Текст книги "La voz dormida"
Автор книги: Dulce Chacón
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Классическая проза
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—Ya pasará, hija, ya pasará.
Repite, doña Celia, que ya pasará. Y le coge las manos.
—¿Qué escondes ahí?
Es un pequeño trozo de tela cortado a tijera.
—¿Quieres guardarlo, hija?
—Sí, para siempre.
—Bueno está, pero no hace falta que lo tengas en la mano.
Doña Celia abre el cuaderno que Hortensia tituló «Para Tensi».
—Lo puedes guardar aquí.
Y al abrirlo, una carta cae al suelo. «Querida hermana, queridísima mía:»
—!Es para mí! ¡Hortensia me ha escrito también a mí!
Sí, en la capilla de Ventas, en su última noche, Hortensia escribió la carta que vencerá el pudor de Pepita. En ella le ruega que cuide de Tensi y le pide que le lea su cuaderno en voz alta, para que su hija sepa que siempre estará con ella. Le pide también que lea el cuaderno de Felipe, «así la niña irá conociendo a su padre», y que le entregue sus pendientes cuando sea mayor. Y le da instrucciones para terminar el faldón, que a ella no le ha dado tiempo de hacerlo, «.., al punto de cruz le faltan dos filas, para que esté bien fruncidito».
La carta es larga. Dos hojas escritas por ambas caras que Pepita leerá con avidez. Dos cuartillas que serán su tristeza y su consuelo.
—De usted también se ha acordado, señora Celia. Me dice que no me aparte de su vera, que su cariño de usted no lo voy a encontrar yo. Y que es usted la mar de buena, señora Celia, la mar de buena.
—¿Eso dice?
—Así mismito. Y va cargada de razón.
Pepita se ha levantado de la silla. Le enseña la carta a su patrona señalando con el dedo:
—Mire este renglón, aquí: «La mar de buena».
Doña Celia lee las palabras que Pepita ha repetido en voz alta y les resta importancia:
—Se hace lo que se puede.
—Y lo que no se puede también lo hace usted, y no me lo quiera negar, que nunca le agradeceré bastante todo lo que yo le debo. Que cuando me despidió el señorito usted me acogió como a una hija y me consiguió los ajuares que mejor se pagan de todo Pontejos. Y si no es por usted, yo me habría largado ya a Córdoba sin perro que me guarde. Y usted lo sabe y lo sé yo. Y lo sabe el que hay en lo alto, si es que en lo alto hay alguien.
Pepita recoge la carta y los cuadernos y se marcha murmurando a su habitación:
—Que si arriba hubiera alguien, no le saldría por el alma consentir que aquí abajo pase lo que está pasando.
Continúa hablando para sí mientras saca una lata de galletas que esconde bajo la cama.
—¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo puedes consentir que se lleven a la juventud a golpe de redoble? ¿Cómo es posible? Que a los mejores te estás llevando a golpe de Santo Paredón.
Guarda en su interior los diarios, la sentencia, la bolsa de labor de su hermana y sus pendientes, y vuelve a colocar la caja de lata bajo la cama.
Más tarde, cuando la niña se despierte, leerá para ella. Ahora va a terminar el faldón que comenzó a hacerle su madre.
Se sentará Pepita en la cocina. Y coserá, como todas las tardes. Acabará el faldón y Tensi podrá estrenarlo el domingo de Ramos.
—Que quien no estrena nada se queda sin manos.
Y seguirá cosiendo ajuares de novia para la tienda de Pontejos que mejor los paga. Le gusta coser, le gusta más que ir a recoger carbonilla a la estación, y más que servir en casa de extraños. Don Fernando le hizo un favor al pedirle que no volviera a su casa. No le dio explicaciones, pero ella sabe que prefiere verla desde lejos. Lo sabe. Don Fernando tiene miedo. Tiene miedo y se le ve en la cara. Del derecho y del revés se le ve. Ella sabe que don Fernando no quiere verla de cerca para que a él no le vea el miedo que le asoma cuando la tiene enfrente. Porque se le ve, clarito se le ve, hasta cuando se cruzan en la calle y él levanta el sombrero. La mira sin querer verla y sigue para alante sin pararse. La mira poco, para que el miedo no se le enrede en los ojos con el pestañeo. Y cuanto más pestañea, más se le enreda. Buenos días, Buenas tardes, eso es lo único que le sale en la voz. Y ella contesta Buenos días, Buenas tardes, señorito, aunque ya no sea su señorito y no sepa que le ha hecho un favor dejando de serlo. Ahora se gana la vida sin tener que asistir en casa de nadie, sólo cosiendo. Y con las migas que recoge en su bolsita de terciopelo, que eso también lo hace con gusto. Y pasea todas las tardes de domingo por el parque del Retiro, con la niña y con la señora Celia. A ella casi le da lástima don Fernando, cuando lo ve irse deprisa creyendo que puede huir del miedo. Y no puede, porque lo lleva puesto en la mitad de los ojos. Casi le da lástima, sí, casi, porque lástima, lo que es lástima, no le da, que ya tiene de sobra con aguantar las propias penas, que este amargamiento de vida va de mal en peor. A ella sólo le cabe un pesar, sólo uno más, que ya carga bastantes. Y es que Jaime no ha vuelto a escribir, y pasan los meses.
Sí, pasan los meses. Y seguirán pasando. Y Pepita seguirá ayudando a doña Celia en la limpieza de la pensión por las mañanas y coserá por las tardes, atenta al timbre, por si suena la puerta, por si viene el cartero, por si llega otra carta de Francia.
Siempre esperando y temiendo que suene el timbre de la calle, y contando los meses que pasan sin que el cartero pronuncie su nombre.
2
Quizá el tiempo se mida en palabras. En las palabras que se dicen. Y en las que no se dicen. Pepita lee una y otra vez los diarios de Hortensia. Una y otra vez. Un día y otro. Y un mes. Y otro mes. Pepita cuenta las páginas de los cuadernos azules y las veces que las ha leído para Tensi, mientras Tensi crece.
Y cuenta los días y los meses que pasan sin noticias de Francia, idénticos unos a otros en el silencio. Sí, el tiempo es también la duración del silencio.
Es necesario aprender a vivir en la espera. Es necesario aprender a respirar cuando llama el cartero a la puerta y se teme y se desea una carta de Francia. Es preciso distinguir entre el alivio y la tristeza cuando un suspiro se escapa al ver marchar al cartero. Y las manos vacías. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que Jaime Alcántara le escribiera una carta desde Francia? Una sola carta. ¿Y por qué no ha vuelto a escribirle? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que ella regresó de los sótanos de Gobernación? Es preciso distinguir un miedo de otro. Paulino no ha muerto. Jaime Alcántara ha de escribir para decirle a Pepita que Paulino no ha muerto. Es preciso saber que es más fuerte el deseo de recibir una carta que el miedo a presentarse con ella en Gobernación. Y es necesario aprender a vivir en silencio. Jaime Alcántara no ha vuelto a escribir.
Pepita retira un resto de papilla que cuelga de la comisura de la boca de Tensi. Recorre sus labios con la cuchara y vuelve a metérsela en la boca abriendo y cerrando la suya en sintonía con los gestos de la niña.
—Ésta, por mamá.
Gira la cabeza. Mira hacia la puerta de la cocina con ansiedad. Apresta el oído. Detiene la cuchara vacía en el aire. Y espera.
Espera, porque ha sonado el timbre de la calle. Espera, y escucha decir a su patrona:
—Buenas tardes.
Y otra voz que responde maquinalmente:
—Buenas tardes.
Es la voz del cartero. Pepita se levanta de un salto y se sitúa frente a la puerta con la niña en los brazos. Ha soltado la cuchara y se aferra a su sobrina.
Doña Celia entra en la cocina con un sobre en la mano.
—Era para mí. Es de Gerardo.
Pepita deja escapar un suspiro y mira a doña Celia. Mira la carta. Doña Celia muestra una carta de su marido que lleva en la mano. Y ve la inquietud que asoma a los ojos azulísimos.
—No vuelva a mentarme la paciencia, por lo que más quiera usted, no vuelva a mentármela, que de mañana no pasa que me acerque a Ventas.
—Hija, ¿no has tenido ya bastante?
—Para dar y tomar bastante y de sobra he tenido, pero esa muchacha puede darme norte de él, de modo y manera que mañana mismito voy a buscarla.
—Es peligroso, Pepita, los nuestros están cayendo y ella puede estar vigilada.
—¡Los nuestros, los nuestros! ¿Y yo de quién soy?
—No te pongas así.
—¿De quién soy, si se puede saber?
—Pero ¿por qué te pones así? Tú nunca has querido afiliarte.
—Ni he querido ni quiero ni voy a querer, sólo me faltaba a mí eso, ni arrastrada me afilio.
—¿Entonces?
—Entonces le digo que, como yo no soy de nadie, puedo hacer lo que me dé la real gana. Y mañana mismito me voy a Ventas, que esa muchacha me dio un día una carta de él y a lo mejor tiene otra. Y yo aquí, esperando meses y meses porque el dichoso Partido le viene diciendo a usted que me tengo que estar quietecita y que tenga paciencia. Pues ya se me ha acabado la paciencia. Y mire lo que le digo, señora Celia, no crea usted todo lo que le dice el Partido, que si fuera verdad que los aliados van a entrar pronto para echar a Franco, no estarían todos tan escondidos.
No era la primera vez que discutían. Pepita no podía entender la disciplina de partido. Le costaba comprender que doña Celia aceptara las decisiones que otros tomaban por ella. Le costaba admitir que no se cuestionara jamás las órdenes que recibía y que tomara como propias las consignas que le llegaban no se sabía de dónde, al igual que Hortensia, al igual que su padre y, posiblemente también, al igual que la hija de su patrona, Almudena, y al igual que Carmina, la mujer que tendía la ropa en el balcón. Todos muertos.
—¿Sabe por qué están escondidos? ¿Lo sabe usted? Pues si usted no lo sabe, yo se lo voy a decir. Porque la guerra se ha acabado, por mucho empeño que pongan ustedes, y aquí nadie tiene ganas de más guerra. Estamos más muertos que vivos. Estamos todos muertos. Y solos. Estamos solos. Se acabó. Y punto final. Nadie va a venir a rescatarnos. Nadie. Y ustedes se empeñan en decir «los nuestros», «los nuestros», como si fueran un mundo aparte. ¿Y los demás? Yo no quiero que me diga usted «los nuestros» nunca más. Yo no quiero que esos que se figuran que aprietan la verdad en el puño levantado me digan lo que tengo que hacer, que ésos no mandan en mi persona y lo que digan y lo que dejen de decir no me deja a mí ni fría ni caliente, que yo no ando al dictado de nadie. Yo soy de «los demás». Y los demás estamos cansados. Muy cansados. Muy cansados y muy hartos. ¿Se está enterando?
Doña Celia no contestó. Sabía que Pepita necesitaba expresar su desaliento, y que no tardaría en descargar en llanto su impaciencia. De manera que se acercó a la joven, con el hombro dispuesto a recibir sus lágrimas.
—No vuelva a hablarme de «los nuestros», que yo no quiero saber nada de ellos, señora Celia. No vuelva a mentármelos, que yo sólo quiero a uno y no sé si está vivo o está muerto. Eso es lo único que yo quiero saber, y la muchacha que lo tuvo en su casa me lo va a decir. Me lo va a decir, porque yo voy a ir mañana a preguntárselo. Y me lo va a decir.
Entonces comenzó a llorar. Doña Celia la conocía bien, le abrió los brazos cuando la vio acercarse buscando su hombro.
—Mañana mismo voy. Mañana mismito.
—Es muy posible que ella no sepa nada.
Pepita se abraza a doña Celia y susurra entre sollozos sin que su patrona alcance a oírla:
—Su abuelo sabrá.
3
Con la niña en brazos, Pepita recorre la cola buscando a Amalia. Mira con ansiedad a la concurrencia que, al ser el día de la Merced, es más numerosa que de costumbre. Pero la hija de Sole no ha llegado aún a la prisión de Ventas. No está entre los adultos que forman la fila intentando controlar a los niños que corretean a su alrededor. Voces de Estate quieto se mezclan con risas infantiles mientras Pepita camina más despacio de lo que desea debido al peso de la niña; y entre las risas, descubre al hijo pequeño de Reme. El niño que nació tarde y mal ha soltado la mano de su padre y corre hacia Pepita. Ha venido toda la familia. También el nieto que vive en León. Saludos y besos, y Pepita muestra orgullosa a Tensi durante la emoción del reencuentro. Alegría de Benjamín al tomar a la niña en sus brazos, y al decir que hoy es la patrona de los cautivos, pobre Benjamín. Y alegría de Pepita al escuchar que Reme podrá abrazar a su nieto que vive en León.
Tras despedirse de la familia de Reme, intercambiando sus direcciones, con la promesa de que volverán a verse, Pepita continúa su camino buscando a Amalia. Al llegar a los primeros puestos de la fila, una voz la detiene:
—Señorita Pepita.
Don Javier Tolosa le extiende la mano.
—¿Qué hace por aquí? Cuánto tiempo sin verla, ¿cómo está usted?
—Bien, gracias.
La joven sujeta el velo negro que escapa de su cabeza, y el anciano señala su luto. Y lamenta:
—Me enteré de lo de su hermana. Habría querido enviarle mi más sentido pésame en una nota pero no sabía su dirección. Aunque tarde, le expreso mis condolencias. Sabe usted que la aprecio, y la acompaño en el sentimiento de verdad.
—Y yo se lo agradezco.
El aspecto demacrado del abuelo de Elvira inquieta a Pepita:
—¿Se encuentra bien?
El peso de la niña obliga a la joven a cambiarla de brazo mientras don Javier responde con una pregunta:
—¿Quién es esta preciosidad?
—Es mi sobrina. Mira, Tensi, dale un besito a este señor tan simpático.
Pepita se agachó y acercó la carita de la niña a la cara del anciano. Pero la niña no sabía besar y puso la mejilla para recibir un beso.
—¿Está usted malo, señor Javier?
—Tengo un poco de gripe, nada grave, pues.
—Tiene muy mala cara.
—Hombre enfermo, hombre eterno, no se alarme. Se diría que ha visto a un fantasma.
—A un fantasma quisiera yo ver.
Pepita no se atreve a preguntarle abiertamente por su nieto. Don Javier Tolosa también desea preguntar por él, pero no lo hace. Ambos indagan en los ojos del otro esperando una respuesta sin formular ninguna pregunta. Ambos buscan una mirada cómplice que ahuyente el miedo a preguntar. Y el miedo a saber.
Al cabo de unos minutos de sostener sus miradas, Pepita se decidió a hablar. Miró a un lado y a otro. Tomó al anciano por el brazo y pidió a los que le seguían en la cola que le guardaran el sitio.
—Le guardan un momento el sitio, si hacen el favor. Y lo alejó unos metros de la fila.
Por un momento, don Javier respiró hondo. Levantó el ánimo y pensó que Pepita se disponía a liberar su angustia. Quizá su nieto no esté muerto. Por un momento, sólo por un momento, pensará que Pepita le trae buenas noticias. Pero ella se acercará a su oído y preguntará en voz baja.
Y las palabras que escuchará el anciano no serán las que hubiera querido escuchar:
—¿Sabe usted algo de su nieto?
Don Javier bajará los hombros y hundirá la cabeza. La decepción le llevará a guardar silencio hasta que ella repita la pregunta:
—¿Sabe algo de su nieto?
Con la vista clavada en el suelo, contestará:
—La última vez que lo vi fue cuando usted le acompañó a llevarme a casa. Me dijo que no podría ponerse en contacto conmigo en mucho tiempo, y que tuviera paciencia.
—¿Y desde entonces no sabe nada de él?
Don Javier alzará la mirada y bajará la voz:
—Me dijo que estaba en peligro, y que se iba muy lejos. Y me rogó que no hiciera preguntas.
Que no hiciera preguntas, le rogó. Y don Javier prometió que no preguntaría. Y no preguntó jamás. Aunque los latidos de su corazón se aceleraran cuando veía a Pepita, nunca le preguntó por él, nunca, aunque comprendió que se amaban al ver cómo se miraban uno al otro cuando lo acompañaron a casa. Nunca le preguntó, porque era mejor no hacer preguntas, aunque sospechara que Pepita sabía, al menos, dónde estaba. Pero ahora va a romper la promesa que le hizo a su nieto. Porque ha pasado mucho tiempo y quizá su nieto esté muerto. Va a preguntar, aunque sea mejor no hacer preguntas:
—Usted sabe algo de él, ¿no es cierto?
Con un gesto tristísimo, Pepita niega en silencio.
El anciano busca la mirada de Pepita y descubre en su huida una media verdad.
—Usted sabe algo más que yo, estoy seguro.
—¿Por qué dice eso, señor Javier?
—Porque no quiere mirarme a los ojos.
—Yo no sé nada. Y aunque supiera algo, no saldría de mis adentros el decírselo. No quiera usted perderse, señor Javier, que el que busca perderse, se pierde.
—Poco será lo que se pierda, señorita, porque si he perdido a mi nieto, si es así, cuando pierda a mi nieta, lo habré perdido todo.
Y bajó aún más la voz para añadir que Elvira iba a ser juzgada. No quiso pronunciar la palabra muerte. Tragó saliva, dijo que a su nieta le pedían la última pena, sacó un pañuelo del bolsillo y enjugó sus lágrimas:
—Acabará frente a un piquete. Como su hermana, señorita Pepita, como su hermana.
Pepita se abrazó a la niña, y comenzó a llorar. Tensi le tiró del velo y la siguió en el llanto, con su pequeña mano buscó la boca de su tía, sus dedos resbalaron en sus labios.
La fila empezaba a moverse.
—Vamos, señor Javier, no vaya a ser que le quiten el sitio.
Los familiares de las presas que se encontraban en los primeros lugares de la fila entraban ya en la prisión. Pepita tomó al anciano del brazo. Don Javier sollozaba repitiendo una y otra vez que su nieta sólo tenía dieciséis años.
—Entre, y que su nieta no le vea llorar. Yo le esperaré aquí.
Pepita controló sus lágrimas y siguió buscando a Amalia. Caminó en sentido contrario a la fila y al llegar al final, cuando ya desesperaba de encontrarla, una mujer la saludó inclinando la cabeza. Llevaba gafas oscuras y se ayudaba de un bastón para caminar. Parecía una anciana. Pero no era una anciana. Se inclinaba a ambos lados apoyándose en el bastón torpemente, como si acabara de aprender a andar. Pepita dirigió sus pasos hacia ella y, sólo al tenerla cerca, reconoció a la muchacha que andaba buscando.
Sí, es Amalia, la hija de Sole, la joven de Peñaranda de Bracamonte que colabora en el Socorro Rojo. Pepita observa sus gafas de ciega:
—¿Qué te ha pasado en los ojos?
—He hecho una visita a Gobernación.
Al tiempo que contesta que ha hecho una visita a Gobernación, Amalia se levanta las gafas y muestra la oquedad de su ojo izquierdo.
Vacío.
Pepita siente vértigo, y tapa la cara de la niña.
—No le tapes la cara, deja que vea lo guapa que es. Pero ¿por qué lloras? Anda, anda, bonita, no llores que te pones muy fea.
Mientras Pepita muestra a su sobrina, le seca las lágrimas con el velo y se acerca al oído de Amalia:
—¿Sabes algo de El Chaqueta Negra?
—Yo no conozco a nadie con ese nombre. Y tú tampoco, ¿me entiendes?
Ante la falta de respuesta de Pepita, Amalia vuelve a preguntar:
—¿Me entiendes?
—Si no conoces al que no conoces, dime por lo menos si sabes algo del que va con él.
—Qué niña más bonita.
—Dímelo, por la niña, que le han muerto a la madre. Y a su padre, vete a saber si también se lo han muerto.
—Su padre vive.
—¿Y el otro?
—También, deja ya de preguntar, no seas insensata y vuelve a casa, no es conveniente que te vean conmigo.
Antes de que Pepita pueda preguntar algo más, una mujer se acerca a Amalia. Acaba de salir de comunicar, y sonríe señalando un paquete que lleva en la mano:
—Lo tengo.
La hija de Sole le devuelve la sonrisa y replica en voz baja sin mirarla:
—Bien. Muy bien. Sigue andando, no te pares.
La mujer que lleva el paquete en la mano mira a derecha y a izquierda y continúa su camino.
También Pepita mira a derecha y a izquierda antes de abordar de nuevo a Amalia:
—Dime cómo puedo dar con ellos, que a uno le tengo que decir que es viudo y que tiene una niña. Y al otro, que piden la última para su hermana.
—Lo saben todo. Anda, vete.
—¿Lo saben? ¿Y cómo lo saben? ¿Se lo has dicho tú? Entonces es que han vuelto. ¿Has sido tú la que se lo ha dicho?
—Escucha, ellos saben lo que tienen que saber, y quien se lo diga o no se lo diga no es cosa tuya. Y ahora vete a casa, y ten paciencia.
—Los has visto, ¿verdad? Han vuelto.
Amalia frunció el ceño. Volvió a levantarse las gafas. Mostró de nuevo la cuenca vacía de su ojo izquierdo, y recriminó a Pepita:
—Yo no le he dicho a nadie a quién he visto ni a quién no he visto. A nadie se lo he dicho y a nadie se lo voy a decir. Vete a casa.
A nadie se lo ha dicho, y a ella tampoco se lo va a decir. Pero ya le ha dicho bastante. Pepita se irá a casa. Se despedirá de Amalia. Se alejará de ella sonriendo. Y se dirigirá hacia la puerta para esperar allí al abuelo de Elvira. Su nieto vive, le dirá.
Vive.
4
Las madres que tenían visita de sus hijos aguardaban impacientes en el patio mirando hacia la puerta. También las abuelas, como Reme, observaban la entrada con ansiedad. Algunas se preguntaban si reconocerían a los niños, otras estaban seguras de que no sería así. Junto a Reme, una madre se apretaba las manos con tanta fuerza que acabó por clavarse las uñas. La cancela acababa de abrirse. Dos niñas vestidas de luto fueron las primeras en entrar. La mayor no superaba los seis años, y le daba la mano a la pequeña.
—¿Son ésas?
—No lo sé, hace cuatro años que no las veo. No sé, no sé.
Era la mujer que se clavaba las uñas la que dudaba. Había sido detenida junto a su marido al comenzar la guerra, una semana después de dar a luz a su segunda hija. Las niñas se quedaron con la abuela paterna. Ella fue trasladada de una cárcel a otra y acababan de traerla desde Saturrarán. Fue allí, en un convento habilitado para penal situado en el límite de Guipúzcoa con Vizcaya, donde recibió la única carta de su suegra; le contaba que su hijo había muerto y le enviaba un retrato de las niñas. He podido ahorrar unas pesetillas, le escribió, para hacer un retrato de tus hijas y que puedas verlas. Pero no llegó a verlas. Rompieron la fotografía ante sus ojos por haberse negado a rezar el rosario, y después, rasgaron la carta despacio. Al ingresar en Ventas, se enteró de que hacía más de dos años que habían fusilado a su marido.
—Están de luto, tienen que ser mis pequeñas.
Las niñas caminaban asustadas hacia el centro del patio apretándose la mano una a la otra. La madre se acercó a ellas. Se agachó. Las miró de arriba abajo y les preguntó sus nombres. Al escucharlos, respiró profundamente.
—Soy vuestra madre.
Y abrió los brazos, esperándolas. Pero las niñas no se soltaron las manos. No hicieron ademán de acercarse al abrazo ofrecido.
—Soy yo, mamaíta.
No esperó más, apretó a sus hijas contra sí cuando éstas empezaron a llorar. El llanto desconsolado de la madre se oirá poco después en la galería número dos derecha.
—Mis pequeñas no me conocen, se han asustado de mí. Las he asustado.
Sus compañeras buscarán palabras de consuelo que no la consolarán:
—No, mujer, es que son muy chicas y la prisión impone.
Reme no quiere escuchar sus lamentos, se sienta en la silla de anea que le regaló Benjamín y saborea los pesos de su nieto, los abrazos de su hijo pequeño y sus risas atronadoras, su escándalo al correr hacia ella tirando de la mano del niño que nació en León, que apenas podía seguirle en la carrera. Saborea los besos que le dieron, y los besos que ella dio, con la mirada perdida, como Elvira, la niña pelirroja que no va a morir. Elvira se pierde en la mirada azulísima de su abuelo, en sus ojos de mar que le recuerdan a los ojos de su madre y le traen siempre la calma. Aunque, hoy, cree que le ha visto llorar. Sí, le ha visto llorar, le ha visto intentar secar el mar con un pañuelo.
—Ya está bien de embeleso, hay que trabajar.
Es Tomasa, que da unas palmadas y se acerca a Sole rompiendo su ensimismamiento. Y Sole parpadea sentada en su petate enrollado contra la pared del pasillo, intentando grabarse en lo más hondo los minutos que ha durado la visita de su hija. Uno a uno. Diez minutos.
—¡A trabajar se ha dicho! Venga, Sole, a ver qué tenemos.
Amalia llevaba gafas de ciego. Y no se las quitó. Veía. Sole ha sabido que veía porque respondió a sus gestos, pero al alzar las manos descubrió su bastón. También llevaba un bastón.
—¡Sole!, ¿me estás oyendo?
Sole abandona a su hija en el locutorio por el estrépito de las palmas y los gritos de Tomasa.
—¿Cómo no te voy a oír con las voces que pegas?
—Pues no se nota, carajo, mira a ver lo que ha mandado tu hija de una puñetera vez.
No es fácil encontrar los mensajes que llegan del exterior. Los paquetes son revisados minuciosamente por una funcionaria que requisa cualquier objeto que levante sospechas antes de entregarlos a las presas. Y hace tiempo que La Zapatones descubrió las latas de doble fondo y ya no pueden usarse.
—Como este paquete lo haya mutilado La Zapatones, vamos listas.
Sole revisa cada uno de los objetos que su hija le envía. En esta ocasión, es importante que no se destruya ni una sola palabra. Es importante, porque están preparando una fuga.
Sí, la fuga de Sole. Es preciso impedir que se descubra su cargo. A raíz de la detención de su hija, el Partido considera arriesgado que continúe en manos del enemigo.
—Cuidado con los pimientos.
Tomasa advierte a Sole, porque hace un mes que Sole mordió un pimiento y se llevó en la mordida la mitad de un Mundo Obrero escrito en papel biblia. Nadie se explicó cómo fueron capaces de copiarlo en una letra tan diminuta, y todas admiraron su tamaño: quizá un poco más pequeño que una cajetilla de tabaco.
Pero esta vez los pimientos vienen vacíos.
Será en el interior de una tartera, bajo los suculentos granos de arroz de una ración de paella, donde Sole encuentre un papel embutido en una tripa de chorizo.
—¡Aquí está!
Sole desenrolla el escrito y lee en voz alta: «Confirmado el día convenido, la invitada está de acuerdo.
"Arriba el telón" sigue en marcha y sin cambios.
¡Suerte, chiquetas!
La lectura en voz alta del mensaje por parte de Sole producirá un sobresalto en Elvira. Chiqueta. Sólo hay una persona a la que ella haya oído decir chiqueta. No dirá a nadie que en aquella palabra ha creído reconocer a su hermano. No lo dirá, pero Elvira estará atenta al más mínimo detalle de la operación. No lo dirá, porque Tomasa es muy estricta, y también Sole, y es posible que piensen que, si ella sospecha que su hermano ha enviado la nota, se pondrá nerviosa y fallará en su cometido. Pero Elvira no se pondrá nerviosa, no. Ella estará atenta. Y cuando doña Antoñita Colomé, la invitada, finja un desmayo, interrumpirá la representación de La Tempranicay bajará del escenario con todas las demás. El resto, será confusión. Será confusión, para que dos camaradas disfrazados con los uniformes que Reme ha confeccionado en el taller de costura reclamen a Sole. No dirá que sospecha que uno de ellos es su hermano. No lo dirá, pero va a estar al tanto. Y aprovechará la confusión para acercarse a la puerta.
5
El día de Todos los Santos, ante los ojos asombrados de la reclusión, Antoñita Colomé actuó en el penal de Ventas. Elvira la miraba orgullosa sin poder evitar mover los labios al compás de la canción que ofrecía la artista desde el escenario.
Apoya en el quicio de la mancebía
miraba encenderse las luces de mayo...
Nadie creyó a la niña pelirroja cuando aseguró que doña Antoñita había accedido a amadrinar la representación de La Tempranica. Nadie confió en que respondiera a la carta que Elvira le envió, previa autorización de La Veneno, donde le pedía en nombre de todas las presas, y con todo el cariño y la admiración que sentía por ella, que fuera la madrina de honor de una zarzuela y cantara una canción.
Los aplausos llenaron el patio de un estruendo inédito hasta entonces en el penal. Vivas, Bravos y Guapa se alzaban en gritos hasta el escenario cuando Elvira le entregó un ramo de flores a la madrina de honor al finalizar su actuación. La Veneno sonreía arrogante desde la primera fila de asientos, puesta en pie, como todos los demás. Ella también se sentía orgullosa. Ella era la anfitriona de la invitada más importante que había tenido jamás. Aplaudía con entusiasmo mirando de reojo la silla vacía que se encontraba a su derecha. Allí se sentaría doña Antoñita, junto a ella, para asistir a la representación de La Tempranica. La miró besar a Elvira al recibir el ramo y bajar del escenario de su brazo. Al llegar a la silla vacía que la esperaba, la artista acarició el cabello rojo de la niña, la besó en la mejilla, y le sonrió. Después besó el escapulario delantero del hábito de La Veneno y tomó asiento. Todas envidiaron a Elvira, también La Veneno, porque a ella le había besado el escapulario, pero no le había sonreído. Sin apenas mirarla, tomó el escapulario que le había ofrecido, lo acercó a los labios sin rozarlo, se sentó a su derecha y miró al frente.
El penal se había convertido en un gigantesco anfiteatro. El patio no era suficiente para albergar a toda la población reclusa, de manera que permitieron a las internas que no cabían que se asomaran a las ventanas, palcos improvisados sobre una platea repleta de presas y de funcionarias que no quisieron perderse la ocasión de admirar a la Colomé. En los últimos asientos, junto a la cancela, se encontraba don Fernando, que había pedido permiso para asistir con su mujer, doña Amparo. Ambos se habrían sentado junto a La Zapatones en la primera fila, si doña Amparo no hubiera declinado la invitación alegando que prefería estar cerca de la puerta por temor a las aglomeraciones. En realidad, doña Amparo temía a las reclusas. El aspecto de aquellas mujeres famélicas la sobrecogió nada más verlas y prefirió no mezclarse con ellas.
—¡Arriba el telón!
Gritó Tomasa desde bambalinas. Y las demás actrices que componían el reparto contestaron:
—¡Arriba!
Dio comienzo la primera escena. Tomasa representó a la perfección el papel que le hubiera correspondido a Hortensia, La Moronda. Elvira no dejó de mirar a Antoñita Colomé desde el escenario mientras representaba a María. Y en la escena segunda, Reme gritó más que nunca al cantar La tarántulaen el personaje de Gabriel:
No se mata con piedra ni palo.
Maldita la araña que a mí me picó.
La señal convenida. La tarántula.Cuando el plantel de actrices al completo, en contra del libreto de Julián Romea, invadiera el escenario y todas las voces se sumaran a la de Gabriel para cantar La tarántula, doña Antoñita fingiría un desmayo.
El plantel de actrices se sumó a Reme. Cantaron a coro La tarántula.
La señal.
Fingió la artista.
Se desmayó.
Las actrices continuaron cantando La tarántula. Alzaron la voz hasta desgarrar las gargantas. La canción sobrepasó las tapias y llegó al exterior de la prisión. Al otro lado del patio, esperaban la señal dos hombres uniformados.
Maldita la araña que a mí me picó.
El resto, fue confusión.
Dos falangistas exhibieron en la puerta una orden de traslado a nombre de Soledad Pimentel, natural de Peñaranda de Bracamonte, mientras la representación era interrumpida por las actrices y todas ellas bajaban del escenario para acercarse a su madrina de honor. La Veneno abanicaba a la recién desmayada. La Zapatones pedía a gritos que avisaran al médico. Tomasa vociferó que había visto una rata. Las presas que ocupaban el patio gritaron a su vez y comenzaron a correr de un lado a otro. Las que estaban asomadas a las ventanas quisieron bajar. Y bajaron. El médico tardó en llegar hasta la primera fila. La mujer del médico se quedó atrás. La chivata intentaba tranquilizarla. Sole se apostó en la puerta que daba a la galería de salida. Reme y Tomasa se apostaron a su lado. Elvira corrió hacia ellas. La portera corrió hacia el patio. La siguieron los centinelas armados que vigilaban el exterior del penal y los dos falangistas que llevaban una orden de traslado en la mano. Elvira los vio llegar. Escudriñó el rostro de los dos falangistas. Sole se separó de Reme y de Tomasa y dio un paso al frente: