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La voz dormida
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Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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—Siempre sabéis cómo liar a la gente, pero estate tranquilo que, lo que es a mí, no me vais a liar nunca más. Nunca. ¿Te enteras?

—Tú no tienes que hacer nada.

—Pues no me lo expliques, que no lo quiero saber. Ustedes liáis y liáis, pero llegará el día en que os líen a ustedes, y vaya a saber si el lío no os viene de Peñaranda de Bracamonte.

—Es de confianza, militante de Solidaridad Obrera.

—¡Que no lo quiero saber! ¿Me estás entendiendo?

—No te enfades. Si yo creyera que corres peligro con saberlo, no te lo contaría.

—Yo no sé si corro peligro o no corro peligro. Yo sólo sé que mi padre está muerto, que mi hermana está presa y que a vosotros dos os van a matar. Y no quiero saber ni media palabrita más. Os matarán a todos, a todos.

Gritó. Pepita gritó, y la dueña de la casa salió al pasillo con el abrigo de Pepita en la mano, seguida de don Fernando.

—¿Qué es este jaleo, por Dios? Me vais a buscar la ruina.

—Perdone, no era mi intención, yo ya me iba. Y usted, ¿se viene o se queda, señorito?

—Yo también me voy, te estaba esperando.

—Pues, ¡hale! Ya está, que tengan ustedes buenas noches, ni media palabrita más, punto final y se acabó. Y vale más que nos vayamos, señorito, ya nos podemos ir.

Pepita se puso el abrigo y abrió la puerta; don Fernando la dejó pasar, y salieron los dos al descansillo.

—Buenas noches.

Buenas noches dijo la dueña de la casa.

—Buenas noches.

Buenas noches dijo Paulino sujetando la puerta. Pero no la cerró. Cuando Pepita y don Fernando bajaban ya las escaleras, llamó a la joven en voz baja:

—Pepita.

—¿Qué?

—Espera.

—¿Qué quieres ahora?

Paulino bajó los peldaños que los separaban, se acercó a su oído y le preguntó:

—¿Tienes novio?

28

La luz de la torre está encendida. Don Fernando escucha el taconeo de su esposa desde el piso inferior. Por el ritmo de sus pasos, sabe que ha estado esperando inquieta su llegada. Sabe que camina de un lado a otro, y que lo hará durante un rato más, pisando fuerte, hasta que considere que él se da por enterado de que es tarde. Es tarde. Y ella está despierta. Es tarde, para llegar a casa. El sonido de sus tacones se aplacará poco a poco. Después, cesará. Y don Fernando la oirá llorar, como otras veces. Él se acercará a la escalera, le dará cuerda al reloj de pared del pasillo, y hará el ruido necesario, el justo, para que doña Amparo sepa que la está oyendo llorar. A él le gustaría subir, decirle que aún la ama. Y a ella, bajar. Pero ninguno de los dos romperá el pacto. Dormirán separados, sabiendo que la distancia entre ellos es cada día mayor, y esperarán al domingo para cogerse del brazo. Ambos llevan casi dos años esperando al domingo.

Ella escribirá esta misma noche una nota: No sé con quién has estado, ni me importa. Y él la leerá mañana. Y volverá a cuestionarse su trabajo en la platería. Volverá a pensar que quizá se ha equivocado. Le gustaba la medicina. Y sentirá una opresión en el pecho que le obligará a aspirar una bocanada de aire. La ansiedad le impedirá respirar, aunque tenga henchidos los pulmones. Porque recordará de inmediato a Kolstov, el corresponsal del Pravdaque se hacía llamar Miguel Martínez, y era, se decía, el agente personal de Stalin en España. El día que se conocieron, rieron juntos. Don Fernando no sabe si fue Kolstov quien dio la orden. Dicen que fue él, eso dicen. Y dicen que a su cargo estuvo la evacuación de los prisioneros políticos de la cárcel Modelo. Más de mil. El Gobierno había huido a Valencia. Habían huido, por mucho que se empeñaran en maquillar esa fuga. Madrid estaba sitiado. Y el capitán médico Ortega se ahoga en Paracuellos del Jarama. Se ahoga. Porque él no detuvo la masacre. El capitán médico Ortega salió corriendo y, en la carretera de Barajas, saludó a Kolstov y fue incapaz de mirarle a la cara. Se ahoga. El vio morir a los prisioneros. No se alejó de los guardianes que disparaban. No se alejó, hasta que terminó la matanza. Miró. Y es culpable. Miró. Y no dijo ¡Basta! ni una sola vez. ¡Basta! Miró cómo caían los cuerpos. Y se ahoga. Miró cómo brotaba la sangre. Miró. Y le gustó mirar. Y lo sabe. Miró brotar la sangre. La sangre. Arterias. Venas. La yugular, la carótida, la femoral, la aorta, la ilíaca, la safena. Es más oscura la sangre venosa. Claro, esa bala ha perforado la safena. Miró. Y sólo echó a correr cuando cayó en la cuenta de que estaba observando el brotar de la sangre como si estuviera diagnosticando la procedencia de una hemorragia. Miró. No pestañeó ni una sola vez. Y ahora siente repugnancia. Es posible que fueran casi mil muertos y él no vio la cara de ninguno.

No sé dónde estuviste anoche, ni con quién. Ni me importa.

Leerá. Mañana. Y será igual que siempre. Porque él era cirujano. Y no quiere volver a serlo. No quiere más sangre. Y se ahoga, aunque hoy haya sido capaz de extraer una bala. Y no ha temblado. Hoy ha sostenido un bisturí sin acordarse de la sangre de Paracuellos del Jarama.

Leerá, por la mañana, la nota que doña Amparo dejará en el aparador antes de irse a misa.

Querrá esperar a que su esposa regrese de la iglesia, para decirle que ha vuelto a ser médico. Y que esta noche también llegará tarde, que no se preocupe, que va a visitar al paciente que operó ayer. Pero no lo hará. Se irá a la platería envuelto en su capa española y dejará en un platillo del aparador el dinero que doña Amparo le reclama en un papel:

No me dejaste lo de Pepita, ni para el pavo, y tus padres vienen a comer en Navidad.

29

Con el aguinaldo que le ha dado la señora, Pepita quiere comprar un retal para Hortensia. Le hará un vestido holgado que le sirva durante todo el embarazo y la abrigue bien. Buscará una franela gris con florecitas blancas. Tiene tiempo, si se da prisa, de pasar por Pontejos antes de ir a Sol a comprar el pavo que le ha encargado doña Amparo.

Acelera el paso. A ella no le gusta aprovecharse cuando sale a los recados, pero si no compra ahora el retal no podrá empezar a coser esta noche. Sólo quedan tres días para la próxima visita. Sólo le quedan tres noches para hacer el vestido. Correrá, para que doña Amparo no le pregunte al volver por qué ha tardado tanto.

Cruza la plaza de jacinto Benavente sujetándose la toquilla y mirando al suelo para no resbalar en la nieve. Antes de llegar al otro extremo, advierte que alguien la sigue. Un hombre. Un hombre la está siguiendo de cerca.

Pero no, el hombre que la estaba siguiendo pasó de largo junto a ella. Y ella respiró hondo y levantó la vista. Fue un instante. Volvió la mirada a la nieve y contuvo la respiración. Se paró en seco. Desde la esquina de la calle de la Bolsa, el hombre que había pasado de largo la saludó levantándose el sombrero mientras aplastaba una colilla en el suelo con el tacón del zapato. Pepita cerró los ojos. Giró un hombro y se protegió con la toca antes de volver a mirar hacia la esquina donde aquel hombre se apoyaba de lado en la pared. Sí, volvía a saludarla calándose el sombrero en la frente. Pepita retrocedió un paso. Y él comenzó a caminar hacia ella.

—Cógeme del brazo, chiqueta, y no te asustes.

Era Paulino, sí. Y no dijo nada más. La llevó a la iglesia de San Judas Tadeo y, ya en su interior, encendió una vela; se la entregó a Pepita y prendió otra:

—Nos vamos a Toulouse.

Con la vela encendida en una mano y el sombrero en la otra, repitió que se iban a Toulouse, se acercó a la imagen de San judas y preguntó si era ése el santo que le encontraba novio a las mozas. Ella le contestó que no:

—No, el que busca novio es San Antonio de la Florida.

—¿Dónde se pone esto?

—Aquí, trae para acá, chiquillo.

Pepita colocó las dos velas en el lugar de las ofrendas.

—Y este santo, ¿qué hace?

—Es el patrón de los imposibles.

—¿Tú vas a ir a San Antonio de la Florida?

—¿A ti qué te importa?

—Tú no vayas a San Antonio, que a ti no te va a hacer falta.

No estaban solos en la iglesia, algunos feligreses les miraban, pero de pronto, Pepita perdió el miedo a que la vieran junto a Paulino. Perdió el miedo que la paralizó en la plaza al ver a El Chaqueta Negra apostado en la esquina; el miedo a que la gente lo descubriera caminando de su brazo; y el miedo a que Paulino la rozara. Se acercó a él y le preguntó dónde estaba Toulouse.

—En Francia, pero volveré pronto, y te buscaré si quieres ser mi novia.

—Yo ya estoy al habla con uno de Córdoba.

—Eso es mentira.

—Mira tú por dónde, ¡ahora vas a saber más tú que yo!

—Me lo ha dicho Felipe.

—¿Cómo está?

—Mejor.

—¿Cuándo os vais?

—¿Me darás contestación?

—¿De qué?

—De lo que he venido a pedirte.

—En Córdoba no se hacen así las cosas.

—¿Pues, cómo se hacen?

—Pues a su debido tiempo. El muchacho ronda a la muchacha y si ella está de parte y le agrada, se deja rondar. Y en eso se lleva un montón de tiempo, si es que va de formal.

No hay tiempo. Paulino no tiene tiempo para cortejar a una mujer, como a Pepita le hubiera gustado. Por eso le da un plazo:

—Ven esta noche. Ven a Ave María y me das contestación.

Desde atrás, una mujer chistó para que se callaran. Paulino prendió otra vela, se la entregó a Pepita y le rogó al oído que la ofreciera por él al patrón de los imposibles. Ella miró de soslayo a la mujer que acababa de chistar, y le susurró a Paulino sin apenas mover los labios:

—¿Qué quieres que le pida?

Las dos manos de Pepita sujetaban la vela encendida, él las rodeó con las suyas y contestó:

—Tú lo sabes, chiqueta.

Y se marchó. Ella le vio caminar hacia la puerta. Le vio tomar agua bendita y persignarse torpemente, mirándola.

Cuando Paulino iba a besarse el pulgar, Pepita se santiguó y acercó también el suyo a sus labios. Mirándole.

30

Cuando un camarada cae, es preciso tomar precauciones. Carmina ha caído. Felipe y Paulino deben abandonar el número dieciséis de la calle Ave María. Se marcharán esa misma mañana, en cuanto Paulino regrese; la familia de Peñaranda de Bracamonte los alojará en su casa, en la calle Ayala, hasta el día de Navidad. Desde allí irán con ellos al penal de Ventas. Inmediatamente después, emprenderán camino hacia Toulouse. Felipe aguarda inquieto a Paulino, que ha cometido la estupidez de salir a la calle. El no pudo evitarlo, El Chaqueta Negra es testarudo, se negaba a dar explicaciones y a tomar en consideración el riesgo a ser descubierto. Salió a la calle, después de discutir con Felipe, que le increpó a voz en grito:

—¿Adónde vas?

—Voy a salir un momento, enseguida vuelvo.

—¿Te has vuelto loco? A ver si te has creído que porque hayas dejado la chaqueta de pana ya no eres un huido.

—Llevo un buen disfraz, de burgués.

—Pero no para exponerse tontamente, ¿qué clase de bicho te ha picado?

—Antes de una hora estoy aquí, te lo juro.

—Pero ¿adónde tienes que ir?

—Tengo que salir.

—Tú no vas a ninguna parte.

—Felipe, voy a salir.

—¿No vas a decirme siquiera adónde vas?

—Si te empeñas.

—Me empeño, por mis muertos.

—A ver a Pepita.

—¿Qué me estás diciendo?

—Que voy a ver a Pepita.

—¿Y qué tienes con ella?

—Sólo buenas intenciones. En una hora estoy aquí, camarada, te lo juro.

—No me digas camarada, cabrón, mientras te vas a rondar a una muchacha que sabes que no tiene madre, que no tiene padre, que está sola, y tú la pones en peligro. A ella, a ti, y a mí, a todos nos pones en peligro si sales a la calle.

—Más peligro es ir a ver a Tensi, ¿no?

—No la nombres siquiera, hijo puta, que te mato.

De nada sirvió la discusión, Paulino salió a la calle dejando que Felipe continuara insultándolo desde el descansillo de la escalera.

Cuando Paulino regresó, Felipe le dijo que Carmina había caído y que tenían que irse sin perder un minuto. Volvieron a discutir, pero salieron a la calle vestidos de burgueses después de haberse abrazado.

La ropa que viste le resulta incómoda, a Paulino. Una y otra vez se ahueca el cuello de la camisa con los dedos para liberar su garganta del ahogo que le provoca su rigidez. En el tranvía que le lleva hacia la plaza de Manuel Becerra, no deja de pensar en Pepita. Sentado junto a Felipe, contesta con monosílabos a su compañero. Sabe que él intenta conversar a modo de disculpa por los insultos que le profirió hace apenas una hora, pero él no tiene ganas de hablar.

—A mí no me engañas, a ti no te gusta nuestro disfraz de burgués, porque parecemos burgueses de verdad.

—Ya.

—Ya se conoce que no.

—¿Qué?

—Que ya se conoce que no te gusta, te acabarás arrancando el cuello.

—Ya.

—Ya, ya, pues déjalo ya, que me estás poniendo los nervios para arriba.

La ha abandonado. Ha abandonado a Pepita como abandonó a Elvira y a su madre en el puerto de Alicante. Es posible que no vuelva a verla, que desaparezca en la sombra de este desconcierto, al igual que desaparecieron su madre y su hermana, de las que no tiene noticias desde entonces. Paulino sólo sabe que a todos los que estaban en el puerto los consideraron prisioneros políticos. Que separaron a las mujeres de los hombres y los encerraron a todos, incluso los cines de la ciudad se convirtieron en prisiones improvisadas. También algunos conventos sirvieron de cárceles. Cuando cines y conventos estuvieron abarrotados, a las mujeres las llevaron al Campo de Los Almendros, y a los hombres al de Albatera. Un compañero del Partido le dijo que después trasladaron a un gran número de mujeres a Madrid. Las llevaron en tren. En el trayecto murieron cinco niños. Tardaron cinco días en llegar, en vagones precintados, y hacía mucho calor. El primer día les dieron una naranja y una sardina de lata. El tercero, medio chusco de pan negro. Eso fue todo lo que comieron en cinco días.

—Es bonito Madrid.

No ha podido avisar a Pepita, no ha podido decirle siquiera que se iban de Ave María. No ha podido. Y la dueña de la casa no ha querido llevarle una nota, dijo que no, que no quería llevar eso encima si la cogían. Felipe volvió a enfadarse con él cuando oyó lo que estaba pidiendo.

—A ti se te ha ido el seso como el agua se va por un caño, chiquillo, en un momento se te ha ido todo el seso.

—Sólo quería enviarle una nota.

—¡Qué nota ni qué nota, joder! ¿No te das por enterado de que esta mujer no tiene que saber de ella ni el nombre? ¡Y vas tú, y le quieres dar las señas, so merluzo!

—Le he pedido que venga esta noche.

—¿Aquí? ¿A Pepita?

—Sí.

—La has hecho buena.

Felipe descubrió en la expresión de angustia de Paulino un terror que no le había visto nunca, ni siquiera en los peores momentos de las peores atrocidades que habían presenciado juntos. Le miró a los ojos, y le dijo que no se preocupara, que avisarían a Pepita de que no debía volver a Ave María.

—Mira, ahí estuvimos nosotros poniendo sacos, se ve que no hicimos bien la faena.

El tranvía rodea la Puerta de Alcalá.

—Sí.

La buscará en la puerta del penal. Intentará acercarse a ella y le entregará una carta. Hoy mismo escribirá la carta.

—Menudos pepinazos, tiene más agujeros que un cedazo.

Es raro Felipe, le dio un abrazo inmenso antes de abrir la puerta de Ave María, cuando le dijo que no se preocupara por Pepita.

—No te preocupes por Pepita, y ven aquí, cabrón. Dame un abrazo, hijo puta, que llevas una herida más honda que la mía.

Parece bruto, pero es un sentimental, se le nota cuando habla de Tensi. Le llamó hijo puta sólo por nombrarla, y quiere mucho a Pepita, también se le nota, porque cuando él le contó lo de San Judas Tadeo mientras bajaban las escaleras, se paró y volvió a abrazarle. Y se le pasó el enfado. De dónde habrá sacado esa maleta de doble fondo para guardar las armas, la ha conseguido esta misma mañana, porque ayer no la tenía. No le ha consentido cargarla, tozudo sí que es. Si me paran, le había dicho, no me conoces. Yo iré delante y tú unos pasos atrás y si ves que me paran, pon cara de paisaje y sigue andando como si nada, que todas las precauciones son pocas. Sin embargo, se sentó a su lado en el tranvía y ahora no para de hablarle, porque es un sentimental y no soporta estar enfadado.

—Estamos llegando.

No consentirá que vuelva a cargar la maleta. Cuando bajen del tranvía, se la arrancará de las manos si es necesario. Qué le habrá visto en la cara cuando le dio ese abrazo; una herida más honda que la mía, le dijo. Y Paulino vuelve a ahuecarse el cuello de la camisa, y cierra los ojos. Pepita. Y la ve, sentada en la piedra del camino del cerro, intentando ocultar su rostro tras la toquilla. Y la ve caminar asustada hacia atrás alrededor del matorral, apartándose el mechón de la frente. Y la ve, con su vestido de flores y sus zapatos mojados, contonear las caderas. Y la ve enfadada. Y la ve gritando. Y la ve con una vela en la mano en la iglesia de San Judas Tadeo. Y la ve santiguarse mirándolo a él, y acercarse el pulgar a la boca.

Y la siente en los labios.

31

El vestido de Hortensia estará listo para el día de Navidad, el vestido que la mujer que va a morir llevará puesto cuando vaya a la muerte. Franela gris, con pequeños ramilletes de flores blancas. Pepita se ha pinchado al dar la última puntada. Distraída, chupa la gota de sangre que brota de su pulgar y mira hacia la calle por el balcón. Es domingo, y está acabando la tarde. La nieve que cayó durante los últimos días se ha convertido en montículos marrones de diferentes tamaños que se derriten al borde de las aceras. Pepita se retira del balcón y se dirige a la cocina. Ensimismada aún, con el vestido de su hermana en la mano, le pedirá permiso a doña Celia para utilizar la plancha:

—¿Me da usted su permiso para planchar el vestido de mi hermana?

—Sí, hija. ¿A ver?, te ha quedado muy bonito.

Y doña Celia la verá llenar la plancha con carbón; la verá comprobar si está caliente con el sonido de la yema de uno de sus dedos mojado en saliva, y deslizar la plancha sobre la tela en recorridos cortos y precisos, mientras ella escucha la novela en el aparato de radio. No le dirá nada su patrona, no interrumpirá el silencio con el que Pepita maneja el vestido dándole la vuelta para colocar la falda, salpicando las flores con agua en las arrugas que se resisten y repitiendo unos pequeños golpes de plancha después de volver a comprobar con el dedo que continúa caliente. Y no le hablará doña Celia, no porque tenga interés en la historia que está escuchando, no, no será por eso por lo que guarde silencio, ni porque piense que Pepita está ensimismada en el planchado, será porque doña Celia sabe que Pepita no tiene ganas de charla. Y sabe por qué.

Y doña Celia espera.

La observa doblar el vestido, y cómo se pone colorada de repente.

—Los hombres son unos frescos. A lo primero, se acercan como bravos, y luego después te despachan y se van.

No tardará Pepita en tener ganas de charla. Pero aún no es tiempo. Y su patrona lo sabe. Sabe que debe esperar porque las palabras de Pepita aún forman parte de un suspiro. Doña Celia la oye suspirar. Y espera.

—Ay, madre mía.

Pepita regresa al silencio.

Aunque no tardará mucho en dar rienda a sus quejas. Será un poco más tarde, después de la cena, cuando vuelva a ponerse colorada de repente en la cocina mientras seca una sartén con un trapo.

—Echan a correr sin dar más explicaciones. Te arrumban como a un trasto viejo, y ahora paz y después gloria. Y no me lo disculpe, señora Celia, que tiene meneo la cosa. No me disculpe a ese mamarracho, que ese malaje vestido de señorito se ha creído que es la mona vestida de seda y que el tronío lo regalan con un traje gris perla. Y si pudo venir a pedirme relaciones, bien hubiera podido volver a decirme que olvidara que me las había pedido. Ése se va a enterar. Cuando lo vea, se va a enterar.

Sí, ya tiene ganas de hablar. Y a doña Celia le corresponde intentar consolar a la que no tiene consuelo desde hace dos días, desde hace dos noches, cuando al salir de la casa de don Fernando la abordó un señor con sombrero marrón y le pidió la hora.

—No llevo reloj. Pero si espera un minuto, oirá usted mismamente que dan las nueve.

Dieron, en efecto, las nueve. Y Pepita no oyó las campanadas. Oyó cómo la voz que le había pedido la hora se convertía en un susurro:

—Si yo le pidiera patatas, ¿qué me contestaría usted?

Y oyó su propia voz que, sin pensarlo, contestaba asimismo en un susurro:

—Patatas, puerros y perejil.

—Le traigo un recado de Ave María. Me han dicho que no vaya esta noche, que han tenido que marcharse, y que se lo diga usted al médico.

Sin darle tiempo a contestar, el señor del sombrero marrón alzó de nuevo la voz:

—Las nueve, sí. Gracias, señorita.

Y la dejó en la puerta de la casa de don Fernando.

—No me lo quiera disculpar, señora Celia, no me lo quiera disculpar que no tiene disculpa, que ese mamarracho se ha ido para Francia sin más miramientos.

—Mujer, hay cosas de fuerza mayor.

—Ni mayor ni menor, ni así de medianas le consiento yo a ése las fuerzas, que ése es un sinconciencia y yo he sido una tonta de remate y en mi pueblo las cosas no se hacen así, señora.

Dormirá Pepita esa noche pensando que es tonta y se levantará temprano al día siguiente para ir a la estación a recoger carbonilla pensando lo mismo. Le dirá a su patrona que es hora de que se vaya al cementerio. Y doña Celia le dará un beso, antes de meter unas tijeras en el bolso.

Y el día de Navidad, Pepita se pondrá el uniforme negro que le ha comprado doña Amparo, con su delantal almidonado y sus puños de puntillas, su cofia y sus guantes blancos. Pensará en Paulino cuando se mire al espejo, y cuando vea lo guapa que se ha puesto doña Amparo y los ojos con los que la mira don Fernando. Y servirá la mesa como le han enseñado, ofreciendo las bandejas por la izquierda, primero a las señoras, inclinándose lo justo, sin mirar fijamente a ningún comensal y sin temblar como tiembla doña Amparo al llevarse la copa de cristal a los labios.

Y tiembla doña Amparo porque siente que su marido la está mirando.

Pepita hubiera deseado que Paulino la mirara así.

Después de servir el café en el salón del piano, y de ofrecer polvorones, alfajores, turrones y peladillas en una bandeja de plata, sin mirar el brillo de la medalla que luce en la solapa el padre de don Fernando ni el de los pendientes de su madre, se retira a la cocina y guarda el pavo que ha sobrado en una tartera. Y sonreirá, levemente, porque el pavo de sobra se lo ha regalado su señora, y esta misma tarde se lo llevará a Hortensia. Y Hortensia lo compartirá con su «familia», como llama en sus cartas a las presas que están con ella; las que se reparten el hambre y la comida. Tomasa, la extremeña que nunca tiene visitas, Reme, la mujer que tiene tres hijas y un niño tontito, y Elvira, la chiquilla pelirroja a la que visita su abuelo. Sonreirá, levemente, porque su hermana se llevará hoy una sorpresa cuando descubra el pavo en el fondo de la lata. Ha sobrado bastante, suficiente para que engañen el hambre hasta mañana. Sonreirá, porque ella compró el pavo más grande que encontró en la Puerta del Sol, y lo arrastró con una cuerda porque el animal no quería andar y pesaba demasiado para llevarlo en brazos. Era un pavo enorme, sonríe Pepita, y ella sabía que los señores no podrían comérselo entero aunque les ayudaran los padres de don Fernando. Sonríe al recordar cómo tiraba de la cuerda mirando su volumen, calculando la carne que sobraría y pensando que doña Amparo es muy generosa. Sonríe, porque la gente la miraba al pasar, y se paraban para ver el espectáculo de aquella mujer tan menuda intentando dominar aquel bicho tan grande. Ella tiraba de la cuerda y reía pensando en Hortensia, con el corte de tela para su vestido en una mano y arrastrando con la otra el destino del pavo.

32

La actividad de la galería número dos derecha comenzó como siempre temprano. A las siete de la mañana se levantaron las presas. Era el día de Navidad, y era día de visita. Asistieron a misa obligadas, como todos los días de precepto, pero sólo algunas comulgaron. Las demás permanecieron de pie en señal de protesta durante toda la liturgia y escucharon con la cabeza alta las imprecaciones que el cura les dirigió en la homilía:

—Sois escoria, y por eso estáis aquí. Y si no conocéis esa palabra, yo os voy a decir lo que significa escoria. Mierda, significa mierda.

Tomasa, indignada, pidió al salir una asamblea extraordinaria y propuso en ella una huelga de hambre hasta que el cura les pidiera perdón por sus insultos.

—¿Más hambre?

Era Reme, que miró a Hortensia con desesperación en los ojos, como pidiéndole ayuda, como pidiéndole pan.

—Más hambre no, por Dios.

Algunas mujeres apoyaron la idea de la huelga, y Hortensia tomó la palabra:

—Hay que sobrevivir, camaradas. Sólo tenemos esa obligación. Sobrevivir.

—Sobrevivir, sobrevivir, ¿para qué carajo queremos sobrevivir?

—Para contar la historia, Tomasa.

—¿Y la dignidad? ¿Alguien va a contar cómo perdimos la dignidad?

—No hemos perdido la dignidad.

—No, sólo hemos perdido la guerra, ¿verdad? Eso es lo que creéis todas, que hemos perdido la guerra.

—No habremos perdido hasta que estemos muertas, pero no se lo vamos a poner tan fácil. Locuras, las precisas, ni una más. Resistir es vencer.

Cuando las voces se sumaban unas a otras, a favor y en contra de la oportunidad de la huelga de hambre, y la palabra dignidad resonaba más que ninguna sobre la palabra locura, Elvira llegó corriendo al cuarto de las duchas:

—¡Viene La Veneno! ¡Que viene La Veneno!

Las mujeres que tenían toallas se envolvieron el pelo con ellas o se las colgaron al hombro, y las que no las tenían simularon que se secaban las manos con la falda. La reunión había acabado. La Veneno, acompañada de Mercedes, se acercaba a la cancela con un Niño Jesús en los brazos. Mercedes giró la llave y empujó la puerta, dejó pasar a su superiora y entró tras ella en la galería. Volvió a girar la llave, se la colgó a la cintura y se colocó una horquilla que sobresalía en exceso de su moño de plátano.

—¡A formar!

No era hora de recuento. Pero nadie preguntó por qué las obligaban a formar.

Mercedes dio tres palmadas y las presas se pusieron en fila. La hermana María de los Serafines mostró el Niño Jesús coronado de latón dorado, pasó la mano bajo las rodillas regordetas y cruzadas, y ofreció el pie del infante a la primera reclusa:

—El culto religioso forma parte de su reeducación. No han querido comulgar y hoy ha nacido Cristo. Van a darle todas un beso, y la que no se lo dé se queda sin comunicar esta tarde.

Una a una, las presas fueron besando el pie ofrecido. Una a una, inclinaron la cabeza para besar al Niño. La Veneno lo sostenía a la altura de su estómago para obligarlas a una inclinación pronunciada. Después de cada beso, Mercedes secaba el pie de cartón piedra con un pañito de lino almidonado.

—Ahora usted, Tomasa.

Es el turno de Tomasa, que no puede contener su ira. Cuando se le acercó La Veneno, la extremeña le mantuvo la mirada, con la boca apretada de rabia. Después de unos minutos, la monja obligó a Tomasa. Atrajo la cabeza de la reclusa hacia el Niño Jesús. Tomasa agachó la cabeza, acercó los labios al pequeño pie, y en lugar de besarlo, abrió la boca y separó los dientes.

Un crujido resonó en el silencio de la galería.

Un crujido.

Y una boca que se alza sonriendo, con un dedo entre los dientes.

Y un grito:

—¡Bestia comunista!

El grito es de la hermana María de los Serafines. Mercedes acerca su pañito almidonado al pie del Niño Jesús y cubre su amputación como quien cura una herida. La monja vuelve a gritar:

—¡Bestia comunista!

Y propina un golpe seco con el puño cerrado en la boca de Tomasa.

Un vuelo de hábitos, de anchas mangas blancas dirigidas a un rostro que no ha perdido la sonrisa.

La fuerza del puñetazo hace escupir a la sacrílega, y el dedo del Niño Dios vuela con las tocas por los aires. Ha terminado el besa pie. La hermana María de los Serafines ordena la búsqueda del dedo cercenado. Y las reclusas rompen la formación sofocando una carcajada. A Elvira se le escapan dos lágrimas al intentar controlar su sofoco, y Hortensia se lleva las manos al vientre y exclama:

—¡Ay, madre mía! ¡Ay, madre mía de mi vida y de mi corazón!

Para no reír, las reclusas buscan el dedo perdido sin mirarse unas a otras. Para no reír, no miran a Tomasa.

 —¡Aquí está!

Es Reme, que ha encontrado el dedito de Dios y se lo entrega a la monja.

El labio de Tomasa ha comenzado a sangrar, la hermana María de los Serafines la empuja hacia Mercedes ordenándole que quite a la sacrílega de su vista:

—¡Quite a esta sacrílega de mi vista!

Y acerca el pequeño dedo al pequeño pie para comprobar si podrá curar la herida. Sí, podrá pegarlo. Lo mira con arrobo. Una lágrima le asoma por el rabillo del ojo. Podrá pegarlo, aunque se notará la juntura como una pequeña cicatriz.

Las presas de la segunda galería derecha podrán reír cuando se estén arreglando para acudir al locutorio. Cuando la agitación bulliciosa por la alegría del encuentro con sus familiares les haga olvidar la tristeza que les produjo la imagen de Tomasa, intentando mantener el equilibrio, saliendo a empujones hacia su castigo. Podrán reír cuando olviden la pena que sintieron al verla caminar abrochándose el vestido de la madre de Elvira. Sólo entonces, cuando las reclusas estén preparándose para la visita, podrán reír. Y será Reme la que provoque sus risas. Se pellizcará, como todas, los pómulos, para que el color lleve a su rostro un aspecto un poco más saludable, un poco menos demacrado y famélico, y dirá mientras lo hace:

—Y ahora, se cargarán de razón cuando digan que las comunistas nos comemos a los niños. Carajo que es bruta la muy puñetera.

Reme será la primera en reír. Elvira la seguirá después de preguntar a Hortensia:

—¿Te fijaste en la cara de La Veneno?

—¡Cómo se puso!, capaz de darle algo.

La tensión acumulada saltará en carcajadas mientras se arreglan las que tienen visita, ayudadas por las que no la tienen.

—Toma, Reme, ponte esta bufanda roja que te alegre un poco la cara.

Reme se limpia con saliva las manos, porque hace tiempo que han cortado el agua. Se asea pensando en Benjamín. No debería haberle pedido jabón en la visita anterior. El jabón escasea. No tenía que habérselo pedido, y menos aún la sillita de anea. Pobre Benjamín, no tenía que haberle pedido nada. Él siempre le lleva lo que puede llevarle. Y sonríe pensando en su nieto, al que verá esta tarde por primera vez. El hijo de su hijo, nacido en León hace apenas seis meses.


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