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Habla memoria
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Автор книги: Владимир Набоков



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CAPITULO SEXTO




1


Las mañanas de verano, en la legendaria Rusia de mi adolescencia, mi primera mirada al despertar estaba reservada al resquicio que dejaban los blancos postigos de la ventana. Si permitían entrever una palidez acuosa, lo mejor era no abrirlos, para librarse así de la contemplación de un día gris posando para su retrato en un charco. ¡Con qué resentimiento deducía, a partir de una línea de luz apagada, el cielo plomizo, la arena mojada, la pegajosa confusión de pardas flores caídas al pie de las lilas, y esa aplanada hoja muerta (la primera víctima de la estación) pegada a la superficie de un húmedo banco del jardín!

Pero si la grieta era un alargado destello de luminosidad perlada de rocío, me apresuraba a forzar a la ventana a que me entregase su tesoro. De golpe, la habitación quedaba dividida en luz y sombra. El follaje de los abedules acunándose al sol adquiría el verde translúcido de los viñedos, y en contraste con éste aparecía el oscuro terciopelo de los abetos recortándose contra un azul de extraordinaria intensidad, que muchos años después volví a encontrar, muy parecido, en la zona montañosa de Colorado.

A partir de la edad de siete años, todo lo que sentía en relación con los rectángulos de luz solar enmarcada estuvo dominado por una única pasión. Si mi primera mirada de la mañana buscaba el sol, mi primer pensamiento estaba dedicado a las mariposas que éste engendraría. El acontecimiento originario fue bastante trivial. En la mata de madreselva que colgaba sobre el respaldo tallado de un banco que se encontraba justo enfrente de la entrada principal, mi ángel de la guarda (cuyas alas, con la sola excepción de la ausencia de la aureola florentina, recuerdan las del Gabriel de Fra Angélico) me señaló un raro visitante, una espléndida criatura de color amarillo pálido con manchas negras, almenados azules, y un ojo cinabrio en cada una de sus negras colas orladas de amarillo. Mientras exploraba la flor inclinada de la que pendía, levemente doblado, su empolvado cuerpo, sacudía incansablemente sus grandes alas, y mi deseo de conseguirla fue uno de los más intensos que haya experimentado jamás. Agile Ustin, el conserje de nuestra casa de la ciudad, que, debido a un motivo muy cómico (explicado en otro capítulo) había venido con nosotros al campo aquel verano, consiguió atraparla con mi gorra, tras lo cual la llevamos, gorra incluida, a un armario, en donde Mademoiselle confiaba que la naftalina casera la matara en una noche. A la mañana siguiente, sin embargo, cuando ella misma abrió el armario para sacar alguna prenda, mi macaón, con un potente susurro, voló hacia su cara, y luego se dirigió hacia la abierta ventana, para no ser al poco rato más que un punto dorado que se abatía y fintaba y planeaba hacia levante, por encima de los bosques y la tundra, camino de Vologda, Viatica y Perm, y más allá de las severas crestas de los Urales, hacia Yakutsuk y Verkhne Kolymsk, y de Verkhne Kolymsk, en donde perdió una cola, a la bella Isla de St. Lawrence, y a través de Alaska hasta Dawson, y en dirección sur, siguiendo las Rocosas, hasta ser finalmente capturada, después de una carrera de cuarenta y seis años, sobre un diente de león inmigrante situado al pie de un álamo endémico cerca de Boulder. En una carta de Mr. Burne a Mr. Rawlins, fechada el 14 de junio de 1735, y que se encuentra en la colección Bodleian, aquél afirma que un tal Mr. Vernon estuvo persiguiendo a una mariposa durante trece kilómetros antes de poder cazarla ( The Recreative Review or Eccentricities of Literature and Life, vol. 1, p. 144, Londres, 1821).

Poco después del caso del armario localicé una espectacular polilla, aislada en un rincón de una ventana del vestíbulo, y mi madre la despachó con éter. Posteriormente, utilicé muchos agentes letales, pero el más mínimo contacto con el primero de ellos siempre hizo que el porche del pasado se iluminase y me devolviera aquella cegata preciosidad. Una vez, ya de mayor, estuve bajo los efectos del éter durante una apendectomía, y con la viveza de una calcomanía pude verme a mí mismo en trajecito de marinero colocando sobre una tabla el recién aparecido pequeño pavón de noche, de acuerdo con las instrucciones de una dama china que yo sabía que era mi madre. Todo estaba allí, brillantemente reproducido en mi sueño, mientras mis partes vitales quedaban expuestas: el empapado algodón absorbente, frío como el hielo, apretado contra la cabeza lemuroide del insecto; los espasmos cada vez menos intensos de su cuerpo; el satisfactorio crujido que producía el alfiler al penetrar en la dura corteza de su tórax; la cuidadosa inserción de la punta del alfiler en el surco forrado de corcho de la tabla de secado; la disposición simétrica de las gruesas alas venosas bajo pulcramente fijadas tiras de papel semitransparente.



2


Debía de tener yo unos ocho años cuando, en un desván de nuestra casa de campo, entre una enorme variedad de objetos polvorientos, descubrí unos libros maravillosos adquiridos en la época durante la que la madre de mi madre se interesó por las ciencias naturales e hizo que un ilustre catedrático universitario de zoología (Shimkevich) le diera clases particulares a su hija. Algunos de esos libros eran simples rarezas, como los cuatro enormes volúmenes pardos en folio de la obra de Albertus Seba ( Locupletissimi Rerum Naturalium Thesauri Accurata Descriptio...) impresos en Amsterdam en torno a 1750. En sus páginas, toscas y granulosas, encontré xilografías de serpientes y mariposas y embriones. El feto de la niña etíope colgada del cuello en un frasco de cristal solía producirme una horrible conmoción cada vez que me lo encontraba; tampoco me interesó apenas la hidra disecada de la lámina CU, con sus siete cabezas de tortuga provistas de dentaduras de león y situadas al final de otros tantos cuellos serpentinos, con aquel extraño cuerpo hinchado en cuyos costados le crecían unos tubérculos abotonados, y que terminaba en una nudosa cola.

Entre los herbarios repletos de aguileñas alpinas, valerianas azules y flores de Júpiter, y rojo-anaranjadas azucenas silvestres, y otras flores de Davos, también encontré en ese altillo otros libros más próximos a mis temas preferidos. Bajé en mis brazos maravillosos cargamentos de volúmenes superlativamente interesantes: las maravillosas láminas de insectos de Surinam realizadas por Maria Sibylla Merian (1647-1717), y el noble Die Schmetterlinge de Esper(Erlangen, 1777), y los Icones Historiques de Lépidoptères Nouveaux ou Peu Connusde Boisduval (París, a partir de 1832). Más emocionantes incluso eran los productos de la segunda mitad del siglo: la Natural History of British Butterflies and Moths de Newman, Die Gross-Schmetterlinge Europasde Hofmann, las Mémoiresdel gran duque Nikolay Mihailovich sobre lepidópteros asiáticos (con ilustraciones incomparablemente bellas debidas a Kavrigin, Rybakov, Lang), y la maravillosa obra sobre Butterflies of New Englandde Scudder.

Retrospectivamente, el verano de 1905, aunque muy vívido en otros sentidos, no se ve todavía animado por un solo veloz y colorido aleteo en los paseos con el maestro del pueblo: el macaón de junio de 1906 se encontraba aún en su fase de larva en alguna umbelífera de las que crecen junto a los caminos; pero en el transcurso de ese mes conocí un buen montón de cosas corrientes, y Mademoiselle ya mencionó cierto camino de bosque que terminaba en un prado encharcado donde abundaban pequeñas ajedrezadas con bordes gris perla ( Small Pearl-Bordered Fritillaries, como las designaba mi primer, inolvidable y permanentemente mágico manual, The Butterflies of the British Isles, de Richard South, que acababa de publicarse por aquel entonces), y al que ella llamaba le chemin des papillons bruns. Al año siguiente comprendí que la mayor parte de nuestras mariposas no se daban en Inglaterra ni Europa Central, pero pude determinarlas gracias a la ayuda de atlas más completos. Una grave enfermedad (pulmonía, con temperaturas que alcanzaron hasta los 41° centígrados), a comienzos de 1907, destruyó de forma misteriosa el relativamente monstruoso talento para los números que me había convertido en un niño prodigio durante unos cuantos meses (hoy en día no puedo multiplicar 13 por 17 sin papel y lápiz; sí puedo sumar esas cifras en un santiamén, haciendo encajar limpiamente los dientes del tres); pero las mariposas sobrevivieron. Mi madre acumuló una biblioteca y un museo en torno a mi cama, y el deseo de describir alguna nueva especie reemplazó por completo al de descubrir un nuevo número primo. Un viaje a Biarritz, en agosto de 1907, añadió nuevas maravillas (aunque no tan luminosas y abundantes como las que vería en 1909). En 1908 ya tenía un control absoluto de los lepidópteros europeos de las listas de Hofmann. En 1910 ya había recorrido como en sueños los primeros volúmenes del prodigioso libro ilustrado de Seitz, De Gross-Schmetterlinge der Erde, había comprado algunos ejemplares raros descritos recientemente, y leía vorazmente revistas entomológicas, sobre todo inglesas y rusas. Se estaban produciendo grandes cataclismos en el desarrollo de la sistematización. A partir de la mitad del siglo pasado, la lepidopterología europea había sido, en general, un mundo simple y estable, controlado sin mayores problemas por los alemanes. Su sumo sacerdote, el doctor Staudinger, era también el director de la principal empresa del comercio de insectos. Incluso ahora, medio siglo después de su muerte, los lepidopterólogos alemanes no han conseguido librarse completamente del hipnótico hechizo de su autoridad. Aún vivía cuando su escuela empezó a perder terreno como fuerza científica en todo el mundo. Mientras que él y sus seguidores se aferraban a unos nombres específicos y genéricos sancionados por su prolongado uso, y creían que bastaba con clasificar a las mariposas por los caracteres visibles a simple vista, los autores de lengua inglesa comenzaban a introducir cambios de nomenclatura debidos a la aplicación estricta de la ley de la prioridad, así como ciertos cambios taxonómicos basados en el estudio microscópico de los órganos. Los alemanes hicieron todo cuanto estuvo en su mano por ignorar las nuevas tendencias, y siguieron cultivando la vertiente filatélica de la entomología. La solicitud con que cuidaban de «el coleccionista medio, a quien nadie puede obligar a que haga disecciones», puede compararse con la de esos asustadizos editores de novelas populares que hablan en defensa del «lector medio», a quien nadie puede obligar a que piense.

Hubo otro cambio más amplio, que coincidió con mi ardiente interés adolescente por las mariposas y las polillas. La especie victoriana y staundegeriana, hermética y homogénea, con «variedades» (alpina, polar, insular) de tipo misceláneo adscritas con criterios exteriores, a modo, por así decirlo, de apéndices accesorios, fue reemplazada por una nueva forma de especie multiforme y fluida, que consistía orgánicamente en sus razas o subespecies geográficas. Los aspectos evolutivos fueron de este modo destacados con mayor claridad, por medio de métodos clasificatorios más flexibles, y las investigaciones biológicas establecieron nuevos vínculos entre las mariposas y los problemas esenciales del estudio de la naturaleza.

A mí me atrajeron en especial los misterios del mimetismo. Sus fenómenos mostraban una perfección artística que sólo se relaciona generalmente con las cosas hechas por el hombre. Considérese por ejemplo la imitación de los jugos venenosos que realizan las máculas en forma de burbuja que poseen las alas de algunas mariposas (en la que no falta ni la semi-refracción), o la producida por sus lustrosos botones amarillos en el caso de las crisálidas («No me comas: ya me han aplastado, observado y rechazado»). Considérense los trucos de ciertas orugas acrobáticas (las del guerrero del haya) que en su infancia tienen aspecto de excremento de pájaro pero que después de su metamorfosis presentan unos apéndices ásperos de tipo himenopteroideo, así como otras características no menos barrocas, que permiten a estos extraordinarios individuos interpretar dos papeles a la vez (como el actor del teatro oriental que se convierte en una pareja de inextricables luchadores): el de serpenteante larva y el de la enorme hormiga que la ha capturado. Cuando cierta polilla se parece a cierta avispa, también camina y mueve sus antenas a la manera de las avispas en lugar de hacerlo como una mariposa. Cuando una mariposa tiene que parecer una hoja, no solamente reproduce de forma bellísima todos los detalles de la hoja, sino que tiene, además, numerosas marcas que imitan los agujeros perforados por los gusanos. La «selección natural», en el sentido darwiniano de la expresión, no bastaba para explicar la milagrosa coincidencia de la apariencia imitativa y el comportamiento imitativo; tampoco me parecía suficiente apelar a la teoría de la «lucha por la vida» cuando comprobaba hasta qué extremos de sutileza, exuberancia y lujo miméticos podía ser llevado un mecanismo defensivo, que en cualquier caso va muchísimo más lejos de de lo que pueda apreciar ningún predador. Descubrí así en la naturaleza los placeres no utilitarios que buscaba en el arte. En ambos casos se trataba de una forma de magia, ambos eran un juego de hechizos y engaños complicadísimos.



3


He cazado mariposas en diversos climas y con diversos disfraces: como guapo niño con pantalones cortos y gorra de marinero; como larguirucho expatriado cosmopolita con pantalones anchos de franela y boina; como gordo anciano de calzón corto y cabeza descubierta. La mayor parte de mis vitrinas han tenido el mismo destino que nuestra casa de Vyra. Las que guardaba en la casa de San Petersburgo, y las escasas adiciones que dejé en el Museo de Yalta, fueron destruidas, sin duda, por los escarabajos de las alfombras y otras plagas. Una colección de material sudeuropeo que había comenzado a reunir en el exilio desapareció durante la Segunda Guerra Mundial. Todas las mariposas cazadas en Norteamérica de 1940 a 1960 (varios miles de especímenes entre los que se contaban grandes rarezas y tipos) se encuentran en el Museo de Zooogía Comp., el Mus. de Hist. Nat. Norteam. y el Mus. de Entom. de la Univ. de Cornell, donde están mucho más seguras que en Tomsk o en Atomsk. Recuerdos increíblemente felices, perfectamente comparables, de hecho, con los de mi adolescencia rusa, aparecen relacionados con mis trabajos de investigación en el MZC de Cambridge, Mass. (1941-1948). No menos felices han sido los numerosos viajes de coleccionista realizados casi cada verano, durante veinte años, a través de la mayor parte de los estados de mi país adoptivo.

En Jackson Hole y en el Gran Cañón, en las laderas de las montañas que se elevan sobre Telluride (Colorado) y en un famoso pino estéril que se encuentra cerca de Albany (Nueva York), habitan, y seguirán habitando, en generaciones más numerosas que las ediciones, las mariposas que he sido el primero en describir. Varios de mis descubrimientos han sido también objeto de los trabajos de otros investigadores; algunos han sido bautizados con mi nombre. Uno de estos últimos, el Doguillo de Nabokov (Eupithecia nabokovt, McDunnough), que una noche de 1943 cacé con una caja en el gran ventanal de Alta Lodge, la casa de James Laughlin en Utah, armoniza de manera muy filosófica con la espiral temática que comenzó en un bosque de las orillas del Oredezh alrededor de 1910, o quizás antes incluso, en aquel río de Nueva Zembla, hace un siglo y medio.

Pocas cosas he conocido, en el terreno de la emoción o de los apetitos, de la ambición o del logro, que puedan superar en riqueza e intensidad la excitación del explorador entomológico. Desde su comienzo mismo, esta actividad tuvo muchas facetas que centelleaban de forma combinada. Una de ellas era el agudo deseo de soledad, ya que cualquier acompañante, por silencioso que sea, entorpecía el concentrado disfrute de mi manía. Su gratificación no admitía compromisos ni excepciones. Ya a mis diez años, preceptores e institutrices sabían que la mañana era mía y procuraban alejarse cautelosamente.

Respecto a esta cuestión recuerdo la visita de un compañero de colegio, un muchacho al que yo apreciaba mucho y con quien me divertía horrores. Llegó una noche de verano —creo que en 1913– de un pueblo que estaba a unos cuarenta kilómetros de distancia. Su padre había perecido hacía poco en un accidente, la familia estaba arruinada y el valeroso muchacho, que no podía pagarse el billete de tren, recorrió en bicicleta esos kilómetros para pasar unos días conmigo.

La mañana siguiente al día de su llegada hice todo lo que pude por salir de casa para mi expedición a pie sin que él se enterarse de adonde me había ido. Sin desayunar, con histérico apresuramiento, cogí mi cazamariposas, mis cajas de píldoras, mi frasco de veneno y escapé por la ventana. En cuanto entré en el bosque ya me sentí seguro, pero seguí andando, con los gemelos temblorosos, los ojos empapados de ardientes lágrimas, todo mi ser estremecido de vergüenza y asco de mí mismo, pues podía ver a mi pobre amigo, con su alargada cara pálida y su lazo negro, paseando abatido por el jardín, acariciando a los jadeantes perros a falta de mejores entretenimientos, y esforzándose por encontrar una justificación para mi ausencia.

Permítaseme que observe mi manía objetivamente. Exceptuando sólo a mis padres, nadie comprendía mi obsesión, y todavía tardé muchos años en encontrar a alguien que también la padeciese. Una de las primeras cosas que aprendí fue a no confiar en la ayuda de los otros para ampliar mi colección. Una tarde de verano, en 1911, Mademoiselle entró en mi habitación con un libro en la mano, y empezó a decir que quería mostrarme con qué ingenio denunciaba Rousseau la zoología (en favor de la botánica), pero en ese momento ya estaba demasiado avanzada en el proceso gravitatorio por medio del cual acomodaba su masa en una butaca para que mi aullido de angustia pudiera detenerla: en aquel asiento había dejado yo por casualidad una caja con tapa de cristal que contenía una amplia y maravillosa serie de mariposas de la col. La primera reacción de Mademoiselle fue de vanidad herida: ¿cómo podía nadie echarle la culpa a su peso de haber estropeado lo que de hecho había destruido por completo?; la segunda fue un intento de consolarme: Allons donc, ce ne sont que des papillons de potager!, lo cual no hizo sino empeorar las cosas. Una pareja de mariposas sicilianas que acababa de comprar a la empresa de Staudinger había quedado aplastada y estropeada. Un enorme ejemplar de Biarritz quedó hecho papilla. También encontré aplastados algunos de mis más selectos descubrimientos locales. Entre estos últimos, una aberración parecida a la raza canaria de esta especie podía ser reparada con un poco de pegamento; pero un precioso ginandromorfo, con el lado izquierdo macho y el derecho hembra, cuyo abdomen había desaparecido y cuyas alas se habían desprendido, se perdió para siempre: aún se podían volver a pegar las alas, pero nadie hubiera podido demostrar que las cuatro pertenecían a ese tórax decapitado que todavía permanecía ensartado en un doblado alfiler. A la mañana siguiente, dándose aires de misterio, la pobre Mademoiselle se fue a San Petersburgo y regresó por la noche trayéndome («es mucho mejor que tus mariposas de la col») una trivial mariposa nocturna de la familia de las uraniidaemontada sobre una tablilla de yeso.

—¡Cómo me abrazaste, cómo te pusiste a bailar de alegría! —exclamó Mademoiselle diez años más tarde, inventando así un nuevo pasado.

Nuestro médico del campo, a cuyo cuidado dejé la crisálida de una infrecuente polilla con ocasión de un viaje al extranjero, me escribió una carta diciéndome que la incubación había sido perfecta; pero en realidad la preciosa larva había sido presa de una rata, y el mentiroso anciano me entregó a mi regreso un par de ninfálidas corrientes que, imagino, cazó apresuradamente en su jardín e introdujo en la jaula de incubación como plausibles sustitutas (o eso creyó él). Mucho mejor que él era un entusiasta pinche de cocina que a veces tomaba prestado mi equipo y regresaba eufóricamente triunfal al cabo de un par de horas, con una bolsa llena de agitados seres invertebrados más otros de diversa naturaleza. Abría luego la boca de la red que llevaba atada con una cuerda, y vertía aquel cuerno de la abundancia sobre la mesa: un montón de saltamontes, un poco de arena, las dos partes de una seta que había cogido camino de casa, más saltamontes, más arena, y una estropeada blanquita de la col.

En las obras de los grandes poetas rusos sólo he sabido descubrir un par de imágenes lepidoptéricas de auténtica sensualidad: la impecable evocación que hace Bunin de una mariposa que sin duda es una ninfálida:


Y entonces entrará volando


Una colorida mariposa vestida de seda


Que aleteará, rumoreará y latirá


En el azul techo...




más el soliloquio «Mariposa» de Fet:


De dónde he venido y a dónde me lleva mi prisa


No preguntes;


Ahora en una graciosa flor me he posado


Y ahora respiro.




En la poesía francesa sorprenden los conocidos versos de Musset (en Le Saule):


La phalétie doré dans sa course légére


Traverse les prés embaumés




que es una descripción absolutamente exacta del vuelo crepuscular del macho de una geométrida que en Inglaterra es conocida por el nombre de Orange moth; y también encontramos esa frase fascinantemente adecuada de Fargue (en Les Quatre Journées) acerca de un jardín que, al anochecer, se glace de bleu comme l'aile du grand Sylvain(la ninfa mayor). Y entre las escasísimas imágenes auténticamente lepidoptéricas de la poesía inglesa, mi favorita es la de Browning:


On our other side is the straight-up rock;


And a path is kept 'twixt the gorge and it


By boulder-stones where lichens mock


The marks of a moth, and small ferns fit


Their teeth to the polished block.


(«By the Fire-side»)




«Y al otro lado está la pared vertical de roca; / Y entre ella y la garganta discurre un sendero / Junto a cantos rodados donde los líquenes imitan burlones / Las marcas de las polillas, y pequeños helechos encajan / Sus dientes en el bruñido bloque.» («Junto al fuego».)


Es pasmoso que las personas corrientes se fijen tan poco en las mariposas. «Ninguna», me contestó tranquilamente el fuerte autostopista suizo con un Camus en la mochila cuando le pregunté aposta, y para beneficio de mi incrédulo acompañante, si había visto alguna mariposa mientras bajaba por el sendero en el que mi compañero y yo habíamos disfrutado viéndolas a enjambres. También es verdad que cuando evoco la imagen de cierto camino recordado con todo detalle pero perteneciente a un verano anterior a aquel de 1906, es decir anterior a la fecha de mi primera etiqueta de localización, y al que no he vuelto a regresar nunca, no consigo distinguir ni un ala o un aleteo o un destello añil o una sola flor perlada de mariposas, como si un hechizo maligno hubiese castigado la costa adriática convirtiendo en invisibles todos sus «leps» (como solemos decir los que tenemos propensión al argot). Exactamente esto mismo puede llegar a sentir un entomólogo al caminar algún día junto a un jubiloso y ya desencasquetado botánico por entre la espantosa flora de un planeta paralelo, y sin un solo insecto a la vista; y así (a modo de singular prueba del singular fenómeno consistente en la repetida utilización del escenario de nuestra infancia por parte de un austero director de escena como ambiente prefabricado para nuestros sueños de adulto) la ladera de una costa que aparece en cierta pesadilla que sueño con frecuencia, y en la que cuelo de contrabando el cazamariposas plegable de mis estados de vigilia, muestra alegres matas de tomillo y meliloto, pero está incomprensiblemente desprovista de todas las mariposas que deberían encontrarse allí.

También averigüé muy pronto que cuando un «lepist» se dedica a su tranquila búsqueda puede provocar las más extrañas reacciones en otros seres. Muy a menudo, cuando, al realizarse los preparativos de una excursión por el campo, intentaba tímidamente guardar mis humildes utensilios en el charabón de alquitranados aromas (se utilizaba un preparado a base de alquitrán para impedir que las moscas molestaran a los caballos) o en el «Opel» descapotable con olor a té (hace cuarenta años, la bencina olía así), siempre aparecía alguno de mis primos o tías que comentaba:

—¿Tienes que llevarte forzosamente ese cazamariposas? ¿No podrías entretenerte como los niños corrientes? ¿No te parece que estás fastidiando a todo el mundo?

Cerca de un cartel que decía NACH BODENLAUBE, en Bad Kissingen (Baviera), cuando estaba a punto de iniciar con mi padre y con el majestuoso y anciano Muromtsev (que, cuatro años atrás, en 1906, había sido presidente del primer Parlamento ruso), un paseo, este último volvió su marmórea testa hacia mí, apenas un niño de once años, y me dijo con su famosa solemnidad:

—Puedes acompañarnos, desde luego, pero no caces mariposas, niño. Interrumpe el ritmo del paseo.

En un camino que se elevaba sobre el mar Negro, en la península de Crimea, y entre matorrales de flores que parecían de cera, en marzo de 1918, un estevado centinela bolchevique intentó arrestarme por haberle hecho señales (con mi cazamariposas, dijo) a un buque de la Armada británica. En verano de 1929, cada vez que atravesaba andando un pueblo del Pirineo oriental, y volvía casualmente la cabeza, veía detrás de mí a los campesinos congelados en las diversas poses en las que mi paso les había encontrado, como si yo fuese Sodoma y ellos la mujer de Lot. Un decenio después, en los Alpes marítimos, noté una vez que la hierba se ondulaba de forma serpentina a mi espalda, porque un gordo policía rural se arrastraba sobre su barriga tras de mí para asegurarse de que no intentaba cazar pajarillos. Norteamérica me ha mostrado más ejemplos incluso que otros países de este interés morboso por mis actividades rederas, quizá porque cuando llegué aquí ya era cuarentón, y cuanto más viejo sea el cazador de mariposas, más ridículo parece con un cazamariposas en la mano. Severos granjeros me han señalado los carteles que decían PROHIBIDO PESCAR; desde los coches que pasaban por la carretera me han lanzado aullidos de burla; perros adormilados que hacían caso omiso hasta de los vagabundos de peor aspecto se han reanimado para acercárseme gruñendo; diminutos críos me han señalado con el dedo a sus desconcertadas mamás; veraneantes de mentalidad tolerante me han preguntado si cazaba chinches para usarlas como cebo; y una mañana, en un erial iluminado por altas yucas en flor, cerca de Santa Fe, una enorme yegua negra estuvo siguiéndome casi dos kilómetros.



4


Cuando, después de haberme sacado de encima a todos mis perseguidores, tomaba la desigual y roja carretera que partía de nuestra casa de Vyra para internarse en los sembrados y los bosques, la animación y lustre de la jornada parecía rodearme de un estremecimiento de simpatía.

Recentísimas y oscurísimas erebias ligeas, que aparecían sólo cada dos años (oportunamente, el recuerdo se ha puesto aquí en fila), cruzaban fugaces por entre los abetos o revelaban sus manchas anaranjadas y sus bordes ajedrezados cuando tomaban el sol entre los helechos de los márgenes. Saltando por encima de la hierba una pequeña ninfa, la ninfa morena, burló mi red. Varias polillas rondaban también por allí: chillonas hembras amantes del sol volando de flor en flor como moscas coloreadas, o machos insomnes buscando hembras ocultas, como esa herrumbrosa lasio-campa quercusque atravesó velozmente el follaje. También llamó mi atención (y éste fue uno de los mayores misterios de mi infancia) un ala verde pálido atrapada en una telaraña (para entonces ya sabía de qué se trataba: parte de una geómetra esmeralda. La tremenda larva del coso, ostentosamente segmentada, de cabeza chata, color carne y brillo rojizo, una extraña criatura, «desnuda como una lombriz» por utilizar una comparación francesa, se cruzó en mi camino mientras buscaba frenéticamente un lugar en donde crisalidar (los terribles apremios de La Metamorfosis, el aura de un ataque vergonzoso en un lugar público). En la corteza de un abedul, ese tan robusto que crece junto al portillo del parque, había encontrado la primavera anterior a una oscura aberración de la Carmelita de Sievers (para el lector, otra polilla gris). En la cuneta, bajo el puentecillo, un zapatero se codeaba con una libélula (para mí, una simple libélula azul). De una flor salieron volando hasta una altura tremenda un par de lycaenas macho, peleándose mientras se remontaban por los aires, para después, pasado un rato, bajar como un rayo una de ellas a su cardo. Todos estos eran insectos conocidos, pero en cualquier momento podía aparecer alguno mejor que me forzaría a detenerme con una rápida inspiración. Recuerdo un día en el que acercaba cautelosamente mi red a una strymonidia poco común que se había posado delicadamente en una ramita. Podía ver claramente la W blanca sobre el envés color chocolate. Tenía las alas cerradas, y las inferiores se frotaban la una contra la otra en un curioso movimiento circular, produciendo posiblemente una levísima y alegre crepitación de tono demasiado elevado como para que pudiera captarlo un oído humano. Hacía mucho tiempo que anhelaba poseer esta especie en particular, y, cuando me situé a la distancia adecuada, lancé mi cazamariposas. Todo el mundo ha escuchado el gemido del campeón de tenis tras haber fallado un golpe fácil. Todo el mundo ha visto el rostro del mundialmente famoso maestro Wilhelm Edmundson cuando, durante una exhibición de partidas simultáneas celebrada en un café de Minsk, perdió su torre, por un absurdo descuido, ante un aficionado local, el pediatra doctor Schach, que finalmente le ganó. Pero no hubo nadie aquel día (excepto yo mismo de mayor) que pudiera verme sacudir el cazamariposas para hacer saltar la ramita que era su único contenido, y quedarme mirando pasmado el agujero de la tarlatana.


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