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La voz dormida
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Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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—Mueves tú. Jaque al rey.

Los que lograron escapar aguardaron escondidos a que pasara el día. Por la noche se reagruparon en el lugar acordado para estas situaciones y allí mismo se decidió, a causa de la caída del Cerro en manos enemigas, que se incorporaran a la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro. Esa misma noche supieron que el pueblo de El Llano que habían ocupado con éxito fue arrasado, fusilaron a los guardias civiles que habían entregado sus armas, desterraron a todos los vecinos, incendiaron sus casas y les prohibieron residir en su tierra, o aproximarse a una distancia menor de cincuenta kilómetros. El rey se enroca. Su hermana no acudió al punto de encuentro. No volvió a verla. Pero supo de ella un mes después, cuando Jaime se reunió con Jesús Monzón en una bodega de Ave María para preparar la ofensiva del Valle de Arán. Está a salvo, fue lo único que le dijeron, y él no preguntó más. Está a salvo. El sólo ha de saber que está a salvo. Y es suficiente. Moverá peón tres, si no quiere dejar al rey al descubierto. Durante la reunión con el comisario político en Ave María, intentó alejar de su mente la imagen de Pepita. Sus zapatos mojados, su vestido de flores. No pudo evitar el recuerdo de su pesadilla recurrente. Dudó al salir a la calle, y en la esquina con Magdalena volvió a dudar, Pepita vive tan cerca. Sería tan fácil subir, perder un minuto y tenerla en sus brazos. Deseó verla, con su vestido lleno de flores, de nuevo lleno de flores. Dudó, pero no quiso ponerla en peligro, se mordió los labios y se fue directamente a la estación de Delicias. En el andén de los besos, pensaba en Pepita, en sus ojos de un color imposible, en el mechón que le resbala siempre en la frente y en sus labios esperando los suyos. Quizá por eso no advirtió que dos hombres le seguían. No pudo subir al tren.

—Jaque mate.

El rey cae sobre el tablero. Se asume la derrota. Se propone la revancha.

Otra partida.

El tiempo pasa entre las piezas negras y blancas. Hace frío en el patio. La malta que tomó en el desayuno ya no calienta su estómago. Es media mañana, y aún guarda en su bolsillo los cuatro higos secos con una almendra dentro. Hora del almuerzo. También su compañero de juego ha reservado el valor energético de los higos del desayuno para aguantar el hambre, porque rechazarán el rancho en el comedor, sopa de lechuga, maloliente y fría, o guiso de garbanzos, cuatro garbanzos bailando en agua sucia, peores aún que las populares «lentejas de Negrín» que se comían durante la guerra. Los higos, y un chusco de pan que acompaña a las gachas, aliviarán la hambruna hasta la tarde. Después de asistir al taller de ebanistería, donde construyen pequeñas cajas de madera que las mujeres rifarán por las calles de sus pueblos, bajarán a la cocina y se asarán unas patatas.

—Sales tú, Gerardo.

Volverá a perder. Volverá a creer que no le importa. Pero le importa. Demasiados fracasos, ajenos y propios, harán que busque en el ajedrez nimias victorias. Aprenderá estrategias nuevas, ataques y defensas que le liberen de la sensación de que ya no forma parte activa en ningún flanco. Jugará con pasión. Y en aquel penal, al que llaman La Universidad, estudiará los libros que logran engañar la censura, y esperará con pasión las cartas de Pepita, que no logran engañarla, mientras se convierte en un experto en la Historia del Partido Bolchevique de la Unión Soviética.

Jaque.

Dos días faltan para el encuentro con Pepita. Dos días. Esperará, impaciente, dos días.

Dos días.

Aún le duelen los riñones y sangra al orinar. Y los dedos también le duelen, aunque las uñas ya le hayan crecido. Mi nombre es Jaime Alcántara. Soy prisionero de guerra. Jaime Alcántara. El Tribunal Militar le juzgó como Jaime Alcántara, natural de Belchite. No lo relacionaron con El Chaqueta Negra.

No fue condenado a muerte.

Se instruye la presente Causa como consecuencia de las investigaciones llevadas a cabo por la Brigada Político-Social de la Policía Gubernativa de esta capital, encaminadas al descubrimiento y desarticulación de las actividades clandestinas de carácter subversivo que venían desarrollándose por una serie de vecinos de esta capital que se proponían reorganizar el Partido Comunista, interviniendo unos folletos publicados bajo el título "Guía de Bibliófilo" que tenían varios artículos del periódico clandestino Mundo Obrero .

El presidente del Tribunal era coronel, tenía un bastón de mando. Cuando el abogado defensor intentaba una alegación, el coronel golpeaba el bastón contra el suelo.

Primero leyeron la lista de los condenados a muerte. Un nombre tras otro, de corrido. Sin temblar. Después, las condenas restantes, pronunciando el nombre del procesado y la pena correspondiente.

Jaime Alcántara, treinta años.

—Mate.

—Estás aprendiendo tú mucho.

Pequeñas victorias.

—¿Echamos otra?

—Luego.

Sí, luego, más tarde volverá a jugar. Ahora desea pasear por el patio.

—¿Te ayudo?

—Gracias, ya puedo yo.

Puede apenas caminar. Pero camina. Y piensa en Pepita. Iré con la señora Celia y llevaré a la niña, le había escrito en su última carta. Se llama Tensi, como su madre. Piensa en Mateo, va a conocer a su hija; él no llegó a conocerla. Dos días. Y recuerda a Hortensia, la mujer que aprendió a escribir en los muros de la Casa Grande de Don Benito. Con un lápiz gastado aprendió, él le llevaba la mano.

—Así, ¿ves?

—Así, sí. Pero si me sueltas, me viene el lío. Y me sobran o me faltan letras.

—Tú escribe, que yo entiendo. Yo sé la letra que sobra y la que falta.

—¿Y sabes poner la que falta y quitar la que sobra?

—Tú no pienses en eso. Tú sólo tienes que escribir una palabra ,juntar las letras y pensar que está bien.

—Claro, que la letra que sobra ahí en otro lado está faltando.

Jaime pasea por el patio. Apura un cigarrillo y aplasta la colilla contra el suelo. Se siente mal. Apenas puede dar un paso sin que el dolor le apriete en la vejiga, en los testículos. Don Gerardo se acerca. Le ayuda a llegar a la enfermería y pide por favor una bolsa de agua caliente.

Se aplicará Jaime la bolsa. El calor le ayudará a orinar. Sangre. No aliviará su dolor. Y sentirá rabia. Rabia, porque ha de recuperarse en dos días. Ha de entrar por su pie al locutorio. Dos días. Rabia, porque sabe que no podrá ser, que Pepita le verá caminar apoyándose en don Gerardo. Rabia.

Rabia, sí.

22

El locutorio de la Prisión Central de Burgos es triste y oscuro, pero silencioso. En lugar de valla metálica, dos muros a media altura acabados en barrotes hasta el techo limitan el pasillo central. Los presos no reciben muchas visitas, de modo que los funcionarios que vigilan el pasillo pueden escuchar las conversaciones de todos y detenerse a escuchar la que más interés les despierte. Pepita y doña Celia esperan. Cada una aprieta una mano de Tensi. La niña mira a su alrededor con los ojos muy abiertos. Ha visto a los familiares aferrarse a los barrotes que tienen delante, pero el muro le impide ver que al otro lado han entrado los presos. Pepita la alza en sus brazos.

—Ahí están.

Doña Celia ha visto a don Gerardo. Pepita sólo distingue a dos hombres, uno apoyado en el otro.

—¿Dónde?

—Ahí.

Don Gerardo ayuda a Jaime a llegar hasta la verja. Pepita se abraza a la niña mientras gime:

—¿Qué te han hecho?

Entre los barrotes, Jaime extiende hacia Pepita su mano derecha. Ella extiende la suya. No pueden alcanzarse. Pero sienten que se están tocando los dedos.

El funcionario les ordena que se retiren. Jaime mira los ojos azulísimos que tiene enfrente.

—¡Cuánto tiempo sin ver ese color imposible!

—¿Cuál?

—El de tus ojos, chiqueta.

¿Me quieres?, preguntó ella. Te quiero, respondió él sujetándose a los barrotes porque le era imposible mantenerse en pie.

—Échate atrás, quiero verte el vestido.

Pepita da unos pasos hacia atrás, para que Jaime vea su vestido.

Lleno de flores.

Y Jaime sonríe, y le pregunta si la niña que lleva en brazos es Tensi.

Es Tensi, sí, aclara Pepita al regresar a la verja, y le pide a la niña que mire a Jaime:

—Mira.

—¿Eres mi papá?

—No, hijita, no soy tu papá.

Se parece a ti, le dice a Pepita, tus mismos ojos. Y después le ruega que pida unos pantalones que ha dejado en paquetería.

—Te he metido en el bolsillo la medida del largo. Es para que me los arregles.

Ella no sabe que en los bajos, Jaime ha escondido un manifiesto donde los presos piden que se levanten las penas de muerte. Aún no lo sabe. Pero lo sabrá. Lo descubrirá cuando se disponga a arreglar los pantalones y descosa el bajo. Y entregará el manifiesto en Puerta Chiquita, donde sabe que Reme se reúne con las mujeres que colaboran en el Socorro Rojo.

Pepita se acerca mas a los barrotes. Grita, porque estaba acostumbrada a gritar en el locutorio de Ventas.

—Yo te he traído un paquete, y dinero.

—¿Por qué gritas?

—No sé.

—No vuelvas a traer dinero, el Partido se encarga de mí, tú ya tienes bastante con ese angelito.

El tiempo de la visita se acaba. El funcionario ordena a los presos que se retiren. Ahora es Jaime el que pregunta:

—¿Me quieres?

—Sí.

—Yo también te quiero, chiqueta.

Don Gerardo ayuda a Jaime a caminar. El vigilante se impacienta:

—¡Vamos, deprisa, cada uno a su brigada!

Los gritos de Pepita llegan a Jaime atravesando el aire:

—¡Volveré el año que viene!

Jaime gira la cabeza hacia atrás, hacia los ojos azulísimos, mientras se marcha:

—Escríbeme.

Se acabó el tiempo. Jaime ve cómo tiemblan los labios de Pepita, ve cómo agita la mano.

—Volveré el año que viene, amor mío.

Ahora llega la espera.

Esperarán un año para volver a verse. Se escribirán una carta cada quince días. La espera. Jaime regresa a la brigada apoyándose en don Gerardo. Jugará con él al ajedrez. Mientras espera. Espera las cartas censuradas de Pepita. Espera esas cartas, y las cartas de su abuelo. Esperar, esperar. Pamplona y Madrid se alternarán en el remite, una carta por semana. El contestará las cartas. Alimentará de palabras sus afectos, para poder seguir viviendo. Y no es fácil. Palabras que engañan la ausencia pero señalan la distancia. No, no le resulta fácil saber que la vida transcurre fuera de la prisión, y que él es tan sólo un testigo inmóvil que asiste a los acontecimientos a través de los otros, desde lejos. Siempre desde lejos.

No es fácil, no.

23

Las ciudades tienen su propia historia. Pero tienen también su historia ajena, pequeña y personal, una y múltiple, la historia que escriben los que la llevan en un rincón de la memoria. Jaime está en Burgos. Ha vuelto a la ciudad donde nació, donde fue al colegio por primera vez, donde su madre alejaba el miedo de la cabecera de la cama, donde su padre le enseñaba a desfilar, soldadito de plomo con espada de madera, donde aprendió a leer y a escribir, donde tuvo su primera pelea, donde conoció el placer de tirar de unas trenzas, donde adivinó el alcance de la palabra Pasión. Está en Burgos. Y en Burgos no perderá su pasión. No la perderá, aunque a veces siente que la está perdiendo. Aunque a veces siente que Burgos está muy lejos. Con pasión continuará en la lucha, desde Burgos, desde lejos, recordando a su padre, apasionado en el ejercicio de la disciplina militar, recordando a su madre, apasionada contadora de cuentos infantiles. Con pasión asistirá en su brigada a las charlas políticas nocturnas. Leerá los partes de guerra ingleses. Debatirá con sus compañeros sobre la marcha del conflicto bélico mundial. Con pasión celebrará el avance de los aliados, la toma de París, el repliegue de las fuerzas del Eje, y alimentará la esperanza de que los gobiernos demócratas respalden a la Unión Nacional. Y lo hará con pasión, en el penal de Burgos.

Los guardianes permanecen en sus garitas, al calor de una estufa, y sólo interrumpen la actividad carcelaria para hacer los recuentos. La población reclusa puede moverse libremente por la prisión, salir al patio, bajar a la cocina, o reunirse en las brigadas para celebrar las reuniones políticas. Jaime asistirá al entusiasmo de la población reclusa por el desembarco de Normandía, al optimismo de los que hicieron las maletas, convencidos de que el fin de la dictadura franquista llegaría con ese desembarco, y a la decepción cuando supieron que las puertas de las cárceles no se abrirían tras la victoria de los aliados. Desde Burgos, asistirá a la impotencia del Gobierno republicano en el exilio, Y a las razones que el Partido Comunista atribuye a las potencias democráticas para no intervenir en territorio español, que serán debatidas entre los presos aumentando el enfrentamiento que existía ya entre socialistas, anarquistas y comunistas:

—Hablan de la situación de España como «el problema español», ¿podéis creerlo? Simplemente somos eso, un problema.

—Me cago yo en esos demócratas.

—Pues límpiate con este papel, que aquí lo dice bien clarito, los comunistas tenéis la culpa. Si no fuera porque todo el mundo piensa que, si la República vuelve, el Gobierno sería para vosotros, nadie temería un satélite de la Unión Soviética en el sur de Europa.

—¿Y quién es todo el mundo, si se puede saber?

—No te pongas chulo, que el compañero tiene razón, sois vosotros los que la habéis jodido con tanto marxismo-leninismo.

—A ti te parto yo la boca.

—Atrévete.

Discusiones a las que se sumarán otros presos. Los que engrosan a diario las listas de la población reclusa. El último camarada que llegó ha traído malas noticias:

—Lo del Valle de Arán ha sido un desastre, un descalabro.

Jaime le ayudó a arrancar la última contraventana de madera, y colocaron encima su colchoneta para aislarla del frío y la humedad del suelo.

—Hay que convocar una reunión urgente.

Convocaron asamblea general. Y el recién llegado dio a conocer el fracaso de la Operación Reconquista de España y propuso como tema de discusión la responsabilidad de Santiago Carrillo en la retirada del Valle de Arán, el protagonismo excesivo de Jesús Monzón, su imprudencia, y el optimismo desmesurado y la ausencia de estrategia de la UNE para una invasión que contaba con un efectivo de siete mil guerrilleros españoles preparados para la ofensiva desde Francia, pero que no tuvo en cuenta la falta de apoyo desde el interior.

—Confiaban demasiado en la insurrección del pueblo, y el pueblo está hasta los cojones.

—Diez días ha durado la aventura, se acabó.

Desde la Prisión Central de Burgos, desde lejos, siempre desde lejos, Jaime asistió con sus camaradas al intento fallido de penetración por los Pirineos. Y a través de la prensa guerrillera que introduce un funcionario en la prisión, previo pago mensual de ciento cincuenta pesetas, se pondrá al corriente de que las Agrupaciones Guerrilleras continúan en la lucha armada a pesar del fracaso.

Las discusiones políticas les ayudarán a sentir que forman parte de la resistencia activa. Escribirán manifiestos y propaganda que distribuirán entre los presos y sacarán al exterior demostrando así que la lucha continúa en las cárceles. Jaime participará en el comité de agitación y propaganda y dará instrucciones a sus compañeros del taller de ebanistería para que oculten en las cajas compartimentos laterales, donde sacarán las octavillas que sus mujeres repartirán en autobuses y trenes. Y el tiempo pasará también en esas cajas. Porque el tiempo no se detendrá en Burgos, aunque Jaime sienta a menudo que lo está viendo transcurrir desde lejos. El tiempo y la pasión de Jaime lograrán engañar a los muros de la prisión, cuando Pepita abra esos pequeños compartimentos laterales en la pensión Atocha.

—Jaime.

—Dime, Gerardo.

Jaime tiene una carta de su abuelo en la mano. Don Gerardo tiene otra. Han estado esperando los dos toda la tarde, pero el funcionario que reparte la correspondencia estaba hoy perezoso y retrasó más de dos horas la entrega.

—¿Echamos la última cuando acabemos de leer?

—Bien.

La carta de don Javier es más corta que de costumbre. La letra más deformada. Más temblorosa la mano que la escribió. En apenas unas líneas, le cuenta a su nieto, Querido nieto, que Elvirita fue a despedirse de él antes de marcharse de España y le dijo que ahora se llamaba Celia, como la abuela. Añade que él se encuentra bien, a pesar de la neumonía. Es leve, le escribe, es leve, tú no te inquietes. Pero Jaime no puede dejar de inquietarse. Las palabras de su abuelo le llenan de congoja. Su abuelo está enfermo. Y Celia está en Praga.

Acabará de leer la carta y, en el preciso instante de acabar de leerla, comenzará a esperar otra.

—Cuando quieras, echamos la última.

La última, sí. Su compañero ya no esperará con él, jugando al ajedrez, el momento de recibir una carta a la semana. No esperará con él el día de visita para bajar al locutorio una vez al año, ni regresará después con él a la brigada, para volver a esperar a que pase otro año. Porque su compañero obtendrá la libertad en el transcurso de la tarde. Un funcionario pronunciará su nombre y añadirá en voz alta:

—¡Que salga con todo!

Saldrá con todas sus pertenencias y una caja que le lleva a Pepita de parte de Jaime. Sus compañeros de brigada aplaudirán, y acompañarán con vítores su partida. Una fila de abrazos. Un llanto vivo. Él se cargará el macuto al hombro, y le entregará a Jaime el ajedrez:

—La próxima la echamos fuera.

Y en la puerta de la prisión, doña Celia le estará esperando.

24

Para celebrar el regreso de su marido, doña Celia ha invitado a Pepita y a Tensi a merendar en San Ginés. Chocolate con churros.

—¿Puedo comer todos los churros que quiera?

—Todos los que quieras.

La niña se muerde el labio inferior y alza los ojos calculando los churros que será capaz de comer. Doña Celia se aferra al brazo de don Gerardo con fuerza. El le aprieta la mano. Ambos intentan ocultar su emoción ante Pepita, para que ella no sienta la ausencia de Jaime a través de la presencia de don Gerardo. Pero la siente, como un golpe, aunque también disimula su emoción y sonríe mirando a Tensi.

—Menudo atracón te vas a dar, chiquilla. Ya te estoy viendo comer con los ojos, y te estoy viendo esta noche con un cólico de muy señor mío.

Sí, Tensi despertará a Pepita de madrugada al darse la vuelta en la cama una y otra vez.

—¿Te quieres estar quieta y dejar de darme patadas, que pareces un rabo de lagartija?

—Es que me duele la barriga.

—Ya lo sabía yo, que no se puede ser tan ansia viva.

Después de vomitar la indigestión de los churros y el chocolate, Tensi busca el mimo de los convalecientes en los brazos de Pepita.

—¿El señor Gerardo es mi abuelo?

—Sí.

—Pero si tú no eres mi madre y él no es tu padre, no puede ser mi abuelo.

—Yo soy tu madre de mentirijilla.

—¿Y el señor Gerardo es mi abuelo de verdad, o de mentirijilla como tú?

—De mentirijilla, pero hay mentirijillas que son una verdad más honda que las propias verdades.

—Los niños de la escuela tienen madres de verdad. Yo quiero tener una madre de verdad.

—Tú tienes una madre de verdad que está en el cielo y otra de mentirijilla, tú tienes mas madres que los demás niños, anda duérmete que es muy tarde.

—Pero ¿qué les digo a los niños que digan que es mentira que tengo un abuelo?

—Diles que hay mentiras que son verdades.

—¿Y a las monjitas también?

—También. Duérmete.

Por la mañana, cuando Pepita esté peinando a Tensi, la niña mirará el reflejo de ambas a través del espejo. Y por la tarde, cuando se dirijan a la Casa de Campo a reunirse con Reme, Tensi tirará de la mano de Pepita para que su tía la mire.

—¿A que me parezco a ti?

—Sí.

—¿A que me parezco como si fueras mi madre de verdad?

Es domingo y a pesar del frío, la Casa de Campo está más concurrida que de costumbre. Al llegar a Puerta Chiquita, el grupo de mujeres que simula haberse reunido para merendar rodea a Reme.

—Pobrecito.

—Te acompaño en el sentimiento.

—Es un consuelo que no ha sufrido.

—¿Qué ha pasado?

—El chico de Reme, que se le ha ido de repente.

Pepita se abre paso hacia Reme mientras las mujeres que van quedando a su espalda se lamentan:

—Ya se sabe que a esos angelitos no les dura mucho el corazón.

—Pero una nunca está preparada.

—Y menos ella, que llora los años que estuvo en la cárcel. Dice que los perdió de cuidar a su niño y que ha sido una mala madre.

—Mala madre no ha sido.

Reme abraza a Pepita.

—Mi niño.

—Ahora está en el cielo. Es un angelito del cielo y está mucho mejor que aquí. Mucho mejor que todos nosotros, Reme.

Después de intentar consolara la madre que ha perdido a su hijo, las mujeres abren sus cestas. Sacan la comida que han podido reunir y Reme la distribuye en paquetes que harán llegar a los presos que no tienen familia.

—No es mucho.

No es mucho. No.

—¿Alguna traéis dinero?

Pepita lleva dinero. Y Lleva también un manifiesto en la caja que Jaime le envió con don Gerardo.

—Hay que mandar esto al extranjero, para que lo publiquen los periódicos.

Antes de que acabe el año, el manifiesto será publicado. Las cajas de ebanistería cumplirán su función de palomas mensajeras y Pepita, sin pretenderlo, se convertirá en un miembro más del Partido Comunista en la clandestinidad, aunque jamás se afiliará.

—Yo lo hago por Jaime, ¿sabe usted? Yo no le debo nada a los suyos, señora Reme. De buena gana los mandaba a todos a tomar vientos.

Lo hace por Jaime. Lleva a la Casa de Campo los mensajes que él envía, rifa en el Rastro las cajas, o visita en nombre del Socorro Rojo las tiendas de comestibles que Reme le indica para llenar su cesta, por Jaime. Y reserva parte de lo que gana cosiendo para entregárselo a Reme porque sabe que ella distribuye entre los presos el dinero que recauda. Y Jaime está preso. Y siempre se niega a coger el dinero que Pepita le lleva una vez al año. Se reúne con Reme en Puerta Chiquita por Jaime. Pero todos los meses acude a la cita renegando del Partido.

—Los suyos a mí no me han traído nada más que disgustos, señora Reme.

—Mujer, ya será para menos.

—Disgustos, se lo digo yo, y a ustedes no les arriendo ninguna ganancia con tanta política cuando pase lo que quiera que pase, que pasará.

—Lo que quiera que pase será la libertad.

—Y los disgustos. Y si no, al tiempo. Disgustos.

El último disgusto de Pepita se lo dio el arzobispado, hace un mes, cuando le negó el sacramento del matrimonio porque su novio era comunista. Jaime ya había firmado el poder donde designaba a don Gerardo para que, en su nombre y representación suya, contrajera matrimonio por poderes con Pepita. Pero el capellán de la Prisión Central de Burgos le dijo que tenía que abjurar de sus ideas políticas antes de casarse. Jaime se negó. El arzobispo dice que la culpa está en ti, añadió el capellán. Por mí no me preocupa, pero a mi novia le van a dar un disgusto, le contestó Jaime, y después le preguntó que si él se quitaría la sotana por alguna razón. Cuando el cura respondió que por ninguna, él le pidió que entendiera que un comunista tampoco abandona por ninguna razón su ideología.

—Así que ya lo ve, señora Reme. De aquí para adelante estoy expuesta a ir a Burgos y que no me dejen entrar, como me pasó el año pasado, que me dijeron que yo no era familiar y me tuve que volver sin verle. Menudo disgusto pasé yo, que para mí se me queda, que eso no lo puede saber nadie. Y el disgusto que pasaría él yo no me lo quiero ni figurar. Un año entero, que se dice pronto, esperando, ahorrando para el viaje, y venirme sin verle un momento siquiera, después de gastarme los dineros, que el poquito que hay lo podía haber echado yo en otra cosa. Y ahora resulta que después de los años me vienen diciendo que no soy familiar, y que el arzobispo no consiente en que lo sea porque mi novio es político. De modo y manera que no me venga usted diciendo que la política se hace para la libertad, porque lo que es libertad, yo sólo lo he visto en los chiquillos cuando meten los pies en los charcos y chapotean hasta que les da la gana.

A ella no le gusta la política. A ella le gustaría vivir en paz. Y estar en Córdoba. Y que Jaime no estuviera preso. A Pepita no le gustan las cosas que no entiende, y asiste a las reuniones mensuales, año tras año, aportando lo que puede aportar, pero no habla de política. Habla con sus compañeras de la muerte del hijo de Reme, de la boda de las tres hijas que le quedaban solteras, o de lo mayor que se está haciendo Tensi. A ella no le gusta hablar de política. Intervendrá en las conversaciones cuando las mujeres hablen de cosas que ella entiende, o cuando Reme llegue diciendo que por fin ha podido devolverle su maleta a Elvira, la chiquilla pelirroja que siguió en la guerrilla, luchando con las armas en la mano, más valiente que nunca, hasta que la mandaron a Checoslovaquia. Y cuando cuente que Sole, la comadrona de Peñaranda de Bracamonte, y su hija, que se la dejaron tuerta, se han exiliado en Méjico y colaboran activamente con el Gobierno republicano, o cuando anuncie que Antoñita Colomé, la cantante que ayudó a la fuga de Sole y de Elvira, ha tenido que huir a Francia porque le dijo a un falangista que toda su sangre era roja.

Pero cuando las mujeres hablen de que los aliados han ganado su guerra y ya tienen bastante con eso, indignadas al saber que no intervendrán en territorio español, y comenten que han creado la Organización de Naciones Unidas excluyendo a España, Pepita guardará silencio. Y cuando llegue la noticia de que Argentina, Portugal, la República Dominicana y la Santa Sede son los únicos países que mantienen sus embajadas en España, a pesar de que la ONU ha propuesto como medida sancionadora la ruptura de relaciones diplomáticas, Pepita seguirá guardando silencio. Mirará a su alrededor, asistirá en silencio a los comentarios de sus compañeras sobre el aislamiento al que las potencias democráticas han sometido a España, sobre la crisis económica, el apoyo argentino, la visita de Eva Duarte, o las lentejas de Perón.

Pepita asistirá en silencio a las meriendas en la Casa de Campo, año tras año, de la mano de Tensi, que crecerá entendiendo las palabras que Pepita no quiere entender. Pepita se dará cuenta de que la niña mantiene los ojos muy abiertos y después de las reuniones busca a Reme para que le hable de su madre.

—Era valiente, muy valiente.

Pepita advertirá que Tensi mira a Reme con admiración.

Y que comienza a hacer preguntas que no le convienen:

—¿Qué es una cédula, Reme?

Y dejará de llevarla a las reuniones.

—¿Por qué ya no traes a la niña?

Le preguntarán.

Y ella dirá que la niña se aburre, para no decir que es muy chica para que le pique la política. Y que ella no va a consentir que le pique.

Y continuará escuchando a sus compañeras en silencio, sintiendo que una araña negra y peluda teje sobre ella su tela pegajosa, y temiendo que su sobrina esté en casa rascándose una mordedura.

25

—Pepita.

—¿Qué?

—Estás en Babia.

—Me había distraído.

La reunión en Puerta Chiquita acaba de terminar. Pepita ha escuchado con alegría que Tomasa ya tiene una cama. La prisión de Ventas se ha descongestionado y cada presa tiene su espacio y su cama. Tomasa le ha escrito a Reme, y Reme ha leído su carta. Pepita ha escuchado las palabras de la compañera que llama hermana a Reme. Y ha escuchado después que las últimas Agrupaciones Guerrilleras van a ser disueltas, tras la desaparición paulatina de sus divisiones.

—Están cada vez más acosadas por los tercios móviles de la Guardia Civil.

—Y cada vez menos apoyadas por sus enlaces de El Llano.

—La lucha armada ya no tiene sentido.

La lucha armada ya no tiene sentido. Y Pepita piensa en Hortensia, que murió por luchar con las armas en la mano, más valiente que nunca. Y piensa en los que murieron en el Cerro, en la sangre que pisó en la estación el día que conoció a El Chaqueta Negra, y en la fotografía de los que tenían los ojos cerrados y la boca abierta.

—¿Pero te has enterado de algo?

—¿De qué? ¿De que se ha acabado la guerrilla porque ya no tiene sentido?

—Te has enterado de la mitad. Anda, vente conmigo al metro que de camino te explico lo que falta.

Sí, se ha enterado de la mitad. Pepita comenzó a pensar en los muertos cuando las mujeres anunciaban que el próximo año será Jacobeo. Pensó en los muertos. Y pensó en el dichoso Partido, que había mantenido la guerrilla inútilmente, durante años, para demostrar su fuerza, para hacerse notar, para que muchos de ellos murieran más valientes que nunca, sin sentido.

Y de camino al metro, Reme le explica que los hombres y mujeres que quedaban en el monte eran muy pocos.

—Ya han sufrido bastante, ahora tienen que irse. Nuestra lucha es política, y ya sólo puede ser política. La lucha es política, y los que han luchado con las armas están muertos, en la cárcel, o en peligro.

—El año que viene es Jacobeo.

—¿Y qué pasa con eso?

—Que tienes que escribir una carta.

Tiene que escribir una carta, porque el próximo año es Jacobeo, y todos los familiares de los presos van a enviar un escrito al cardenal arzobispo de Santiago de Compostela solicitando que pida al Gobierno un indulto.

Pepita ha de pedir el indulto de Jaime.

Reme lo pedirá para Tomasa, su hermana, la extremeña de piel cetrina que ya tiene una cama.

Escribirá Pepita la carta. Y el día siete de enero de mil novecientos cincuenta y cuatro, recibirá un acuse de recibo donde el cardenal Quiroga Palacios Saluda y Bendice a Josefa Rodríguez García y le comunica que ha pedido con el más vivo interés el indulto a que hace referencia en su carta, habiendo recibido la contestación de que el Gobierno estudia con cariño esta petición, y le encomienda al Altísimo este asunto. El nos ayudará, escribe a modo de despedida.

Él nos ayudará. El Altísimo. Pepita se repite a sí misma la frase, y acude esa misma tarde a la iglesia de San Judas Tadeo con un billete de una peseta para su cepillo. El nos ayudará. Es martes, y la cola en la iglesia supera la plaza de Santa Cruz. El nos ayudará. El Altísimo. Pepita esperará con paciencia repitiendo su deseo. El nos ayudará. Entrará a la iglesia cuando le toque el turno. Prenderá una vela. El nos ayudará. Y echará en el cepillo el billete de una peseta mientras dirige su mirada al santo.

—Échale tú una mano, San Tadeíto.

26

El indulto que el Gobierno ha otorgado con motivo del año Jacobeo no ha alcanzado a Jaime. Pepita escribe otra carta. Y esta vez le contesta el secretario particular del Excmo. y Rvmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Santiago, Jesús Precedo Lafuente, Pbro.


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