Текст книги "La voz dormida"
Автор книги: Dulce Chacón
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Классическая проза
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—Soy Soledad Pimentel.
Los falangistas la cogieron cada uno de un brazo.
—¡Venga con nosotros!
Uno de ellos miró a Elvira a los ojos y le ordenó con voz bronca:
—Tú, ven aquí.
Elvira acarició la cabecita negra del cinturón de Joaquina que llevaba siempre en el bolsillo, y se acercó. Él la cogió por un brazo, como a Sole. Y se dieron los cuatro la vuelta.
A veces no hay que pedir permiso a Dios para hacer planes. A veces no hay que temer su risa, ni su furia. Pero antes de que los falangistas lleguen a la puerta de salida, La Zapatones gritará a sus espaldas:
—¡Alto!
El más joven se vuelve hacia ella iracundo:
—¿Desde cuándo se da el alto a los salvadores de la patria?
—Bueno, es que se iban ustedes sin..., y como se llevan a dos internas, pues...
El falangista le extiende la orden de traslado al tiempo que ordena a la funcionaria que abra la puerta. La Zapatones lee el pliego de papel y vuelve a titubear:
—Aquí sólo pone a una. Y ustedes, ustedes se lle..., bueno, ésta, con ésta qué pasa.
—Esta me la llevo para mí, se la traigo mañana.
—La última que se llevaron así me la devolvieron hecha una pena.
—¿Y qué?
—La directora dijo que no se llevarían a ninguna más sin papeles para diligencias.
—Llame a la directora, y acabemos de una vez.
Desde el fondo del pasillo, un grupo numeroso de personas se acercaba. En medio caminaba don Fernando junto a la hermana María de los Serafines. El médico llevaba a doña Antoñita Colomé en los brazos. Su mujer, doña Amparo, le seguía extasiada sin perder de vista el perfil bellísimo y pálido de la Colomé. Mercedes marchaba a su paso, igualmente extasiada. Reme y Tomasa vigilaban de cerca a la chivata. La Zapatones corrió hacia La Veneno y le mostró la orden de traslado de Soledad Pimentel.
—Está bien, que se la lleven, ¿no ve que estoy ocupada?
—Pero es que se quieren llevar a otra.
—Por el amor de Dios, déjeme en paz.
La Zapatones volvió a insistir. Y doña Antoñita intentó resbalar de los brazos de don Fernando.
—¡Que se le cae, que se le cae! ¿No está viendo que se le cae?
Sin más contratiempos, los dos falangistas franquearon la puerta de salida llevándose a las dos presas. Reme y Tomasa sonrieron al ver cómo se alejaban sus compañeras, caminando despacio. La chivata les vio sonreír.
Ya en el exterior, cuando se encontraban en la esquina de la calle Alcalá, lejos de la prisión, el más joven de los hombres acarició el cabello de la niña pelirroja:
—¿Qué le ha pasado a tu pelo, chiqueta?
Aún seguía desmayada la artista.
6
Los dos uniformes de Falange que Reme confeccionó para la fuga de Sole no fueron las únicas prendas que sacó a escondidas de los sótanos de la prisión. No fueron las únicas, ni fueron las primeras. Hacía tiempo que el taller de Ventas aprovisionaba de ropa de abrigo a la guerrilla. Reme había descubierto la forma de engañar a la funcionaria que contaba la tela, el hilo y el tiempo que se empleaba en confeccionar una pieza. La funcionaria vigilaba el primer corte y estaba presente mientras cosían la primera prenda. Después entregaba el material calculado para las restantes y se limitaba a recorrer el taller de un lado a otro sin prestar mucha atención a las operarias. El truco consistía en cambiar de posición los patrones en el corte de tela. Las cortadoras entregaban a las maquinistas tres piezas, de donde la funcionaria había calculado que saldrían dos. Coser más aprisa, apurar el hilo y esconder la tercera prenda bajo la propia ropa en el primer despiste de la funcionaria era sólo cuestión de habilidad. Y la habilidad se adquiere con la repetición de los actos. Mantas, camisetas, pantalones, toda clase de prendas abultaban los refajos de las presas cuando salían del taller. La pericia de Reme señalaba que habían sido muchas las que había escondido bajo sus faldas. En cambio Tomasa las manipulaba con torpeza. La extremeña de piel cetrina se había incorporado al taller al saber que los sótanos de Ventas se habían convertido en un punto de apoyo a la guerrilla. Aprendió deprisa, escatimaba el hilo en las piezas destinadas al ejército y usaba el que hacía falta para asegurar las prendas que abrigarían a los hombres y a las mujeres del monte, pero aún era incapaz de esconder nada sin exponerse a que la descubrieran. De forma que, cuando acababa de coser una prenda, se la entregaba a Reme.
—Reme, Reme.
—¿Qué?
—Toma.
Era el Día de Difuntos. El día en que Reme y Tomasa se encontraron más solas que nunca cuando regresaron a la galería número dos derecha, en fila, en silencio y orden desde el taller de costura. Dos mantas ensanchaban los refajos de Reme.
—Hoy se nos ha dado bien.
—Sí, se nos ha dado bien.
El tono de sus voces denotaba que las dos mujeres intentaban ocultar su tristeza. La añoranza que sentían por sus compañeras añadía confusión a la congoja que ambas descubrieron al verlas marchar. Alegría, sí, sintieron una profunda alegría al observar cómo alcanzaban la puerta de salida.
—Mira, Reme, ya han abierto la puerta de la jaula.
—Y ya salen, Tomasa, ya salen.
Reme y Tomasa se emocionaron al verse libres, también ellas, por un momento. Libres, al verlas liberadas. Pero después, la libertad de sus compañeras aumentó el cautiverio al que regresaron cuando se dieron la vuelta y caminaron solas hacia el patio.
Solas.
—¿Tienes hambre?
—Claro que tengo hambre, ¿cómo no voy a tener hambre, carajo?
Tristes.
Tomasa piensa en sus hijos. Siempre que está triste, piensa en sus hijos, arrastrados por la corriente río abajo.
—Reme.
—¿Qué?
—¿Tú sabes si todo lo que se lleva el río aparece luego en el mar?
—Todo lo que se lleva la corriente está en el fondo del mar.
Esa misma noche, en la reunión de Partido en la habitación de los lavabos, Tomasa y Reme debían incorporarse a una nueva familia. Como Reme recibía paquetes y Tomasa no, buscaron un grupo que ya estuviera compensado. Se sumaron al de cuatro presas en el que sólo dos de ellas recibían comida. Era la familia de la mujer que lloraba el día de la Merced por no haber reconocido a sus hijas. Reme le preguntó su nombre.
—Josefina.
—¿De dónde eres?
—De Gijón.
Y Tomasa le preguntó por el mar.
Reme y Tomasa abandonaron su espacio en el pasillo central, y se acomodaron en el interior de la celda que ocupaba su nueva familia junto a otro grupo de seis presas. En el momento en que Josefina les mostraba las dos baldosas que les correspondían a cada una, la voz de La Zapatones llamó a recuento. La funcionaria había pasado el día esperando el regreso de Elvira. Pendiente del registro de entradas, iba y venía, y contaba una y otra vez a las presas, como si al contarlas pudiera suceder que la niña pelirroja apareciera.
Pero Elvira no regresará jamás a la prisión de Ventas.
No.
La Zapatones no sabe que Elvira no regresará. No sabe tampoco que la orden de traslado de Sole fue una artimaña. Ni sabe que doña Antoñita Colomé no se desmayó nunca. Inicia de nuevo un recuento a deshora, y tuerce el gesto al llegar a Tomasa.
—¿Cuándo traen a Elvirita?
La Zapatones no contesta, y ella repite la pregunta:
—¿Cuándo traen a Elvirita?
La insistencia de la extremeña de piel cetrina aumenta la inquietud de la funcionaria. Tomasa lo sabe. La mira a los ojos y espera en silencio con la aviesa intención de preguntar de nuevo si no obtiene respuesta. La Zapatones le mantiene la mirada y antes de que llegue a retirarla, una voz a su espalda llama su atención:
—La hermana María de los Serafines dice que haga el favor de ir a su despacho.
Es Mercedes. Sus palabras no piden un favor, ordenan.
La orden de La Veneno estremece a La Zapatones. Tomasa aprecia el temor en el rictus de su boca. El peinado de Arriba España se gira en la cabeza erguida que se da la vuelta.
—¿Qué?
—Le llama a Dirección la hermana María de los Serafines.
Las presas de la galería número dos derecha verán marchar a La Zapatones mirando al frente. Será la última vez que la vean.
La Zapatones no volverá a hacer sonar sus llaves cuando cierre las puertas metálicas del pasillo central. No volverá a mostrar un caramelo amarillo entre sus labios rojos cuando vigile a las internas en el patio. Ni volverá a murmurar en voz baja la letanía que masculla en el locutorio, el último parte de guerra. No volverá a repetir su desprecio, una y otra vez, mirando a los familiares y a las presas. Cautivo y desarmado el ejército rojo.
Nadie volverá a ver a La Zapatones en la prisión de Ventas.
Y nadie preguntará por ella.
7
Las primeras jornadas en Cerro Umbría supusieron para Elvira el mayor reto al que se había sometido jamás. Ella, y sólo ella, debía demostrar a Mateo que su hermano no había cometido una locura. El primer día, y a pesar de las reticencias de Mateo, fue sólo disfrutar del primer día.
—Has estado a punto de reventar la operación, los intereses personales deben quedar fuera de esta historia, parece mentira que todavía no sepas eso, coño.
—Tú hubieras hecho lo mismo, Mateo, no me jodas. Tú hubieras hecho lo mismo, y lo sabes.
—A lo mejor lo sé y a lo mejor no lo sé. Pero lo que tengo por seguro es que esto le va a costar caro a la chiquilla. Deberías dejar que se la lleve Amalia.
—Ni hablar, se queda conmigo.
Sentados sobre una roca, con sus armas entre las rodillas, los dos hombres fumaban un cigarrillo mientras aguardaban a que Sole y Elvira se cambiaran de ropa. Ellos ya habían cambiado las suyas, los uniformes de falangistas los llevaban guardados en los macutos. Amalia permanecía de pie. Separada unos metros de la roca, les daba la espalda apoyada en su bastón mirando abstraída a la lejanía. Acababa de decirle a Jaime que Pepita había ido a buscarla a la puerta de Ventas.
—Fue a preguntarme por ti.
—¿Cómo está?
—Preocupada.
—¿Sabe que he vuelto?
—Lo adivina. ¿Quieres que se lo digan?
—No.
Mantenerla al margen. Jaime quiere mantenerla al margen. Desde que supo que la carta que le envió desde Francia la llevó a los sótanos de Gobernación, no ha vuelto a escribirle. No la pondría en peligro nunca más.
—Cuando todo esto acabe, iré a buscarla.
Mateo les escuchaba pensando en su hija.
—Y yo iré a por mi hija.
—La llevaba en brazos.
—¿Cómo es?
—Preciosa.
Las mujeres no tardaron en llegar junto a ellos. Vestían pantalones y cazadoras demasiado grandes para su tamaño. La sonrisa luminosa de Elvira contrastaba con el gesto preocupado de Sole. Amalia se dio la vuelta al oírlas llegar, su madre se acercó a ella y la abrazó de nuevo, con idéntico dolor al que sintió cuando la estrechó en la esquina de Alcalá con Manuel Becerra, donde Amalia esperaba a los fugados para acompañarles al cerro.
—¡Cómo te han dejado, hija!
—Estoy bien, no hacen falta dos ojos para ver. Y la pierna no me duele. ¿No has visto cómo he subido hasta aquí, madre? Anda, vamos.
Elvira giraba sobre sí misma para mostrar su indumentaria a su hermano:
—Mira, Paulino. ¿Parezco un muchacho?
Sí, parecía un muchacho.
—Ya no me llamo Paulino.
—¿Ah, no?
—No.
—¿Y cómo te llamas?
—Jaime, ¿te gusta?
—Jaime. Sí, es bonito.
Después de quedarse pensativa un momento, se dobló los puños de la chaqueta y sin perder la sonrisa preguntó:
—¿Y yo me sigo llamando Elvira?
Amalia dobló los puños de la chaqueta de su madre mientras se dirigía a Jaime Alcántara, que se calzó su gorra de visera.
—La partida de El Tordo os espera en el punto de encuentro de El Pico Montero, a las doce.
—¿Cuántos son?
—Diecisiete.
—Demasiados, habrá que hacer dos grupos.
El Chaqueta Negra había llegado desde Toulouse con dos cometidos. Uno, liberar de inmediato a Soledad Pimentel, antes de que el enemigo descubriera que pertenecía a la dirección del Partido en Salamanca, y enviarla con su hija a Francia a fin de evitar riesgos a la cúpula salmantina. El segundo, reorganizar la guerrilla y constituir la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría. Todos los partidos de la izquierda española en el exilio habían unido sus fuerzas en un bloque antifranquista, la Unión Nacional Española, que obligaría a los aliados a intervenir cuando acabara la guerra en Europa, para ello era necesario organizar un auténtico Ejército Guerrillero que demostrase que en España continuaba la lucha armada.
—Todavía estás a tiempo de pensar lo de Elvira, deja que se la lleve Amalia.
—Ya te he dicho que se viene conmigo, Cordobés.
Elvira temió que la insistencia de Mateo venciera sobre la decisión de su hermano de llevarla al cerro. Desde que salieron de Ventas, desde que comenzaron a caminar hacia la calle Alcalá, Mateo no había dejado de insistir en que llevarse a Elvira al cerro era una locura. Amalia estaba de acuerdo con él, y ya en el primer momento propuso que la niña pelirroja se quedara con ella en Galapagar.
—La casa de Galapagar es de confianza. Allí estaría segura, y tú podrías bajar a verla de cuando en cuando.
Pero Jaime no se dejó convencer. No volvería a abandonar a su hermana.
—Ella se viene conmigo. No insistáis. Tú ve a Galapagar, y no salgas de la casa hasta que bajemos a tu madre. Si no hay contraorden, de hoy en tres meses nos veremos allí.
La niña pelirroja respira aliviada. Se coloca a la izquierda de Jaime y le da la mano:
—Yo me voy con él.
Sole y Amalia volvieron a abrazarse. Se despidieron diciéndose la una a la otra No te preocupes por mí. Sole permanecerá tres meses en Cerro Umbría, un periodo conveniente antes de emprender su huida a Francia. Su hija se esconderá durante ese tiempo en el punto de apoyo de Galapagar. Allí acudirán dos camaradas que las ayudarán a burlar la frontera atravesando a pie los Pirineos.
En el momento en que madre e hija deshicieron el abrazo, Jaime le pidió a Amalia que hiciera algo por él. Temía que, tras la fuga de Elvira, tomaran represalias contra su abuelo.
—Haz que lo saquen de Madrid.
—No te preocupes, yo me encargo.
—Que regrese a Pamplona.
—De acuerdo.
Amalia comenzó a bajar del cerro despacio. Y los demás comenzaron a subir.
Eran las seis de la tarde del día dos de noviembre de mil novecientos cuarenta y dos.
Había comenzado a llover.
8
A Mateo no le gustaba que las mujeres estuvieran en el monte. Toleraba a Sole porque se marcharía pronto, y porque Elvira le había contado que ella fue quien atendió a Hortensia en el parto. Y aceptaba a la chiquilla pelirroja porque había demostrado que era valiente, como su hermano, y porque había aprendido a manejar las armas como un hombre. Él mismo la había adiestrado, le enseñó a disparar con su naranjero y a distinguir el sonido de las armas. Podría manejar cualquiera, aunque ella prefería su pistolita, una pequeña pistola que llevaba al cinto. Además, tenía formación política, mucho más avanzada que la mayoría de los guerrilleros de la partida. En la cárcel había aprendido todo lo que sabía de política. Y en la escuela de campaña daba clases a los hombres que no sabían leer ni escribir. Era lista, a los dieciséis sabía más que muchos que mueren de viejos. Y era fuerte. No había tardado ni un mes en curarse de la fiebre que le subía por las tardes, y casi se había curado también de la tos que se trajo de Ventas. Respiraba el aire del monte con ansia y aunque parecía una mocosa, cargaba con el macuto y el fusil y no se quejaba nunca en las marchas. Ni siquiera tropezó una sola vez cuando debían caminar de espaldas en la nieve para despistar con las huellas. Pero era mujer, aunque pareciera un muchacho, y las mujeres no deben andar como gatas salvajes por el monte. Mateo aceptaba a Elvira porque era hermana de El Chaqueta Negra. La aceptaba, porque le hablaba de Tensi.
—Háblame de Tensi, Elvirita.
—¿De la madre, o de la hija?
—De las dos.
—Tu hija tiene los ojos más azules que el cielo. Y Hortensia nunca te llamaba Cordobés, ni Mateo, ella te llamaba Felipe.
Cuando Mateo le pedía que le hablara de Tensi, Elvira siempre le decía que su mujer le llamaba Felipe. A él le gustaba recordar a Hortensia escuchando a Elvira.
Sí, toleraba a Elvira, porque le hablaba de Tensi. Porque cuando la chiquilla pelirroja pronunciaba el nombre de su esposa, y después el suyo, él se emocionaba al sentir que los reunía por un instante. Hortensia. Felipe.
Pero era mujer, y las mujeres no deben vivir como alimañas en el monte. El Chaqueta Negra no debió traerla, y lo sabe. Por eso la deja a su cuidado cuando la partida realiza una acción, como ahora. Centinela le ha dicho que es, y la chiquilla se lo ha creído. A él no puede engañarle, la excusa de que Elvira no ha participado jamás en un secuestro no es suficiente. Siempre hay una primera vez. Tampoco sirve que diga que es demasiado joven, en la partida de El Tordo están sus dos hijas, ninguna pasa de los dieciséis y nunca se quedan a guardar el campamento. Pero El Chaqueta Negra trata a su hermana como si fuera todavía la niña que dejaron en el puerto de Alicante, y esta chiquilla dejó de ser una niña al salir por la puerta de la prisión, o a lo mejor al entrar, quién lo sabe. Es una mujer, y por eso no debió traerla. No. No debió traerla.
El Pico Montero era un conjunto de rocas rodeadas de zarzas que coronaban un cerro. La formación en círculo de las piedras formaba en su interior una explanada que la guerrilla utilizaba como campamento base, y a pocos metros de las zarzas, bajo un pequeño canchal, una profunda grieta de una roca les servía de depósito de aprovisionamiento, donde almacenaban armas, municiones y propaganda. El Chaqueta Negra instaló allí su cuartel general; de allí se había marchado con la partida de El Tordo a realizar el secuestro del recaudador de la Fiscalía de Tasas de El Altollano; y allí aguardaban Elvira y Mateo su regreso. Mientras esperaban, ella lavaba su ropa, y él la miraba. La chiquilla pelirroja había cavado un hoyo en el suelo, lo forró con una piel de oveja y lo llenó de agua. Agua clara, y nada más. El jabón estaba prohibido, a fin de evitar la tentación de usarlo en el río y que la espuma pudiera delatarlos. Mateo acababa de enterrar las latas vacías de las sardinas que les habían servido de alimento para todo el día. Se acercó a ella con la intención de pedirle que le hablara de Tensi. Pero al ver la energía con la que restregaba un pantalón, le habló de la suerte que tendría el hombre que se casara con ella.
—¿Por qué?
—Porque lo llevarás siempre la mar de limpio, chiquilla.
—Si te crees que yo voy a casarme para llevar limpio a mi marido estás tú bueno. El que quiera ir de limpio que se lave su ropa. No has aprendido nada de la República, Mateo, los tiempos de los señoritos se acabaron.
—Tú sí que estás buena, y eso sí que era un Gobierno de señoritos. No sé qué carajo me habían de enseñar a mí.
—Que los hombres y las mujeres somos iguales, a ver si te enteras.
—¿Iguales para qué, para lavar la ropa?
—Y para votar, por ejemplo, que para algo nos dieron el sufragio.
—Pero qué tendrá que ver una cosa con la otra, las mujeres no sabéis discutir, os escapáis por la rama aunque no haya ningún árbol cerca. Me he confundido, era un Gobierno de señoritas, y por eso os dieron el sufragio. Señoritas cagadas de miedo.
—¡Qué burro eres, Cordobés! ;Qué burro!
Mateo se dio media vuelta y se alejó del recuerdo de Hortensia sin haberla recordado. Elvira era mujer, aunque pareciera un muchacho, y no se puede hablar con una mujer sin perderse en mitad de la conversación. Y menos, de política. Las mujeres quieren saberlo todo y se quedan en querer saberlo. En unos minutos volverá a ratificarse en su idea, cuando El Chaqueta Negra regrese con la partida y diga que los hermanos del recaudador se negaron a pagar el rescate. Elvira se acercará a Mateo y le preguntará:
—¿Qué ha pasado?
—Nada, lo han ajusticiado.
—¿A quién?
—¿A quién va a ser, chiquilla? ¿No han ido a raptar al de la Fiscalía de Tasas?
Mateo percibirá un leve temblor en los labios de Elvira, cuando ella quiera saber quién lo ha matado y él le diga que cualquiera.
—Uno u otro, qué más da. Le han pegado tres o cuatro tiros en la cabeza allí mismo y asunto terminado.
Ella preguntará quién es el que ha tomado esa decisión. Él contestará que esas decisiones no se toman.
—Las reglas son las reglas. Si no pagan, no pagan. De nada servirá que Mateo intente explicarle a Elvira que ellos no raptan a cualquiera:
—A ver si te crees que era un corderito, ese hijo puta se dedicaba al estraperlo. A cuenta de la Fiscalía de Tasas, se ha llenado los bolsillos con el hambre de los pobres.
No. No servirá de nada. Elvira continuará con el horror en la cara. Y Mateo la dejará por imposible. Le dará la espalda y se dirigirá a la tienda de hule donde El Chaqueta Negra se ha reunido con los hombres para plantear su próxima acción. Mirando hacia atrás, a Elvira, levantará los hombros, agachará la cabeza y, mientras resopla, hará un ademán de desaliento apartando el aire con la mano a la altura del oído como quien ahuyenta una mosca. Definitivamente, con las mujeres no se puede hablar de política.
9
La noche acompaña los pasos de dos hombres y dos mujeres que se dirigen en silencio hacia la casa donde Amalia espera a su madre. Caminan los cuatro buscando el abrigo de los matorrales, ocultándose del resplandor de la luna. El Chaqueta Negra encabeza la marcha, seguido de Sole y de Elvira, y la cierra Mateo. Esparcidas por el suelo y colgando de algunas ramas de los escasos árboles, numerosas cuartillas destacan su color blanco.
—Mira.
Mateo apremia a la comadrona de Peñaranda de Bracamonte, le ordena que continúe andando y que guarde silencio. En el tono de su voz se adivina un reproche. En las marchas está prohibido hablar, terminantemente prohibido. Jaime gira la cabeza hacia ellos y se lleva el índice a los labios. Se encuentran ya a las afueras de Galapagar. El Chaqueta Negra descuelga de su hombro el fusil y observa a lo lejos la primera casa de la derecha, a unos diez metros de un pajar. Busca la señal luminosa que les indica que pueden acercarse. Sí, la luz parpadea dos veces. Permanece encendida y vuelve a parpadear. Corren los cuatro con sigilo, uno detrás de otro, y se esconden bajo el techado del pajar. Desde allí, Jaime emite el sonido de un búho. Al cabo de unos instantes le responde una abubilla.
Sólo cuando entren a la casa, Sole mostrará un papel que ha recogido de un árbol y volverá a decir:
—Mira.
Será después de que haya abrazado a su hija y haya comprobado que la lesión de su pierna ya no la obliga a cojear, y después de que Elvira haya preguntado por su abuelo y Amalia le informe de que se encuentra bien:
—Está en Pamplona, en su casa. Tuvo una bronquitis muy fuerte, pero ya se ha curado. El Socorro Rojo se encarga de él.
Entonces Jaime leerá el papel que Sole le ruega que mire, una de las miles de octavillas que el ejército ha arrojado en los montes, donde se asegura el perdón a los huidos que se entreguen y no tengan manchadas las manos de sangre y un entierro en suelo sagrado con rito cristiano a los demás.
—En Asturias hicieron lo mismo, en el treinta y nueve. Muchos creyeron estas promesas.
Pero la contraofensiva está en marcha. La guerrilla de El Llano se ha encargado ya de repartir unos folletos donde se informa de la suerte que corren los que se entregan. Toda la red de enlaces está implicada en la labor de disuadir a los que alberguen la más mínima duda. Así se lo dice Amalia a su madre para tranquilizarla.
—La gente sabe que los panfletos que han sembrado en el monte están llenos de mentiras. No te preocupes, madre, y ven a cenar.
La toma del brazo y la invita a pasar con los demás a la cocina.
—Os he preparado judías con chorizo, como a ti te gustan.
Colgado sobre el fuego, un caldero humea. Elvira se acerca al hogar y aspira el aroma de las judías con chorizo mientras se calienta las manos en las llamas. Mateo la sigue como si el olor fuera una cuerda que tirara de él y le arrastrara hacia el guiso.
—Cena caliente.
Cenarán caliente. No recuerdan siquiera la última vez que cenaron caliente.
—También hay pan, pan tierno.
En la mesa, una hermosa hogaza de pan espera a los que acaban de llegar. Mateo se sienta el primero. Se anuda una servilleta al cuello dispuesto a saborear las judías sin esperar a que los demás tomen asiento. Amalia le llena el plato hasta el borde y él moja trozos de pan. Suspira, y se chupa los dedos.
Durante la cena, los dos camaradas que habían llegado por la mañana para acompañar a Sole y a Amalia hasta Francia pondrán al corriente a sus compañeros del optimismo que respira la izquierda española en el exilio. La Unión Nacional Española contempla la posibilidad de una invasión a través de los Pirineos.
—Hasta los católicos, los monárquicos y los carlistas se han integrado en la UNE bajo el lema «Todos contra Franco y la Falange». Cuando caigan Hitler y Mussolini, las potencias democráticas no consentirán un país fascista en Europa y nos ayudarán a echar a Franco.
—Y será pronto, muy pronto. En cuanto acabe la guerra, volvemos a la República.
Con el ánimo dispuesto a creer en la recuperación de la República, Jaime, Mateo y Elvira llenarán sus macutos de provisiones. El de Elvira irá repleto de mantas, confeccionadas en la prisión de Ventas, y los de Mateo y Jaime llevarán la comida que han abonado generosamente a su enlace. Esa misma noche, cargarán con ellos hasta el campamento. Amalia y Sole despedirán a sus compañeros y partirán poco después hacia Francia con los dos camaradas que les servirán de guías.
No todas las despedidas son tristes.
No hubo tristeza en aquella despedida. Cuando caiga el fascismo en Europa, Sole y Amalia regresarán. El bloque de la izquierda española en el exilio hará posible el regreso. Y volverán a verse.
—Volveremos a vernos.
—Salud, camaradas.
—Salud.
—Hasta pronto.
—Hasta muy pronto.
—Hasta la República.
Sole ha levantado el puño para despedirse nombrando la República. También los demás lo levantan y contestan al tiempo:
—¡Hasta la República!
Pero no volverán a verse. Sole y Amalia no volverán a ver a Jaime, ni a Elvira, ni a Mateo. Jamás regresarán de un viaje que emprenderán con la esperanza de volver. Jamás regresarán de una huida que las llevará al otro lado de la frontera atravesando a pie los Pirineos. El entusiasmo les hará creer muchas veces que es posible el regreso. Pero Sole y Amalia no regresarán.
No.
Nunca regresarán.
Nunca.
10
El peso del macuto de Elvira obliga a la chiquilla a caminar despacio. Las mantas que Reme y Tomasa envían desde la cárcel arquean su espalda. Aunque no ha apreciado el cansancio hasta ahora, sus piernas pierden vigor. Siente la fatiga en el jadeo de su respiración y en el sabor a sangre que le llena la boca. Debería detenerse, aspirar una bocanada de aire que libere la angustia de sus pulmones, pero sabe que no es conveniente retrasar la marcha. Es necesario caminar deprisa, alcanzar el túnel horadado en las zarzas que rodean El Pico Montero antes de que el frío forme escarcha en el suelo y puedan detectarse las pisadas en las cercanías del campamento. Debe apresurar el ritmo. Caminar más aprisa. Más. Un golpe de tos alerta a Jaime. Aún no están a distancia suficiente de Galapagar. Aún se encuentran demasiado cerca. Es peligroso toser. Cualquier ruido es peligroso. El Chaqueta Negra se detiene y espera a su hermana, que camina a unos diez metros de él, separada otros tantos de Mateo. El ladrido de unos perros a lo lejos llega al tiempo que otro acceso de tos. Elvira se tapa la boca con las dos manos y cae al suelo.
—Cordobés, coge su macuto.
Los ladridos de los perros no cesan. Ahora se han sumado otros perros.
—Deprisa.
Jaime habla con el tono de voz más bajo que le es posible. Saca su pañuelo del bolsillo y se lo mete en la boca a Elvira.
—¿Puedes respirar?
La chiquilla pelirroja asiente con la cabeza.
—Cuando dejes de toser, te lo sacas.
Levantándose del suelo, Elvira vuelve a asentir. Su hermano ladea la cabeza, atento a los ladridos que no cesan. Señala la cavidad de una roca e indica a Elvira y a Mateo que le sigan. Al tiempo que camina, esparce a su paso la pimienta que lleva en una bolsa para despistar el olfato de los perros. Continúan ladrando. Es muy posible que los suelten a rastrear. En caso de que sea así, los detendrá la pimienta. Agazapados los tres, con la espalda contra la pared de piedra de la cueva, esperarán al silencio mientras la tos de Elvira se ahoga en un pañuelo. Apenas unos minutos después, los perros comienzan a calmarse. Cuando los ladridos desaparezcan por completo, reanudarán la marcha. Jaime besará a su hermana en la frente antes de dar la orden de comenzar a caminar. Y ella intentará esbozar una sonrisa apretando la mordaza entre los dientes.
Sin el peso del macuto en su espalda, Elvira recuperará el ritmo de sus compañeros en la marcha, pero no se atreverá a liberar su boca hasta no alcanzar el campamento de El Pico Montero.
—Lo siento.
Lo siento, le dirá a El Chaqueta Negra, y añadirá que lamenta no haberse metido ella misma el pañuelo. Había olvidado la consigna: durante las marchas, un simple estornudo puede traer la muerte. Ella lo sabía. Pero lo había olvidado. El sonido de la tos se sofoca con un pañuelo. No volverá a pasar, jurará. Y él volverá a besarla en la frente.
—Estás ardiendo, chiqueta.
Está ardiendo, sí.
Jaime ordena a Mateo que releve en la guardia a las hijas de El Tordo, extrañado al ver que son las únicas que guardan el campamento.
—¿Dónde están los demás?
—Han ido a El Altollano.
Las hijas de El Tordo caminan a un paso de Jaime, que conduce de la mano a su hermana al interior de la tienda de hule. Mientras ayuda a Elvira a tenderse sobre un lecho de hojas secas y la arropa con dos mantas que saca del macuto, continúa interrogándolas:
—¿A qué han ido a El Altollano?
—A pasar la noche.
—¿No os han dicho qué iban a hacer allí?
—Sólo nos han dicho que iban a pasar la noche, y que nosotras no podíamos ir.
De madrugada, cuando regrese la partida, El Chaqueta Negra convocará a los hombres a consejo. Ante la tienda, El Tordo se defenderá de la acusación de negligencia alzando la voz. Y sus hijas bajarán la mirada al escuchar las palabras que atraviesan el hule.
—¿Has arriesgado la seguridad de este campamento por ir a una casa de putas?
La fiebre de Elvira le impedirá abrir los ojos. Las hijas de El Tordo creerán que duerme. Pero no duerme.
—Es una casa de confianza.