Текст книги "La voz dormida"
Автор книги: Dulce Chacón
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 15 (всего у книги 16 страниц)
En apenas la mitad de una cuartilla escrita a máquina,
El secretario saluda a su muy apreciada en el Señor, Doña Josefa Rodríguez García, y, por encargo de S. E. Rvdma., se complace en hacerle presente que el señor Cardenal ha recibido su atenta carta del 3 de los corrientes. El Exmo. Prelado le encarga le comunique que solicitó a su tiempo de las Autoridades competentes un decreto de indulto en la forma más amplia posible para conmemorar las solemnidades jacobeas de este año. Lamenta S. E. que su familiar no haya sido beneficiado por este decreto y anota su nombre por si se le presenta ocasión propicia para hacer alguna petición a su favor. Se despide de ella cordialmente en el Señor, y aprovecha la ocasión para ofrecerle el testimonio de su distinguida consideración y aprecio.
Pepita lee en voz alta el Saluda. Jaime lo escucha y baja la mirada al otro lado de los barrotes. Cuando Pepita acaba de leer, Jaime alza la vista y encuentra al vigilante parado frente a él.
—Lo siento. Si necesitas algo...
Pepita no es capaz de controlar el llanto. Jaime la señala con la cabeza dirigiendo hacia ella la atención del funcionario.
—Déjame que la consuele.
—No puedo hacer eso.
—Sí puedes.
—Ya la dejo pasar sin que estéis casados, no me pidas más.
—Si no te pido más, tampoco te daré nada. Nunca. ¿Lo entiendes?
Sí, lo entiende. El vigilante es el que se encarga de pasar la prensa clandestina, y el Partido le abona generosamente el servicio. Y Jaime le entrega una propina adicional, una vez al año, para que espere a Pepita en la puerta y la haga pasar al locutorio antes de que otro funcionario le exija el libro de familia.
La mujer de ojos azulísimos no alcanza a escuchar la conversación entre los dos hombres, pero descubre en la mirada de Jaime un asomo de dureza que jamás le había visto. Jaime se levanta.
—Me vas a dar cinco minutos.
—Tú no sabes lo que me estás pidiendo.
—Cinco minutos.
Pepita se levanta, se aferra a los barrotes. Ve que el vigilante abandona el pasillo central y Jaime sale del locutorio. Unos minutos después, el funcionario que acaba de dejar el pasillo la toma del brazo.
—Venga conmigo.
Al final de una galería estrecha hay una puerta. Pepita sabe que detrás de aquella puerta espera Jaime. Lo sabe. Aunque no sepa por qué, lo sabe. Camina hacia la puerta guiada por el funcionario, que no suelta su brazo.
En efecto.
Jaime.
El funcionario ha abierto la puerta.
—Tienen cinco minutos.
Cinco minutos. El tiempo cuenta para Jaime por primera vez después de tantos años; cuenta y corre junto a Pepita, aunque sólo sea durante cinco minutos.
Ella le ofrece la boca.
—De cerca eres todavía más guapa.
Él le acaricia las mejillas y busca su mirada.
—Me quedan muchos años, perderás tu juventud si me esperas.
—Y tú de cerca eres más tonto. Anda, bésame.
Sin prisa. Se besarán sin prisa. Y en silencio y sin prisa se abrazarán, se tocarán las manos el uno al otro, se mirarán los dedos mientras los cubren de caricias, y sonreirán antes de encontrarse de nuevo en los labios. Durante cinco minutos.
Cuando el funcionario abra la puerta, Jaime le pedirá un minuto más.
—Está bien, pero sólo un minuto.
Un minuto más, para que Jaime vuelva a besarla. Para sentir en su boca las algas de un mar de un minuto. Un minuto.
—Tiene que irse ya.
Tiene que irse.
Se va.
Hace muchos años que Jaime sintió el mar en los labios.
Se va.
Pasarán muchos años hasta que vuelva a besarla.
Se va.
El funcionario ya ha cerrado la puerta.
27
Después de recoger una caja que Jaime ha dejado para ella en paquetería, Pepita abandona el penal de Burgos más triste que nunca.
Más triste que nunca caminará hacia el autobús que la llevará a Burgos. Más triste que nunca tomará el tren de Madrid. Y cuando llegue a la pensión Atocha, con sus ojos azulísimos mas tristes que nunca, doña Celia y don Gerardo dejarán de apuntar entradas y salidas en el libro de contabilidad, se retirarán los dos de la mesa de la cocina, e interrumpirán el intento de cuadrar el balance del mes, abrumados por la tristeza que descubrirán en la mirada de Pepita.
—¿Qué te pasa, hija?
—No me pasa nada, señora Celia.
—¿Cómo está Jaime?
—Así, así.
Tensi abandonará sobre su cama los cuadernos azules de su madre, cuando oiga la voz de Pepita. Antes de salir de la habitación, se detendrá frente al espejo del armario ropero, se ceñirá el talle con un lazo ancho de raso y se pondrá de puntillas. Después correrá a darle un beso a la recién llegada.
—¿Has comido?
—No.
—Ven, siéntate, que te voy a poner un plato de conejo con tomate, ya verás qué rico, lo he hecho yo.
—¿De verdad?
—De verdad de la buena.
El conejo con tomate reanimó a Pepita, que se levantó de la mesa en cuanto terminó de comer para lavar su plato cuando don Gerardo se retiró a dormir una siesta.
—Mira, mamá.
Tensi volvió a ponerse de puntillas y arrimó su hombro al de Pepita.
—Casi como tú.
—Todavía te falta.
—Anda, déjala en paz y sigue creciendo.
Doña Celia le quitó a Pepita el plato de las manos.
—Se te ve cansada. Ve a dormir un poco, ya lo friego yo.
Estaba cansada, sí, pero no podía ir a dormir. Jaime le había dejado en paquetería una caja de madera.
—Tengo que ir a llevar una caja a Puerta Chiquita.
—Voy contigo.
—No.
Hacía tiempo que Pepita se negaba a llevar a Tensi a las reuniones de la Casa de Campo, pero ella siempre volvía a insistir.
—Déjame ir.
—Tú te quedas con la abuela.
—Llévame, antes me llevabas.
—Pues ahora no, ¿estamos?
—Pero ¿por qué?
—No seas pelma, que hoy no tengo ganas de discutir.
Se fue sola a simular que participaba en una merienda campestre, y en su cesta llevó la propaganda que debía entregar a Reme.
Una de las mujeres había llevado una botella de sidra y vasos de vidrio. Era un día de celebración, y esperaban a Reme para brindar por los presos indultados. Tomasa era uno de ellos. La extremeña de piel de aceituna había salido de la prisión de Ventas con la cabeza erguida, apretando con fuerza el hatillo que había formado con sus escasas pertenencias y temiendo hasta el último instante que la puerta no se abriera para ella. Temblaba.
Tomasa comenzó a temblar en el momento en el que empezó a recoger sus cosas. Y continuó temblando durante toda la mañana, mientras esperaba a la funcionaria que debía conducirla hasta la puerta. Josefina intentaba calmarla.
—Mujer, no estés tan nerviosa.
—Es que están tardando mucho en llamarme, carajo.
—Ya vendrán.
Sentada en la cama, abrazada a su hatillo, temblaba. Sin poder controlar su ansiedad, se mantuvo atenta al sonido del cerrojo de la galería central. Josefina se sentó junto a ella. Pero no tardó en levantarse, al escuchar unos gemidos desde la celda contigua.
—Ya está llorando otra vez.
Sí, otra vez lloraba su compañera de celda, una mujer de Granada que llevaba veinte años de reclusión y se desgarró en llanto al saber que le había llegado la menopausia. Más de quince días llevaba llorando. Josefina intentaba consolarla. Mujer, más tranquila te quedas, le decía. Y la granadina continuaba gimiendo que su marido quería hijos, y ella también, y que durante el año escaso que estuvieron juntos lo anduvieron buscando.
—Y ahora me viene esto, cuando no me quedan ni dos meses para salir.
Tomasa temblaba. Oía el rumor de voces de la celda de al lado pero su oído se mantenía atento al cerrojo de la cancela. Sonaron las llaves. Chirrió el cerrojo. El taconeo de la guardiana llegó hasta Tomasa. Tomasa temblaba. Se levantó con su hatillo en la mano. Cerró los ojos. Contuvo la respiración y esperó en su celda.Tiembla, piensa, duda, y teme que la funcionaria pase de largo.
Pero no.
La funcionaria pronunció su nombre. Y Tomasa se despidió de sus compañeras. Abrazó a Josefina, la mujer que no reconoció a sus hijas el día de la Merced, y a la granadina que jamás sería madre. Y caminó despacio hacia la puerta de salida siguiendo a Mercedes, temiendo hasta el último instante que no fuera cierto. Pero la puerta se abrió. La puerta de la jaula, abierta.
Antes de girar la llave, Mercedes le tendió la mano, y la extremeña le ofreció la mejilla. La funcionaria la besó. Giró la llave. Habló en voz baja:
—Me alegro. Me alegro, de verdad, de que pueda marcharse de aquí.
La puerta abierta de la jaula se cerró a espaldas de Tomasa. Mercedes quedó dentro, aún se peinaba con un moño alto en forma de plátano.
Reme esperaba a su hermana al otro lado. Cruzó la acera al ver salir a Tomasa, al ver su desconcierto, y caminó aprisa del brazo de Benjamín. Pobre Benjamín. Tomasa se abrazó a ella:
—Reme, la silla se me rompió hace años. La arreglé varias veces pero volvió a romperse la muy puñetera.
—¿Qué dices?
—Tu silla, la de anea.
—Déjate de sillas. ¿Qué quieres hacer, Tomasa? ¿Qué es lo primero que quieres hacer?
—Quiero ver el mar.
Quiere ver el mar. Y camina despacio por la Casa de Campo apoyada en el brazo de Reme. Un paso tras otro. Despacio. Reme sonríe. Mira a Benjamín. Y él le devuelve la sonrisa. Cómplices que saben que no es la edad de Tomasa la que le impide andar sin dar un tropiezo. Cómplices que saben que la extremeña que ha salido de Ventas con el pelo completamente blanco y la piel más cetrina que nunca ha de aprender a caminar.
—Mira lo que tengo, Reme.
Tomasa le enseña la cabecita negra del cinturón de Joaquina. El regalo que llevó siempre en el bolsillo en recuerdo de Las Trece Rosas.
—Es de las dos. Ahora quiero que la lleves tú.
Un brindis espera a los tres ancianos en Puerta Chiquita:
—¡Por la libertad!
—¡Por la libertad!
—¡Por la libertad!
Y cuando acabe la reunión, Pepita se despedirá para siempre de Reme y de Benjamín.
Para siempre, sí, porque Reme y Benjamín han decidido regresar a su pueblo.
—Nos volvemos para el pueblo.
—¿Cómo es eso?
—Ya ves, yo siempre había dicho que no volvería nunca. Pero somos ya viejos y queremos volver. Así que nos vamos, qué carajo.
Regresan a su pueblo y se llevan a Tomasa con ellos, porque Tomasa quiere ver el mar y su casa está al lado del mar.
Algún día Pepita también regresará a casa. Algún día, cuando Jaime pueda brindar por la libertad, regresará a Córdoba. Mientras tanto, seguirá acudiendo a las reuniones de Puerta Chiquita, añorando a Reme. Y continuará viajando a Burgos una vez al año, añorando a Jaime a su regreso.
Pero algún día, Pepita volverá a Córdoba.
28
—Si tú quieres ir, nos vamos.
—¿De verdad?
—Yo voy donde tú quieras, chiqueta.
La sonrisa de Pepita hizo sonreír a Jaime.
—Tengo una casa. Y la llave de la casa. Habrá que comprar algunos muebles, el dormitorio desde luego, que yo quiero mi propia cama y mi propio colchón. Nos casamos, y nos vamos a Córdoba.
Ella soñaba. Y él la dejaba soñar.
El semblante de Pepita perderá la expresión de entusiasmo poco a poco. Se tocará la barbilla mientras desciende sin prisa de su ensoñación. Apartará el mechón de su frente con un leve gesto de melancolía, dirá que aún hay tiempo para pensar en la casa y le preguntará a Jaime por la salud de su abuelo:
—Cómo está, ¿ya está bueno del todo?
—Mi abuelo ha muerto.
—¡Dios mío!
—Me mintió.
—No digas eso.
Le mintió, sí. En sus cartas siempre le decía que se encontraba mejor.
—No me permiten escribirle a mi hermana. Te he dejado un estuche de madera, para que lo rifes en el Rastro.
Pepita sacará una carta de la prisión, en el compartimento lateral de un estuche de madera que rifará en el Rastro una mañana de domingo. Llevará la carta a Puerta Chiquita y desde allí se encargarán de enviarla a Praga.
La carta tardará más de dos meses en llegar a manos de la chiquilla pelirroja que dejó de parecer un muchacho, pero llegará. Y Jaime sabrá que ha llegado cuando reciba la contestación en el fondo de una cesta que le llevará Pepita en su próxima visita, dentro de un año.
La respuesta de su hermana hará que Jaime descubra en el tiempo pasado un espacio en blanco que sólo puede llenar con palabras. Palabras. Las palabras que Celia escribirá al recibir la carta de Jaime, en Praga. Palabras que le harán saber que la carta ha llegado, que ella la ha tomado en sus manos emocionadas. Y la ha leído, en el comedor de su casa, ante la mirada atenta de su marido. Palabras que le harán saber que Elvira sigue llamándose Celia.
Su hermano la llama chiqueta. Querida chiqueta. Le dice chiqueta y le anuncia que don Javier Tolosa ha muerto. Nuestro abuelo ha muerto, querida chiqueta.
Un quejido escapa al aire. En Praga. Un suspiro. Celia se refugia en los brazos de su marido. Busca consuelo en su fuerza, en las manos que ciñen su espalda, en la seguridad que le inspiran las palabras que susurra a su oído:
—Tú podrás con todo, Celia Gámez.
Podrás con todo. Y Elvira escribirá a su hermano. Y llenará de palabras el vacío de los años que llevan sin verse. Le contará que después del desastre de El Pico Montero, ella continuó en la lucha, y tras el fracaso del Valle de Arán se unió a los guerrilleros que vinieron de Francia. Le contará que la falta de apoyo a la guerrilla la obligó a desistir. Le contará que se enamoró de El Peque el día que mataron a Mateo. Recuerda bien ese día. Corrió monte abajo con la pistola en la mano llorando la muerte de Mateo.
Y se perdió.
Entre unos matorrales la encontró El Peque. Su mirada negra la atravesó de nuevo. El le entregó su ternura. Ella dejó de llorar entre sus brazos. Cuando la noche se cerró sobre ellos, El Peque le anunció que iba a regresar a El Pico Montero; quería recuperar las armas y las municiones que habían abandonado en el depósito de abastecimiento.
—Voy contigo.
Y regresaron al cerro.
La Guardia Civil había dejado retenes de vigilancia en el campamento. El Peque los descubrió. Celia no sabe cómo. Sólo sabe que cuando los dos se arrastraban por la cara norte, él giró la cabeza, se caló el sombrero que siempre llevaba puesto, aplastó el fusil contra su mejilla, le señaló la hendidura de unas rocas próximas, y le indicó con la mano que le siguiera. Al llegar al escondite, habló en voz baja, muy baja, dibujando las palabras en sus labios:
—Hay retenes de vigilancia. Tú espérame aquí. No te muevas por nada del mundo hasta que yo vuelva.
Celia permaneció escondida en el entrante de un canchal durante horas. Y El Peque no volvió.
Dos meses después, cuando Celia se incorporó a la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro, le dijeron que El Peque había muerto intentando recuperar las armas de El Pico Montero.
Celia describirá a su hermano la inmensa tristeza de los camaradas al dar la noticia, y el luto que llevó ella por dentro durante diez años. Levantará la vista del papel recordando su dolor.
Escribirá, para que su hermano lea una carta dentro de un año. Para que el vacío del tiempo se llene de palabras. Para que Jaime reciba, dentro de un año, contestación a la carta que Pepita lleva en el lateral de un estuche de madera que rifará en el Rastro. Escribirá Celia, recordando una sonrisa, la de El Peque, en una noche de agosto calurosa y lejana. Recordando la ternura de una mirada buscando la suya entre los matorrales, cuando ella apartó las ramas y El Peque sonrió.
Escribirá, rememorando el frío de otra noche menos antigua, cuando el Partido consideró necesario la disolución de las agrupaciones guerrilleras y la enviaron a Checoslovaquia, y llegó a Praga agotada de un viaje en tren hacia el exilio.
En la estación te espera un camarada, es bajo y lleva sombrero, le dijeron.
Y a él le encargaron que fuera a recoger a una española que llegaba a las nueve. Una camarada que llevará un lazo rojo atado al asa de su maleta de cuero marrón.
Un año tardará en saber Jaime que Celia llegó a Praga con un lazo en la maleta de su madre.
Y al bajar al andén, Celia se encontró con El Peque. Él se sorprendió al verla, le sonrió.
Los dos se sorprendieron al verse.
Celia recibió la mirada oscura de El Peque, su ternura. Y dejó en el suelo la maleta, y la huella de otro viaje.
—Vamos, vamos. ¿A qué vienen esas lágrimas?
—¿Por qué no volviste a buscarme?
—Fui, pero ya no estabas.
—¿Sí?
Sí, El Peque regresó al canchal al amanecer, apenas quince minutos después de que Celia decidiera abandonar su escondite. Unos meses más tarde, cuando se incorporó a la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, a él también le dijeron que Celia había muerto, que le habían aplicado la «ley de fugas» intentando alcanzar la frontera francesa por los Pirineos. Diez años pasaron los dos creyendo que el otro había muerto. En la estación, Celia no podía controlar el llanto.
—Vamos, Celia, Celia Gámez.
—Esto está tan lejos, y yo ya no puedo más.
El Peque la abrazó.
Ella sintió sus manos rodeando su espalda. Y su voz en su oído.
Podrás con todo, le dijo, y podrás conmigo.
Un año tardará Jaime en saber que Celia y El Peque se casaron en Praga. Un año tardará en llegar la carta de Celia. Un año tardarán las palabras que aliviarán el desasosiego de Jaime, su desolación de horas marchitas, de noches huyendo de un sueño repetido donde las flores de un vestido caen al suelo.
29
—¿A Córdoba?
—Aquí ya no cabemos, señora Celia. En cuanto salga Jaime, nos vamos. Yo quiero mi casa, y él también.
—Si es cuando salga Jaime, ya hablaremos, aún queda mucho tiempo, hija.
—Ya está hablado, nos iremos a Córdoba.
Las dos mujeres charlaban mientras iban y venían de la cocina al comedor cargadas de platos y vasos, preparando las mesas para la comida.
—¿Jaime querrá irse a Córdoba?
—Me ha dicho que él va a donde yo quiera.
—¿Y Tensi? ¿Os llevaréis a Tensi?
Tensi leía los diarios de su madre en su rincón preferido. La luz del balcón iluminaba su perfil ensimismado. Pepita la observó mientras llenaba una jarra de cristal en el fregadero, bajo el grifo de agua fría. Le gustaba ver la expresión de su rostro cuando se abstraía en los cuadernos azules. Sentía que la madre acompañaba a la hija. Que las dos se unían a través de las palabras que Hortensia escribió para Tensi. Hace años que las lee en voz baja, arrimada siempre al mismo balcón. Pepita siente al verla que su madre también la está viendo. Y sonríe, porque Tensi se ha convertido en una joven muy hermosa. Y Hortensia la estará mirando embelesada, como la mira Pepita.
Doña Celia ha entrado en la cocina. Y ordena a Tensi que eche una mano:
—Anda, no seas gandula y pon tú la mesa para nosotras.
Era el día primero de mayo y don Gerardo no comería con ellas. Como todos los años, la policía se presentó en la pensión por la mañana temprano y se lo llevó a comisaría. Medida que aplicaban con todos los elementos perturbadores o sospechosos de serlo, para evitar altercados durante el día del trabajador. El estaba acostumbrado, y doña Celia también. Aguardaban los dos en el vestíbulo, esperando el sonido del timbre para que la policía permaneciera ante su puerta el tiempo imprescindible. Ella le daba un beso y un bocadillo envuelto en papel de estraza. Y pasaba el día esperando a la noche. Bien entrada, él volvería a casa.
—Tensi, ¿me estás oyendo?
—Sí, abuela.
—Pues anda, espabila.
Pepita había acabado de llenar su Jarra y se encontraba ya saliendo de la cocina, momento que Tensi aprovechó para acercarse al oído de doña Celia.
—Díselo tú, abuela.
—Hemos quedado en que se lo decías tú.
Desde la puerta, Pepita las oyó cuchichear y les preguntó qué se traían entre las dos con tantos dimes y diretes.
—Díselo tú.
—No, se lo dices tú.
—Pero empiezas tú.
—Bueno está, ¿lo queréis soltar de una vez, o no lo queréis soltar, que parecéis dos loros agarrados a un columpio? Con todos mis respetos, señora Celia.
Fue Tensi la única que habló:
—Quiero afiliarme al Partido.
La jarra que Pepita tenía en la mano resbaló y se estrelló contra el suelo.
—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Ha sido usted, señora Celia? ¿Ha sido usted? ¿No ve que es una chiquilla?
—No te enfades con ella, que ella no ha sido.
—Entonces, ha sido el señor Gerardo. Pues mira la avería que tiene el señor Gerardo todos los primeros de mayo. Mira dónde está y dime si tú también quieres acabar averiada.
Doña Celia recogió los añicos del suelo y Tensi dejó sobre la mesa los cuadernos de su madre.
La mirada azulísima de Pepita se detuvo en las tapas azules, en la letra de Hortensia. Para Felipe. Para Tensi.
—Eres una chiquilla. Tan chica no puedes meterte en eso.
—Mamá, tengo dieciocho años.
—Pues ya está, muy chica, ¿verdad, señora Celia? ¿Verdad que es muy chica para esos berenjenales?
Los dedos de Pepita acarician los cuadernos que ha leído tantas veces en voz alta. Para Tensi. Ahora Tensi los lee sola. Hace tiempo que los lee sola, y también los ha aprendido de memoria. Pepita sabe que no podrá convencer a Tensi. Sabe que no podrá ir en contra de las palabras que escribió su madre. Lucha, hija mía, lucha siempre, como lucha tu madre, como lucha tu padre, que es nuestro deber, aunque nos cueste la vida. No, no la convencerá. Y lo sabe.
—Tus padres pueden estar orgullosos de ti.
Se retira a su habitación y busca bajo la cama su vieja caja de lata. Regresa con ella a la cocina, saca los pendientes que compró Felipe en Azuaga, y se los entrega a Tensi:
—Tu madre me pidió que te los guardara hasta que fueses mayor.
Las manos de Pepita tiemblan al buscar en el interior de la lata. Saca un pequeño trozo de tela que guarda en el puño mientras vuelca la caja sobre la mesa de la cocina, porque busca algo más. La llave de su casa de Córdoba cae al suelo. Bajo su bolsita de terciopelo rojo, sobre las cartas de Jaime, doblado en cuatro y amarillo de años, encuentra un papel. Una sentencia.
—Ya eres mayor, Tensi, ya eres mayor para meterte donde quieras aunque yo no quiera que te metas, pero júrame que tendrás cuidado, Júrame por la memoria de tu madre que tendrás mucho cuidado.
—Por las dos madres que tengo te lo juro, tendré muchísimo cuidado, tú no te preocupes por eso.
—¿Cómo no me voy a preocupar?
—Anda, mamá, no llores.
Tensi recoge la llave que ha caído al suelo. Limpia las lágrimas de Pepita con sus dedos, le da un beso en la mejilla, y le pregunta qué es lo que guarda en el puño.
A espaldas de Tensi, doña Celia mira a Pepita y niega con la cabeza. Suplica con un gesto que no le entregue a la hija el trozo del vestido de su madre. Hace tiempo que doña Celia ha dejado de ir al cementerio con su sobrina Isabel, y con unas tijeras. Hace tiempo que los familiares tienen permiso para enterrar a sus muertos. Pero doña Celia no ha olvidado el dolor que desfiguraba los rostros cuando ella entregaba los trocitos de tela. Pepita no lo ha pensado bien. Ella no quiere ver ese dolor en el rostro de Tensi.
Al ver la expresión de doña Celia, Pepita reconoce su error.
—¿No vas a decirme qué es eso que tienes en la mano?
Sin contestar a Tensi, Pepita mira a doña Celia. Mira la sentencia, y doña Celia vuelve a negar con un movimiento de cabeza.
—Mamá, que te estoy preguntando qué es lo que tienes en la mano.
Pepita recoge las cartas y la sentencia, besa el trocito de tela antes de guardarlo todo en la lata, y contesta que es un recuerdo.
—Es un recuerdo.
Sólo un recuerdo.
30
Va a cumplir cuarenta y dos años, Pepita. Se sitúa frente al espejo y observa las canas de sus sienes y del mechón que nace en su frente. Aún es hermosa, aunque ella sólo vea en su reflejo la necesidad de teñir su cabello y la amenaza de las arrugas que rodean sus ojos.
Unos segundos bastan para que Pepita se coloque el velo y huya de su propia imagen. Unos segundos, para que busque su caja de lata bajo la cama; para leer la última carta de Jaime. La carta donde habla de un rumor.
Queridísima mía: Corre un rumor por la prisión, cada día más fuerte, y siento que cada día es más cierto que pronto estaremos juntos. Muy pronto, chiqueta. Sí, muy pronto.
Un rumor habla de la posibilidad de un indulto inminente. El Papa ha muerto. El indulto alcanzará a las condenas de treinta años que no hayan sido conmutadas por las penas de muerte, en su sexta parte.
Pepita vuelve a hacer los cálculos que Jaime detalla en su carta. El indulto le cubriría cinco años, más diecinueve que lleva en la cárcel son veinticuatro, de modo que le quedan otros seis de condena por cumplir, que ésos son los que le tocan de condicional, está más claro que el agua más clara.
Vuelve a leer las indicaciones de Jaime. Te enviaré un telegrama en cuanto me llegue la notificación del indulto, quizá sea después del Consejo de Ministros del jueves de la semana que viene. Si quieres casarte en Madrid, tendrá que ser el mismo día de mi libertad, arréglalo todo para la boda, porque no me dejarán quedarme en Madrid ni una sola noche.
Pepita lee la palabra indulto, lee libertad, lee semana que viene, lee boda, y recuerda que doña Celia y Tensi la están esperando. Antes de guardar la carta en la caja, se detiene en el poema de Luis Álvarez Piñer que Jaime utiliza para despedirse de ella,
Procura no herir tu corazón en su escarcha.
No dejes que se enrede en el reloj
el azul de tus ojos.
se sujeta en la cabeza un velo negro con dos horquillas y se dirige a la cocina:
—¿Está usted preparada, señora Celia?
—Sí, vamos.
—¿Voy bien?
—Claro que vas bien.
—No me he pintado los labios.
—Ni falta que te hace, vas a pedirle al cura que te case con Jaime no que se case contigo.
—¿Y Tensi?
—Ya sabes lo impaciente que es, nos espera abajo.
—¿Se ha puesto manga larga?
—Sí.
—¿Seguro? No vaya a ser que no la dejen entrar.
—Se ha puesto una rebeca, no empieces tú también.
Las tres mujeres caminan aprisa hacia la iglesia. Pepita mira al frente con ansiedad y marca el paso de la joven y de la anciana que la acompañan. Cuando entren en la sacristía, el sacerdote las estará esperando:
—Ustedes dirán.
—Quiero casarme.
Pepita expondrá su caso. Su novio es ateo.
—Pero yo creo en Dios.
Ya les han negado una vez el sacramento de matrimonio. Su novio es una persona política y no va a renunciar a sus ideas, aunque consiente en casarse. Saldrá muy pronto de la prisión de Burgos. Se irán a Córdoba, donde Pepita conserva la casa de su padre.
—Quiero entrar casada con él en mi casa.
—Te conozco, hija mía, te he visto muchas veces frente a la imagen del santo y sé que eres una mujer piadosa y devota. Yo podría casarte, pero estamos hablando de un sacramento, y tu novio es comunista.
Pepita no aparta su mirada azulísima de los ojos del sacerdote. Tampoco doña Celia y Tensi han dejado de mirarle ni un solo instante. Intervienen las dos para interceder a favor de Pepita:
—Pero el novio quiere casarse.
—Y el sacramento le vale a ella, ¿o no le vale?
—Sí, a ella le vale, pero yo no puedo bendecir ese matrimonio. Las cosas son así, hija mía.
Pepita tomó una mano del sacerdote.
—Las cosas son así o como queramos que sean. Yo soy cristiana y usted es cura. Las cosas son así, pero también pueden ser de otros modos y de otras maneras, y usted no puede decirme eso para que yo me conforme, que a mí se me han juntado ya las hambres con las ganas de comida y no me voy a conformar. Mire, padre, yo lo traigo todo, menos el libro de familia que tenemos que ir los dos al juzgado, lo traigo todo, la fe de bautismo, el certificado de nacimiento, mío y de él, una devoción grandísima y la esperanza de que usted consienta en casarme y San Tadeo me ampare.
El sacerdote se llamaba Abundio. Le conmovió la determinación de Pepita, apretó su mano, le pidió que le siguiera y la invitó a sentarse en el primer banco de la iglesia. Tensi y doña Celia salieron de la sacristía tras ellos, y esperaron ante la imagen de San Judas Tadeo. Pepita y don Abundio estuvieron hablando largo rato. Él le rogó que le contara toda su historia. Ella se la contó. Y le dijo que durante años había fingido estar casada:
—Años y años, ¿sabe usted? Que se me paraban los pulsos yendo a Burgos sin saber si me dejarían pasar y hasta que entraba al locutorio no se me quitaban las angustias que llevaba agarradas al alma.
—¿Y cuándo sale tu novio de Burgos?
—En cuantito que sea el Consejo de Ministros, puede ser la semana que viene, le indultarán cinco años, y seis le dan de condicional, pero no le dejarán pernoctar en Madrid, tenemos que casarnos ese mismo día, antes de irnos a Córdoba, que el tren sale a las nueve, el nocturno. Yo iré a buscarlo al penal a las siete de la mañana y me lo traigo pitando a la iglesia.
—¿Y si no le dan el indulto?
—Se lo van a dar, padre. Esta vez, se lo dan. Pero si no se lo dan, si por una maldición que no está escrita no se lo dan y tengo que esperar otros cinco años, yo le pido a usted palabra de que nos casará cuando salga.
Amenazaba lluvia. Al salir de la iglesia, Pepita respiró hondo. Doña Celia y Tensi, impacientes, miraban a Pepita sin atreverse a preguntar. Las tres dieron un paso. Y las tres se pararon. Pepita volvió a suspirar, y en medio del suspiro lanzó: ¡Nos casa!
—Vamos ahora mismo a comprar el dormitorio.
A paso rápido anduvieron las tres. Sonriendo al andar. Las tres entraron en la tienda de muebles con una sonrisa. Y sonriendo compraron el dormitorio más bonito del mundo. Pero cuando el dependiente preguntó la dirección de la entrega, la novia se echó a llorar.
—Tiene que mandarlo a Córdoba.
—A Córdoba, no se preocupe, señora, en Córdoba estará. Pero no llore usted, que yo no he visto en mi vida una novia que encargue los muebles y se venga a llorar.
Tensi secó con su pañuelo las lágrimas de Pepita mirando al dependiente:
—¡Ay, maestro!, pero si usted supiera dónde está el novio, se iba a enterar.
31
La soledad se descubre a menudo en la necesidad de un abrazo. Pepita desea un abrazo, lo desea más que nunca. Y está inquieta. Y recorre la casa vacía con un telegrama en la mano.
INDULTO EN BOE MAÑANA LIBERTAD
Tensi tarda en llegar. Pepita abre la puerta de la pensión y se asoma al hueco de la escalera. Está al llegar, Tensi. Y doña Celia, y don Gerardo, tienen que estar todos a punto de llegar. Pero no llegan. Y Pepita regresa a la puerta abierta. Cree haber oído unos pasos y vuelve a asomarse al hueco de la escalera. No, no hay nadie abajo. Regresa a la pensión y cierra la puerta. Necesita un abrazo, y bebe un vaso de agua fría. Se sienta en la cocina. Lee de nuevo el telegrama. Lo deja sobre la mesa, lo mira, lo acaricia, lo extiende con los dedos, le quita las arrugas, lo coge, lo besa. Se levanta. Se dirige a su habitación. Vuelve a la cocina. Se sienta. Tienen que estar al llegar. Se levanta. Se asoma al balcón. Se aferra a la baranda. Mira hacia la plaza de Jacinto Benavente. Mira hacia la esquina de San Sebastián con Atocha. Mira su reloj de pulsera. Mira de nuevo a derecha y a izquierda. Dónde se habrán metido. Por qué, precisamente hoy, tardan tanto en la reunión del dichoso Partido. Asoma el cuerpo un poco más. Más. Mira de nuevo a derecha y a izquierda.