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La voz dormida
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Автор книги: Dulce Chacón



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Chacon Dulce – La Voz Dormida

Dulce Chacón

La voz dormida

PRIMERA PARTE

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SEGUNDA PARTE

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TERCERA PARTE

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Chacon Dulce – La Voz Dormida

 

 

 

Dulce Chacón

 

La voz dormida

© Fotografía de la sobrecubierta: Miliciana de la  «Columna Uribarry» con un niño en brazos Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares)

Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Santillana de Ediciones Generales, S. L..

© Dulce Chacón, 2002

© Santillana de Ediciones Generales, S. L., 2002

Depósito legal: B. 355-2003.

ISBN 84-226-9905-2

N ° 27474



A los que se vieron obligados a guardar silencio

«En vano dibujas corazones en la ventana:

el caudillo del silencio

abajo, en el patio del castillo, alista soldados»

PAUL CELAN

PRIMERA PARTE

1

La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. Sólo cuando la risa le llenaba la boca, se le escapaba un “Ay madre mía de mi vida” que aún no había aprendido a controlar, y lo repetía casi a gritos sujetándose el vientre. Se pasaba gran parte del día escribiendo en un cuaderno azul. Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le recorría la espalda, y estaba embarazada de ocho meses.

Ya se había acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se había acostumbrado. Y había aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la derrota se cuela en lo hondo, en lo más hondo, sin pedir permiso y sin dar explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le dolían las rodillas, pero no podía parar de reír.

Reía.

Reía porque Elvira, la más pequeña de sus compañeras, había rellenado un guante con garbanzos para hacer la cabeza de un títere, y el peso le impedía manipularlo. Pero no se rendía. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el miedo.

El miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que compartían la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el miedo en sus ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo también, en los ojos de sus familiares.

Era día de visita.

La mujer que iba a morir no sabía que iba a morir.

2

El muñeco de Elvira vuelve a ser guante en su mano derecha. Hortensia lo contempla, sin dejar de acariciarse el vientre y procurando que Elvira no advierta su mirada. Un guante. Un solo guante, un guante diminuto tejido por las manos amorosas de una madre puede convertirse en desconsuelo si no se anda con precaución, si la cautela deja de ser compañera de viaje por un descuido, por un instante, el tiempo suficiente para que un rostro se vuelva, para que unos ojos vean lo que hubiera sido mejor que no vieran.

Hortensia se encontraba junto a Elvira en el locutorio, una habitación con un pasillo central flanqueado por vallas tupidas y metálicas. Por el interior del pasillo caminaba una funcionaria vigilando a las internas y a sus familiares. A Elvira la visitaba su abuelo y a Hortensia su hermana, Pepa. Ninguno de los cuatro acertaba a oír nada. Hortensia gesticulaba para que su hermana entendiera que su embarazo no le causaba molestias. Articulaba las palabras precisas, una a una, las justas, despacio, para que Pepa llevara a su marido muchos besos de su parte. Y se abrazaba a sí misma para enviarle un abrazo.

La algarabía de los visitantes no permitía que Hortensia escuchara lo que su hermana se afanaba en decirle. A gritos, Pepa intentaba ponerla al corriente de que aún no habían fijado la fecha de su juicio.

—Que todavía no se sabe cuándo saldrá tu juicio.

—¿Qué?

—El juicio, que no se sabe nada.

Hortensia se agarró a la alambrada que cercaba el pasillo que la separaba de Pepa. Pepa se agarró a la alambrada de enfrente para acercarse más a ella; fue entonces cuando ambas vieron a la guardiana que recorría el pasillo girar la cabeza, y detener su mirada en el guante de Elvira.

3

Los garbanzos de la cabeza del títere aún estaban manchados de sangre. Elvira deshizo el muñeco ante los ojos sorprendidos de su abuelo, que observaba desde el otro lado del pasillo. Alzó el guante. La guardiana pasó de largo, suponiendo que la joven divertía a su abuelo con un juego, y continuó recorriendo el pasillo con paso firme y las manos enlazadas en la espalda. Cuando la funcionaria estuvo suficientemente alejada de ella, Elvira sacó los garbanzos manchados de sangre y se señaló las rodillas.

La distancia y la penumbra impidieron que el anciano viera las heridas de su nieta, aún abiertas.

La guardiana se detiene en seco. Gira la cabeza. Endurece el gesto. Grita: ¡Elvira, atrás! Reanuda la marcha lentamente y se dirige hacia Elvira apretando los labios en un mohín disfrazado de sonrisa. Retuerce los dedos sin retirar las manos de la espalda y vuelve a gritar:

—!Elvira, atrás!

Elvira da un paso hacia atrás, justo cuando la guardiana golpea la alambrada con su palma izquierda, a la altura del rostro de Elvira.

—La visita ha terminado para usted. Retírese a su galería y espéreme allí.

Y añade, sin gritar, dirigiéndose al abuelo de Elvira:

—Márchese.

El anciano mira a la mujer que tiene al lado, a la hermana de la que va a morir, a Pepa. La interroga con los ojos, pero no pregunta qué ha pasado, porque es mejor no hacer preguntas.

—Váyase, abuelo, la visita ha terminado para su nieta y para usted.

Elvira guarda los garbanzos en el bolsillo, se enfunda el guante en su diminuta mano y la esconde también en el bolsillo, reprimiendo el deseo de agitarla para despedir a su abuelo. Tampoco el anciano se atreve a despedirse de ella. La mira. Y se da la vuelta. Se abre paso entre los familiares, que continúan gritando mientras se empujan unos a otros para ocupar el espacio que ha dejado libre junto a la valla metálica. Y se marcha sin haber comprendido nada.

Nada. En absoluto.

4

No había nevado. Las mujeres formaban corros en el patio para sumar sus tibiezas, para reunir entre ellas un poco de calor. Poco. Atisbaban el cielo, con el deseo de que la nieve cayera. Si nieva, templa, insistía Reme, la mayor del grupo, mientras Tomasa, una extremeña de piel cetrina y ojos rasgados, la miraba incrédula.

—Que templa, te lo digo yo.

—Qué sabrás.

—Lo sé, porque mi hijo vive en León, y me lo cuenta. Además, el año pasado cuando nevó, templó.

—Ya se verá.

Tres días llevaban mirando al cielo.

—¿Y qué hace tu hijo en León?

—Está a la mina.

—¿Y ha visto el mar?

—Si en León no hay mar.

—Ah.

—Pero un día vio a la Pasionaria.

—¡Anda ya!

Reme entretenía sus dedos peinando a Hortensia, haciendo y deshaciendo su trenza una y otra vez.

—Yo tenía asín de largo el pelo. Y asín de negro.

—¿De verdad que tu hijo vio a la Pasionaria?

—De lejos, pero la vio.

Tres días estuvieron mirando al cielo. Y tres días estuvo Elvira sin poder verlo. Los tres días que permaneció recluida en la celda de castigo por haber intentado explicarle a su abuelo que soportó el dolor en los interrogatorios, hincada de rodillas sobre los garbanzos, sin despegar los labios, sin contestar una sola pregunta, sin desvelar la identidad de su hermano Paulino.

Y ahora, arrellanada en un rincón del patio, después de haberse negado a compartir el corro donde Tomasa, Reme y Hortensia intentan mitigar el frío, Elvira se acaricia las mejillas con los guantes que le había tejido su madre.

Y comenzó a toser.

—Elvirita se ha puesto mala.

—Tiene calentura desde que salió del «cubo».

—Habrá que avisar a la guardia civila.

—Para el caso que te va a hacer.

Reme dejó de anudar la trenza de Hortensia.

—Yo voy a ir.

—Pues ve, ya volverás.

—Cuidado que eres refunfuñona, Tomasa. únicamente sabes refunfuñar que refunfuñar. Refunfuñar únicamente, carajo.

Tomasa puso en jarras los brazos bajo su toca de lana y se le encaró:

—¿Y qué otro carajo se puede hacer aquí?

Las discusiones de Tomasa y Reme nunca duraban mucho. Antes de que ambas se acaloraran, mediaba Hortensia entre ellas y las calmaba sin mucha dificultad. Pero en esta ocasión, Hortensia no las escucha siquiera. Porque toda su atención se concentra en Elvira. La contempla, procurando que Elvira no advierta su mirada.

Hortensia ha dejado de acariciarse el vientre. Se sujeta los riñones mientras camina hacia el rincón donde Elvira desliza por sus mejillas los guantes que le hizo su madre poco antes de morir.

Y Elvira tirita.

5

La fiebre no es más que otra forma de delirio. Delirar es soñar. Y soñar es sentirse lejos. Soñar es estar de nuevo en casa. Lejos. Huele a mandarinas. Elvira está en casa. Y le fascina la música que escucha en la radio.

Ojos verdes, verdes como la albahaca...

A Elvira le apasiona Miguel de Molina, y Celia Gámez, y la zarzuela, también le gusta mucho la zarzuela, y Antoñita Colomé y doña Concha Piquer. A ella le gustaría ser cantante, y que los maestros Valverde, León y Quiroga le compusieran unos Ojos verdessólo para ella, con brillo de faca.

... y el verde, verde limón.

Pero su padre ha prohibido terminantemente a su madre que aliente las fantasías de la niña. Y su madre, doña Martina, apaga la radio en cuanto siente llegar a su marido. Ella no cree que las canciones sean obscenas, aun así, apaga la radio para que él no se enfade.

—Mamá.

Doña Martina ha apagado la radio. Y Reme regresa para decir que no hay sitio en la enfermería, que la guardiana le ha dicho que la enfermería está llena.

Y que no tiene entrañas, ha dicho:

—Esa guardia civila no tiene entrañas en las entrañas.

La extremeña de piel cetrina expresa un “Ya te lo dije” sin pronunciar palabra, bajando a la vez la barbilla y las pestañas al tiempo que tuerce los labios, bien apretados. No ha permitido que Hortensia se acerque al petate de Elvira, por temor a un mal parto si llega a contagiarse.

—No te arrimes, no vaya a ser, que ya tenemos bastante con lo que tenemos de sobra.

Y continúa aplicando paños de agua fría en la frente que arde, en los brazos que arden, y en la nuca, y en el cuello.

—Mamá.

Pero la fiebre no baja. El delirio mantiene el sueño en los ojos abiertos de Elvira y, a escondidas de su padre, canta un cuplé para su madre y para su hermano Paulino. Ellos aplauden. Ella se siente artista. Nunca entenderé de dónde te viene la chispa, le dice su madre mientras coloca una fuente de mandarinas en el centro de la mesa. Nunca lo entenderé, repite.

—No me lo explico.

Y no se lo explica doña Martina, porque ella es hija de un militar más bien soso, nacida en Pamplona, y esposa de otro militar, más soso si cabe, casada en Burgos, y jamás ha conocido gracia o cascabel alguno, ni en ella ni en su familia ni en la familia de su marido.

—Ha sido Valencia, mamá. El sol. Las flores. El clima. Valencia tiene la culpa. Y tú, por haberla parido aquí, como a una naranja.

Sonríe Paulino. Paulino. Su hermano mayor. Su héroe, aunque aún no se haya marchado a la guerra. Elvira adora a Paulino, que se ríe de ella, y de su madre, de las dos, y Elvira se queja:

—Mamá.

Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Escribe a Felipe. Le escribe que siente las patadas de la criatura en el vientre, y que si es niño se llamará como él. Escribe que piensa que Elvirita se muere, como se murió Amparo, y Celita, sin dejar de toser, como se murieron los hijos de Josefa y Amalia, las del pabellón de madres. Escribe que la chiquilla pelirroja tiene una calentura muy mala. Y que lo único que pueden hacer por ella es darle el zumo de las medias naranjas que les dan a cada una después del rancho. Escribe que no sacan mucho porque están muy secas.

—Mamá.

Reme y Tomasa se miran, y miran a Hortensia. Reme recuerda a su madre. Muchas veces le hubiera gustado llamarla, así, como Elvira llama a la suya, aunque su madre esté muerta desde hace más de veinte años, muchas veces, pero no se ha atrevido nunca. Tomasa incorpora a la niña y le da a cucharadas el zumo de las medias naranjas del postre de todas. Elvira traga. Y entre cucharada y cucharada se queja:

—Mamá.

Tomasa añora también a su madre, al igual que Hortensia, que levanta la vista de su cuaderno azul.

—Mamá.

Y el quejido de Elvira es el quejido de todas.

6

En la puerta de la prisión, el abuelo de Elvira espera a la mujer que conoció en su anterior visita. No le han permitido ver a su nieta. Está enferma, le han dicho. Pero han cogido la lata de cinc donde le lleva siempre la comida, y se la han devuelto vacía, buena señal. Y ahora espera a Pepa, la hermana de la mujer que escribe su diario en un cuaderno azul.

—Señorita.

Es menuda, y rubia. Camina con pasos cortos, acelerados, porque ha empezado a llover.

—Señorita.

Va enfundada en un abrigo demasiado grande. Y un mechón de cabello se le escapa de la toquilla que cubre su cabeza, una toquilla negra bastante ajada.

—Señorita.

El anciano se levanta apenas el sombrero para saludar mientras se acerca a ella.

—¿Es a mí?

—Usted perdone, señorita.

Ninguno de los dos lleva paraguas. Y ambos tienen los ojos de un color azul clarísimo, casi celeste.

—¿Sabe usted algo de mi nieta?

—¿De quién?

—Elvira González Tolosa, mi nieta.

—¿La chiquilla pelirroja?

—Exacto, sí.

—Está con mi hermana en la galería, pero hoy no ha salido a comunicar.

—Ya, ya, precisamente. Verá...

—Ahora me acuerdo de usted.

—¿Se acuerda?

El anciano levanta las solapas de su chaqueta para cubrirse el cuello. Viste traje y corbata negros, pero no lleva abrigo y a Pepa le extraña porque su aspecto es de un gran señor y la calidad de su vestimenta se advierte hasta en el fieltro de su sombrero.

—Sí, que le trataron de muy malas maneras, muy malamente, sí. Venga, arrímese aquí que nos vamos a empapar.

El anciano la sigue, y una vez a resguardo, se levanta el sombrero.

—Perdone, no me he presentado. Me llamo Javier Tolosa Ibarmengoindia.

—¡Josú!

—Encantado de conocerla.

—Josefa Rodríguez García, para servirle.

Pepa siente lástima al verlo tan caballero, y tan aterido. Sus miradas azules se encuentran por primera vez. A ella la calienta un abrigo que había sido de su padre, y no sabe que el abuelo de Elvira vendió el último que le quedaba hace apenas una semana.

La joven se dispone a escuchar al anciano. Observa su delgadez extrema, su piel finísima y pálida, casi transparente, la elegancia de los dedos largos que sujetan la solapa que abriga su garganta.

—Usted dirá.

En cuanto el abuelo de Elvira comienza a hablar, Pepa percibe la fragilidad en su voz. La conoce bien, esa fragilidad. Palabras a medias. Palabras buscadas y silenciadas antes de llegar a los labios.

—Me han dicho que está enferma, pues.

Palabras que se niegan a ser pronunciadas.

—¿Le ha dicho algo su hermana, de mi nieta...?

El quiere preguntar algo más.

—¿Sabe usted si...?

La lata de cinc tiembla en la mano de don Javier Tolosa Ibarmengoindia. Si ha muerto, quiere preguntar. Pepa sabe que es eso lo que el abuelo de Elvira quiere preguntar. Y sabe que no se atreve a preguntarlo.

—Le han cogido la comida, ¿no?

 Dice, señalando la lata vacía.

—Sí.

—Entonces no se preocupe.

Y le cuenta que ella regresó a su casa con la lata llena la última vez que visitó a su padre en la cárcel de Porlier.

—Mi padre era maestro tornero en Córdoba, ¿sabe usted?

Le dice que se vinieron de Córdoba al acabar la guerra, porque su padre estaba con la República y allí lo sabía todo el mundo.

—Y aquí lo debían de saber también, porque lo trincaron nada más llegar a Madrid.

No le traigas más comida, no la va a necesitar, dice que le dijeron en la puerta de la cárcel de Porlier. Y rechazaron la lata cuando Pepa se disponía a entregarla. Tu padre ya no está aquí. ¿Y dónde está? No está. No preguntes, vete, y no vuelvas más. Y mucho cuidadito con llorar y formar escándalo.

—Así lo supe yo.

Dice, señalando su propia lata.

Así supo que no volvería a ver a su padre.

—Y así sabe usted que su nieta está ahí dentro.

Pepa señala esta vez la lata vacía del abuelo de Elvira. Y el anciano controla la intención de sus ojos. Y ella también.

7

Aún se pregunta Pepa cómo ha reunido el valor suficiente para enviarle un mensaje a Hortensia. Y sigue estando nerviosa, a pesar de que hace horas que regresó del penal. Hace horas que se ha despedido del abuelo de Elvira. Hace horas que vio caminar a don Javier bajo la lluvia, con la cabeza baja, alejándose de ella abrazado a su lata vacía. Hace horas que ha llegado a casa de los señores. Y ya le ha preparado la sopa a don Fernando.

 Tiembla.

Ha de tener cuidado.

Porque ella no es valiente, como lo es su hermana, que no dudó en incorporarse a las milicias. Porque Hortensia fue miliciana. Y guerrillera también, se fue a la guerrilla poco después de la muerte de su padre, aun estando embarazada de cinco meses.

Le ha mentido al abuelo de la niña pelirroja.

Le ha mentido al caballero que tiene unos apellidos tan raros, porque en los tiempos que corren hay que guardarse algunas verdades. A su padre no lo cogieron por estar con la República, lo cogieron porque sabían que el marido de Hortensia estaba en el monte; y lo mataron porque no quiso decir dónde estaba. Su padre era valiente. Su padre era tan valiente como Hortensia. Porque a ella también se la llevaron para interrogarla cuando a su padre ya no le podían interrogar. Casi a diario se la llevaban, creyendo que un día les iba a decir que su marido estaba con El Chaqueta Negra, creyendo que un día les iba a decir dónde estaba. Un día, Hortensia se iba a cansar de tanto ir y venir con el miedo a cuestas. Pero no se cansó. Ella soportó lo suyo. Y se fue detrás de su hombre porque un somatén que había venido de Barcelona le dio una patada en el vientre. Sólo temió perder al hijo que esperaba. Hortensia era valiente.

Pero Pepa no resistiría ni una sola patada. Ella no. Si a ella la cogen, los cogen a todos. Ella es igual que su madre, que no soportó un invierno detrás de un parto prematuro, el suyo. Menuda, indefensa, débil y rubia, como sin hacer, como su madre.

Ha de tener cuidado.

Piensa.

Y vigila la bandeja porque aún le tiemblan un poco las manos y no quiere derramar la sopa que lleva para don Fernando. Camina despacio, mirando hacia el frente y luego hacia el plato de sopa, y después al suelo y luego al frente y después al plato y al suelo.

Procura no mirar el pan.

Camina despacio y tarda en llegar al comedor lo que no ha tardado nunca. Los cubiertos tintinean cuando deposita la bandeja en la mesa. Pero no ha derramado ni una gota de sopa. Ni una sola gota.

—Pepa.

La voz de don Fernando llega de la sala. Ella acude a la llamada retirándose el mechón que le resbala en la frente y se sitúa junto a la chimenea encendida para aprovechar un poco de calor mientras pregunta:

—¿Mande?

Don Fernando deja el periódico sobre sus rodillas y se quita las gafas para mirarla:

—Hace frío. Hoy voy a cenar aquí.

Pepa abandona el calor de las llamas y regresa a la bandeja y a la sopa, decidida a controlar su temblor.

No quiere ver el pan. Pero lo mira. Lo mira y sonríe mientras alza de nuevo la bandeja. Lo mira.

Sonríe.

Tiembla.

Y piensa en Hortensia. Imagina su estremecimiento cuando muerda su pan, cuando sus labios rocen el mensaje de Felipe. La carta que ella misma recogió en el camino de Cerro Umbría, bajo la tercera piedra después del poste de luz con un tajo en el medio, una piedra bien grande y bastante plana que tiene un matorral delante que la oculta del camino. La misma piedra que le señaló su cuñado Felipe cuando se llevaron a Hortensia:

—Mira, y fíjate bien. Aquí debajo, dentro de una lata que hay aquí debajo, te dejaré mañana una cosa. La coges sin que nadie te vea, y se la llevas a Tensi.

Porque él la llamaba siempre Tensi. La coges sin que nadie te vea. Pepa le miró a los ojos, y no quiso decirle que se sentía desfallecer de miedo. Le dijo que había ido al cerro para avisarle de que en las granjas de El Altollano la Guardia Civil contaba los animales por la noche, y obligaba a los paisanos a entregar las llaves de los corrales, y que por la mañana devolvía las llaves y contaba de nuevo los animales para saber quién vendía provisiones a la guerrilla. Y que así había caído Hortensia, cuando se disponía a comprar una gallina. Ella sólo había ido a contárselo, para que no la esperara. Y querría haberle dicho que había ido con el miedo aplastándole el cuerpo y que mientras esperaba a Felipe junto al matorral, cuando escuchó los tres golpes de piedra de la contraseña, casi se olvida de que tenía que contestar con otros tres golpes. Y que no volvería nunca al cerro, eso querría haberle dicho. Pero no se lo dijo. Le miró a los ojos y vio en ellos la mirada de su hermana, la misma mirada que Hortensia le puso al pedirle que fuera al cerro a decirle a Felipe que no la esperara. La misma mirada tenía Felipe, y Pepa le prometió llevarle a Hortensia lo que él quisiera mandarle.

Pero la primera vez fue más fácil. Aquel día dejaron de temblarle las piernas en cuanto levantó la piedra casi plana escondida detrás del matorral y abrió la caja de lata. Porque lo que Felipe había dejado para Hortensia no estaba prohibido que se lo llevara. Y lo entregó al llegar a la cárcel de Ventas, en la puerta, a la monja que se encargaba de recoger los paquetes. Era sólo un cuaderno en blanco. Un cuaderno azul.

8

Antes de tragarse el papel, Hortensia lo retiene en la boca. Lo ha leído más de veinte veces. Lo ha memorizado y sigue las instrucciones de Felipe. No lo rompas, podrían encontrar los pedazos. No quiere tragar, desea mantener en su boca los besos que le manda Felipe. No lo quemes, podrían sorprenderte antes de que hubiera ardido por completo. Quiere saborear su nombre, escrito por la mano de Felipe. Cómetelo, Tensi, no sabe mal, y piensa en mí. La celulosa se va deshaciendo y Hortensia no quiere tragar. Piensa que estaré en tu boca, Tensi. La bola seca que se formó al principio es ya una pasta amarga con sabor a tinta. No quiere tragar, pero los pasos de la guardiana se acercan. Te mando muchos besos, Tensi, todos los que no he podido darte. Los pasos de la guardiana se acercan. Te mando muchos besos, Tensi. Los pasos de la guardiana resuenan por la galería, es la hora del taller. Aguanta, vida mía.

El sonido metálico y creciente de las llaves se suma al ruido de la puerta al abrirse. Hortensia intenta tragar. Te quiero, Tensi. El esfuerzo de papel y tinta le produce arcadas. Por aquí andamos igual, mal y bien según el día. Pero Hortensia controla sus náuseas, y traga. Por la noche, cuando cambiamos de campamento y se ven las estrellas, miro siempre la nuestra, pronto la veremos juntos, muy pronto. La náusea y el esfuerzo por tragar provocan una lágrima de Hortensia.

La funcionaria ha entrado ya. Es Mercedes.

—¡Al taller!

Acompaña su voz cantarina dando palmas. Repite:

—¡Al taller!

Las mujeres que acuden al taller de costura en los sótanos de la prisión forman una fila para seguir a Mercedes en silencio y en orden. Hortensia enrolla su petate de borra, se seca la lágrima y busca su cuaderno azul. Ella no va al taller, porque aún no tiene condena. Tomasa permanece junto a la cabecera de Elvira. Y tampoco va al taller. Tomasa no va por principios. Se niega a coser uniformes para el enemigo. Tomasa sostiene que la guerra no ha terminado, que la paz consentida por Negrín es una ofensa a los que continúan en la lucha. Ella se niega a aceptar que los tres años de guerra comienzan a formar parte de la Historia. No. Sus muertos no forman parte de la Historia. Ni ella ha sido condenada a muerte, ni le ha sido conmutada la pena, para la Historia. Ella no va a dar treinta años de su vida para la Historia. Ni un solo día, ni un solo muerto para la Historia. La guerra no ha acabado. Pero acabará, y pronto. Y ella no habrá cosido ni una sola puntada para redimir pena colaborando con los que ya quieren escribir la Historia. Ni una sola puntada. Y por eso mira a Reme con desdén cuando Reme se incorpora a la fila. Porque Reme ha abandonado. Se ha vuelto mansa. Reme no sabe valorar el sacrificio de los que siguen cayendo. Ella es una derrotista, que sólo sabe contar los muertos. Ella sólo sabe llorarlos. Y cuenta su historia, su pequeña historia, siempre que puede, como si su historia acabara aquí. Pero no acaba aquí. Desde luego que no, y Tomasa no piensa contar la suya hasta que todo esto haya acabado. Y será lejos de este lugar. Lejos. Observa a Reme. Y Reme se incorpora con mansedumbre a la fila ignorando su desdén.

Hortensia se oculta de Mercedes volviéndose hacia la pared, e intenta despegar con la lengua un resto de pasta de papel que se le ha adherido al paladar.

Un resto. Un pequeño resto.

Muy pronto acabará todo, quizá incluso antes de que salga tu juicio, y estaré contigo cuando nazca el crío. Si es niña, la llamaremos Hortensia, como tú, Tensi.

9

No hace dos semanas que Mercedes consiguió su primer trabajo, como funcionaria de prisiones. Por ser viuda de guerra lo consiguió, y le gusta. Lleva el pelo cardado, recogido en un moño alto con forma de plátano que deja ver la cabeza de multitud de horquillas a lo largo de su recorrido, desde la nuca a la coronilla. Ella prefiere no hundirlas del todo, prefiere que se vean, y las cuenta una a una cuando se peina. Siente que le favorece ese peinado, y también le favorece el uniforme. Se ciñe el cinturón apretándolo al máximo para marcar su cintura, y siempre, al acabar de ponerse su capa azul, se da una vuelta frente al espejo.

Antes de conducir a las mujeres al taller de costura, se acerca a la cabecera de Elvira y le pregunta a Tomasa cómo sigue la niña:

—¿Cómo sigue la niña?

—¡Cómo va a seguir, mal!

Tomasa endurece la expresión de su rostro. Las arrugas se hunden como surcos en su piel color de aceituna al fruncir el ceño. Sus ojos rasgados se achinan para mirar con desprecio. Hortensia la observa. Sentada sobre su petate enrollado, cierra su cuaderno azul y le dirige una mirada de “No seas tan bruta”. Mercedes le entrega a hurtadillas unas píldoras que ha traído a escondidas, mientras toca la frente de la enferma.

—Dele una por la mañana y otra por la noche.

A Tomasa no se le ablanda el corazón, por mucho que Hortensia la mire así, por mucho que sepa que Mercedes se arriesga a ser descubierta por la chivata, que acecha sus movimientos desde el primer lugar de la fila, ávida por encontrar cualquier información que le sirva de moneda de cambio. No se ablanda, porque a ella no se la dan, nadie se la da, y la nueva sólo pretende hacerse la buena. Toma las pastillas que Mercedes le ofrece y las esconde en la mano bajo su toca de lana sin darle las gracias, en el momento en que Elvira abre los ojos, despejados y atentos por primera vez desde que comenzó su delirio.

—¿Estamos en Valencia?

—No, hijita.

—Creía que estaba en Valencia.

Mercedes se alegra al verla despertar. La arropa, y vuelve a tocarle la frente.

—Tiene menos fiebre. Pero, de todas formas, dele la medicina.

Dice, dirigiéndose a Tomasa y bajando la voz, porque se ha acostumbrado a hablar de este modo con las internas. Ya encabezando la fila, ordena:

—Que se abrigue bien.

La extremeña de piel cetrina asiente sin pronunciar palabra.

—¿Tienes frío, Elvirita?

—¿Me voy a morir?

Tomasa busca con la mirada a Hortensia y a Reme para sonreírles. Sonríe, con la boca abierta. Reme y Hortensia entienden el motivo de su sonrisa y sonríen también.

Reme camina hacia el taller de costura. En fila, en silencio y en orden, sigue a Mercedes y a las demás, mirando atrás, a Tomasa. Y Hortensia toma de nuevo su lápiz sin dejar de sonreír.

Elvirita no va a morirse, dicen aquellas sonrisas cómplices.

No. Elvira no va a morir.

10

En silencio y en orden abandonan la sala las mujeres hacia el sótano de la prisión de Ventas. Y Elvira le contesta, a Tomasa, que no tiene frío.

—Pero tengo hambre.

Pero tiene hambre. Tiene tanta hambre como en el puerto de Alicante, cuando esperaba un barco que nunca llegó, y a su madre se le acabaron las joyas y ya no tenía nada para cambiar por chocolate a la guardia italiana que los vigilaba, y el dinero republicano ya no era de curso legal, y los billetes que había ahorrado doña Martina envejecían inútiles en el fondo de una caja de caoba, una caja preciosa que había comprado su padre en Guinea. Porque su padre había vivido en Guinea, antes de conocer a su madre, antes de que lo trasladaran a Pamplona y luego a Burgos, donde se casó con ella y nació Paulino. Su padre había vivido en muchos sitios. Elvira sólo en dos: nació en Valencia, y no salió de Valencia hasta que la trajeron aquí, a esta ciudad que ni siquiera conoce, de la que ha visto tan sólo una plaza de toros, muy bonita, a través de los barrotes de la puerta del furgón. Ni siquiera conoce Alicante, sólo vio una calle con muchas palmeras camino del puerto.

Pero su padre conocía bien todas las ciudades en las que vivió, y de cada una de ellas conservaba un recuerdo. De Malabo se trajo la cajita de madera donde su madre guardaba los ahorros, pero se trajo también una dolencia en el estómago que le obligó a abandonar el ejército cuando la ley de Azaña. Era teniente cuando se retiró. Y Elvira recuerda que su madre se puso muy contenta. Pero no se puso tanto cuando volvió a incorporarse, aunque le hubieran ascendido a capitán. No se puso nada contenta. Fue al principio de la guerra, y el batallón donde su padre era capitán se llamaba Alicante Rojo. Así lo escribía su padre en las cartas, Batallón Alicante Rojo, delante de la fecha y detrás de ¡Viva la República!

Dos días después de recibir el primer ¡Viva la República!, que llegó desde Segorbe, un pueblo de Castellón, Paulino entró en casa con un papel en la mano.

En la boca, Paulino escondía una sonrisa.

—Me he alistado como voluntario, mamá.

Su madre abandonó el peine y la melena roja de Elvira:

—Eres demasiado joven.

—No.

No, replicó Paulino con firmeza mostrándole el papel que llevaba en la mano. Su madre continuó peinando a Elvira:

—Eres demasiado joven, Paulino.

No añadió nada más; acostumbrada a que las decisiones de los hombres no se discuten. Paulino ya es un hombre, le había escrito su marido en la primera carta, y la República le necesita.


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