355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Dulce Chacón » La voz dormida » Текст книги (страница 7)
La voz dormida
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:32

Текст книги "La voz dormida"


Автор книги: Dulce Chacón



сообщить о нарушении

Текущая страница: 7 (всего у книги 16 страниц)

Sonrieron los dos. Los dos desearon abrazarse. Ella se colgó de su brazo y comenzó a caminar deprisa.

—¿Adónde me llevas?

—Adonde van los novios de Madrid.

Lo condujo a la estación de Delicias, y cuando llegó el primer tren y descendieron los primeros viajeros, le abrazó.

Y se entregó a su suerte en aquel abrazo.

Algas.

Sus besos fueron algas enredadas en agua de mar. Algas en dos mares que se encuentran.

Algas.

Sí.

4

—¿Seis mil seiscientas?

—Seis mil seiscientas.

—Están locos.

—Si fuéramos socialistas no nos cobrarían ni una perra chica.

—¿Eso te han dicho?

—Eso mismo, lo primero que me ha preguntado esa rubia es si somos socialistas.

Mientras Felipe y Amalia esperaban a Paulino en la cocina, la militante socialista a la que se refería Felipe aguardaba en la sala de estar. Era rubia, sí. De nariz aguileña y barbilla prominente, vasca, de San Sebastián. La salmantina que milita en Solidaridad Obrera la había llevado a su casa para preparar la fuga de Paulino y Felipe. Pero Paulino no había regresado aún de acompañar a su abuelo, y Felipe obligó a la rubia a sentarse en la sala hasta que regresara. Y la rubia se sentó, después de mantener una breve conversación con Felipe, en la que intentó convencerle de que huir a través de Portugal era imposible. Los que cruzaban la frontera portuguesa eran devueltos de inmediato por los guardinhasde Salazar. Lo más sensato era pasarlos por Irún, así lo estaban haciendo con otros compañeros, y así se lo propuso sin darle otra opción.

—Tú decides, pero nosotros no sacamos a nadie por Portugal.

—Yo no decido solo, hay que esperar a que llegue mi camarada.

—No puedo esperar, habíamos quedado a las ocho y son las ocho.

—No sé a qué viene tanta prisa.

—Oye, los vuestros están cayendo cual pichones, supongo que eso sí lo sabes.

—¿Y qué si lo sé?

—Que sois peligrosos, compañero.

—Esperarás. La espera entra en el precio.

La firmeza de Felipe hizo sonreír a la rubia, que contestó con la misma firmeza:

—Hasta las ocho y cuarto. Espero hasta y cuarto, ni un minuto más.

—Bueno está. Siéntate, ahora vuelvo.

Felipe abandonó la sala, cerró de un portazo al salir, y ya en la cocina, le preguntó a Amalia si la rubia era de fiar.

—Han sacado a muchos, ¿por qué?

—¡Pues no que va y me dice que los nuestros están cayendo cual pichones!

—No me extraña que lo diga. En Madrid estamos cayendo cual pichones, o como chinches, como más te guste.

—Lo que no me gusta es que me lo digan. Y menos, ellos.

—Es de fiar.

—Será de fiar pero es socialista, y antipática como ella sola. No se puede ser más siesa, chiquilla, lleva la malasombra puesta al derecho en la cara.

—Es de fiar.

Entonces fue cuando Felipe le contó a Amalia que les cobrarían seis mil seiscientas pesetas por sacarlos de España. Entonces fue cuando ella dijo que estaban locos y él le explicó que tenían que pagar porque no eran socialistas.

—¿Tenéis ese dinero?

—Sacamos quince mil en la última acción, en la fábrica de harina.

—Pues entonces, ¿a qué esperas para decirle que sí?

—A El Chaqueta Negra, él es quien decide.

—¿Y tú?

—Yo, lo que él diga está bien dicho.

En ese mismo instante, entró Paulino en la cocina tocándose los labios. Felipe se acercó a él:

—Seis mil seiscientas pesetas.

—¿Qué?

—Los socialistas nos cobran seis mil seiscientas pesetas por pasarnos a Francia.

Paulino abandonó en sus labios los besos de Pepita y se metió las manos en los bolsillos para escuchar a Felipe.

—Seis mil seiscientas, porque no somos socialistas, los muy cabrones.

—¿A cada uno?

—Por los dos.

Y le cuenta que la rubia asegura que puede conseguir filiaciones auténticas.

—De Belchite, como el pueblo entero está destrozado y los papeles del ayuntamiento y de la parroquia se quemaron, a los de Belchite les dan documentos de verdad, que tienen que hacer listas nuevas porque todo ha desaparecido. Nosotros ahora seremos de Belchite, camarada.

—¿Y pueden conseguir salvoconductos?

—Para seis meses.

—¡Para seis meses!

Se extrañó Paulino, porque el máximo periodo de tiempo que cubrían los salvoconductos solía ser de tan sólo un mes.

—¿Cuándo pueden sacarnos?

—Esta misma noche nos pueden empaquetar para San Sebastián en tren; y mañana, en barco para San Juan de Luz.

—Un momento, habíamos dicho por Portugal.

—Imposible, agarran a cualquiera que lo intente.

Después de que Felipe pusiera al corriente de los planes de fuga a Paulino, ambos se dirigieron a la sala donde aguardaba la militante socialista rubia y le comunicaron que aceptaban sus condiciones.

—A las diez vendrán a buscaros, darán tres golpes en la puerta. Habréis de estar preparados a las diez en punto. Y esta vez no se esperará a nadie. Un compañero os traerá los documentos y os llevará a la estación. Cuando lleguéis a San Sebastián, cogéis el tranvía número siete, el de Pasajes. Os bajáis en la última parada y esperáis allí, en la tapia que hay enfrente. Llevaréis una maleta pequeña cada uno, y el sombrero en la mano. Se acercará alguien a vosotros, se quitará el sombrero y os dirá Madrid. Vosotros le contestáis Madrid. ¿Entendido?

—Perfectamente.

—No podéis llevar armas, ¿tenéis armas?

—Sí.

—Las dejáis aquí, pues. Si os cogen con ellas en el tren estáis perdidos.

Acordaron que el pago de las seis mil seiscientas pesetas lo harían en San Juan de Luz. Y la rubia se despidió diciendo que volverían a verse.

Felipe desconfiaba aún. Le expuso sus temores a Paulino:

—No me fío de esa flamencota. Ni de uno de los pelos de esa rubiales me fío yo. Yo me llevo el naranjero como me llamo Felipe, y mi astra me la llevo también.

—Llevamos casi dos años escondidos, Cordobés.

La respuesta de Paulino sorprendió a Felipe.

—Y eso qué tiene que ver.

Llevaban casi dos años en Cerro Umbría, sí. Llevaban demasiado tiempo huidos. Pero El Chaqueta Negra nunca se había lamentado por ello. El tono de su voz le delató, Paulino no pensaba en las armas al contestar a Felipe:

—Voy a escribir una carta.

Paulino pensaba en la carta que le había entregado a Pepita en la estación de Delicias. Y volvió a tocarse los labios. Deseaba escribirle otra carta. Pensaba en la carta que iba a escribirle. Sacó papel y lápiz. Escribirá. El tiempo que llevo escondido en el cerro no me duele. Me duele el tiempo que podría ser nuestro. Me duele esta noche. Y me dolerá mañana. Me dolerá cada minuto, hasta que vuelva a verte, chiqueta. Tengo que irme. Y escribirá que desea casarse con ella el mismo día que vuelva. Volveré, escribirá.

Volverá, Paulino.

Pero no podrá casarse con Pepita el día de su vuelta.

5

Dos cartas. Pepita tiene en su mano dos cartas de Paulino. La primera se la entregó él mismo, después de besarla en la estación de Delicias. Pepita la leyó muchas veces, durante muchos días, y muchas noches. La segunda se la metió Amalia en el bolsillo del abrigo, en la puerta de la prisión, y también la ha leído muchas veces, muchos días y muchas noches. Siempre sonríe cuando las lee, y siempre llora al guardarlas. Ella no sabe que Paulino también sonreía al escribir la segunda carta. Ella no sabe que Paulino controló las lágrimas al meterla en el sobre. No sabe que después sacó un pañuelo doblado del bolsillo y doblado se lo pasó por la nariz a espaldas de Felipe antes de entregarle el sobre a Amalia:

—Cuando vayas a ver a tu madre, dale esta carta a Pepita. Procura que nadie te vea dársela. Hazme este último favor.

—Descuida, nadie me verá.

Al tiempo que Paulino guardaba su pañuelo, Felipe se acercó a él.

—¿Lleva Pepita el mismo interés en ti que tú en ella?

—El mismo.

—Estáis buenos, chiquillo. ¡Válgame el momento para amoríos nuevos!

Se llevó la mano a la cabeza, se rascó. Después le pidió también un favor a Amalia:

—¿Puedes llevar este cuaderno? Es para Tensi, le gusta mucho escribir, y me figuro que ya lo anda necesitando.

Un cuaderno azul. Felipe había comprado otro cuaderno azul, para Hortensia.

—Claro.

—Pero no se lo des a Pepita. Se lo puedes pasar a tu madre, si me haces el favor, y que tu madre se lo dé a Tensi, así le evitamos un susto a Pepita, que a esa chiquilla le da susto de todo.

Eran las diez. Y sonaron tres golpes en la puerta.

—Abre tú, Amalia.

Abrió Amalia.

Sin que le invitaran a entrar, un sacerdote soltó un Ave María Purísima y se coló aprisa en el vestíbulo. Llevaba las cédulas de identificación para Felipe y Paulino. Y salvoconductos válidos para seis meses. Insistió en que debían repetir sus nombres en voz alta.

—Los papeles no servirán de nada si antes os preguntan vuestros nombres y titubeáis un solo instante. Sin pensarlo, hay que decirlo sin pensar. ¿Cómo te llamas?

—Mateo Bejarano.

—¿Y tú?

—Jaime Alcántara.

Un leve movimiento de cabeza, una mínima indicación del sacerdote, fue suficiente para que volvieran a contestar:

—Mateo Bejarano. Jaime Alcántara.

—Bien, grabaos en la memoria a conciencia vuestros nombres. Hay compañeros que han caído sólo por eso.

Amalia se despidió de ellos con un abrazo y deseándoles suerte.

—Suerte, Mateo. Suerte, Jaime.

Felipe salió de casa de Amalia llamándose Mateo.

Paulino hizo suyo el nombre de Jaime. Y le gustó. Durante el trayecto hacia la estación, Mateo se quejó de que no le hubieran permitido llevarse las armas:

—Ir desarmado es lo mismo que ir indefenso.

Lo repitió en la estación, cuando el sacerdote se despidió de ellos. Volvió a repetirlo en Medina del Campo, cuando su tren se detuvo y tuvieron que esperar al que llegaba de Salamanca, que traía demora. Lo repitió en San Sebastián, al tomar el tranvía número siete y al apearse en la última parada. Y lo repitió muchas veces durante las tres horas que estuvieron esperando con el sombrero en la mano.

—Ir indefenso, mismamente.

Tres horas.

Y nadie llegaba a decirles Madrid.

De pie, apoyados contra la tapia, sin perder de vista la parada del tranvía, Mateo Bejarano y Jaime Alcántara fumaron un cigarro tras otro. Apagaron las colillas con el tacón del zapato. Dejaron las maletas en el suelo. Las cogieron. Volvieron a dejarlas. Y se sintieron extraños en sus nuevos nombres, perdidos en sus trajes grises, en su sombrero en la mano, en Pasajes. El que antes se llamaba Paulino le dio la razón a su compañero aplastando otra colilla contra el suelo:

—Teníamos que haber traído las armas.

—Eso ya te lo dije yo.

El Cordobés apagó también su cigarro, miró hacia la parada del tranvía. Dio unos pasos por la acera. Regresó junto a su compañero y repicó su sombrero contra su pierna a ritmo de taranto:

—¿Qué hacemos si no aparecen?

Ahora es Jaime el que se golpea la pierna con el sombrero.

—Esperaremos un poco más.

—Al pulso que lleva esto, me da a mí que, aparecer, no van a aparecer.

—Si no aparecen, cruzaremos la frontera como sea.

La inquietud de los dos hombres desarmados se centró en un tercero que bajaba del tranvía. Cruzó la calle. Se acercaba. Les miró. Miró después a un lado y a otro. Se colocó junto a ellos, observó sus maletas, se quitó el sombrero y dijo Madrid.

¡Madrid!, contestaron Mateo y Jaime liberando la angustia retenida, entonando a dúo la palabra Madrid como si cantaran un himno. Madrid, volvieron a decir, soltando el aire que les quedaba en los pulmones. Y esta vez pronunciaron Madrid como si se les escapara un suspiro.

—Síganme.

Mateo se puso el sombrero, cogió su pequeña maleta del suelo y se la entregó al hombre que les había hecho esperar tres horas:

—Aguarde usted una mijita, y sujéteme esto que voy a echar una meada.

—Dese prisa, nos están esperando.

Al cabo de un instante, el hombre que había tardado tres horas en llegar tenía la maleta de Jaime en la otra mano.

—Sujétemela, yo también tengo ganas.

Los dos compañeros le dieron la espalda al hombre que llevaba una maleta en cada mano. Se alejaron de él unos pasos calándose el sombrero, y vaciaron su necesidad contra la tapia.

Un gesto. No era más que una protesta. Un gesto que los dos reconocieron pequeño e inútil. Hablaron de ello en el pequeño barco de motor que los llevaba a Francia, cuando la tarde perdía su última luz y oscurecía el mar. Acodados en la barandilla de estribor, observaron cómo se alejaba la costa española, mientras escuchaban al hombre que había sostenido sus maletas. Era la primera vez que les hablaba, y fueron las únicas palabras que les dirigió durante la travesía:

—Ya estamos en aguas francesas.

A la derecha, Jaime y Mateo observaron la silueta de una montaña.

—Chiquillo, lo último que hemos hecho en España ha sido mear.

—Contra una tapia.

6

Cuando Pepita recibió una carta remitida por Jaime Alcántara, temió que un desconocido le enviara malas noticias. Venía de Toulouse. Pero al comenzar a leerla, reconoció de inmediato la letra de Paulino, y dedujo que el nombre era también una forma de esconderse.

—¿De quién es, que se te ha puesto esa cara, niña?

Doña Celia preguntaba desde el final del pasillo, con una taza de desayuno en la mano.

—Es de Francia.

La alegría de Pepita despejó la curiosidad de su patrona. Doña Celia se apoyó en el quicio de la puerta, se acercó el borde de la taza a los labios y sopló repetidas veces sin dejar de mirar a la joven. Pepita continuó leyendo. Sonrió. Jaime descubría a Paulino al mencionar en la carta la estación de Delicias y la iglesia de San judas Tadeo. Se descubría, sólo para ella, después de inventar que era maquinista de tren, que le pesaban los cinco años que llevaba viajando en Francia, que el último viaje había sido muy largo y se sentía cansado, pero se encontraba bien. Jaime inventaba su vida, para que Paulino pudiera escribirle una carta a Pepita. Y ella imaginó que aquella historia era una sucesión de mentiras que escondían una sola verdad: la amaba. Y volvió a sonreír. Lo que no podía imaginar Pepita era que el cartero, inmediatamente después de entregarle su carta, acudiría a Gobernación para informar de que acababa de llevar correspondencia del extranjero a la pensión Atocha. Tampoco Jaime podía saberlo. El escribió la carta para tranquilizar a Pepita. Inventó la historia del maquinista para protegerla, para que su suerte no comenzara a ser negra si la carta caía en otras manos que no fueran las suyas. El mismo día de su llegada a Toulouse la escribió, para que Pepita supiera que ya había terminado su viaje. Y que había llegado bien.

La rubia socialista de la que no se fiaba Mateo cuando se llamaba Felipe les había recibido en San Juan de Luz. La misma rubia. Jaime y Mateo se sorprendieron al verla, no esperaban encontrarla allí. Los dos sonrieron y le estrecharon la mano. Ella no sonrió ni una sola vez, les presentó a un miembro del Partido Comunista que estaba con ella y les preguntó si habían tenido una buena travesía. Después dijo que debía marcharse.

—Aquí acaba nuestro cometido, vuestro camarada os llevará a Bayona.

Cobró el importe de los servicios prestados y se despidió diciendo que no volverían a verse.

En Bayona, el Comité de Euskadi les facilitó avales para la policía francesa que les permitieron llegar sin problemas hasta Toulouse. Una vez allí, se instalaron los dos en la misma habitación de un pequeño hotel y el camarada que les había acompañado durante el trayecto insistió en que debían dormir unas horas, entretanto él buscaría un médico que curara la herida de Mateo, por la noche los conduciría ante el Comité Central.

—¿Cómo siguen las cosas por allí?

—¿Desde cuándo faltas?

—Desde lo de Casado. Me vine con Dolores desde Monóvar.

—Entonces sabrás que fue un desastre, los casadistas entregaron los ficheros y los nuestros cayeron unos detrás de otros. A muchos ni tuvieron que buscarlos, porque la Junta de Casado los había metido ya en la cárcel.

—¿Y la guerrilla?

—Ahí andamos.

—Por aquí se dice que la lucha guerrillera la han organizado los socialistas.

La aversión que sentía Mateo por los socialistas le hizo gritar:

—Eso es mentira, la verdadera guerrilla, bien organizada, ha sido del PC; y la mayoría de lo que yo he conocido han sido comunistas.

—Ya, si os lo digo para que no os coja de sorpresa que quieran apuntarse el tanto.

—Pues que se apunten el tanto que se puedan apuntar y se dejen de hostias.

—Voy a buscar al médico. Vosotros, descansad un rato.

A pesar de la fatiga, Jaime no pudo dormir. Lo intentó, pero no pudo. Y resolvió aprovechar el tiempo de descanso para escribir la carta que Pepita está terminando de leer. Se la envió esa misma tarde. Era viernes. Dejó durmiendo a Mateo y bajó a la calle a buscar un sello y un buzón para enviar la carta a Pepita sin sospechar que, al hacerlo, la enviaba a ella a Gobernación. Sin sospechar que poco después de que Pepita la haya leído embelesada, dos hombres llegarán a la puerta de la pensión Atocha mientras ella aprieta la carta contra su pecho. Dos miembros de la Policía Especial del Ministerio de Gobernación harán sonar el timbre, y la patrona lo oirá desde el final del pasillo, cuando se lleve una taza de desayuno a los labios mientras observa con ternura el embeleso de Pepita. Cuando la joven de ojos azulísimos haya terminado la lectura, y apriete la carta contra su pecho, el timbre de la pensión Atocha sonará de forma insistente al tiempo que alguien golpea la puerta.

—¡Ya va! ¡Ya va!

Doña Celia se alarmará al escuchar el estruendo:

—Abre, niña, que me van a tirar la puerta abajo.

Pepita abrirá la puerta.

Dos hombres.

Dirán Buenos días y mostrarán sus placas. Uno preguntará por ella:

—Josefa Rodríguez García?

—Yo misma.

Otro anunciará:

—Policía Especial.

Y querrá saber si ha recibido una carta de Francia. Pepita aún aprieta el sobre contra su pecho, y lo esconde a su espalda.

—Enséñenos esa carta.

No es miedo lo que siente Pepita. No es desesperación. En un instante, asume que su suerte está echada, la suerte negra que le anunció el que se llamaba Paulino. Mira a doña Celia, deja caer los brazos, y muestra la carta.

—Acompáñenos.

 —¡Esperen!

Es doña Celia la que grita Esperen. Ha tirado la taza del desayuno al suelo. Y corre hacia los hombres que se llevan a Pepita tomándola cada uno por un brazo.

—Dejen que vaya a ponerse un abrigo.

Los ojos azulísimos dirigen de nuevo su mirada hacia doña Celia. Los hombres que se la llevan no detienen su marcha.

—Esperen, ¿no ven que va a cuerpo? No puede salir así a la calle, con el frío que hace.

Doña Celia sí siente miedo. Siente desesperación. Y se aferra a la idea de proteger a Pepita. Protegerla, aunque sólo sea del frío. Corre a la habitación de la joven. Busca su abrigo en el armario. Baja las escaleras deprisa. Alcanza a Pepita en la calle. Le abriga la espalda y le acaricia la cabeza.

—Gracias.

Gracias, le dice Pepita, girando el rostro hacia ella.

—Gracias, señora Celia.

Vuelve a mirar hacia adelante, aprieta la carta contra su pecho y siente en los hombros el peso del abrigo de su padre. Camina con paso firme. Camina sabiendo que Paulino está a salvo llamándose Jaime. Y que seguirá estando en Francia, a salvo, aunque ella no resista ni una sola patada.

Doña Celia la ve alejarse entre los hombres que se la llevan. Piensa que esa muchacha es muy frágil, y que ella debe hacer algo. Piensa. Y decide. Irá a pedir ayuda al doctor Ortega. Recurrirá a él. Don Fernando sabrá qué hacer. Y doña Celia se dirige hacia la casa del médico. Comienza a correr. Corre. Corre, y recuerda a su hija Almudena. Sin poder evitarlo, corre pensando en su hija, acordándose de la última vez que la vio. Iba caminando con paso firme, entre dos hombres.

7

La detención de Pepita resultará decisiva para don Fernando, que lleva una semana escogiendo las palabras que le dirá a su padre cuando le comunique que rechaza su oferta de trabajar como médico en la prisión de Ventas. Una semana le dio de plazo su padre para pensarlo.

—Mira, Fernando, tú eres médico, no un contable de tres al cuarto.

Una semana, que acaba de terminar. Pero después de la visita de doña Celia, ya no sirven las palabras que había elegido. Aceptará el cargo. Le dará a su padre esa satisfacción, pero exigirá a cambio que utilice su puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación para liberar a Pepita.

Acudirá a ver a su padre sin perder un instante. Saldrá a la calle abrigado con su capa española, y su mujer, doña Amparo, lo verá cruzar desde la esquina de la calle Relatores con la de Magdalena, donde espera a que él salga de casa. Siempre acecha en la misma esquina cuando vuelve de la iglesia, sujetándose el velo de encaje con una mano y apretando el misal que lleva en la otra. Vigila, hasta que lo ve salir, y entonces abandona su escondite, sube la calle Relatores y entra en casa. Su marido lo sabe. Supo que se escondía de él una mañana que la vio agazaparse. El acto de ocultarse la delató. Aquella mañana don Fernando tenía una cita con su padre en su consulta privada, en la plaza de Tirso de Molina, de modo que dio una vuelta a la manzana para no descubrir a su esposa. Pero hoy tiene prisa. Hoy Pepita está en Gobernación y él tomará el camino más corto para ir a pedir ayuda a su padre. Caminará a paso ligero hacia la esquina donde espera doña Amparo. Pasará junto a ella sin detenerse. Un leve saludo. Una inclinación de cabeza, a la que doña Amparo responderá del mismo modo. Y seguirá su marcha hacia la plaza. Llegará a la consulta de su padre decidido a exigirle que intervenga para que Pepita salga de Gobernación; para que su padre saque de allí a la joven que estuvo al borde de un síncope cuando le llevó un mensaje de El Chaqueta Negra. Debe sacarla de allí, antes de que sea tarde para ella, y tarde para él. Pepita hablará, lo contará todo. Todo. Y él estará perdido. Ahora debe escoger con mayor razón las palabras que le dirá a su padre. Debe decidir, y apenas hay tiempo para hacerlo, Pepita estará ya en la sala de interrogatorios. El ha de escoger las palabras que le dirá a su padre, para no delatarse a sí mismo. Hablará, don Fernando, midiendo lo que calla. Y dirá lo justo para que su argumento sea poderoso, para que su interés en liberar a su sirvienta no levante sospechas. Ha de correr el riesgo necesario, sólo y nada más que el necesario, y ha de ser rápido. Sin perder un segundo. En apenas un segundo se puede pronunciar un nombre. Ha de convencer a su padre esa misma mañana, en ese mismo instante, para que la fragilidad de Pepita no suponga su propia destrucción.

—¿Recuerdas a Pepita, la muchacha de casa?

—Claro, la que sirvió la mesa en Navidad. Muy guapa.

Don Fernando no tomó asiento. No se quitó la capa española. Tan sólo se descubrió la cabeza y dejó su sombrero sobre la mesa del despacho de su padre.

Acaban de llevársela a Gobernación. Si la sacas de allí ahora mismo, acepto el puesto en la cárcel de Ventas.

—Es guapa, muy guapa, sí. ¿Qué ha hecho?

—Nada. Ha recibido una carta de Francia, y se la han llevado sólo por eso.

—Entonces, la soltarán, no te preocupes.

—Sácala de allí. Si la sacas ahora mismo, acepto el puesto.

—Me decepcionas, Fernando. Deberías aceptar ese puesto por ti mismo, o por Amparo.

Las manos de don Fernando se aferraron a la mesa de despacho. Su padre sintió su nerviosismo. La congestión de su rostro le alarmó.

—Siéntate, muchacho, y quítate la capa o te va a dar algo.

—Es urgente, papá.

—Siéntate, y charlemos con calma.

—No be venido a charlar. He venido a aceptar el puesto y a pedirte un favor.

—¿Lo sabe Amparo?

—Amparo no tiene nada que ver.

—Ya me lo figuro. Pero si yo saco a esa chica de Gobernación, la sacas tú de tu casa. Le debes un respeto a tu mujer.

—Pero...

—No hay peros, la sacas hoy mismo y mañana empiezas en Ventas.

Don Fernando cogió su sombrero de la mesa.

—De acuerdo, vámonos ya.

—No es necesario que tú vayas, yo me ocuparé de todo cuando acabe la consulta.

—Quiero sacarla yo mismo de allí.

—Entiendo.

—Estamos a un paso de la Puerta del Sol, si nos vamos ahora, es posible que lleguemos a tiempo.

—¿A tiempo de qué?

—Papá.

En el tono de su voz, don Fernando quiso expresar lo evidente. Dijo Papá, por no decir Lo sabes perfectamente. Y el padre lo entendió.

—Vamos.

Vamos, dijo el médico que conocía el tratamiento que recibían los detenidos, y el estado en el que salían de Gobernación.

8

—Esta mujer está muerta.

—Eso me parece a mí.

La mujer está muerta, en efecto. Dos policías la arrastran por el suelo tirando de ella por las manos. La mujer está muerta, y Pepita mira su rostro, y reconoce en él a Carmina, la vendedora del puesto número veintiséis del mercado de la Cebada. La enlace de El Chaqueta Negra. La que colgaba la ropa del balcón está muerta. Dos hombres se la llevan ante los ojos espantados de Pepita, mientras otros dos la empujan a ella hacia la habitación que Carmina acaba de abandonar a rastras. Uno de los hombres que tira del cadáver no deja de mirar a Pepita.

—Bonitos los ojos que me tienes, ricura.

Los otros ríen la oportunidad para un piropo. La meten a empujones, del mismo modo que le han hecho subir las escaleras hasta el segundo piso. Y a empujones le ordenan que se siente. Ella sabe que va a desmayarse. Lo sabe, porque se le ha llenado la cabeza de espuma. Los dos hombres la dejan sentada en una silla en medio de la habitación que tiene un crucifijo colgado en la pared, y se alejan. Se asoman al pasillo y sin cerrar la puerta, uno de ellos pregunta a gritos:

—¿Se os ha muerto ésa?

Desde su silla, Pepita escucha que alguien responde.

El que arrastra a Carmina por su mano derecha es quien contesta:

—Ya lo creo.

Las palabras llegan nítidas a los oídos de Pepita, y las voces de los hombres se mezclan con la espuma.

—¿Y ésa es la que era tan dura?

—Ya lo ves.

Llegan nítidas, pero sus ojos han perdido ya de vista el crucifijo que cuelga de la pared.

—¿Cantó?

Ahora es el que lleva el cadáver de Carmina tirando de su mano izquierda el que responde, deteniéndose en mitad del pasillo, sin soltar la mano de Carmina:

—Más le hubiera valido.

—¿A qué hora acabas el turno?

El crucifijo ha desaparecido, también las palabras comienzan a desaparecer. Pepita resbala de la silla.

—A las doce, ¿y tú?

—Yo también. Espérame, que acabo con ésta v nos vamos juntos.

—Buena prenda, ¿es para ti solito?

—Y para éste.

Pepita ya ha dejado de oír por completo. Tiene los ojos cerrados. Y yace inconsciente en el suelo.

—¡Joder!

—¿Qué pasa?

—Que la prenda se ha caído. Si es que a las mujeres no se las puede dejar solas, tú.

—Tráele agua.

Un cubo de agua fría la hace despertar.

Y Pepita recupera la conciencia, y el espanto.

9

En la pensión Atocha, doña Celia recorre el pasillo de un extremo al otro apretando su pañuelo entre las manos. Camina sin poder detenerse desde que regresó de casa de don Fernando hace algo más de una hora. Pasea retorciendo el pañuelo, repite el recorrido una y otra vez mirando las agujas del reloj de pared. Se acerca el pañuelo a los ojos enrojecidos, y secos. Hace tiempo que ha dejado de llorar. Le arden los ojos, continúa frotándoselos cuando alcanza el final del pasillo. Sigue caminando y vuelve a enjugarse los ojos cuando llega al otro extremo. Mira las agujas del reloj. Desanda lo andado retorciendo el pañuelo. Ya no puede llorar. Desearía que las lágrimas refrescasen sus párpados.

Llorará de nuevo, doña Celia. Las lágrimas consolarán sus ojos al abrazar a Pepita. Y no tardará en hacerlo. También llorará Pepita cuando se entregue a los brazos de doña Celia. Llorará, mientras le cuenta que la sangre que mancha su vestido no es suya. Se manchó al sentarse en una silla, y se manchó más al caer al suelo de una habitación donde hay un crucifijo en la pared. Llorará al decirle que Carmina está muerta.

—Les he oído decir que no cantó.

Y jurará que ella tampoco ha delatado a nadie, que perdió el sentido. Jurará entre gemidos que no le hicieron ni una sola pregunta. Repetirá que perdió el sentido por dos veces. Y que la primera vez que abrió los ojos llevaba los botones del vestido desabrochados y estaba mojada. Tiritaba, pero no tenía frío. Volvieron a ordenarle que se sentara en la silla. Debía de estar muy pálida, porque uno de los hombres le preguntó al otro que si le gustaban tan blancas y él le contestó que no, que tampoco hay que exagerar, y que si le metían mecha, parecería un cirio. Entonces alguien llamó a la puerta, y ella no recuerda nada más. Sabe que dejó de tiritar. Y que cerró los ojos Y que le costaba mantener la cabeza derecha. Cuando despertó de nuevo, se encontraba en otra habitación, tendida en una camilla. El padre de don Fernando la estaba auscultando:

—Está perfectamente, ha sido un simple desmayo. Si queréis estar un rato a solas, os podéis quedar aquí, yo os esperaré fuera.

—No hace falta, papá.

Don Fernando cubrió a Pepita con el abrigo y le ofreció la mano para levantarse:

—Vámonos.

—¿Va a sacarme de aquí, señorito?

—A eso he venido. Vámonos.

Ya en la calle, don Fernando le explicó que habían requisado la carta que llegó de Francia. Y que si recibiera otra, ella misma debía comunicarlo de inmediato en Gobernación, sin esperar a que lo hiciera el cartero. Pepita caminaba en silencio, flanqueada por padre e hijo, lívida aún, sin recuperarse del pánico. Don Fernando se despidió de su padre con un abrazo, preguntándole cuándo debía incorporarse a su nuevo trabajo. El padre lo retuvo en sus brazos un instante, después lo separó de él y acarició la mejilla de Pepita:

—Es muy guapa, sí. Mañana mismo empiezas, en eso habíamos quedado, llevan una semana sin médico. Ven a mi consulta a las cuatro y media, te diré lo que tienes que hacer. Muy guapa, pero sácala hoy mismo de tu casa, hombre, por Dios.

Don Fernando y Pepita se encaminaron hacia la pensión Atocha. Cuando habían dado unos pasos, él se giró para comprobar que su padre se encontraba alejado de ellos, y entonces quiso indagar si Pepita había mencionado su nombre en el interrogatorio; comenzó por preguntarle si le habían hecho daño:

—¿Te han hecho daño?

—No, señorito.

—¿Qué querían saber?

—No sé, señorito.

—¿Qué te han preguntado?

—Nada.

—¿No te han hecho ninguna pregunta?

—No, señorito.

—Pero algo habrás dicho tú.

—Yo no he dicho nada.

La insistencia de don Fernando inquietó a Pepita. El continuó haciéndole preguntas.

—¿Has mencionado mi nombre?

—Yo no he dicho nada, señorito, perdí el sentido.

—¿No les has dicho nada de mí?

—Se lo juro que perdí el sentido y que yo no he dicho nada, por mis muertos. Por mi madre y mi padre que en Gloria estén le juro que no he dicho nada.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю