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Habla memoria
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Автор книги: Владимир Набоков



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4


Tuve inesperadamente noticia de su paradero alrededor de un mes después de mi llegada a la zona sur de Crimea. Mi familia se estableció en las cercanías de Yalta, en Gaspra, junto al pueblo de Koreiz. Todo parecía allí extranjero; los olores no eran rusos, los sonidos tampoco, el asno que rebuznaba cada atardecer justo cuando el muecín empezaba a cantar desde el minarete del pueblo (una delgada torre azul recortada en silueta contra un cielo de color melocotón) era sin duda vecino de Bagdad. Y allí, en un camino de herradura próximo a un cretoso lecho de río por el que diversas cintas serpenteantes de agua poco profunda discurrían sobre piedras ovaladas; allí me encontré a mí mismo con una carta de Tamara en la mano. Miré los abruptos Montes de Yayla, cuyos rocosos ceños estaban cubiertos por el karakul del oscuro pino táurico; y la franja de matorral de hoja perenne que separaba la montaña del mar; y el translúcido cielo rosa, en el que brillaba una presumida media luna, con una sola estrella húmeda en su vecindad; y aquel artificioso escenario me pareció como una litografía de una edición bellamente ilustrada, pero desgraciadamente resumida, de Las mil y una noches. De repente sentí toda la angustia del exilio. Estaba el caso de Pushkin, claro; Pushkin, que había errado por aquí, proscrito, entre estos cipreses y laureles naturalizados, pero aunque sus elegías llegaron quizás a estimularme, creo que mi exaltación no era simple pose. A partir de entonces y durante varios años, hasta que la redacción de una novela me alivió de esa fértil emoción, la pérdida de mi país fue para mí lo mismo que la pérdida de mi amor.

Entretanto, la vida de mi familia había cambiado por completo. Con la excepción de algunas joyas astutamente escondidas entre el contenido normal de un bote de polvos de talco, estábamos completamente arruinados. Pero ésta fue una cuestión absolutamente secundaria. El gobierno tártaro de la zona había sido barrido por un nuevo soviet, y nos vimos sometidos a ese absurdo y humillante sentimiento que es la inseguridad absoluta. Durante el invierno de 1917-1918, y hasta bien entrada la ventosa y luminosa primavera de Crimea, una forma estúpida de muerte comenzó a rondar a nuestro alrededor. Día sí, día no, en el blanco muelle de Yalta (donde, como recordará el lector, la protagonista de «La dama del perrito faldero» de Chekhov perdió sus impertinentes en medio de la muchedumbre de veraneantes), varias personas inofensivas, a las que previamente les ataban unos pesos a los pies, habían sido aniquiladas de un balazo por duros marinos bolcheviques importados de Sebastopol para este fin. Mi padre, que no era inofensivo, ya se había reunido para entonces con nosotros, después de diversas y peligrosas aventuras y, en esta zona de especialistas del pulmón, había adoptado el mimético disfraz de médico, aunque sin cambiar de nombre (una jugada «sencilla y elegante», como diría un anotador de ajedrez comentando un movimiento comparable realizado sobre el tablero). Nos alojábamos en una villa poco conspicua que una amiga amable, la condesa Sofía Panin, había puesto a nuestra disposición. Ciertas noches, cuando cobraban especial intensidad los rumores que hablaban de los asesinos que nos rondaban, los varones de nuestra familia patrullaban la casa por turnos. Las delgadas sombras de las hojas de adelfa se agitaban cautelosamente a lo largo de un pálido muro cuando soplaba la brisa marina, como si, adoptando las mayores precauciones, quisieran señalarnos alguna cosa. Teníamos una escopeta y una automática belga, e hicimos todo lo posible por no darle demasiada importancia al decreto según el cual sería instantáneamente ejecutado todo aquel que fuese sorprendido en posesión ilegal de armas de fuego.

El azar nos trató con amabilidad; no ocurrió nada, aparte del susto que nos llevamos a mitad de una noche de enero, cuando una figura con aspecto de bandido, toda ella envuelta en cuero y pieles, llegó reptando a nuestra casa; pero resultó no ser más que nuestro antiguo chófer, Tsiganov, al que no se le había ocurrido otra cosa que venir desde el lejano San Petersburgo, montado en topes y vagones de mercancías y a través de las inmensas, heladas y salvajes extensiones de Rusia, con el solo fin de traernos una bienvenida suma de dinero que nos enviaba inesperadamente un buen amigo. También trajo el correo recibido en nuestro domicilio de San Petersburgo; entre las cartas estaba la de Tamara. Tras un mes de estancia con nosotros, Tsiganov declaró que el paisaje de Crimea le aburría, y se fue de regreso al lejano norte, llevando al hombro una bolsa que contenía diversos artículos que le habríamos dado de buen grado si hubiéramos sabido que los codiciaba (un galán de noche, unas zapatillas de tenis, camisones, un despertador, una plancha, y otras ridiculeces que he olvidado) y cuya ausencia sólo hubiese sido notada gradualmente de no ser porque, con vengativo celo, nos lo recordó enseguida una anémica doncella cuyos pálidos encantos también había desvalijado él. Curiosamente, Tsiganov nos convenció de que sacáramos las piedras preciosas de mi madre del bote de polvos de talco (que él había detectado al instante) y las escondiéramos en un hoyo cavado en el jardín bajo un versátil roble, y allí seguían todas tras su partida.

Luego, un día de primavera de 1918, cuando las rosadas borlas de los almendros en flor animaron las oscuras laderas, los bolcheviques desaparecieron y un singularmente silencioso ejército de alemanes les sustituyó. Los patriotas rusos se sintieron desgarrados entre el alivio animal de haberse librado de los verdugos aborígenes y la necesidad de deber su liberación al invasor extranjero, y sobre todo a los alemanes. Estos últimos, no obstante, estaban perdiendo su guerra en el frente occidental y llegaron a Yalta de puntillas, con sonrisas desdeñosas, apenas un ejército de apariciones grises que los patriotas podían fácilmente ignorar, y que en efecto ignoraron, como no fuera para dirigir algunas sonrisillas disimuladas, y desagradecidas, a los tímidos carteles (PROHIBIDO PISAR LA HIERBA) que surgieron en los céspedes de los parques. Un par de meses después, tras haber reparado las cañerías de las villas que los comisarios dejaron vacías, los alemanes también se desvanecieron; los Blancos llegaron del este en cuentagotas, y pronto empezaron a combatir contra el Ejército Rojo, que atacaba Crimea desde el norte. Mi padre fue nombrado ministro de Justicia en el Gobierno Regional instalado en Simferopol, y su familia se alojó en Yalta, cerca de la finca de Livadia, antiguo dominio del Zar. La impetuosa y frenética alegría que brotó en las ciudades que estaban en poder de los Blancos nos devolvió, en una versión más vulgar, los atractivos de los años de paz. Las cafeterías estaban llenas a rebosar. Los teatros de todas clases vivieron una temporada floreciente. Una mañana, en un sendero de montaña, me encontré de repente con un extraño jinete vestido a la circasiana, con un rostro tenso y sudoroso pintado de un fantástico amarillo. Tiraba constantemente de las riendas de su caballo, que, sin hacerle caso, siguió bajando por el empinado sendero a un paso curiosamente determinado, como el de una persona que, ofendida, abandona una fiesta. Ya había visto monturas desbocadas, pero era la primera vez que veía a un caballo cuyo desbocamiento le indujera a sentar el paso, y mi pasmo adquirió un matiz más divertido incluso cuando reconocí en el desafortunado caballero a Mozzhuhin, el actor al que Tamara y yo habíamos admirado tan a menudo en la pantalla. Estaban ensayando la película Haji Murad(adaptación del relato de Tolstoy sobre ese montaraz caudillo, tan gallardo y buen jinete) en los pastizales de aquella sierra.

—Detenga a este bruto [ Derzhiíe proklyatoe zhivotnoe] —me dijo entre dientes al verme, pero en ese mismo momento, con un tremendo estrépito de fragorosas y tronantes piedras, dos tártaros auténticos bajaron corriendo a rescatarle, y yo seguí subiendo, con mi cazamariposas, hacia los altos peñascos en los que estaba esperándome la raza euxina del sátiro de Hipólito.

Durante aquel verano de 1918, pobre espejismo de juventud, mi hermano y yo solíamos frecuentar la amistosa y excéntrica familia propietaria de la finca costera de Oleiz. Pronto se desarrolló una bromista amistad entre Lidia T. y yo, que éramos de la misma edad. Siempre rondaba por allí mucha gente joven, guapas jovencitas de miembros bronceados y adornados de brazaletes, un famoso pintor llamado Sorin, actores, un bailarín clásico, alegres oficiales del Ejército Blanco, algunos de los cuales morirían muy pronto, de modo que con las fiestas en la playa, las excursiones al campo, las hogueras, el mar empapado de luna y una buena provisión de moscatel de Crimea, hubo muchas diversiones amorosas; y entretanto, contra este telón de fondo frívolo, decadente y en cierto modo irreal (que me satisfizo pensar que bastaba para conjurar la atmósfera de la visita de Pushkin a Crimea, un siglo atrás), Lidia y yo practicamos un jueguecito de oasis inventado por nosotros mismos. La cosa consistía en hacer la parodia de una biografía proyectada, por así decirlo, hacia el futuro, lo cual nos permitía transformar el especioso presente en algo así como un pasado detenido, tal como lo percibiría un chocheante memorista que, a través de una infranqueable neblina, recordase su trato con un escritor famoso en la época en que ambos eran jóvenes. Por ejemplo, Lidia o yo decíamos, sentados en la terraza después de cenar:

—Al escritor le gustaba salir a la terraza después de cenar.

O bien:

—Siempre recordaré la observación que hizo V. V. una noche calurosa. «Hace —dijo– una noche calurosa.»

O bien, más ridículamente incluso:

—Tenía la costumbre de encender sus pitillos antes de fumárselos.

Y todo esto pronunciado en un tono reflexivo y con un fervor reminiscente que en aquel momento nos pareció inofensivo e hilarante; pero ahora, ahora me sorprendo a mí mismo preguntándome si no estuvimos molestando sin querer a algún perverso y rencoroso demonio.

A lo largo de todos esos meses, siempre que alguna saca de correo lograba pasar de Ucrania hasta Yalta, había una carta de mi Tamara para mí. No hay nada tan inescrutable como el modo en que las cartas, bajo los auspicios de inimaginables portadores, circulan en la fantasmagórica confusión de las guerras civiles; pero cada vez que, debido a esa confusión, nuestra correspondencia quedaba interrumpida, Tamara reaccionaba como si la recepción de las cartas fuera uno de esos fenómenos naturales más corrientes, como el clima o las mareas, a los que no afectan los asuntos humanos, y me acusaba de no contestarla, cuando en realidad yo no hacía más que escribirle y pensar en ella durante esos meses, a pesar de mis muchas traiciones.



5


Feliz el novelista que consigue conservar una auténtica carta de amor recibida durante su juventud para insertarla en una obra de ficción, y empotrarla en ella como una limpia bala en una masa de carne fofa, para dejarla bien segura allí, entre vidas espúreas. Ojalá hubiese conservado así toda nuestra correspondencia. Las cartas de Tamara eran una sostenida evocación del paisaje rural que tan bien conocíamos los dos. Eran, en cierto sentido, una lejana pero maravillosamente clara respuesta antifonal a los mucho menos expresivos versos que yo le dedicara. Con descuidadas palabras, cuyo secreto sigo siendo incapaz de descubrir, su prosa de muchacha de instituto podía evocar con plañidera fuerza cada olorcillo de cada hoja húmeda, cada una de las frondas de helechos oxidadas por el otoño en los campos de la región de San Petersburgo. «¿Por qué nos sentíamos tan alegres cuando llovía?», preguntó en una de sus últimas cartas, regresando en cierto modo a la fuente más pura de la retórica. «Bohze moy» ( mon Dieumás que «My God»), a dónde ha ido a parar, a dónde ha ido todo ese lejano, brillante, querido ( Vsyo eto dalyokoe, svetloe, miloe: en ruso no hace falta sujeto ya que todos estos adjetivos son neutros y desempeñan el papel de nombres abstractos, en un escenario desnudo, bajo una luz tenue).

Tamara, Rusia, el bosque silvestre transformándose gradualmente en diversos jardines, mis abedules y abetos del norte, la imagen de mi madre poniéndose a gatas sobre el suelo para besar la tierra cada vez que regresábamos al campo para pasar el verano, et la montagne et le grand chêne: cosas todas ellas que un día el destino empaquetó de mala manera y arrojó luego al mar, separándome completamente de mi infancia. Me pregunto, no obstante, si se puede decir gran cosa en favor de otros destinos más anestésicos; en favor de, por ejemplo, esa tersa, segura y pueblerina continuidad temporal, con su primitiva ausencia de perspectiva, que, a los cincuenta años, te permite seguir residiendo en la casa de chillas donde pasaste la infancia, de modo que cada vez que subes a limpiar el desván te encuentras con el mismo montón de viejos libros pardos de colegio, reunidos todavía entre posteriores acumulaciones de objetos muertos, y donde, las mañanas de los domingos veraniegos, tu esposa se detiene en la acera para soportar durante un par de minutos a la señora McGee, esa horrible, gárrula, teñida mujer que se dirige a la iglesia y que, en el remoto 1915, era la bonita y traviesa Margaret Ann de labios con sabor a menta y ágiles dedos.

La ruptura de mi propio destino me brinda retrospectivamente una sincopizante patada que no cambiaría por nada de muchos mundos. Desde aquella correspondencia con Tamara, la morriña ha sido para mí un asunto sensual y especial. Hoy en día, la imagen mental de los enmarañados prados de Yayla, de un cañón de los Urales o de las salinas del Mar de Aral, me afectan desde el punto de vista nostálgico y patriótico tan poco, o tanto, como, por ejemplo, Utah; pero se me derrite el corazón ante cualquier zona del continente americano que se parezca a las campiñas de la zona de San Petersburgo. Apenas puedo imaginar qué supondría ver de nuevo en la realidad mi antiguo mundo. A veces fantaseo que lo visito de nuevo, provisto de un pasaporte falsificado, con nombre supuesto. No es imposible.

Pero creo que no lo haré jamás. He estado soñando en ello demasiado ociosa y demasiado largamente. Del mismo modo, durante la segunda mitad de mi estancia de dieciséis meses en la Península de Crimea, estuve tanto tiempo pensando en la posibilidad de alistarme en el ejército de Denikin, con la intención no tanto de trapalear a lomos de un corcel bien embridado por las enguijarradas afueras de San Petersburgo (el sueño de mi pobre Yuri) como de visitar a Tamara en su villorrio ucraniano, que ese ejército ya había dejado de existir para cuando llegué a tomar una decisión. En marzo de 1919, los Rojos penetraron por el norte de Crimea, y desde varios puertos comenzó la tumultuosa evacuación de los grupos antibolcheviques. Por el espejeante mar de la bahía de Sebastopol, bajo el furioso fuego de las ametralladoras que disparaban desde la playa (las tropas bolcheviques acababan de tomar el puerto), mi familia y yo zarpamos rumbo a Constantinopla y El Pireo en un pequeño y espantoso barco griego, el Nadezhda(Esperanza), cargado de frutos secos. Recuerdo que, mientras zigzagueábamos hacia el abra de la bahía, intenté concentrarme en una partida de ajedrez con mi padre —uno de los alfiles había perdido su cabeza, y una ficha de las que se usan para hacer apuestas en el poker ocupaba el lugar de una torre—, y la conciencia de que me iba de Rusia quedó absolutamente eclipsada por la dolorosa idea de que, con rojos o sin ellos, las cartas de Tamara seguirían llegando, milagrosa e inútilmente, al sur de Crimea, en donde buscarían a un fugitivo receptor, y aletearían sin fuerza de un lado para otro como aturdidas mariposas soltadas en una zona extraña, lejos de su altitud acostumbrada y entre una flora desconocida.




CAPITULO DECIMOTERCERO




1


En 1919, vía Crimea y Grecia, un rebaño de Nabokov —tres familias– huyó de Rusia a la Europa Occidental. Se decidió que mi hermano y yo fuéramos a Cambridge, a costa de una beca concedida más como expiación de las tribulaciones políticas que como reconocimiento de los méritos intelectuales. El resto de mi familia esperaba permanecer una temporada en Londres. Los gastos de su mantenimiento tenían que ser pagados por el puñado de joyas que Natasha, una vieja doncella muy previsora, justo antes de la partida de mi madre de San Petersburgo en noviembre de 1917, había sacado de un armario y metido en un nécessaire, y que durante un breve lapso habían sido víctimas de un internamiento o quizá de cierta misteriosa maduración en un jardín de Crimea. Habíamos abandonado nuestra casa norteña por un período que se suponía breve, para hacer una prudente pausa en lo alto de una percha situada en el reborde sur de Rusia; pero la furia del nuevo régimen no quiso desinflarse. En Grecia, durante un par de meses de primavera, desafiando el constante resentimiento de unos intolerantes perros pastores, estuve buscando en vano la aurora de Gruner, la colias de Heldreich, la blanca de Krueper: estaban en otra zona del país. En el Pannonia, un vapor de línea de la Cunard, que zarpó de Grecia el 18 de mayo de 1919 (veintiún años antes de hora por lo que a mí respecta) rumbo a Nueva York, pero que a nosotros nos desembarcó en Marsella, aprendí el foxtrot. Francia vibraba en medio de una noche negra como el betún. El pálido Canal de la Mancha todavía se balanceaba en el interior de nuestros cuerpos cuando el tren Dover-Londres se detuvo suavemente. Unas imágenes repetidas de peras grises, pegadas en las mugrientas paredes de la estación Victoria, anunciaban el jabón de baño que las institutrices inglesas me habían aplicado en mi infancia. Una semana más tarde ya me encontraba moviendo los pies, cheek-to-cheek, en un baile benéfico, con mi primera novia inglesa, una cimbreña y caprichosa joven que me llevaba cinco años.

Mi padre había visitado Londres con anterioridad: la última vez en febrero de 1916, cuando, en compañía de otros cinco importantes delegados de la prensa rusa, fue invitado por el gobierno británico a que observase el esfuerzo bélico inglés (el cual, se les decía indirectamente, no estaba siendo apreciado en todo lo que valía por la opinión pública rusa). De camino hacia allí, y como mi padre y Korney Chukovski le desafiaron a que encontrase una palabra que rimara con Afrika, el poeta y novelista Aleksey Tolstoy (sin parentesco alguno con el conde Lyov Nikolaevich) respondió, pese a sufrir un fuerte mareo, con este encantador pareado:


Vizhu pal'mu Kafrika.


Eto-Afrika.




(Veo una palmera y un pequeño cafre. / Esto es África.)


Una vez en Inglaterra, los visitantes fueron llevados a ver la Armada. Hubo una noble sucesión de cenas y discursos. La oportuna conquista de Erzerum por parte de los rusos, y la todavía pendiente introducción del reclutamiento forzoso en Inglaterra («¿Marcharás tú también al frente, o vas a esperar hasta el dos de marzo?», como decían con su juego de palabras los carteles) proporcionaron temas fáciles a los oradores. Hubo un banquete oficial presidido por Sir Edward Grey, y una divertida entrevista con George V, a quien Chukovski, el enfant terribledel grupo, preguntó si le gustaban las obras de Oscar Wilde: «dze ooarks of Ooald.» El rey, que quedó desconcertado por el acento de la persona que le interrogaba, y que, por otro lado, jamás había sido un lector voraz, replicó elegantemente preguntándoles a sus huéspedes qué les parecía la niebla de Londres (posteriormente Chukovski solía citar triunfalmente esta frase como ejemplo de la hipocresía británica: convertir a un escritor en tabú sólo por sus costumbres personales).

Una reciente visita a la Biblioteca Pública de Nueva York me ha revelado que este incidente no aparece en Iz Voyuyushchey Anglii, Petrogrado, 1916 ( Informe sobre Inglaterra en pie de guerra), el libro de mi padre; no hay tampoco en el texto casi ningún ejemplo de su habitual humor, como no sea, quizá, en su descripción de un partido de badminton (¿no sería de fives?) que jugó con H. G. Wells, así como una divertida relación de una visita a unas trincheras de primera línea en Flandes, en donde la hospitalidad llegó al extremo de permitir que una granada alemana estallase a pocos metros de los visitantes. Antes de ser publicado en forma de libro, este informe apareció por entregas en un diario ruso. Allí, con cierta ingenuidad europea, mi padre mencionó haber regalado su estilográfica «Swan» al almirante Jellicoe, que en la mesa se la pidió prestada para estampar su autógrafo en un menú, y que elogió su fluidez y la suavidad de su plumín. Esta desafortunada mención de la marca tuvo un eco inmediato en la prensa de Londres, donde se publicó un anuncio de Mabie, Todd and Co., Ltd., que citaba una traducción de ese pasaje e ilustraba a mi padre en el momento de entregar el producto de aquella empresa al Comandante en Jefe de la Gran Flota, bajo el cielo caótico de una batalla naval.

Pero ahora no hubo banquetes ni discursos, ni siquiera partidos de fivescon Wells, a quien resultó imposible convencer de que el bolchevismo no era más que una forma especialmente brutal y completa de bárbara opresión —tan antigua en sí misma como las arenas del desierto– y que no tenía nada que ver con el atractivamente nuevo experimento revolucionario con el que lo confundieron tantos observadores extranjeros. Después de varios meses muy caros en una casa que alquilamos en Elm Park Gardens, mis padres y sus tres hijos menores abandonaron Londres para irse a Berlín (en donde, hasta su muerte ocurrida en marzo de 1922, mi padre colaboró con Iosif Hessen, miembro también del Partido de la Libertad del Pueblo, en la dirección de un periódico de emigrados rusos), mientras mi hermano y yo íbamos a Cambridge, él al Christ College, y yo al Trinity.



2


Tuve dos hermanos, Sergey y Kirill. Kirill, el benjamín (1911-1964), fue también mi ahijado, siguiendo la costumbre de las familias rusas. En cierto momento de la ceremonia bautismal, en nuestro salón de Vyra, tuve que sostenerle con mucho cuidado antes de entregárselo a su madrina, Ekaterina Dmitrievna Danzas (prima hermana de mi padre y biznieta del coronel K. K. Danzas, que apadrinó a Pushkin en su duelo fatal). Durante su infancia Kirill habitaba, con mis dos hermanas, los remotos cuartos de niños que se encontraban claramente separados de los de sus hermanos mayores tanto en la ciudad como en el campo. Apenas le vi durante mis dos decenios de expatriación europea, 1919-1940, y ni una sola vez después de esta última fecha, hasta mi siguiente visita a Europa, en 1960, que nos permitió disfrutar de una serie de encuentros muy amistosos y alegres.

Kirill fue a la escuela en Londres, Berlín y Praga, y a la universidad en Lovaina. Se casó con Gilberte Barbanson, una belga, dirigió (con mucho sentido del humor pero también con cierto éxito) una agencia de viajes en Bruselas, y murió de un ataque cardíaco en Munich.

Adoraba las estaciones marítimas de veraneo y la buena comida. Detestaba, tanto como yo, las corridas de toros. Hablaba cinco idiomas. Era aficionadísimo a las bromas. La única gran realidad de su vida fue la literatura, sobre todo la poesía rusa. Sus propios versos reflejan el influjo de Gumilyov y Hodasevich. Apenas publicó nada, y siempre se mostró tan reticente respecto a sus escritos como a su zumbona vida interior.

Por diversos motivos me resulta extraordinariamente difícil hablar de mi otro hermano. Toda esa retorcida búsqueda de Sebastian Knight (1940), con sus glorietas y sus jugadas de self-mateno es nada en comparación con la tarea ante la que me amilané en la primera versión de este recuerdo, y ante la que ahora me enfrento. Con la excepción de las dos o tres aventurillas que he esbozado en los capítulos anteriores, su infancia y la mía apenas se mezclaron. Sergey es una mera sombra en el fondo de mis más ricos y detallados recuerdos. Yo era el hijo mimado; él, el testigo de los mimos. Nacido, con cesárea, diez meses y medio después de mí, el 12 de marzo de 1900, maduró antes que yo y parecía mayor. Casi nunca jugábamos juntos, él no sentía más que indiferencia por la mayor parte de las cosas que me gustaban a mí: los trenes de juguete, las pistolas de juguete, los pieles rojas, las admirables rojas. A los seis o siete años comenzó a sentir, condonado por Mademoiselle, un apasionado entusiasmo por Napoleón, y se llevaba consigo a la cama un pequeño busto de él. De pequeño, yo era camorrista, aventurero y un poco matón. El era tranquilo y apático, y pasaba mucho más tiempo que yo con nuestros mentores. A los diez años empezó su interés por la música, y a partir de entonces le dieron innumerables lecciones, fue a conciertos con nuestro padre, y se pasó horas interminables tocando fragmentos de ópera, en un piano del primer piso que resultaba imposible no oír. Yo me acercaba a él cautelosamente, y le daba un golpe en las costillas: un recuerdo desdichado.

Fuimos a escuelas diferentes; él fue alumno del mismo gimnasiumque mi padre y llevaba el obligatorio uniforme negro al que, cuando cumplió quince años, añadió un detalle heterodoxo, unas polainas gris rata. Más o menos por esa época encontré en su escritorio, y leí, una página de su diario, que con necio asombro fui a enseñarle a mi preceptor, el cual se la mostró prontamente a mi padre, y que proporcionó con extrema brusquedad una aclaración retroactiva de ciertas rarezas de su comportamiento.

El único deporte que nos gustaba a los dos era el tenis. Jugamos muchísimas veces juntos, sobre todo en Inglaterra, en una pista de hierba bastante repelada que había en Kensington, y en una buena pista de tierra en Cambridge. El era zurdo. Tartamudeaba bastante, y eso impedía que se desarrollasen fluidamente las discusiones de las jugadas dudosas. Aunque su saque era flojo y carecía de auténtico revés, no resultaba fácil derrotarle pues era uno de esos jugadores que jamás cometen falta doble y que te devuelven cualquier pelota con la potencia de un frontón. En Cambridge nos vimos más a menudo que en todos los años anteriores y, por una vez, tuvimos algunos amigos comunes. Los dos nos graduamos en la misma especialidad, y con la misma nota, y después nos trasladamos a París donde, durante los años siguientes, él dio lecciones de inglés y ruso al igual que yo haría en Berlín.

Volvimos a encontrarnos en los años treinta, y tuvimos buenas relaciones en París de 1938 a 1940. A menudo venía a charlar a casa, aquellas dos cochambrosas habitaciones de la rue Boileau donde yo vivía contigo y nuestro hijo, pero ocurrió casualmente (él se había ido una temporada) que sólo se enteró de nuestra partida hacia Norteamérica cuando ya nos habíamos ido. Mis más sombríos recuerdos están relacionados con París, y el alivio que sentí al abandonar esa ciudad fue tremendo. Lamento, sin embargo, que él tuviera que balbucear su desconcierto ante un indiferente portero. Casi no sé nada de su vida durante la guerra. Durante una época estuvo empleado como traductor en una oficina de Berlín. Era un hombre franco y temerario, y criticó el régimen en presencia de sus compañeros, que le denunciaron. Fue detenido, acusado de ser «espía británico», y enviado a un campo de concentración de Hamburgo, en donde murió de inanición el 10 de enero de 1945. La suya es una de esas vidas que reclaman sin esperanza algún tipo de retrasado no sé qué —compasión, comprensión, lo que sea– que no puede ser sustituido ni redimido por el simple reconocimiento de la existencia de tal necesidad.



3


El comienzo de mi primer curso en Cambridge no tuvo buenos auspicios. A mitad de una gris y húmeda tarde de un día de octubre, con la sensación de estar representando una espantosa función de aficionados, me puse mi recién adquirida capa académica de color azul oscuro y mi negro sombrero cuadrado para realizar mi primera visita oficial a E. Harrison, mi preceptor del college. Subí un tramo de escaleras y di unos golpecitos a la enorme puerta, que estaba ligeramente entreabierta.

—Pase —dijo una voz lejana con hueca brusquedad.

Crucé una especie de salita de espera y entré en el despacho de mi preceptor. El pardo crepúsculo se me había anticipado. En la habitación no había más luz que el fulgor de una ancha chimenea junto a la cual una figura borrosa permanecía sentada en una butaca más borrosa incluso. Avancé, diciendo «Soy...», y tropecé con el servicio de té que ocupaba un rincón de la alfombra al pie del bajo sillón de mimbre de Mr. Harrison. Con un gruñido, él se agachó para enderezar la tetera, y luego recogió con la mano y volvió a meter en su interior el negro revoltijo de hojas de té que acababa de vomitar. Así, el período universitario de mi vida comenzó con una situación embarazosa, y esto se iba a repetir con cierta persistencia durante mis tres años de estancia en aquel lugar.

A Mr. Harrison le pareció bastante buena idea que un «ruso blanco» se alojase con un compatriota suyo, de modo que, al principio, compartí un apartamento de Trinity Lane con un desconcertado ruso. Al cabo de unos meses él dejó la universidad, y yo me quedé como único ocupante de aquellas habitaciones, que me parecían insoportablemente escuálidas en comparación con mi remoto y ahora inexistente hogar. Recuerdo muy bien los objetos que adornaban aquella repisa de la chimenea (un cenicero de cristal, con la cresta del Trinity, olvidado por algún inquilino anterior; una concha en la que encontré aprisionado el zumbido de uno de mis propios veraneos a la orilla del mar), y también la vieja pianola de mi patrona, un armatoste patético que rezumaba música entrecortada, aplastada y contorsionada, y que nadie hacía funcionar más de una vez. La estrecha Trinity Lane era una calleja severa y bastante tristona, sin tránsito apenas, pero con un largo y espeluznante pasado que comenzaba en el siglo XVI, cuando era conocida por el nombre de Findsilver Lane, aunque la gente solía más bien llamarla por otro nombre más tosco debido al abominable estado de sus alcantarillas. Sufrí mucho a causa del frío, pero es completamente falso que, como dicen algunos, la temperatura polar de los dormitorios de Cambridge hiciera que se nos helase todo el agua del aguamanil. De hecho, había como máximo una delgada capa de hielo en la superficie, que se podía romper fácilmente con el mango del cepillo de dientes y se convertía entonces en un montón de tintineantes fragmentos, y ese sonido, retrospectivamente, tiene cierto atractivo de fiesta para mi americanizado oído. Por lo demás, levantarse no era ninguna diversión. Todavía me noto en los huesos el frío de mi recorrido matutino de Trinity Lane camino de los baños, exudando pálidas bocanadas de aliento, con un delgado batín encima del pijama y una fría y abultada bolsa de baño bajo el brazo. No hay nada en el mundo capaz de inducirme a llevar en la inmediata vecindad de mi piel la ropa interior de lana que mantenía secretamente abrigados a los ingleses. Los sobretodos estaban considerados como cosa de maricas. El atuendo corriente del universitario medio en Cambridge, tanto si era un atleta como si se trataba de un poeta izquierdista, daba una imagen robusta y deslucida: sus zapatos tenían gruesas suelas de caucho, sus pantalones de franela eran de color gris oscuro, y su jersey abotonado, el «jumper», asomaba con un conservador tono pardo por debajo del chaquetón Norfolk. Los miembros de lo que imagino que podríamos llamar la pandilla de los dicharacheros solían llevar viejas zapatillas de tenis, pantalones de franela gris muy claro, un «jumper» amarillo chillón, y la americana de un traje bueno. Para entonces, mi preocupación juvenil por la ropa había comenzado a declinar, pero, después de las etiqueteras costumbres rusas, me pareció muy poco serio salir a la calle en zapatillas de tenis, abandonar las polainas y llevar una de esas camisas con el cuello cosido, tal como imponía la atrevida innovación surgida en aquellos momentos.


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