lo que hace mi hermano se llama eficacia en la organización militar, a ver si te enteras, Tordo. Y acostúmbrate a que ahora ya no vas por libre.
Lo dijo en un tono que no dejaba lugar a dudas. Se llamaba Celia, y no estaba dispuesta a que nadie la llamara «ésta», ni a que los hombres la dejaran fuera de la conversación.
—Celia es muy bonito.
—No me trates como a una cría, Tordo, que yo he visto lo que ha pasado ahí dentro con algunos de los jefes de las brigadas. Y ahora veo que te han comido la moral los que acusan a los comunistas de pretender la hegemonía en la UNE al organizar las guerrillas. A ver si dejáis la rivalidad para el enemigo, y la desconfianza para los traidores, que ya está bien de enfrentamientos entre nosotros.
—Así se habla, Elvirita.
—Celia. He dicho que me llamo Celia.
—Celia, sí, maldita sea, que me he confundido, coño, joder.
Mientras maldecía, Mateo se golpeó la frente con el puño mirando a Celia con expresión de orgullo. Volvió a pronunciar el nuevo nombre de Elvira, Celia.
—Celia.
Y lo repitió, con una sonrisa en los labios.
—Celia.
Celia se alejó de ellos sofocando una leve tos. El Tordo la miró alejarse.
—Buena moza se está poniendo. ¡Y cómo habla!.
—Deja de mirarla así, Tordo.
—¿Qué bicho te ha picado?
—A mí ninguno, y a ti tampoco, así que deja de mirarla de esos modos y de esas maneras. A ver si nos vamos enterando.
—Macho, que yo sólo he dicho que está buena moza. Ni que fueras su padre...
—Hazte cuenta de que lo soy, y átate esa lengua.
Desde la puerta del molino, El Chaqueta Negra les hizo un gesto. Hora de irse. Los dos hombres se pusieron en pie al mismo tiempo. El Tordo miró a Jaime, y después a Mateo:
—Conste que no era mi intención ofender a nadie. No vayas a ir diciendo por ahí que la he ofendido.
Mateo no contestó. Se dirigió junto a él hacia el molino y cuando El Chaqueta Negra dio la orden de comenzar la marcha, le pasó una mano por el hombro.
—Si te veo otra vez mirar a Celia con ojos de putero, te mato.
Durante el regreso al campamento de El Pico Montero, El Tordo caminó detrás de Mateo con la vista clavada en el suelo. Mateo caminó a diez pasos de Celia, protegiendo su espalda de las miradas de El Tordo, y mirando al cielo. Noche sin luna, noche de estrellas. Le gustaban las noches así, cuando el cielo se dibuja a sí mismo y las estrellas parecen el rastro luminoso de una explosión de luz. Le gustaba. Y en las noches de estrellas le gustaba buscar la de Tensi. Y buscó en la noche. La estrella de Tensi. Mira, la más chica que hay en el cielo, ésa, la más chica, te la doy yo a ti, le dijo cuando él le regaló los pendientes que había comprado en Azuaga.
—¿Y se puede saber por qué me das la más chica?
—Para que tengamos que estar siempre muy juntitos, so tonto.
—Ven aquí, so tonta.
Y la amó.
Y ella le pidió que la mirara.
—Mírame.
Sí, Mateo pensó en Tensi mientras caminaba detrás de Celia, a diez pasos de aquella niña que llevó al puerto de Alicante, que ha dejado de ser una chiquilla y que ya no parece un muchacho.
Cuatro horas de marcha. Cuatro horas para añorar a Hortensia. Cuatro horas para asomarse al abismo de su pérdida, para enfrentarse de nuevo a su muerte, para hacer el amor en una estrella y sentir que le sobra la vida y le faltan los brazos. De no abrazarla. No abrazarla. Y le faltan los labios porque le falta su boca. Besos, caricias y relámpagos. Le faltan. Mírame, aunque yo no te mire. Nunca volverá a mirarla. Nunca. ¿Por qué Tensi está muerta? El monte no es sitio para una mujer. ¿Por qué permitió que bajara a las huertas de El Altollano? Ha de acostumbrarse al dolor. ¿Por qué no supo proteger a la mujer que llevaba un hijo suyo en el vientre? Acostumbrarse, para poder soportarlo. ¿Por qué Tensi está muerta?
El grupo ha llegado ya al campamento, y Celia se da la vuelta. Se dispone a hablar con Mateo. Pero no lo hace. Le mira. Y Mateo huye de su mirada. Y huye de ella. Se dirige a paso rápido hacia las hendiduras que forman las últimas rocas y se esconde entre las piedras. Para ocultar el llanto.
15
El sol había calentado en exceso la tienda de hule. A pesar del techado de ramas verdes que habían construido sobre ella, el calor en su interior provocaba un sofoco que Celia no podía soportar. Las hijas de El Tordo habían caído ya rendidas al sueño. Ella intentaba dormir. Se secó el sudor que le resbalaba por el cuello y se incorporó para buscar la cantimplora. Le molesta la pistola en el cinto. Querría quitársela, pero no está permitido dormir sin el arma. Es mejor el invierno. Aunque a veces el frío sea insoportable. Recuerda con auténtico espanto las noches de marcha, los pasos hundidos en la nieve, los miembros helados, aun después de aplicarse el linimento para atravesar un río. Pero es mejor el invierno. Tragó agua fresca. Vació el resto de la cantimplora sobre su cabeza y se la colgó en bandolera. Se levantó. Salió de la tienda y buscó el consuelo de una sombra. Su hermano dormitaba tendido junto a su arma bajo el saliente de una roca. Ella se recostó a su lado. También allí se asfixiaba. La piedra que les servía de techo les protegía de los rayos del sol, pero acumulaba el calor, y ardía. El olor del cuerpo de su hermano, que le llegaba en vaharadas con el más mínimo movimiento que hacía, le asqueaba tanto como el suyo propio. Hay que oler a monte, le dijo Mateo la primera vez que pidió jabón, o un poco de colonia.