Текст книги "La voz dormida"
Автор книги: Dulce Chacón
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 8 (всего у книги 16 страниц)
Ella comenzó a sospechar que don Fernando la había sacado de Gobernación para salvarse a sí mismo. Sus sospechas la llevaron a desconfiar de él.
—¿De quién es la carta? ¿Te ha escrito El Chaqueta Negra? Es él quien te ha escrito, ¿verdad?
—No, señorito, ha sido mi novio.
—¿Qué novio? ¿No es tu novio Paulino González? Piénsalo bien, Pepita, no me engañes. Os vi juntos, vi cómo os mirabais cuando fui a curarle la herida a tu cuñado. A mí no tienes por qué engañarme. Ellos se fueron a Francia y tú has recibido una carta de Francia. Tu novio nos está poniendo en peligro a todos, ¿no lo entiendes?
Los temores de don Fernando confirmaron las sospechas de Pepita.
—Ya le he dicho que Paulino no es mi novio. Mi novio se llama Jaime.
—Pero bueno, ¿quién es ese Jaime?
—Jaime Alcántara.
—¿Y qué decía en la carta?
—Cosas de amor.
—¿No mencionaba mi nombre?
—No, señorito.
Nadie podría descubrir al leer aquella carta que Jaime ocultaba a Paulino. Nadie, excepto Pepita. Ahora sabe por qué utilizó unas claves que sólo ella podía descifrar. Y sabe por qué ha inventado una historia, lo sabe con certeza cuando se dispone a contarla, y descubre que él no la inventó para protegerse, sino para protegerla a ella.
—¿Seguro que no mencionaba mi nombre?
—Seguro, señorito. Mi novio no le conoce a usted. Mi novio se fue a Francia de maquinista de tren hace cinco años, antes de que empezara la guerra, y como ahora es allí donde hay guerra, me dice que se va a volver. Eso es lo que me dice en la carta, que se va a volver, y que nos vamos a casar cuando vuelva.
La memoria funcionó como estrategia, Pepita recordó las palabras que su novio había escrito, y don Fernando dejó de preguntar.
10
El hacinamiento en la enfermería de la prisión provincial de Ventas produjo en el doctor Ortega un extraño sentimiento de horror, mezcla de impotencia, repugnancia y lástima. Todas las camas se encontraban ocupadas por dos presas. Las enfermas compartían los lechos de sábanas escasas en limpieza, y faltos de mantas. Pelagra, disentería, sífilis, desnutrición, tuberculosis, todo tipo de enfermedades, contagiosas o no, aquejaban a las mujeres que respondieron en un hilo de voz a las preguntas de don Fernando, cuando éste recorrió la primera sala que le mostró La Zapatones. Al pasar a la segunda sala, contigua a la anterior, el médico se detuvo espantado. Colchones en el suelo y somieres sin colchones acogían a las pacientes en parejas.
—¿Cuántas enfermas hay aquí?
La Zapatones no supo contestar:
—De un día para otro cambian, doctor.
—¿Cómo es eso?
—Unas se mueren, otras no.
La desidia de La Zapatones señaló el estado de aquel lugar donde los quejidos se confundían con la debilidad de las toses.
—¿Quién cuida de esta gente?
—Hace una semana que se murió el médico.
—Eso ya lo sé, pero alguien habrá que atienda a las enfermas, ¿no?
—Hay dos funcionarias allí, en control.
La Zapatones señaló las rejas de una puerta situada al fondo de la segunda sala.
—Quiero verlas inmediatamente.
Detrás de la cancela, en una pequeña habitación amueblada con una mesa, dos sillas y una camilla de reconocimiento, las dos funcionarias jugaban a las cartas ajenas a la llegada del médico.
—Abran esta puerta.
El grito de don Fernando les hizo abandonar los naipes sobre la mesa. No guardaron la baraja, se pusieron en pie, una de ellas cogió un manojo de llaves y cumplió la orden del médico.
—¿Se puede saber qué están haciendo?
Las dos funcionarias se miraron con un gesto de extrañeza.
—Nada.
Nada, replicó la que había abierto la cancela, y la otra añadió que ya les habían dado de comer a las presas.
—¿No tienen nada más que hacer? ¿Y ustedes se consideran enfermeras?
—Nosotras no somos enfermeras.
Desde el patio llegaba un rumor de risas, a través de los cristales de la ventana se escuchó una voz en falsete cantando La tarántula:
... es un bicho mu malo.
No se mata con piedra ni palo...
Era una mañana de sol, de frío y viento. La alegría que subía con el aire llamó la atención al médico.
Bailando se cura tan hondo dolor.
¡Ay! ¡Mal haya la araña que a mí me picó!
La Zapatones advirtió su sorpresa y se acercó a una ventana.
—Se distraen así, unas cantan y otras bailan. ¿Le molesta el ruido, doctor?
—No, por Dios.
—¿No quiere que las haga callar?
—Lo que quiero son sábanas limpias, y más mantas.
—Eso no sé si va a poder ser.
Pero sí pudo ser. El doctor Ortega consiguió sábanas limpias, y mantas suficientes para todas las enfermas. Y exigió además una ayudante con experiencia, cuando La Zapatones le informó de que las funcionarias que había encontrado jugando a las cartas no poseían ningún conocimiento de enfermería, simplemente trabajaban allí porque les habían asignado ese puesto, y permanecerían en él durante un mes, cumpliendo un turno rotatorio que obligaba a todas las funcionarias del penal. Su función era dar de comer a las enfermas, y a las presas que cumplían castigo, que se encontraban en las celdas de aislamiento situadas dos pisos más abajo, al final de la escalera que salía de una de las esquinas del puesto de control.
—Habrá que buscar una voluntaria entre las internas, doctor.
—Pues búsquela.
Y habría que buscarla entre las internas porque La Zapatones supuso que ninguna funcionaria ejercería de enfermera por voluntad propia.
Esa misma tarde, una ayudante se presentó como voluntaria de enfermería y le dijo al doctor Ortega que se llamaba Sole.
—Para servirle.
Le dijo que se llamaba Sole, para servirle, y que era comadrona, y que en su pueblo, en Peñaranda de Bracamonte, en Salamanca, ayudaba al médico en lo que hiciera falta. Pero Sole no iba sola, en contra de las conjeturas de La Zapatones. La acompañaba una funcionaria que expuso su deseo de trabajar con el doctor Ortega. No era otra que Mercedes, que se colocó las horquillas de su moño antes de entrar a hablar con don Fernando.
—Yo no tengo experiencia, doctor, pero mi marido era practicante, y le he visto poner muchas inyecciones.
La falta de carácter de Mercedes la llevó a tomar aquella decisión. Ella supo que era incapaz de imponer su autoridad cuando preguntó de quién era la silla donde Hortensia estaba sentada. Lo supo, con la más absoluta de las certezas, cuando se dio la vuelta y sintió las miradas de las presas, dirigidas como flechas a su espalda. Las risas le dolieron como heridas abiertas, y se le saltaron las lágrimas. No tardarían en despedirla si continuaba comportándose así. De modo que, al escuchar a La Zapatones que buscaban voluntarias para la enfermería, pensó que quizá con las enfermas podría conservar su trabajo.
No fue necesario mucho tiempo para que don Fernando tomara aprecio a las voluntarias. La energía de las dos mujeres hizo posible que el aspecto de las enfermas se convirtiera en un poco menos lamentable. Ellas se bastaron solas para organizar las dos salas de la enfermería siguiendo las indicaciones del médico. Acomodaron en la primera sala a las pacientes contagiosas y en la segunda a las que no lo eran. Las lavaron, las peinaron, y suministraron a las que tosían pañuelos limpios que ellas mismas confeccionaron con las sábanas viejas que don Fernando ordenó desechar. Las funcionarias que jugaban a las cartas dejaron de jugar. Las miraban con desprecio cuando el médico se dirigía a ellas para dar instrucciones, recelosas de su confianza, y se turnaron para recorrer el pasillo custodiando a las presas, y vigilando a Sole y a Mercedes. Tan sólo las perdían de vista cuando bajaban, una vez al día, a las celdas de castigo. No era un trabajo agradable, llevar la comida a las que estaban castigadas sin comer más que un rancho escaso y pestilente; por eso una mañana, cuando se dispusieron a bajar quejándose de tener que hacerlo, y Mercedes se ofreció a sustituirlas, cedieron a la novata, con gusto y para siempre, aquel cometido enojoso. Para siempre, o hasta que se cansara de un servicio del que abominaban todas las demás. Y Mercedes se llevó a Sole con ella. La comadrona cargó con el cesto de chuscos de pan y con la olla de una sopa que las presas se negaban a comer, caldo tibio y sucio donde flotaba la repugnancia. Sole les entregaba el hambre llenando sus cazos, y el consuelo de un chusco de pan. Mercedes abría las puertas metálicas de las celdas y entregaba una escoba a las presas. Así fue como se alarmaron al ver a Tomasa, sentada en su petate, desnutrida y cubierta de sabañones, sin fuerzas para levantarse a barrer su celda, mirando fijamente la canasta del pan.
Mercedes se estremece y pregunta por el tiempo que lleva allí:
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
—No llevo la cuenta.
La comadrona lo sabe, y le recuerda a Mercedes el día de Navidad, el dedito del Niño Dios.
—Le dieron «cubo» para tres meses, va para un mes.
—Barra usted la celda, Sole.
Sole barre la celda de Tomasa. Después regresa a la enfermería decidida a hablar con el doctor Ortega. Decidida a impedir que Tomasa se muera.
11
—Tiene sabañones en las piernas, y en las rodillas. Hasta en la cara tiene sabañones. La nariz parece un pimiento morrón, tal cual.
—¿Qué le dijiste al médico?
—Que bajara a verla.
—¿Y fue?
—No. Pero la vio, en cuanto le dije cómo estaba la Tomasa. Está en el puro pellejo, doctor. Baje a verla, si no quiere que se la suban muerta para que sea usted el que diga que está muerta, le dije, que tiene una ictericia que la cara se le ha quedado como la bandera de los nacionales, escuchimizada, amarilla en los lados y en el medio rojo sangre de pimiento morrón.
—¿Así le dijiste?
—Menos lo de la bandera, tal cual.
—La bandera es al revés, el amarillo lo lleva en el medio.
—Qué más da.
—¿Y qué dijo él?
—Nada.
Se dio media vuelta y le ordenó a la guardia civila que estaba en control que subieran a Tomasa. Nada más verla, le echó ungüento en los sabañones de la cara, que estaban a punto de estallar como los de las manos, que ya los llevaba abiertos como bocas en grito, y dijo que esa mujer tenía avitaminosis, que le dieran bien de comer y la sacaran a que tomara el aire. La guardia civila fue a pedirle permiso a La Veneno, y volvió diciendo que La Veneno había dicho que la sacaran al patio diez minutos al día, pero que comer ya había comido bastante. Se ve que pensaba en el dedito.
Diez minutos de sol. Diez minutos le concedió la hermana María de los Serafines a Tomasa. Permitió que la sacaran al patio todas las mañanas, durante diez minutos, y siempre una hora antes de que bajaran las demás reclusas.
—Mañana la sacan al sol, y yo le daré puré con una sonda por la cerradura.
—Ten cuidado, no te vayan a ver.
—Descuida, nadie me verá.
Nadie vio a Sole llenar un bote con una ración doble del puré que le daban a las enfermas. Nadie la vio tomar una sonda de la enfermería. Y nadie sospechó que cuando dijo que el suelo de la galería de las celdas de castigo estaba muy sucio y se ofreció a fregarlo, ya había escondido la comida de Tomasa en el fondo del cubo de cinc que llevaba en la mano. Tres golpes dio en la puerta metálica. Por la cerradura coló su voz para pedirle a Tomasa que se acercara. Después introdujo un extremo de la sonda en el bote de puré y el otro lo deslizó por el orificio destinado a la llave. Y alzó el bote. Tomasa vio la punta de goma que asomaba, vio caer una gota. Se arrodilló, levantó la cara y acercó la boca. Y succionó, como un ternero se alimenta de la ubre de su madre.
Mañana, como hoy, y como todos los días que faltan para que termine el castigo de Tomasa, Sole fregará el suelo de la galería. Y Tomasa comenzará a ganar peso.
Cuando las funcionarias que custodian a Tomasa en su paseo matutino observen el cambio en su aspecto, comentarán entre ellas su extrañeza:
—Qué raro, ésta se está poniendo gorda.
—Pues es verdad.
Y será Sole la que, al oírlas, aumentará su confusión:
—No está gorda, está hinchada, por la avitaminosis.
Desde la ventana de la galería número dos derecha, Hortensia, Reme y Elvira la verán tomar el sol sentada en un banco, y comprobarán las noticias que les reporta Sole cada noche en las reuniones del Partido:
—El médico le hace una cura todos los días. Ya no tiene en la cara la bandera nacional.
—Entonces, está mejorando.
Tras el cristal, observarán a su compañera, acompañarán su soledad durante diez minutos y compartirán con ella desde lejos el alivio del sol. A diario, hasta que juzguen a Hortensia, se asomarán a la ventana las tres juntas.
—Parece que no le importa nada de lo que le pase, ¿verdad?
—Eso parece. No le importa un carajo lo que le pase, ni lo que le deje de pasar ni lo que le haya pasado.
Y le han debido de pasar cosas muy malas.
Elvira comentará los rumores que corren entre la reclusión. Y Hortensia y Reme se negarán a creer las acusaciones que señalan a Tomasa.
—Ella sería incapaz de matar a nadie.
—Además, no es de Castilblanco. Es de Los Santos de Maimona, un pueblo al lado de Zafra, me lo dijo a mí un día que le conté que yo estuve en Don Benito en el treinta y siete.
Elvira tampoco cree que sea cierto que Tomasa participara en la matanza, pero añade que las presas cuentan que Tomasa estaba en Castilblanco el último día de diciembre de mil novecientos treinta y uno, en la huelga que había convocado la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra. Y dicen las presas que todos los que estaban allí se armaron de cuchillos y de hoces y masacraron a los cuatro agentes de la Guardia Civil que intentaban disolver la manifestación. También dicen que los mutilaron y que las mujeres bailaron sobre los cadáveres de los guardias civiles.
Ninguna de ellas dará crédito a lo que Elvira acaba de contar. Las tres se indignarán mirando a Tomasa desde la ventana.
—Lo de Castilblanco será verdad, pero Tomasa, desde luego, no estuvo allí.
Después, cuando les llegue el turno de bajar al patio, se dirigirán sin hablar hacia el banco donde Tomasa se sienta a diario mirando hacia ellas, y harán labor de punto de agujas en el espacio que ella acaba de abandonar, negándose a creer los rumores que sitúan a Tomasa en Castilblanco.
No. Tomasa no estuvo en Castilblanco.
12
La mujer que va a morir ya conoce su condena. Acaba de regresar del juzgado número ocho. En la sala primera, ante un tribunal militar, ha tenido lugar la vista de su causa en procedimiento sumarísimo de urgencia. Hortensia escribe en su nuevo cuaderno azul. Estrena la primera hoja con un lápiz gastado que apenas sobresale de su pulgar. El peor dolor es no poder compartir el dolor. Hortensia aprieta contra el papel la punta de su lápiz mordisqueado, y escribe que sufriría menos si pudiera hablar con Felipe, si pudiera contarle que ha sido condenada a muerte junto a sus doce compañeras de expediente. Escribe con su mano derecha mientras con la izquierda sujeta el cuaderno y alisa el papel. La sombra de sus pendientes baila sobre los renglones que escribe. Procura no salirse de la línea marcada, pero no es fácil. Y recuerda el verano de mil novecientos treinta y siete, cuando aprendió a escribir. Le enseñó El Chaqueta Negra en la Casa Grande de Las Tres Cruces, cerca de Don Benito. Toda Extremadura estaba tomada, excepto la Bolsa de la Serena. Y ellos resistieron en la Casa Grande, y El Chaqueta Negra le enseñó a escribir en la pared. Los hombres dormían en el piso de arriba y por la mañana descargaban la vejiga desde la escalera. Fue Hortensia la que escribió en la pared con letras de molde recién aprendidas: EL QUE ORINE DESDE LA ESCALERA SERÁ CONSIDERADO CAMARADA CERDO. Y fue ella la que dejó constancia sobre el muro de que el batallón número cinco había llegado a la Casa Grande el día dieciocho de julio de mil novecientos treinta y siete, escribiendo en la pared el nombre de los milicianos que lo componían: Pedro Gómez, Aniceto Estévez, Carlos Peinado, Estrella López, Patricio Rovira, Eloy Menéndez. Doce nombres escribió en la pared. Porque ella sabía escribir. Primero había aprendido su firma, y después todas las letras. Felipe se reía de ella:
—Eso hay que aprenderlo de chica.
—Y de grande también se aprende. Ya verás cuando tenga un cuaderno.
—Yo te compraré los que tú quieras.
Y ella le pidió entonces que le comprara un cuaderno de tapas azules, como los que usaba Pepita en la escuela. Se acaricia los pendientes, y regresa al papel. Escribe que le gustaría estar con Felipe. Y que desea que la criatura llegue antes que la ratificación de la sentencia, porque sabe que va a morir y no quiere que su hijo muera con ella. Todas sus compañeras saben que Hortensia va a morir. Sole se lo comunica a Tomasa mientras introduce la sonda por la cerradura de su celda de aislamiento:
—Las han condenado a todas.
—¿A Hortensia también?
—También. Vienen las trece con La Pepa, que estaba hoy baratita.
—Trece, como las «rosas» del treinta y nueve.
Como las «rosas», sí.
Y Tomasa recuerda a Julita Conesa, alegre como un cascabel, a Blanquita Brissac tocando el armonio en la capilla de Ventas, y las pecas de Martina Barroso. Y acaricia en su bolsillo la cabecita negra que guarda desde la noche del cuatro de agosto de mil novecientos treinta y nueve. Pertenecía al cinturón de Joaquina. Tomasa quiso regalársela a Reme, porque Reme no tenía ninguna. Pero Reme no la aceptó.
—Guárdala tú.
—Bueno, la guardo yo pero es de las dos.
—Traga deprisa, Tomasa, que el puré no baja, y me van a pillar.
—Hoy no tengo ganas.
Sole retira la sonda, y Tomasa busca refugio en un rincón. Se sienta en el suelo abrazada a las rodillas, y se niega a llorar. Se niega, no conseguirán desmoralizarla. Ella no debe llorar, pero teme que no volverá a ver a Hortensia. Sabe, como saben todas las reclusas del pabellón número dos derecha, que el cumplimiento de la condena puede ejecutarse en unos días. Conocen el trámite. El auditor de guerra ratificará la sentencia, y se cumplirá cuando llegue el enterado del Generalísimo. Generalísimo, masculla Tomasa entre dientes abrazándose las rodillas con rabia. Generalito lo llamaban en África, al que fuera nombrado jefe del Gobierno del Estado y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, el día uno de octubre de mil novecientos treinta y seis. No perdió el tiempo en quitarse el nombre de Generalito. Dicen que no le tiembla la mano. Y dicen que el enterado de Las Trece Rosas llegó el día doce, cuando llevaban una semana bajo tierra. Nunca se sabe cuánto tarda en llegar. Y Tomasa acaricia la cabecita negra. Repártelas entre las mejores, hasta donde llegue, le dijo Joaquina a una compañera al deshacer los eslabones de su cinturón. Y la compañera repartió las cabecitas negras. Joaquina era muy guapa, tenía el pelo liso, los ojos negros, y grande la boca. Y a ella le dieron una cabecita de su cinturón. A ella. Ni dos días tardaron en fusilarlas. Un escarmiento, eso dijeron que buscaban. Y les cargaron en las costillas el atentado del comandante Isaac Gabaldón, que era también inspector de la policía militar de la Primera Región, y el encargado del Archivo de Masonería y Comunismo. En un coche iba con la hija, una niña de diecisiete años. La niña, el padre y el conductor murieron a balazos en la carretera de Extremadura, a la altura de Talavera, cuando se dirigían a Madrid. Tres muertos. Y quisieron veinte por uno. Sesenta jóvenes de las juventudes Socialistas Unificadas fueron juzgados y condenados por atentar contra el Movimiento Nacional Triunfante. Un escarmiento, y en dos días los llevaron a todos a la tapia. Hay presos que han vivido meses pendientes de su ejecución, y años, como ella. Ella estuvo más de dos años en la cárcel de mujeres de Olivenza con La Pepa colgándole del pescuezo, hasta que le llegó la conmutación de la pena y se la trajeron aquí. Quizá a Hortensia le pase lo misino, o no, eso nunca se sabe. Nada se sabe. Tampoco sabe nadie por qué juzgaron a Joaquina, porque Joaquina estaba en Ventas cuando pasó lo de Gabaldón. Estaba en Ventas con dos hermanas suyas, juzgadas y condenadas las tres por ser de las juventudes. Las tres estaban en Ventas, aunque nunca les dejaron estar juntas en la misma celda. Dos veces fue juzgada Joaquina. Dos veces condenada a muerte. De la primera condena se salvó, se la conmutaron por veinte años. Y en dos días, cumplieron la segunda. Dos días.
Unos años, unas semanas, unos meses, unos días.
Unos días, tal vez dos, tal vez tres.
Reme y Elvira permanecerán junto a Hortensia fingiendo calma. Elvira dará sus clases de alfabetización sólo cuando las dé Hortensia. Reme no irá al taller de costura para no dejar sola a su compañera ni un solo instante, y las tres dejarán de acudir a la ventana para ver a Tomasa.
Y Tomasa echará de menos sus cabezas pegadas al cristal.
13
—Mal fario, que seamos trece en el expediente, mal fario. Trece, el número de la mala sombra, y el de las menores.
Hortensia deja de escribir y se lleva el extremo del lápiz a la boca.
—No te hagas sangre pensando en eso, Hortensia.
Pero Reme no puede dejar de pensar en las trece menores, aunque le pida a Hortensia que no piense en ellas. Se las llevaron a la capilla en la medianoche del día siguiente al juicio, el cuatro de agosto. Ya podemos acostarnos, había dicho Anita después de esperar hasta las doce. Anita no se durmió, pero a Victoria y a Martina las tuvieron que despertar para llevárselas. Reme piensa en aquel cuatro de agosto. Recuerda la palidez de la funcionaria que fue a buscarlas, el susto que llevaba en el cuerpo tapado con la capa azul marino. Recuerda que Victoria comenzó a llorar cuando la despertaron. Abrazó a una compañera y lloró el desconsuelo de su madre, su hijo mayor acababa de morir en comisaría, y ella y Gregorio, los dos hijos que le quedaban, morirían al alba. Primero Juan, ahora Goyito y yo, repetía llorando.
Hortensia guarda el cuaderno y el lápiz debajo de su petate. Saca de su bolsa de labor un faldón y lo coloca sobre su vientre para mostrarlo a sus compañeras.
—Ya te queda muy poco.
—No te creas, hay que hacer muchas filas de punto de cruz, para que esté bien fruncidito. Mira.
La niña pelirroja mira el faldón, pero no se atreve a mirar a Hortensia. No la mira a los ojos desde que regresó del juzgado. No se atreve a mirarla. Y no sabe por qué. Quizá tema que Hortensia descubra su miedo a la muerte. O quizá teme descubrir la mirada de la muerte en los ojos de la mujer que va a morir. O tal vez sea pudor y no se atreve a mirarla simplemente por eso, por pudor. Retira la vista de la prenda infantil y se sienta de espaldas a Hortensia. Reme ha sacado también su bolsa de labor, y teje una mantilla blanca.
—Elvirita, hija, nos estamos quedando sin lana. Vete al economato y trae una madeja blanca, anda.
Mientras camina hacia el economato, Elvira se toca la cabeza. Pudor. Sí, siente pudor al mirar a Hortensia. Ella no tiene derecho a descubrir qué hay en sus ojos. Tampoco a Julita Conesa la miró a los ojos. Ni a Virtudes González. Ella no se atrevió a mirar a los ojos a ninguna de las trece menores. Camina mirando hacia el suelo. Los juicios rápidos son peligrosos, acaban siempre en condenas largas. Se alegra de que el suyo no se haya celebrado aún, y se toca la cabeza recordando a Virtudes González. También a ella le raparon el pelo, en la comisaría de Jorge Juan, antes de llevarla a Ventas. Su novio se llamaba Vicente. Él estaba en su mismo expediente, entre los sesenta condenados a muerte, y Virtudes tenía la esperanza de verlo ante el piquete de fusilamiento, quería despedirse de él. Pero no se lo permitieron. Tampoco Victoria pudo ver a su hermano Gregorio.
Con la madeja en la mano, Elvira regresa junto a sus compañeras y vuelve a sentarse de espaldas a Hortensia sin dejar de pensar en los sesenta jóvenes que habían pedido que los fusilaran juntos. Querían despedirse. Deseaban verse por última vez. A los varones los llevaron a las seis de la mañana al cementerio del Este, y murieron a las seis contra la tapia. A ellas las llevaron a las seis y media.
—¿Cuándo es luna llena?
—Pasado mañana.
Pasado mañana. Hortensia abraza su vientre abultado con las dos manos. Quizá llegue a tiempo. Pasado mañana será luna llena.
—Este niño no quiere ver el mundo.
—¿Cuánto hace que cumpliste?
—Diez días llevo cumplida. El defensor pidió misericordia.
Sí, misericordia fue lo único que pidió el capitán del Ejército de Tierra que actuó como abogado defensor.
—Para el niño, pidió misericordia. Mi hermana ha mandado un pliego de súplica a Franco, qué chiquilla. Dice que le han dicho que a veces contesta en tres días, vamos a ver.
Tres días son muchos. Reme y Elvira lo saben. Lo saben. Estaban en la prisión de Ventas el tres de agosto de mil novecientos treinta y nueve, cuando regresaron del juzgado número ocho las trece menores. Y recuerdan que una de ellas se colocó las medias antes de salir hacia la capilla, y otra se cortó las trenzas. Que se las den a mi madre, pidió. Pero nunca se las dieron a su madre. Tres días son muchos.
—No sé si servirá de algo, qué chiquilla, al mismísimo Franco le ha escrito.
Reme y Elvira temen que no sirva de nada. Como de nada sirvieron las firmas que recogieron las madres de Las Trece Rosas ni los suplicatorios que escribieron solicitando clemencia.
No. De nada sirvió la firma que Dolores Conesa estampó en un documento el mismo día cinco de agosto de mil novecientos treinta y nueve, año de la victoria, sin saber que su hija había sido fusilada ya. Al Excmo. Señor General Don Francisco Franco Jefe del Estado Español la dirigió, y adjuntó un pliego con las firmas que había recogido entre los vecinos de la calle Galería de Robles. Treinta y cinco firmas, junto a una carta escrita por una madre. Encabezó la súplica llamando Señoral destinatario y, después de dos puntos, escribió: La que suscribe. Añadió su nombre y dirección y comunicó que era viuda, y madre de la procesada Julia Conesa, condenada a la pena de muerte por los Tribunales de esta plaza. Como madre suplicó que no fuera cumplida la sentencia. Sentencia fatal, escribió. Ya que como comprueban estas firmas de industriales y vecinos es excesiva.Como madre, imploró. Espero en estos momentos de amargura la ayuda de V E., de su bondad infinita, pidiendo a Dios le conceda vida larga para que nuestra España conducida por su mano sea pronto la nación Grande que sirva de modelo al mundo entero.
—Si es verdad que contesta en tres días, a lo mejor llega a tiempo, ¿cuándo es luna llena?
Tres días son muchos. Reme y Elvira se miran sin contestar a Hortensia. Saben que tres días son muchos. Elvira acaricia la cabecita del cinturón de Joaquina. Acaricia su regalo. Se levanta de su petate. Busca su maleta y se inclina sobre ella simulando que guarda algo en su interior, para que Hortensia no la vea llorar mientras recuerda la madrugada de aquel cinco de agosto. La recuerda bien. Desde la ventana, vio a Las Trece Rosas atravesar el patio. Salieron de la capilla de dos en dos, sin humillar la cabeza. A cada pareja la escoltaban tres guardias civiles. Las subieron en camiones. Todas continuaron con la cabeza alta. Algunas cantaban. Julita Conesa siempre cantaba.
De nada sirvió que doña Dolores pidiera clemencia. La madre de Julita Conesa sólo tuvo un consuelo: las cartas que su hija le escribió en la prisión de mujeres de Ventas, segunda galería derecha. El día de su muerte escribió Julita la carta que provocará más tristeza en su madre. La carta más triste. La última. Y la más corta:
Madrid, 5 de agosto de 1939
Madre, hermanos, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no lloréis ni un día. Salgo sin llorar, cuidad a mi madre, me matan inocente pero muero como debe de morir una inocente.
Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo pero ten presente que muero por persona honrada.
Adiós, madre querida, adiós para siempre.
Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar.
JULIA CONESA
Besos a todos, que ni tú ni mis compañeras lloréis. Que mi nombre no se borre en la historia.
No lloréis por mí. Elvira controla su llanto. Revuelve su maleta simulando que la ordena de espaldas a Hortensia, para recordar a Julita. Recordarla, para que no se borre su nombre.
No, el nombre de Julita Conesa no se borrará en la Historia.
No.
14
Hasta que llegue la ratificación de la sentencia, las presas pasarán las mañanas en el patio intentando engañar a la tristeza. Por las tardes no será posible el engaño, porque la noche se acerca, porque se acerca la hora de las sacas, se acerca la hora en que la funcionaria puede llegar con las listas en la mano. La alegría de las mañanas caerá por las tardes con la amenaza del sonido de las listas. Hasta que se cumpla la amenaza, todo lo que ocurra en el penal tendrá un solo nombre: La espera.
—Mira qué moño se ha hecho.
—De Arriba España.
Hortensia levanta la vista de su labor y observa el peinado de La Zapatones mientras Reme y Elvira siguen comentando su desprecio:
—Se creerá que está guapa.
—Peor para ella.
—Siempre se ha creído que es muy fina, pero ésa es un piojo puesto de limpio.
La Zapatones pasea por el patio envuelta en su capa azul. Se ha hecho un moño cardado y alto y lleva la boca pintada de un rojo excesivo. Se acerca a las mujeres que la están mirando.
—¿Le has visto la boca?
—Otra vez viene a enseñarnos la bandera, verás.
Cuando la guardiana llega al banco, separa los labios y deja asomar un caramelo de limón, el color amarillo destaca sujeto entre sus labios rojos. Después se da media vuelta, pasea su peinado de Arriba España y recorre el patio buscando a otras presas para mostrarles su peculiar bandera nacional. Sólo la chivata responderá a su provocación devolviendo una sonrisa.
Es preciso romper la insolencia de la funcionaria. Es preciso ahuyentar la angustia de la espera, presidida por el silencio de esta mañana de mediados de febrero, luminosa y fría. Es posible tomar aire de esta asfixia, engañar a la tristeza. Es posible. Y Elvira comienza a cantar:
Maldita la araña que a mí me picó...
Las reclusas que la oyen se acercan con su labor en las manos y le preguntan si van a ensayar:
—¿Vamos a ensayar?
—Claro.
Y ensayan, porque es preciso.
Sí. Ensayarán, y pondrán en pie la zarzuela del maestro Jiménez cuando la hayan aprendido bien. Representarán La Tempranicaen el patio, para la reclusión, y van a invitar a Antoñita Colomé. Elvira conserva un libreto, original de Julián Romea, la tercera edición que repartieron a todas las niñas de su colegio antes de empezar la guerra. Ella iba a ser María, La Tempranica, la gitanilla que se enamora de un conde. Su profesora de música hizo el reparto. Ahora es ella misma la que se ha asignado el personaje protagonista, y a Reme le ha dado el papel de Gabriel. Hortensia será La Moronda. Han de memorizar todas los diálogos de la obra al completo, por si es necesario hacer alguna sustitución. Han de repetir las canciones una a una. Elvira organiza el ensayo: