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La voz dormida
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:32

Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



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Cuando la madre, doña Martina, acabó de anudar una cinta en la cola de caballo que le había hecho a Elvira, la niña corrió a la habitación de su hermano.

—¿Tú también te vas a la guerra?

—Mueve la coleta como a mí me gusta, chiqueta.

El cabello de Elvira azotó el aire a izquierda y derecha, y su hermano aprovechó los ojos cerrados de la niña para tirar de un extremo del lazo.

—Mamá, mamá, Paulino me ha deshecho la coleta. Paulino se marchó al frente esa misma tarde. Acababa de cumplir diecinueve años.

11

Las cartas del padre de Elvira llegaban casi a diario a Valencia. La madre se las leía a la hija con voz cadenciosa, entonando las palabras como en un cuento infantil junto a la cabecera de la cama. La misma voz que pone Tomasa para contarle que lleva cinco días en pleno delirio.

Al principio, doña Martina esperaba las cartas con alegría y las leía con emoción. Pero según pasaba el tiempo, la alegría de la espera dio paso a la congoja de esperar. Y al más mínimo retraso, la congoja se convertía en angustia.

Llevaba más de siete meses recibiendo carta de su marido casi a diario. Algunas eran notas apresuradas escritas en cualquier papel, en cualquier parte, sólo para que ella supiera que se encontraba bien, y que no la olvidaba.

No te olvido.

Por eso doña Martina, al cumplirse la segunda semana de la llegada de la última carta, supo que ya no debía esperar ninguna más.

Pero se sorprendió cuando llegó la maleta.

Llegó su maleta.

Un sargento pagador se la llevó a casa.

Su maleta.

Doña Martina abrió la puerta y el sargento le mostró la maleta diciendo que la enviaban desde Trijueque.

—En Guadalajara ha pasado un desastre muy gordo, con los italianos.

Elvira vio palidecer a su madre y taparse la cara con las manos.

—Vaya a Capitanía General, señora. Allí hay unas listas muy grandes con muchos nombres.

La niña cogió la maleta que el sargento pagador alzaba del suelo. Le dio las gracias y cerró la puerta. Doña Martina no apartaba los ojos de la maleta.

Quizá lleguen en su interior las cartas que faltan, todas juntas, las de los últimos quince días, o quizá su marido le envía un recuerdo de Trijueque. Sí, abrirá la maleta doña Martina con ese resto de esperanza. Con un resto de esperanza, aunque sólo sea por un instante, abrirá la maleta negando la verdad que ha ido aceptando según comenzaron a faltar noticias de su marido, la verdad que ahora, que es más evidente que nunca, no quiere admitir. Porque aún es posible que no sea cierto. Aún es posible. Y mientras Elvira arrastra la maleta hacia el salón, su madre reniega de la certeza que asumió poco a poco en los últimos quince días.

No, aún es posible que no sea verdad.

No.

Aún es posible que en una maleta lleguen quince cartas.

Sus dedos acariciarán la suavidad de la piel, recorrerán la huella de muchos viajes. Se detendrán en el cuero que engarzan las hebillas y desabrocharán los cintos lentamente.

Porque aún es posible.

No te olvido.

Aún es posible que desde Trijueque llegue un recuerdo.

Es el nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete. Era el nueve de marzo, cuando doña Martina abrió la maleta. Esa misma mañana, Elvira acudió con su madre a Capitanía General, y no encontraron el nombre de su padre en las listas.

El nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete, su madre le dijo a Elvira que habría que avisar a Paulino, poco después de cerrar la maleta, donde sólo encontraron dos uniformes, una gorra de plato, dos pares de leguis y ropa interior; ningún objeto personal, y todo el silencio, de su padre.

12

Muchas veces, y muchas más, fueron Elvira y su madre a Capitanía General de Valencia para buscar el nombre de su padre en las listas. Y en todas las ocasiones regresaron sin haberlo encontrado. Pero Elvira sueña que no ha muerto. Fantasea aún con que un día volverá. Ha de regresar para reñirle cuando cante Ojos verdes. Y ella le ayudará a ponerse los leguis que venían en su maleta. Los ceñirá con cuidado, para no mancharlos con el betún de los zapatos, que brillarán como nunca en los pies de su padre.

Después de más de tres años, aún fantasea.

Dejaste mis brazos cuando amanecía...

Las mujeres regresan mansamente del taller de costura, en fila, en silencio y en orden. Reme y Mercedes se acercan a la cama de Elvira.

... y en mi boca un gusto a menta y canela...

Tomasa interrumpe la melodía que tararea para la chiquilla pelirroja que no va a morir.

—Ha vuelto a dormirse. Ha dormido un buen rato y creo que ahora se está despertando.

—Bendito sea Dios.

Se le ha escapado a Reme, ese Bendito sea Dios. Se le ha escapado al ver la tranquilidad del sueño de Elvira. Se le ha escapado delante de Tomasa, que huye siempre de semejantes expresiones.

—Sea por siempre Bendito y Alabado.

Contesta Mercedes, y Tomasa se levanta sin mirarlas y se retira al rincón donde tendió los paños higiénicos que lavó ayer por la tarde. Comprueba que están húmedos aún y que han quedado algunas manchas. Y maldice en voz baja:

—Maldita sea mi estampa.

Maldice porque se ha puesto de mal humor. Y porque ya no tiene edad para menstruar, y durante el último año se le retrasa todos los meses. Pero viene. Viene cada mes con más hemorragia y sólo tiene tres paños, y en invierno tardan demasiado en secar.

—Maldita sea. Maldita sea la madre que la parió.

Lo ha dicho entre dientes. Pero Mercedes lo ha oído. Lo ha dicho mirando a Mercedes. Y la guardiana se acerca a ella:

—¿Qué ha dicho?

—He dicho maldita sea.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—La he oído decir algo más.

La mujer que lleva el pelo cardado y un moño con forma de plátano se impacienta. Hace apenas dos semanas que trabaja como funcionaria de prisiones, y es la primera vez que se enfrenta a un conflicto. La he oído decir algo más, repite alzando la voz.

Tomasa guarda silencio. Se cubre el pecho con la toca de lana y al tiempo que cruza los brazos, y sin apenas mover los pies, carga el peso de su cuerpo sobre la cadera derecha echándose levemente hacia atrás. Conoce la inexperiencia de Mercedes. Sabe que quiere hacerse la simpática, la buena. Pero no lo es. La tiene frente a sí, y está nerviosa. Parece que le palpita una vena en la sien. Mercedes es débil, por eso necesita esconderse de las otras funcionarias para hablar con las internas en voz baja. Y por eso se acerca a ellas, porque es débil, y pretende ser buena. A Tomasa no va a engañarla. Tomasa sabe perfectamente de qué lado está.

—La he oído decir algo más, ¿qué más?

Mercedes insiste en preguntar. Y Tomasa insiste en su silencio. No es su intención medirse con ella. Pero se mide. No es su intención retarla. Pero la reta. La mira fijamente y levanta la barbilla.

Desde una distancia prudente, la chivata observa con una sonrisa en los labios. Mercedes la ve sonreír, contiene la respiración y traga saliva. Vuelve a tragar. Y grita:

—¡Conteste!

Ya todas las mujeres que ocupan el pasillo de la galería la están mirando. La impotencia crece en la rabia de Mercedes. Sí, le palpita una vena en la sien. Grita aún más:

—¡Conteste!

A Tomasa le gustaría contestar que maldice a la putísima madre que la parió. Pero no lo hace. Porque el silencio es lo que más les duele, mantiene la boca cerrada y la misma posición, asentando su firmeza en la cadera y en sus brazos cruzados.

En quince días no se puede aprender un oficio, pero Mercedes ha de reaccionar si no quiere que la chivata la acuse ante sus superioras de falta de autoridad, y que las internas descubran que no sabe qué hacer. Ha de reaccionar, eso es lo único que sabe. Tomasa también lo sabe. Achina los ojos. Y espera.

La bofetada resuena en la galería.

Las mujeres que mantenían la mirada fija en Mercedes bajan la vista.

Elvira acaba de despertar. Aunque aún no puede abrir los ojos.

13

Es más fácil guardar el luto cuando se puede velar al muerto. Es más fácil si se ha tenido la posibilidad de abrazar su cabeza, como hizo Tomasa antes de vestirse de negro. Doña Martina no tuvo esa suerte. Doña Martina no pudo leer siquiera el nombre de su marido en las listas de Capitanía General. Y por eso Elvira, su hija, la más pequeña de la galería número dos, puede soñar. Aunque Paulino les contara al llevarlas a Alicante que el Batallón Alicante Rojo fue aniquilado en una carretera de Guadalajara. Nadie sobrevivió al bombardeo.

—Los aviones volaban tan bajo que los barrieron a todos. Y a padre el primero, que él no era de los que corren para atrás.

Doña Martina escucha sin un solo pestañeo, con la mirada fija en Paulino, que ha regresado únicamente para asegurarse de que su madre y su hermana se marcharán de Valencia. Ha regresado con un camarada para acompañarlas a Alicante. En el puerto cogerán un barco que las llevará a Orán.

—Has de irte con Elvirita, madre.

Madre. Su hijo la llama madre. Nunca más la llamará mamá. Lleva pantalón y chaqueta de pana, una boina con visera y un fusil ametrallador al hombro. Le asegura que la situación es muy peligrosa, que Casado pretende negociar la paz con Franco para que no haya represalias. Ya ha enviado mensajeros a Burgos. Es un golpe de Estado.

—Madre, ¿me oyes?

Madre. Doña Martina sólo ha entendido que su hijo la llama madre, y sólo ha oído la palabra paz.

—Entonces, ¡ya llega la paz!

La desesperación de Paulino obliga a intervenir a su compañero, que rodea los hombros de doña Martina y le explica que lo que está llegando es mucha sangre. Las represalias no van a cesar.

—Has de sacar a la chaqueta de aquí, madre.

Ella asiente con un gesto. Guarda en el bolso la caja de sus ahorros. Y suspira.

—¡Vamos!

Se ajustó Paulino el fusil al hombro mientras dijo !Vamos! Se lo dijo a Felipe, el camarada que le acompaña desde que se incorporó a filas. El miliciano que ha sido su sombra desde el día que ambos llegaron a Benimamet para recibir un curso de instrucción guerrillera. Ocho semanas estuvieron allí. Después se incorporaron los dos al XIV Cuerpo del Ejército Guerrillero y les asignaron la zona de Extremadura. Juntos atentaron contra el ferrocarril Mérida-Cáceres. Y al día siguiente, Felipe le salvó la vida en un enfrentamiento con tropas regulares. Desde entonces no se han separado.

—No se angustie, señora, pronto podrá volver.

Paulino cargó con la maleta que un día trajera el sargento pagador, donde su madre llevaba la ropa que mandó teñir de negro el día nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete, cuando regresó por primera vez de Capitanía General. Luto. Luto para una viuda que no abrazará la cabeza de su esposo. Luto y ausencia para la niña pelirroja que aún insiste en soñar.

Soñar. Semidorrnida.

Arriba, parias de la tierra.

Y Elvira se incorpora semidespierta al escuchar a Reme, que ha comenzado a cantar a media voz. Elvira escucha, semidormida. Reme desafina.

En pie, famélica legión.

Reme intenta desviar la atención de Mercedes, que ha vuelto a alzar la mano contra Tomasa, pero Reme desafina. Y Elvira entona la melodía que tantas veces ha escuchado cantar a Paulino. Hortensia la sigue en un susurro apenas perceptible, apenas suficiente para que Mercedes gire la cabeza hacia ellas.

Atruena la razón en marcha.

El trío continúa cantando a medio tono. Tomasa se suma al himno.

Del pasado hay que hacer añicos.

Las demás internas de la galería corean a sus compañeras. Casi un rumor, un susurro apenas, aunque crece, sin que ellas eleven la voz. Crece a medida que, una a una, se incorporan todas al canto. Un murmullo que crece. Crece.

Legión esclava, en pie, a vencer.

Mercedes retira la amenaza, deja caer la mano que cernía sobre el rostro de Tomasa y, con furor en los ojos, se gira hacia el grupo que se ha formado alrededor del petate de Elvira.

Agrupémonos todos.

—¡Silencio!

En la lucha final.

—¡Silencio he dicho!

Encaramada a su petate, Elvira dirige el canto con los brazos sin poder controlar la emoción, alzando con sus manos el oleaje de un mar puesto en pie, sin advertir que le sangran de nuevo las rodillas. Y Hortensia olvida por un momento el dolor de las suyas y canta mirándose el vientre. Canta con las palmas abiertas rodeando su embarazo. Sus dedos amorosos repiqueteare llevando el ritmo.

Conforme se desborda la intensidad del rumor de las voces, a medida que el sonido se va convirtiendo en un bramido lento que inunda la galería, la chivata siente más y más miedo. Se tapa los oídos y busca un lugar donde esconderse. Busca. Busca. Y encuentra la espalda de Mercedes.

Al percibir los movimientos de la chivata en su retaguardia, la funcionaria se asusta. Se da la vuelta y grita a la que buscaba ocultarse que se largue de allí.

—¡Largo!

Y se alcen los pueblos con valor.

—¡Silencio! ¡Silencio!

Algunas mujeres han levantado el puño para cantar.

14

Llorar es perder el control. Y a Tomasa no le gusta perderlo. Pero ahora, en la soledad de la celda de aislamiento donde Mercedes la ha castigado, se le escapa una lagrimilla pensando en Reme. Y durante los quince días que dure su encierro, atrapará más de una en sus pestañas y las retirará con el nudillo del dedo índice sin permitirles caer.

Pensará en Reme. Y en las compañeras que alzaron su voz cuando Mercedes alzó la mano contra ella por segunda vez. Y resistirá el frío y el hambre. Resistirá el vacío y el silencio de aquel limitado espacio que conoce bien, porque no es la primera vez que la castigan. Resistirá el paso de las noches, y sabrá que ha llegado la mañana cuando una funcionaria abra la puerta y le dé un cazo de rancho, un chusco de pan y una escoba. Resistirá, barrerá su celda pensando en Reme. Recordando su mirada en el momento de empezar a cantar. Y sonreirá, porque Reme no sabe cantar. No sabe, aunque se empeñe en endulzar las cosas cantando. No sabe, aunque se empeñe en decir que su madre le enseñó a cantar al mismo tiempo que a coser, y que de ella aprendió que las cosas amargas hay que tragarlas deprisa, y que pierden sabor si se les pone el azúcar de una canción. Así es la Reme. Pura inocencia. Inocente, y tan mayor. Y por eso está aquí. Por inocente. Por eso la trajeron desde un pueblo de Murcia, del que no quiere decir su nombre y al que no piensa volver. La Reme cree que sus vecinas tuvieron la culpa. Pero no se puede ser tan inocente. Está más claro que las claras del día que no se puede bordar una bandera en la camilla de tu casa si la tienes arrimada a la ventana. No se puede, por mucho que tengas la persiana echada y la tapes con una sábana blanca; por mucho que pienses que la rebelión no va para largo, porque la rebelión iba ya para más de un año. No se puede, por muy bonita que estuviera quedando. Y no se puede ser madrina de guerra y salir a la calle con la alegría en la boca y una foto en la mano para enseñársela a tu consuegra justo al día siguiente de la toma de Teruel. No se puede. Y menos en un pueblo como el de la Reme, donde los rebeldes no tuvieron que pegar ni un solo tiro, ni uno solo, que en el pueblo de la Reme debían de ser todos de la CEDA, o se hicieron de Falange de repente. Señor, señor. Y la Reme había de saberlo, que para lo que está a la vista no se precisan candiles. Y se tenía que haber guardado muy mucho de mantener abierta la ventana. Y de enseñarle la foto del soldado a su consuegra delante del estanco. Porque la estanquera empezó a gritar que aquellas dos eran rojas, y que estaban celebrando la toma de Teruel. Y así pasó lo que pasó, y sin remedio.

Dormir tendría que ser cerrar los ojos. Cerrar los ojos y quedarse dormida, así habría de ser, qué carajo. Quedarse dormida sin tanto buscar una postura para que no duelan las caderas. Qué duro está esto. Y cómo ha de estar un petate de crin de caballo apelmazado de tanto uso, recontra. Y los ojos como platos.

Pensará en la Reme.

Si fuera verdad que el frío da sueño, pero entonces también lo sería que el hambre lo quita.

Pensará en la Reme, en su voz de cáscara de huevo, cuando se rompe para echarlo al plato y hacer una buena tortilla de patatas, con muchas patatas y con muchos huevos. Y en aceite de oliva crudo. Tiene que ser con aceite de oliva crudo. Se le está llenando la boca de saliva. No. La voz de la Reme no es de huevo cascado. Qué ha de ser. Ya tiene que estar amaneciendo. La voz de la Reme es la de un gallo negro en una noche negra. Eso sí. Por contra, la Elvirita apunta maneras. Es mejor no contar las horas, no contar los días. No hará ni una sola muesca en la pared. Ni una sola. No hay noche que no tenga fin. Si hubiera habido más gente de la catadura de Líster, otro gallo nos hubiera cantado. Miles de Líster, ojalá hubiera habido muchos miles, que hubieran aplastado al fascismo en unos meses. Líster sí que tuvo lo que había de tener, y los méritos bien ganados, que antes que en Teruel ya lo había demostrado en Brunete, siempre el primerito en darse en la pelea, o en lo que hiciera falta. Pero tuvo mala suerte, y a veces hay que correr. Como la Reme.

Aunque cualquiera hubiese corrido para esconderse. Cualquiera, menos ella, que escapó para su casa. Porque la Reme es pura inocencia y creyó que la cosa se quedaría en los gritos de la estanquera y de las vecinas, que la vieron salir corriendo y corrieron chillando detrás de ella. Y cuando quiso llegar a su calle, sin aire para respirar, y se paró un momento a apurar la pizca de resuello que le quedaba dentro, entonces vio desde la esquina que «los iguales» y los falangistas ya la estaban esperando en el umbral, y que habían sacado para afuera a su marido y a sus hijas, las tres que le quedaban solteras.

Y menos mal que la nueva quiere hacerse la buena y le ha dejado traerse los paños higiénicos. Se creerá que le quedan bonitas todas esas horquillas, esa ristra que se pone sólo para presumir de que ella tiene muchas y las demás se tienen que apañar con cachos de alambre. Buena no es. Qué coño va a ser ésa buena. Tampoco las monjas son buenas, y eso que tienen la obligación de ser buenas. Pero no lo son, más parecen guardias civiles rancios. Le ha dejado traérselos porque no ha sabido decirle que no. No sabe. Pero ya aprenderá, la muy lagarta. Ya aprenderá, como las otras. La Veneno no le hubiera dejado llevárselos, claro que no. Ni La Zapatones tampoco, que es irás mala que la quina, o igual. No se han secado del todo y aquí, con esta humedad, no se secarán. Vaya mandanga.

Y en esto, que aparece el más chico, que ha escuchado el griterío desde la plaza y se agarra a las faldas de la madre. Es de suponer que la Reme no estaría para canciones con azúcar, pero ella dice que le dio la mano al hijo y que cantó por dentro.

Más vale que se cambie ahora, que si no, se le van a manchar las enaguas. Le quedan dos paños y con suerte, día y medio de sangres. Le llegan. Sí. Si calcula bien y los apura, le llegarán.

Señor, señor. A esa criaturita que le nació tarde y mal la mandó un falangista a comprar aceite de ricino. El padre le dio las perras. De su mismísimo bolsillo pagó la humillación de la Reme. Dale al niño para un litro que tu mujer se va a echar un traguito. Así lo cuenta la Reme. Un litro entero dice que le metieron a embudo delante de sus hijas. Y se ríe. Se ríe siempre al contarlo la muy inocente.

Y Tomasa se lleva otra vez el nudillo del índice a las pestañas.

Carajo con esta humedad, que hasta en los ojos. La Reme se ríe porque el mancebo del boticario la quería bien. Y preparó un litro de cualquier otra cosa en la rebotica cuando el niño tontito le pidió ricino, que iban a purgar a su madre. Trago amargo. Amargo. Aunque a la Reme no le diera ni un retortijón. Y después, la pelaron al rape. Le dejaron un mechón en medio de la cabeza y allí le ataron una cinta con los colores de la bandera republicana. Y le pintaron U HP en la frente. Para eso ha quedado la Unión de Hermanos Proletarios, para humillar a las mujeres en la frente. Reme dice que tenía el pelo tan largo como la Hortensia, y así de negro. Ahora lo tiene de color ceniza, del susto dice que le creció así. Cómo se le ocurriría cantar, con lo taimada que es. Cantó, una canción con azúcar que paró en seco la mano de la novata. Las demás cantaron también. La voz de la Reme es del color de su pelo, el de la ceniza cuando está limpia, en el momento mismo de empezar a usarla para rascar el culo de un puchero y quitarle el hollín. Hay que ver cómo canta la Elvirita, lástima de criatura.

Sí, la voz de la Reme suena a ceniza.

15

La mujer que iba a morir escribe en su cuaderno azul. Escribe que han ingresado doce mujeres de las juventudes Socialistas Unificadas y que a ella la van a meter en ese expediente, y que las van a juzgar muy pronto, a las trece. Trece, como las menores que fusilaron el cinco de agosto de mil novecientos treinta y nueve, como Las Trece Rosas. Escribe que a Tomasa le han «dado cubo» para quince días. Reme le está haciendo la trenza. Escribe en su diario que a la extremeña le han debido de pasar cosas muy malas, porque nunca quiere hablar de por qué la trajeron aquí. Dicen que estuvo dos años en Olivenza, con la pena de muerte. Escribe que Tomasa siempre pregunta por el mar. A todo el mundo le pregunta lo mismo.

—¿Has visto el mar?

—¿Cómo es el mar?

Escribe que Elvira se ha puesto buena y que la galería entera está castigada, la chivata también. Escribe que las han castigado a todas con el peor de los castigos. Escribe y escribe mientras Reme la peina.

Todas piensan en Tomasa. Ninguna habla de Tomasa.

El tiempo será más corto para Tomasa si no mencionan a Tomasa.

—¡No te muevas!

Ha ordenado Reme, e inclina la cabeza de Hortensia y levanta su cabello para mirarle la nuca.

—Plagaíta.

Hortensia comienza a rascarse. Y Elvira también.

—Mírame a mí.

A Reme le basta con retirar apenas el cabello de la sien pelirroja.

—Plagaíta también, voy a liar la peina ahora mismo. Bien apretada, que así, ni una liendre se escapa, ni una.

Y después de liarla como sólo ella sabe hacerlo, bien apretada, pasa la peina una y otra vez por la cabeza de Hortensia. Una y otra vez. Mechón a mechón, pasa la peina mientras vuelve a decir que así de largo tenía ella el pelo, y así de negro.

—Asín de largo y de negro tenía yo el pelo.

Elvira y Hortensia la escuchan de nuevo, simulando que nunca la han oído lamentarse. Y les vuelve a contar que la raparon cuando encontraron la bandera a medio bordar sobre la camilla del comedor.

Y les cuenta que estuvo casi dos años en la cárcel de su pueblo, y que ya le había crecido bastante el pelo cuando volvieron a raparla antes de trasladarla a Murcia, donde la juzgó un tribunal militar.

—Me echaron doce años. Doce años.

Y les dice de nuevo que asistió a aquel juicio sin poder creerlo y sin poder cantar por dentro.

Doce años.

Ayuda a la rebelión militar.

—Yo creía que los rebeldes eran ellos. Yo no entendía nada.

Ella sólo sentía una vergüenza muy honda al pasarse la mano por la cabeza rapada.

Siempre se toca la nuca al recordarlo. Ya me llega el pelo al cuello.

Y siempre se estremece.

—El que se pela se estrena.

Bromea Reme. Bromea, para poder seguir hablando. Porque ahora hablará de sus hijas, y a Reme le consuela contar lo que se dispone a contar. Y Elvira y Hortensia lo saben, y escuchan con atención para que Reme tenga su consuelo.

—Ven, sangre mía, ahora te toca a ti.

Cuando Reme se acuerda de sus hijas, la llama, a Elvira, sangre mía.

—Ven, sangre mía, pon la cabeza en mis rodillas.

La llama sangre mía y le coloca la cabeza sobre sus rodillas. Y cuenta que a sus hijas no les pasó nada. A su consuegra, sí. A su consuegra la metieron tres meses en el depósito de cadáveres con ella, porque la cárcel del pueblo estaba llena.

—Cuando nos dijeron que nos llevaban al depósito, mi consuegra preguntó que si nos iban a hacer la autopsia en vivo.

Le dieron aceite de ricino de verdad, y la raparon. La pobre. Sólo porque creyeron que estaba celebrando la toma de Teruel.

—Y por más que se metió los dedos para vomitar, y por más que vomitó, que arrojó hasta el forro de las entrañas, no tardó en irse por las patas abajo.

Pero a sus hijas no les pasó nada gracias a Dios, ni a su hijo tampoco. Gracias a Dios y gracias a uno de los falangistas que entraron a registrar la casa.

—Era falangista, y buena persona, y no consintió que raparan a mis hijas, ni que les dieran a beber guarrerías.

No lo consintió. Pero no pudo evitar que las obligaran a fregar el suelo de la parroquia. Pero eso Reme no lo cuenta, porque prefiere no contarlo.

Durante el tiempo en que Reme estuvo encarcelada en su pueblo, sus hijas atravesaron la plaza a diario cargadas con sus propios cubos y sus propias bayetas ante la mirada acusatoria de las vecinas que se paraban a contemplarlas y alzaban la voz:

—Ni el más tonto se tragaría que no supieran lo que su madre estaba cosiendo.

—Esas escarmientan, te lo digo yo.

Y ellas miraban al suelo y apresuraban el paso hacia la iglesia.

Reme prefiere olvidar que sus hijas reprimían el llanto cuando le llevaban la comida al depósito de cadáveres, y que a veces no conseguían retener las lágrimas.

—No te muevas, sangre mía.

Y hurga en la melena roja de Elvira, y le acaricia la cabeza, y la aprieta con disimulo contra su vientre.

A sus hijas no les pasó nada. Nada. Y a su hijo tampoco.

—Mientras que a mi pobre Benjamín sí que lo humillaron bien. Un día y otro. Pero él es fuerte. Pobre Benjamín.

Benjamín es fuerte. A él le hicieron barrer las calles del pueblo por haberle permitido semejante oprobio a su mujer. Le hicieron barrer un día y otro hasta que acabó la guerra. Barrer y barrer hasta que trasladaron a Reme a Murcia, donde la condenaron a doce años de prisión. Barrer y barrer hasta que supo que su mujer cumpliría la condena en el penal de Ventas y él decidió abandonar el pueblo y alquilar un pequeño piso en Madrid, para estar cerca de Reme. Pobre Benjamín.

16

Están castigadas. Todas las presas de la galería número dos se quedarán sin comunicar hasta el próximo mes. Así se lo dicen a Tomasa, que las han castigado con la peor de las penas. Y le cuentan que Mercedes les impuso el castigo casi haciendo pucheros. Así se lo dicen, cuando Tomasa regresa con dolor en los huesos y la falda manchada de sangre.

—Quítate las faldas, que les voy a dar un agua.

—Ya se la doy yo.

—Qué se la vas a dar tú que vienes baldada.

Reme permanece de pie frente a Tomasa con la mano extendida.

—Anda, quítatela, que van a cortar el agua.

Con disimulo, Tomasa aprovecha el movimiento de sacarse la falda por los pies, se agacha un poco más de lo necesario y desliza bajo el petate los paños higiénicos que lleva escondidos en la toca de lana. Después, le entrega la falda a Reme.

—Ten, y gracias.

—Aquí somos todas hembras, Tomasa.

—¿Y qué?

—No es menester que los escondas.

—Que esconda qué.

—Ésos.

—¿No te dan asco a ti si no son tuyos? Ya te he dado la falda y te he dado las gracias. Y ya lavaré yo lo que tenga que lavar yo.

—Bueno, hija, menudo talante gastas. Siempre estás igual. Dame por lo menos las enaguas.

—No tengo otras.

La mujer que no sabía que iba a morir tercia como siempre entre las dos:

—¿Ya estáis otra vez partiendo los cacharros?

—Ésta, que pretende dejarme en cuero vivo.

—Si es que tiene manchadas las enaguas...

—Es verdad, Tomasa, tienes una mancha grandísima.

—Bueno, ya me la taparé con la toca, no pretenderéis que vaya en bragas a la reunión, ¿no?

—No vengas hoy a la reunión, descansa y mañana tendrás la ropa seca.

—¿Cómo que no vaya? Hay que hacer el pliego para pedir que nos dejen hacer labor.

—Ya está hecho, y entregado.

—¿Y la escuela?

—En marcha.

Le cuentan que las que saben leer y escribir están enseñando a las que no saben, y que en el taller de costura están haciendo un buen trabajo.

—Sacamos prendas para la guerrilla.

—¡Carajo! ¿Cómo lo hacéis?

La presencia de Elvira interrumpe la conversación. Acaba de incorporarse al grupo. Lleva un vestido en las manos, y unas enaguas. Se los ofrece a Tomasa en silencio. Los ha sacado de su maleta, la maleta de piel que conserva las huellas de muchos viajes. Entrega las prendas que habían sido de su madre como quien realiza una ofrenda, con la emoción de quien se desprende de su valor más preciado. Tomasa no sabe qué decir. Hortensia y Reme no saben qué hacer. Las tres observan a Elvira. Y ella sonríe. Sonríe. Y mantiene con firmeza sus brazos estirados y la mirada fija en el vestido.

La última vez que vio hermosa a su madre fue con ese vestido. Estaban las dos en Alicante, en el puerto, esperando un barco que nunca llegó. Paulino las había llevado hasta allí. Paulino y un camarada suyo que tenía las manos muy grandes las llevaron una noche desde Valencia, y se marcharon convencidos de que las dejaban en lugar seguro. Doña Martina tejía unos guantes de lana para entretener la espera y Elvira la miraba embelesada porque hacía mucho tiempo que no la veía tan guapa. Se había engalanado para el viaje con su mejor vestido recién planchado, un abrigo de terciopelo negro y un sombrero de media luna a juego, un casquete pequeño, casi diminuto, que le cubría escasamente la mitad delantera de la cabeza y resaltaba el color de sus ojos, el color del mar. Elvira no había vuelto a acordarse de aquel sombrero; ella se lo había probado muchas veces, cuando jugaba a ser mayor frente al espejo del ropero subida en los zapatos más altos de su madre. No sabe Elvira cuántos días pasaron en el muelle, sentadas las dos sobre la maleta. No sabe cuántas noches. El vestido de su madre olía a lavanda cuando se recostaba en su regazo para dormir. Su aroma la acompañó durante sus sueños y la envolvió la mañana en la que comenzaron a oírse los gritos. Hasta entonces, la espera había sido tranquila. Los millares de personas que se congregaron en el puerto aguardaban esperanzados los buques para su evacuación y, a pesar de la incomodidad por la falta de espacio y de las dificultades para conseguir comida, los ánimos no decaían. Los mensajes del cónsul francés, emitidos a través de un altavoz desde una tribuna improvisada, tranquilizaban la espera y mantenían la moral, asegurando la intervención de la Sociedad de Naciones, cuyos planes de evacuación controlada estaban en marcha.

—Elvirita, mira, te he acabado los guantes. Toma, pruébatelos.

La niña tragó con avidez un trozo de chocolate que su madre acababa de cambiar por su sombrero. Se limpió una con otra las manos. Y cogió los guantes. Fue entonces, en el momento en que Elvira se probaba los guantes, cuando la voz del cónsul sonó distinta a otras veces y muchos comenzaron a gritar. El Caudillo rechazaba la mediación de potencias extranjeras. El Caudillo ofrecía magnanimidad y perdón a todo aquel que no tuviera manchadas las manos de sangre. Entonces comenzaron los gritos. Entonces muchos hombres se acercaron al agua y lanzaron sus armas al fondo de la dársena. Entonces comenzaron los suicidios. Un miliciano se ahorcó colgándose de un poste de la luz, otro se ató una piedra al cuello y se arrojó al agua, y un hombre de edad avanzada se disparó en la boca a sólo dos pasos de Elvira. Su madre la protegió del horror en su regazo. Y ella hundió la cabeza en el aroma a lavanda de su vestido.


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