Текст книги "Habla memoria"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Dmitri Nabokov (la terminación en ff no era más que una vieja manía europea), ministro de Estado de Justicia entre 1878 y 1885, hizo cuanto estuvo en su mano por proteger, ya que no reforzar, las reformas liberales de los años sesenta (la institución del jurado, por ejemplo) frente a los feroces ataques reaccionarios. «Actuó —dice uno de sus biógrafos (la Enciclopedia Brockhaus, segunda edición rusa)– como el capitán de un buque en plena tormenta, que es capaz de arrojar por la borda parte del cargamento para salvar el resto.» El epitáfico símil repite inconscientemente un tema epigráfico: el anterior intento realizado por mi abuelo de arrojar al representante de la ley por la ventana.
Cuando se retiró, Alejandro III le ofreció elegir entre el título de conde y una suma de dinero, presumiblemente grande; no sé cuánto valía exactamente un título de conde en Rusia, pero, en contra de las frugales esperanzas del Zar, mi abuelo (al igual que su tío Ivan, a quien Nicolás había ofrecido una elección similar) se zambulló de cabeza en pos de la más sólida de las recompensas. ( «Encore un comte raté», comenta con guasa Sergey Sergeevich.) A partir de entonces vivió casi siempre en el extranjero. Durante los primeros años de este siglo se le nubló la mente y se aferró a la creencia de que mientras permaneciera en la región mediterránea no le pasaría nada. Los médicos sostenían la opinión contraria, y creían que viviría más tiempo en el clima de alguna estación de montaña o en el norte de Rusia. Hay una anécdota extraordinaria, cuyas piezas no he podido reunir por completo, que cuenta cómo escapó, en algún lugar de Italia, de quienes le atendían. Luego estuvo errando por la zona, denunciando con vehemencia comparable a la del rey Lear la actitud de sus hijos, ante desconocidos que respondían con una sonrisa de burla, hasta que fue capturado en un remoto y salvaje rincón rocoso por unos carabinieride marcado sentido práctico. Durante el invierno de 1903, mi madre, la única persona cuya presencia podía soportar el anciano en sus momentos de locura, estuvo constantemente a su lado en Niza. Mi hermano y yo, que teníamos respectivamente tres y cuatro años, también estábamos allí con nuestra institutriz inglesa; recuerdo el sonoro estremecimiento de los cristales de las ventanas a la menor brisa, y el asombroso dolor que me causó una gota de lacre que me cayó en el dedo. Utilizando la llama de una vela (diluida hasta una engañosa palidez por el sol que invadía las losas en las que estaba arrodillado), había estado dedicándome a transformar goteantes barritas de aquella materia en pegajosas manchas de maravilloso olor y de tonos rojo y azul y broncíneo. Momentos después empecé a berrear en el suelo, y mi madre corrió a rescatarme, mientras no lejos de allí mi abuelo, en su silla de ruedas, daba resonantes porrazos con su bastón. Mi madre se las vio y se las deseó para tratarle. Utilizaba palabras malsonantes. Confundía una y otra vez al criado que empujaba su silla por el Promenadedes Anglais con el conde Loris-Melikov, uno de sus compañeros (fallecido hacía mucho tiempo) del gabinete ministerial de los años ochenta. «Qui est cette femme —chassez la !», le decía gritando a mi madre mientras señalaba con su tembloroso índice a la reina de Bélgica o de Holanda, que se había detenido para interesarse por su salud. Recuerdo confusamente haber corrido hasta su silla para enseñarle una bonita piedrecilla, que él examinaba lentamente y se llevaba luego a la boca. Ojalá hubiese sido más curioso en aquella época posterior en la que mi madre solía recordar estos tiempos.
Mi abuelo se hundía, por períodos cada vez más prolongados, en un estado de inconsciencia; durante uno de ellos fue enviado a su pied-a-terredel Muelle de Palacio en San Petersburgo. Mientras iba recobrando gradualmente la conciencia, mi madre transformó su dormitorio en el que había tenido en Niza. Encontraron algunos muebles parecidos, y un mensajero especial trajo de Niza ciertos artículos, y fueron adquiridas todas las flores a las que sus neblinosos sentidos se habían acostumbrado, con toda su variedad y profusión, y pintaron de blanco luminoso un fragmento de pared que se divisaba desde la ventana, de modo que cada vez que volvía a un estado de relativa lucidez se encontraba a salvo en aquella Riviera artísticamente escenificada por mi madre; y allí, el 28 de marzo de 1904, exactamente dieciocho años antes que mi padre, murió pacíficamente.
Dejó cuatro hijos y cinco hijas. El mayor era Dmitri, que heredó el mayorazgo de los Nabokov en lo que entonces eran dominios polacos del Zar; su primera esposa fue Lidia Eduardovna Falz-Fein, y la segunda Marie Redlich; a continuación venía mi padre; después Sergey, gobernador de Mitau, que se casó con Daria Nikolaevna Tuchkov, tataranieta del mariscal de campo Kutuzov, príncipe de Smolensk. El más pequeño era Konstantin, un solterón empedernido. Las hermanas eran: Natalia, esposa de Ivan de Peterson, cónsul ruso en La Haya; Vera, esposa de Ivan Pihachev, deportista y terrateniente; Nina, que se divorció del barón Rausch von Traubenberg, gobernador militar de Varsovia, para casarse con el almirante Nikolay Kolomeytsev, héroe de la guerra del Japón; Elizaveta, casada con Henri, príncipe de Sayn-Wittgenstein-Berleburg, y, después de su muerte, con Roman Leikmann, que antes fuera preceptor de sus hijos; Nadezhda, esposa de Dmitri Vonlyarlyarski, de quien más tarde se divorció.
El tío Konstantin era miembro del cuerpo diplomático y, durante la última etapa de su carrera, en Londres, libró una enconada y finalmente fracasada batalla con Stablin, para ver cuál de los dos dirigía la legación rusa. Su vida estuvo bastante desprovista de acontecimientos, pero se libró maravillosamente de un par de encerronas del destino, mucho menos inocuas que la corriente de aire de un hospital de Londres que acabó con su vida en 1929. Una vez, el 17 de febrero de 1905, encontrándose en Moscú, cuando un amigo suyo, el gran duque Sergey, le ofreció, medio minuto antes de la explosión, llevarle en su carruaje, y mi tío dijo que no, gracias, que prefería ir andando, y el coche se fue al encuentro de su fatal cita con la bomba de un terrorista; y la segunda vez, siete años más tarde, cuando faltó a otra cita, esta vez con un iceberg, al devolver por casualidad su pasaje para el Titanic. Después de nuestra huida de la Rusia de Lenin le vimos en Londres bastante a menudo. Nuestro encuentro en la estación Victoria, el año 1919, es una viñeta que permanece viva en mi recuerdo: mi padre adelantándose hacia su etiquetero hermano con un envolvente abrazo de oso; él, retrocediendo y diciéndole: «Mi v Anglii, Mi v Anglii[Estamos en Inglaterra].» Su encantador pisito estaba lleno a rebosar de recuerdos de la India, por ejemplo, fotografías de jóvenes oficiales británicos. Es autor de The Ordeal of a Diplomat[La ordalía de un diplomático] (1921), que se puede encontrar fácilmente en las grandes bibliotecas públicas, y de una versión en inglés del Boris Godunovde Pushkin; y aparece retratado, con barba de chivo incluida (y al lado del conde Witte, los dos delegados japoneses y Theodore Roosevelt, con aspecto benévolo), en un mural de la firma del Tratado de Portsmouth que se encuentra en el lado izquierdo del vestíbulo principal del Museo Norteamericano de Historia Natural: un lugar insuperablemente adecuado en donde encontrar mi apellido escrito en caracteres eslávicos de oro, como pude comprobar la primera vez que pasé por allí junto a otro lepidopterólogo que, en respuesta a la exclamación de reconocimiento que yo emití, se limitó a decir: «Cierto, cierto.»
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En forma diagramática, las tres fincas familiares del Oredezh, setenta y cinco kilómetros al sur de San Petersburgo, pueden ser representadas como tres anillos enlazados que forman una cadena de quince kilómetros que se extiende de oeste a este a uno y otro lado de la carretera de Luga. La de mi madre, Vyra, está en el centro; Rozhestveno, la de su hermano, a la derecha; y Batovo, la de mi abuela, a la izquierda. Los puntos de unión son los puentes que cruzan el Oredezh (o, mejor dicho, Oredezh') que, siguiendo su curso serpenteante y ramificado, bañaba Vyra por ambos lados.
Otras dos fincas, mucho más alejadas, de esta misma región estaban relacionadas con Batovo: la de Druzhnoselie de mi tío el príncipe Wittgenstein, situada pocos kilómetros más allá de la estación de ferrocarril de Siverski, que estaba a nueve kilómetros al nordeste de nuestras tierras; y la de Mityushino, de mi tío Pihachev, que estaba a unos setenta y cinco kilómetros al sur en la carretera de Luga; no estuve allí ni una sola vez, pero recorríamos bastante a menudo los aproximadamente quince kilómetros que nos separaban de los Wittgenstein, y una vez (agosto de 1911) les visitamos en su otra espléndida finca, Kamenka, situada en la provincia de Podolsk, en el sudoeste de Rusia.
La finca de Batovo entra en la historia el año 1805, cuando pasa a ser propiedad de Anastasia Matveevna Rileev, néeEssen. Su hijo, Kondratiy Fyodorovich Rileev (1795-1826), poeta menor, periodista y famoso decembrista que pasaba allí la mayor parte de los veranos, escribió elegías al Oredezh y entonó himnos al castillo del príncipe Aleksey, que era la joya de sus riberas. La leyenda y la lógica, extrañas pero poderosas asociadas, parecen indicar, tal como he explicado más extensamente en mis notas al Onegin, que el duelo a pistola de Rileev con Pushkin, del que tan poco se sabe, se celebró en el parque de Batovo, entre el 6 y el 9 de mayo (calendario juliano) de 1820. Puskin, con dos amigos, el barón Anton Delvig y Pavel Yakovlev, que le acompañaban en el primer tramo de su largo viaje en coche de San Petersburgo a Ekaterinoslav, abandonó sigilosamente la carretera de Luga a la altura de Rozhestveno, cruzó el puente (el golpeteo de los cascos se transformó aquí en una breve trápala), y siguió el antiguo camino lleno de baches que conducía hacia Batovo. Allí, delante de la casa solariega, Rileev les esperaba con impaciencia. Acababa de enviar a su esposa, que estaba en el último mes de su embarazo, a las tierras que ella tenía cerca de Voronezh, y ansiaba que concluyera lo antes posible el duelo para después, si Dios quería, reunirse allí con ella. Puedo notar en mi piel y en mis orificios nasales la deliciosa aspereza campesina de aquel día de primavera norteña que recibió a Pushkin y a sus dos padrinos cuando bajaron del coche y comenzaron a caminar por la avenida de tilos que nacía al otro lado de los arriates de Batovo, que todavía se mantenían virginalmente negros. Veo con la misma claridad a los tres jóvenes (la suma de sus edades equivale a la que yo tengo ahora) siguiendo a su anfitrión y a dos desconocidos hacia el parque. En esas fechas asomaban pequeñas violetas arrugadas por entre la alfombra de hojas muertas del año anterior, y las recién aparecidas punta-anaranjadas se posaban sobre los temblorosos dientes de león. Durante un momento el destino pudo vacilar entre impedir que un heroico rebelde se encaminara hacia la horca, o privar a Rusia de Eugene Onegin; luego, sin embargo, no hizo ni una cosa ni otra.
Un par de décadas después de la ejecución de Rileev en el bastión de la fortaleza Pedro-y-Pablo en 1826, la finca de Batovo le fue comprada al estado por la madre de mi abuela paterna, Nina Aleksandrovna Shishkov, posteriormente baronesa de Korff, a quien mi abuelo se la compró alrededor de 1855. Dos generaciones de Nabokov criados por preceptores e institutrices conocieron cierto sendero de los bosques de las cercanías de Batovo con el nombre de «Le Chemin du Pendu», el paseo favorito del Ahorcado, que es como se llamaba en sociedad a Rileev: cruel pero también eufemística y asombradamente (en aquel entonces no era frecuente que ahorcaran a los caballeros), en lugar de llamarle el Decembrista o el Insurgente. Puedo imaginarme con facilidad al joven Rileev en las verdes madejas de nuestros bosques, paseando y leyendo un libro, que era una forma de ambular propia de la época, con la misma facilidad con que puedo visualizar al temerario teniente que desafía al despotismo en la sombría plaza del Senado, con sus camaradas y sus desconcertadas tropas; pero el nombre de este largo y «adulto » promenadeque tanto ilusionaba a los niños que se habían portado bien, estuvo durante toda nuestra infancia completamente desvinculado para nosotros del destino del desafortunado señor de Batovo: mi primo Sergey Nabokov, que nació en la Chambre du Revenant de Batovo, imaginaba un fantasma convencional, mientras que yo conjeturé ante mi preceptor o institutriz que algún misterioso desconocido había sido hallado balanceándose de una rama del álamo en el que cría una rara esfinge. Que Rileev fuera simplemente el «Ahorcado» ( povesbenrity o visel'nik) para los campesinos del lugar no me parece antinatural; pero en las familias señoriales sólo un extravagante tabú impidió, al parecer, que los padres identificaran al fantasma, como si una referencia específica pudiese introducir un matiz de indecencia en la mágica vaguedad de la frase que designaba un pintoresco paseo por un querido rincón campestre. De todos modos, me resulta curioso ver que incluso mi padre, que poseía tan amplia información acerca de los decembristas y que sentía por ellos una simpatía mucho mayor que sus parientes, no mencionara ni una sola vez, por lo que yo recuerdo, a Kondratiy Rileev durante nuestros paseos y excursiones en bicicleta por los alrededores. Mi primo me hace notar que el general Rileev, hijo del poeta, fue amigo íntimo del Zar Alejandro II y de mi abuelo D. N. Nabokov, y que on ne parle pas de corde dans la maison du pendu.
A partir de Batovo, la vieja carretera llena de baches (que antes hemos seguido con Pushkin y que ahora recorremos en sentido contrario) avanzaba hacia el este durante unos tres kilómetros hasta llegar a Rozhestveno. Justo antes del puente principal se podía o bien girar hacia el norte, campo a través, en dirección a nuestro Vyra y sus dos parques situados a ambos lados del camino, o bien continuar hacia el este, bajando por una fuerte pendiente y pasando junto a un viejo cementerio asfixiado de frambuesos y racemosas, para después cruzar el puente que conduce a la casa de mi tío, tan fría y distante con aquellas columnas blancas en lo alto de su colina.
La finca Rozhestveno, que incluye un pueblo del mismo nombre, grandes terrenos, y una casa solariega que domina el curso del río Oredezh, y la carretera de Luga (o de Varsovia), en el distrito de Tsarskoe Selo (actualmente Pushkin), a unos setenta y cinco kilómetros al sur de San Petersburgo (actualmente Leningrado), era conocida antes del siglo XVIII con el nombre de heredad Kurovitz, perteneciente al antiguo distrito de Koporsk. Alrededor de 1715 había sido propiedad del príncipe Aleksey, desgraciado hijo de aquel matón de matones que se llamó Pedro I. Parte de un escalier dérobéy otro elemento arquitectónico que no consigo recordar fueron conservados en la nueva anatomía del edificio. He tocado esa barandilla y he visto (¿o pisado?) ese otro detalle olvidado. Siguiendo el camino real que conducía a Polonia y Austria tras haber salido de este palacio, el príncipe logró escapar, pero sólo para ser forzado a regresar por medio de engaños desde el lejanísimo Nápoles a la cámara de torturas de su padre, por culpa de la intervención del agente del Zar, el conde Pyotr Andreevich Tolstoy, que fuera embajador en Constantinopla (en donde obtuvo para su amo el pequeño moro que tendría por biznieto a Pushkin). Rozhestveno perteneció más tarde, según creo, a una favorita de Alexander I, y la casa fue reconstruida parcialmente cuando mi abuelo materno compró la heredad alrededor de 1880, para su hijo mayor Vladimir, que murió no mucho después, a los dieciséis años. Su hermano Vasiliy la heredó en 1901 y pasó allí diez de los quince veranos que todavía le quedaban de vida. Recuerdo en particular que la casa era muy fresca y sonora, y también el piso de losas ajedrezadas del vestíbulo, diez gatos de porcelana en un estante, un sarcófago y un órgano, las claraboyas y las galerías superiores, la coloreada penumbra de sus misteriosas habitaciones, y claveles y crucifijos por todas partes.
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De joven, Carl Heinrich Graun tuvo una bella voz de tenor—, una noche en la que tenía que cantar una ópera escrita por Schurmann, maestro de capilla de Brunswick, le resultaron tan fastidiosas algunas de las arias que las cambió por otras compuestas por él mismo. Aquí siento la conmoción del más alborozado parentesco; sin embargo prefiero a otros dos antepasados míos, al joven explorador que ya he mencionado, y al gran patólogo, abuelo materno de mi madre, Nikolay Illarionovich Kozlov (1814-1889), primer presidente de la Academia Imperial Rusa de Medicina y autor de artículos tales como «Del desarrollo de la idea de enfermedad», o «Coartación del foramen yugular en los dementes». Este momento me parece adecuado para mencionar de paso mis propios artículos científicos, y en especial mis tres preferidos: «Notas sobre las Plebejinaeneotropicales» ( Psyche, Vol. 52. Nos. 1-2 y 3-4, 1945), «Una nueva especie de Cyclargus Nabokov» ( The Entomologist, diciembre de 1948) y «Los individuos neárticos del genus Lycaeides Hübner» ( Bulletin Mus. Comp. Zool., Harvard Coll., 1949), año a partir del cual me resultó físicamente imposible seguir alternando la investigación científica con las conferencias, las belles lettres, y Lolita(porque ya estaba en camino: un parto doloroso, un bebé difícil).
El blasón Rukavishnikov es más modesto, pero también menos convencional que el de los Nabokov. El escudo de armas es una versión estilizada de un domna(primitivo alto horno), alusión, sin duda, a la función de los minerales de los Urales que fueron descubiertos por mis aventureros antepasados. Deseo señalar que estos Rukavishnikov —pioneros de Siberia, buscadores de oro e ingenieros de minas– no estaban emparentados, como han dado descuidadamente por supuesto algunos biógrafos, con los no menos ricos comerciantes moscovitas de la época. Mis Rukavishnikov pertenecían (desde el siglo XVIII) a la aristocracia terrateniente de la provincia de Kazan. Sus minas estaban situadas en Alopaevsk, cerca de Nizhni-Tagilsk, provincia de Perm, en el lado siberiano de los Urales. Mi padre viajó dos veces allí en el antiguo Express Siberiano, un bello tren perteneciente a la familia Nord-Express, y que yo tenía intención de utilizar muy pronto para un viaje no tan mineralógico como entomológico; pero este proyecto chocó con la interferencia de la revolución.
Mi madre, Elena Ivanovna (29 de agosto de 1876-2 de mayo de 1939), era hija de Ivan Vasilievich Rukavishnikov (1841-1901), terrateniente, juez de paz y filántropo, hijo de un industrial millonario, y de Olga Nikolaevna (1845-1901), hija del doctor Kozlov. Tanto el padre como la madre de mi madre murieron de cáncer en el curso del mismo año, él en marzo y ella en junio. De los siete hermanos que tuvo, cinco murieron de pequeños, y de sus dos hermanos mayores Vladimir murió a los dieciséis años en Davos, en la década de los ochenta del siglo pasado, y Vassiliy en París, en 1916. Ivan Rukavishnikov tenía muy mal carácter, y mi madre le temía. Durante mi infancia lo único que conocí de él fueron sus retratos (su barba, la cadena de magistrado que colgaba de su cuello) así como los atributos de su principal pasatiempo, tales como patos de señuelo y cabezas de alce. Un par de osos especialmente grandes que habían sido cazados por él estaban colocados en pie, con las garras delanteras temiblemente alzadas, junto a la barandilla de hierro del vestíbulo de nuestra casa de campo. Todos los veranos medía yo mi estatura según fuera mi capacidad de alcanzar sus fascinantes garras, primero la de la más baja de las patas delanteras, y después la de la más alta. Sus barrigas me parecieron decepcionantemente duras cuando decidí hundir los dedos (acostumbrados a palpar perros vivos o animales de juguete) en su áspero pelo pardo. De vez en cuando sacaban esos osos a un rincón del jardín para sacudirlos y airearlos exhaustivamente, y la pobre Mademoiselle, que llegaba del parque, soltaba un grito de alarma al vislumbrar aquellas dos fieras salvajes aguardándola a la móvil sombra de los árboles. A mi padre no le interesaba en absoluto la caza, y en esto difería profundamente de su hermano Sergey, que era un apasionado deportista que a partir de 1908 fue Montero Mayor de Su Majestad el Zar.
Uno de los más felices recuerdos adolescentes de mi madre fue el del viaje que hizo un verano con su tía Praskovia a la península de Crimea, donde su abuelo paterno tenía una finca cerca de Feodosia. Su tía y ella salieron a dar un paseo con él y con otro anciano caballero, Ayvazovski, el conocido pintor de marinas. Mi madre recordaba que el pintor dijo (tal como había sin duda dicho en otras muchas ocasiones) que en 1836, durante una exposición de pintura en San Petersburgo, vio a Pushkin, «un feo tipejo bajito con una esposa alta y guapa». Eso ocurrió más de medio siglo antes, cuando Ayvazovski era estudiante de bellas artes, y menos de un año antes de la muerte de Pushkin. Mi madre recordaba también la pincelada que, con su propia paleta, añadió la naturaleza: la marca blanca dejada por un pájaro en el gris sombrero de copa que llevaba el pintor. Tía Praskovia, que la acompañaba, era la hermana de su madre, y estaba casada con el famoso sifilólogo V. M. Tarnovski (1839-1906), y era también médica y autora de obras sobre psiquiatría, antropología y política social. Un atardecer, en la villa que tenían los Ayvazovski cerca de Feodosia, tía Praskovia invitó a cenar al doctor Anton Chekhov, a quien, durante el transcurso de una conversación sobre medicina, ofendió. Ella era una mujer muy erudita, muy amable, y muy elegante, y resulta difícil imaginar cómo pudo exactamente haber provocado el estallido increíblemente tosco que Chekhov se permite tener en una carta dirigida a su hermana, que fue publicada el 3 de agosto de 1888. Tía Praskovia, o tía Pasha, como la llamábamos nosotros, nos visitaba a menudo en Vyra. Tenía una forma encantadora de saludarnos cuando entraba en las habitaciones de los niños y pronunciaba un sonoro «Bonjour les enfants!» Murió en 1910. Mi madre estaba junto a su lecho de muerte, y las últimas palabras de tía Pasha fueron:
—Qué interesante. Ahora lo entiendo. Todo es agua, vsyovoda.
Vasiliy, el hermano de mi madre, era miembro del cuerpo diplomático, pero no se lo tomaba tan en serio como mi tío Konstantin. Para Vasiliy Ivanovich aquello no era una carrera sino un más o menos plausible ambiente. Sus amigos italianos y franceses, igualmente incapaces de pronunciar su largo apellido ruso, lo redujeron a «Ruka» (con acento en la última sílaba), que le sentaba mucho mejor que su nombre entero. Tío Ruka me parecía en mi infancia formar parte del mundo de los juguetes, los alegres libros ilustrados, y los cerezos cargados de relucientes frutos negros: había construido un invernadero de cristal para todo un huerto situado en un rincón de su finca campestre, que estaba separada de la nuestra por el serpenteante río. Durante el verano, casi todos los días, a la hora del almuerzo, veíamos su coche cruzando el puente y luego acelerando hacia nuestra casa siguiendo un seto de jóvenes abetos. Cuando yo tenía ocho o nueve años, todos y cada uno de los días me sentaba sobre sus rodillas cuando terminaba de comer, y (mientras un par de criados despejaban la mesa en el vacio comedor) él me acariciaba, canturreando y diciendo extrañas palabras cariñosas, y yo sentía vergüenza ajena por él ante los criados, y me sentía muy aliviado cuando mi padre, desde la terraza, le llamaba: «Basile, on vous attend». Una vez fui a buscarle a la estación (debía de tener yo once o doce años) y, cuando se apeaba del largo coche cama internacional, me lanzó una mirada y dijo:
—Qué cetrino y feo ( jaune et laid) te has vuelto, pobrecito.
El día de mi decimaquinta onomástica, se me llevó a un lado y con su francés brusco, preciso y un tanto anticuado me informó que pensaba nombrarme su heredero.
—Y ahora ya puedes irte —añadió—, l'audience est finie. Je n'ai plus rien a vous dire.
Le recuerdo como un hombre flaco y pulcro de tez oscura, ojos verdegrís moteados de manchitas color herrumbre, oscuro y boscoso mostacho, y móvil nuez que asomaba conspicuamente por encima del pasador con un ópalo y una serpiente de oro que sostenía el nudo de su corbata. También llevaba ópalos en los dedos y en los gemelos. Una cadenilla de oro ceñía su frágil y peluda muñeca, y solía llevar un clavel en el ojal de su traje de verano de color gris paloma, gris rata o gris plateado. Yo sólo le veía en verano. Tras una breve estancia en Rozhestveno regresaba a Francia o Italia, a su castillo (llamado Perpigna) cerca de Pau, a su villa (llamada Tamarindo) cerca de Roma, o a su adorado Egipto, desde donde me enviaba postales (palmeras y sus reflejos, puestas de sol, faraones con las manos apoyadas en las rodillas) escritas con su gruesa letra. Luego, al llegar otra vez junio, cuando la fragante cheryomuha(variante europea del cerezo aliso, o simplemente «racemosa», tal como la bautizo en mi obra sobre el «Onegin») estaba en plena y espumosa floración, su bandera personal era izada en lo alto de su bella casa de Rozhestveno. Viajaba con media docena de enormes baúles, sobornaba al Nord-Express para que hiciese una parada especial en nuestra pequeña estación campestre, y tras prometerme un maravilloso regalo, avanzaba con sus pequeños pies de remilgado paso calzados con zapatos blancos de tacón bastante alto hasta el árbol más próximo, le arrancaba una hoja, me la ofrecía y decía:
– Pour mon neveu, la chose la plus belle du monde: une feuille verte.
O bien me traía solemnemente de Norteamérica la colección del Foxy Grandpa, y la de Buster Brown, un olvidado muchacho de traje rojizo: mirando detenidamente se veía que el color era en realidad un denso amontonamiento de puntos rojos. Cada episodio terminaba con una tremenda paliza para Buster, administrada por su Mamá, mujer de cintura de avispa pero muy fuerte, que utilizaba una zapatilla, un cepillo del pelo, un frágil paraguas, cualquier cosa —hasta la cachiporra de un servicial policía—, y arrancaba nubes de polvo de las posaderas del pantalón de Buster. Como a mí no me han azotado nunca, aquellos dibujos me daban la misma impresión que cualquier otra extraña y exótica tortura como, por ejemplo, aquel enterramiento hasta la barbilla en la tórrida arena del desierto de un infeliz de ojos desorbitados, que vi en la portada de un libro de Mayne Reid.
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Tío Ruka llevó al parecer una vida ociosa y curiosamente caótica. Su carrera diplomática era muy poco clara. Se enorgullecía, sin embargo, de ser un experto en la descodificación de mensajes cifrados en cualquiera de los cinco idiomas que conocía. Un día le sometimos a una prueba, y en un abrir y cerrar de ojos transformó la frase «5.13 24.11 13.16 9.13.5 5.13 24.11» en los primeros versos de un famoso monólogo de Shakespeare.
Vestido con una chaqueta rosa, cabalgaba tras los lebreles en Inglaterra o Italia; envuelto en un abrigo de piel, intentó hacer en coche el recorrido de San Petersburgo a Pau; cubiertos los hombros por una capa de las de ir a la ópera, estuvo a punto de perder la vida en un accidente de aviación ocurrido en una playa cerca de Bayona. (Cuando le pregunté cómo se lo había tomado el piloto del destrozado Voisin, tío Ruka se lo pensó un momento y luego contestó con absoluto aplomo: «II sanglotait assis sur un rocher.») Cantaba barcarolas y tonadillas de moda ( «Ils se regardent tous deux, en se mangeant les yeux... » «Elle est morte en Février, pauvre Colinette!... » «Le soleil rayonnait encore, j'ai voulu revoir les grands bois...», y decenas más). También escribía música, de tipo dulzón y sentimental, y versos en francés, que curiosamente se podían medir como yámbicos ingleses o rusos, y caracterizados por su principesco desdén por las facilidades que ofrece la emuda. Era un extraordinario jugador de poker.
Como tartamudeaba y le costaba pronunciar las labiales, le cambió el nombre a su cochero, que de llamarse Pyotr pasó a ser Lev; y mi padre (que siempre le trataba con cierta mordacidad) le acusó de tener mentalidad de esclavista. Aparte de esto, su forma de hablar era una quisquillosa combinación de francés, inglés e italiano, idiomas que hablaba infinitamente mejor que su lengua materna. Cuando recurría al ruso, siempre cometía equivocaciones, o bien canturreaba alguna expresión especialmente castiza o incluso folklórica, como aquellas veces que en la mesa, soltando un tremendo suspiro (porque siempre tenía motivos de queja: un ataque de fiebre del heno, la muerte de un pavo real, la pérdida de un borzoi):
– Je suis triste et seul comme une bylinka v pole[tan triste y solitario como una «hoja de hierba en un campo»].
Siempre repetía que padecía una afección cardíaca incurable y que, cuando tenía los ataques, sólo conseguía cierto alivio tendiéndose en el suelo. Nadie le tomaba en serio, y después de que muriese de una angina de pecho, encontrándose solo, en París, a finales de 1916, y con cuarenta y cinco años de edad, todos recordamos con una especial punzada de dolor aquellos incidentes que solían producirse en el salón, después de comer, cuando el criado entraba desprevenido con el café turco, mi padre miraba (con burlona resignación) a mi madre, y luego (con desaprobación) a su cuñado, que yacía tendido con las piernas y los brazos abiertos en mitad del camino del criado, y después (con curiosidad) a la graciosa vibración que estremecía el servicio de café que sostenía en la bandeja el criado con sus manos enguantadas.
De otros y más extraños tormentos que le asediaron en el curso de su breve vida, buscó alivio —si es que entiendo correctamente estos asuntos– en la religión, primero en ciertos ramales sectarios de origen ruso, y al final en la iglesia católica. La suya era una de esas pintorescas neurosis que suelen ir acompañadas de la genialidad, pero no en su caso, y de ahí su búsqueda de una sombra viajera. Durante su juventud fue objeto de una intensa antipatía por parte de su padre, aristócrata campestre de la vieja escuela (cacerías de osos, un teatro particular, unos pocos cuadros de viejos maestros rodeados de un buen montón de porquerías), cuyo incontrolable mal carácter llegó a constituir, según los rumores, una auténtica amenaza para la vida del muchacho. Mi madre me habló más adelante de la tensión que se vivió en la Vyra de su adolescencia, de lo atroces que fueron las escenas que se desarrollaban en el despacho de Ivan Vasilievich, una sombría habitación de una esquina de la casa que daba a un viejo pozo con una herrumbrosa rueda de bombeo bajo cinco chopos lombardos. Nadie, aparte de mí, utilizó esa habitación. Yo guardaba mis libros y mis tablas de secado en sus negros estantes, y posteriormente induje a mi madre a que trasladara parte de los muebles de ese cuarto a mi pequeño y soleado estudio del lado del jardín, y hasta allí llegó tambaleante, una mañana, aquel tremendo escritorio, sobre cuyo forro de cuero negro no había más que un enorme abrecartas curvado, una auténtica cimitarra de marfil amarillo hecha con el colmillo de un mamut.