Текст книги "Habla memoria"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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El inocente baile de disfraces en el que participé de forma indolente me dejó unas impresiones tan triviales que sería tedioso continuar este esfuerzo. En realidad, la historia de mis años universitarios en Inglaterra se reduce a la historia de mi intento de convertirme en un escritor ruso. Tenía la sensación de que Cambridge y sus famosas características —venerables olmos, ventanas adornadas de blasones, locuaces relojes en lo alto de sus torres– no tenían ningún sentido por sí mismos sino que estaban allí solamente como marco y sostén de mi rica nostalgia. Desde el punto de vista de los sentimientos, me encontraba en la situación del hombre que, tras haber perdido recientemente a una familiar muy querida, comprende —demasiado tarde– que debido a cierta pereza de su alma, drogada por la rutina, no se había preocupado por conocerla todo lo que ella se había merecido ni tampoco había sabido mostrarle plenamente las señales de su entonces no del todo consciente, pero ahora pleno, afecto. Mientras meditaba con los ojos escocidos junto al fuego de mi habitación de Cambridge, sentía la opresión de la potente trivialidad de las brasas, la soledad y las remotas campanadas, que contorsionaban los mismísimos pliegues de mi cara de la misma manera que la fantástica velocidad de su vuelo desfigura el rostro del aviador. Y pensé en todo lo que me había perdido de mi país, en las cosas que no me hubiese olvidado de anotar y atesorar si hubiese sospechado que mi vida iba a virar de forma tan violenta.
Para algunos de los compañeros de emigración que conocí en Cambridge, la tendencia general de mis sentimientos era tan familiar y obvia que hubiese resultado tonto y casi indecoroso expresarla con palabras. Gracias a los más blancos de aquellos rusos blancos comprobé muy pronto que el patriotismo y la política no eran en fin de cuentas más que un gruñón resentimiento que no iba dirigido tanto contra Lenin como contra Kerenski, y que sólo procedía de las incomodidades y pérdidas materiales. Luego me encontré también con inesperadas dificultades con aquellos de mis conocidos ingleses a los que se consideraba como los más cultos y sutiles, y humanos, pero que, a pesar de toda su honradez y refinamiento, caían en las mayores necedades cuando se hablaba de Rusia. Quiero destacar aquí a un joven socialista, un flaco gigante cuyas lentas y múltiples manipulaciones de su pipa resultaban horriblemente irritantes cuando no estabas de acuerdo con él, y deliciosamente consoladoras cuando ocurría lo contrario. Sostuve con él multitud de escaramuzas políticas, cuyo rencor se desvanecía invariablemente en cuanto pasábamos a hablar de los poetas que ambos adorábamos. Hoy en día no es un desconocido entre sus colegas, frase que, lo admito, está bastante desprovista de significado, pero es que estoy haciendo cuanto está en mi mano por oscurecer su identidad; permítaseme que le llame «Nesbit», el mote que le puse (o que ahora afirmo haberle puesto), no sólo por su supuesto parecido a los primeros retratos de Maxim Gorki, mediocridad costumbrista de aquella época, y uno de cuyos primeros relatos («Mi compañero de viaje», otra nota muy apropiada) había sido traducido por un tal R. Nesbit Bain, sino también porque «Nesbit» tiene la ventaja de tener una voluptuosa relación palindrómica con «Ibsen», nombre que a su debido tiempo también evocaré.
Probablemente sea cierto que, tal como han argumentado algunas personas, las simpatías leninistas de la opinión liberal en Inglaterra y los Estados Unidos durante los años veinte se vieran afectadas por la consideración de la política nacional de estos países. Pero también se debía a una simple falta de información correcta. Mi amigo no sabía casi nada del pasado de Rusia, y ese poco que sabía le había llegado a través de contaminados canales comunistas. Cuando se le desafiaba a que justificase el terror bestial que había sido sancionado por Lenin —las cámaras de torturas, los muros salpicados de sangre– Nesbit descargaba la ceniza de su pipa dándole unos golpecitos contra el guardafuegos, volvía a cruzar siniestramente sus enormes piernas de pesadísimo calzado que hasta entonces estaban cruzadas a la diestra, y murmuraba algún comentario acerca del «bloqueo aliado». Echaba en el mismo saco, tachándoles de «elementos zaristas», a los emigrados rusos de todas las tonalidades, desde los labriegos socialistas hasta los generales blancos, de forma muy parecida al modo en que actualmente usan el término «fascista» los autores soviéticos. Jamás llegó a comprender que si él y otros idealistas extranjeros hubiesen sido rusos en Rusia, tanto él como todos los demás hubieran sido destruidos por el régimen de Lenin con la misma naturalidad con que lo son los conejos que caen víctimas de los hurones y los campesinos. Sostenía que la causa de lo que él llamaba ceremoniosamente «reducción de la pluralidad de opiniones» impuesta por los bolcheviques, en comparación con la existente en el régimen zarista, era «la inexistencia de toda clase de tradición de libertad de expresión en Rusia», frase que, me parece, entresacó de algún fatuo artículo titulado «Amanecer ruso» de entre los muchos que, con gran elocuencia, escribían durante aquellos años los leninistas tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos. Pero lo que quizá me irritaba más era la actitud de Nesbit en relación con el propio Lenin. Todos los rusos cultos y capaces de discernimiento sabían que este astuto político sentía por las cuestiones estéticas el mismo interés y afición que cualquier ruso corriente de los asimilables al tipo del épicierflaubertiano (el tipo de persona que admiraba a Pushkin solamente a través de los viles libretos de Chaykovski, que lloraba en las óperas italianas, y que se sentía fascinado por los cuadros que contaban alguna historia); pero Nesbit y sus amigos intelectuales y exquisitos veían en él a un peculiar mecenas sensible y amante de lo poético que estaba promocionando las tendencias artísticas más avanzadas, y sonreían con aires de superioridad cuando yo intentaba explicarles que la relación entre la política avanzada y el arte avanzado era exclusivamente verbal (y jubilosamente explotada por la propaganda soviética), y que cuanto más radical fuera un ruso desde el punto de vista político, más conservador era desde el artístico. Yo tenía a mi disposición unas cuantas verdades como ésta que me gustaba airear, pero que Nesbit, firmemente atrincherado en su ignorancia, tomaba por meras fantasías. La historia de Rusia (declaraba yo, por ejemplo) podía ser estudiada desde dos puntos de vista (que, debido a cierto motivo oscuro, fastidiaban por igual a Nesbit): primero, como la evolución de la policía (una fuerza curiosamente impersonal y distante, que a veces trabajaba en algo así como un vacío, hasta ser en algunos momentos impotente, y que en otras épocas aventajaba incluso al gobierno en su empeño por llevar a cabo brutales persecuciones); y segundo, como el desarrollo de una cultura maravillosa. Bajo el régimen de los zares, a pesar del carácter esencialmente inepto y feroz de su poder, los rusos amantes de la libertad habían poseído un número incomparablemente superior de medios para expresarse, y solían correr, cuando así lo hacían, riesgos mucho menores que bajo el poder de Lenin. A partir de las reformas introducidas en los años sesenta del siglo XIX, Rusia había poseído (aunque no siempre la aplicase) una legislación de la que podía haberse enorgullecido cualquier democracia occidental, una vigorosa opinión pública que mantenía a raya a los déspotas, periódicos extensamente leídos que manifestaban toda la gama de ideas políticas liberales, y, cosa especialmente notable, unos jueces valientes e independientes («Venga, venga...», acostumbraba a interponer Nesbit). Cuando algún revolucionario era detenido, su proscripción en Tomsk u Omsk (ahora Bombsk) era como unas vacaciones relajadas si se comparaba con los campos de concentración que fueron introducidos por Lenin. Los exiliados políticos se escapaban de Siberia con risible facilidad, como lo demuestra la famosa huida de Trotsky —Santa Leo, Santa Claws Trotsky– que regresó alegremente en un navideño trineo tirado por un ciervo: ¡Arre, Cohete, arre, Necio, arre, Carnicero y Sanguinario!
Pronto me di cuenta de que si mis opiniones, las opiniones más o menos corrientes entre los demócratas rusos en el exilio, eran recibidas con dolorosa sorpresa o educada burla por los demócratas ingleses in situ, había otro grupo, el de los ultraconservadores ingleses, que cerraba filas con entusiasmo a mi lado pero por motivos tan burdamente reaccionarios que su despreciable apoyo sólo me producía embarazo. Ciertamente, me enorgullezco de haber sido capaz de discernir entonces los síntomas de lo que tan claro resulta ahora que ya se ha ido formando gradualmente una especie de círculo familiar que relaciona entre sí a representantes de todos los países: jocundos constructores de imperios en sus claros de las selvas, policías franceses, ese impresionante producto alemán, el buen progromshchikruso o polaco, el flaco linchador norteamericano, el tipo de horrible dentadura que vomita chistes antiminoritarios en los bares o los lavabos, y, en otro punto de este mismo círculo infrahumano, todos aquellos crueles autómatas con cara de engrudo, vestidos con opulentos pantalones John Held y americana de altas hombreras, todos estos Sitzriesen que se acercan amenazadores a nuestras mesas de conferencias, y que el Estado Soviético comenzó a exportar alrededor de 1945, después de más de dos decenios de crianza y adaptación selectivas, durante los cuales la moda masculina en el extranjero tuvo tiempo de cambiar, de forma que el símbolo de la infinita disponibilidad de la tela no podía provocar más que crueles burlas (tal como ocurrió en Inglaterra durante la postguerra, cuando un famoso equipo de jugadores profesionales de fútbol desfiló en traje de paisano).
4
Muy pronto le volví la espalda a la política y me concentré en la literatura. Hice un hueco en mis habitaciones de Cambridge para los escudos bermellón y los relámpagos azules de la canción de La campaña de Igor(esa incomparable epopeya de finales del siglo XVII o XVIII), así como para la poesía de Pushkin y Tyutchev, la prosa de Gogol y Tolstoy, y también para las maravillosas obras de los naturalistas rusos que habían explorado y descrito los desiertos del Asia Central. En una librería de Market Place encontré inesperadamente una obra rusa, un ejemplar de segunda mano del Diccionario interpretativo del ruso actual, de Dahl, en cuatro volúmenes. La compré y decidí leer como mínimo diez de sus páginas al día, anotando las palabras y expresiones que más me gustaran, y cumplí con esta promesa durante un período considerable. Mi temor a perder, o a corromper, a través de las influencias extranjeras, lo único que había podido llevarme de Rusia —su lengua– llegó a ser indudablemente morboso y considerablemente más atormentador que el temor que experimentaría dos decenios después de no poder jamás llegar a elevar mi prosa inglesa al nivel de mi prosa rusa. Solía permanecer sentado hasta bien entrada la noche, rodeado por una acumulación casi quijotesca de abultados volúmenes, y escribía bruñidos y notablemente estériles poemas en ruso que no procedían tanto de las células vivas de alguna emoción abrumadora como de cierto término vivaz o cierta imagen verbal que quería utilizar por sí mismos. En aquella época me hubiese horrorizado descubrir lo que ahora veo con tanta claridad: el influjo directo que tuvieron sobre mis estructuras rusas algunas pautas contemporáneas («georgianas») de la poesía inglesa que pululaban por mi habitación y a todo mi alrededor como ratones domésticos. ¡Y pensar en lo mucho que trabajé! De repente, en la madrugada de una mañana de noviembre, tomaba conciencia del silencio y el frío (mi segundo invierno en Cambridge parece haber sido el más frío, y el más prolífico). Las llamas rojas y azules en las que había estado viendo una batalla imaginada se habían reducido al lúgubre brillo de un crepúsculo ártico visto a través de hirsutos abetos. Todavía no podía obligarme a meterme en cama, por temor no tanto al insomnio como al inevitable doble sístole, inducido por el frío de las sábanas, así como a esa curiosa afección conocida por el nombre de anxietas tibiarum, una dolorosa situación de inquietud, un atormentador aumento de la sensibilidad muscular que conduce a un continuo cambio de posición de los miembros. Así que echaba un poco más de carbón a la chimenea y contribuía a que las llamas se avivasen extendiendo una hoja del Timesde Londres sobre las humeantes mandíbulas negras del hogar, tapando así por completo su abertura. Una especie de zumbido comenzaba a dejarse oír desde debajo del tenso papel, que adquiría la tersura de la estirada piel de un tambor y la belleza de un pergamino luminoso. Poco después, cuando el zumbido se transformaba en fragor, aparecía una mancha de color anaranjado en medio de la hoja, y el fragmento de letra impresa que se encontrara casualmente en este punto (por ejemplo, «La Liga no posee armas ni dinero», o «... la venganza que Nemesis se ha tomado por las vacilaciones e indecisiones aliadas en la Europa Central y Oriental...») quedaban realzadas con ominosa claridad, hasta que, de repente, la mancha anaranjada hacía explosión. La hoja en llamas, con el batir de alas de un Fénix liberado, ascendía entonces volando por la chimenea para reunirse con las estrellas. Si este pájaro de fuego era observado, te costaba una multa de doce chelines.
El grupo de los literatos, Nesbit y sus amigos, elogiaba mis labores nocturnas, no sin poner un gesto ceñudo ante otras actividades mías tales como la entomología, las bromas, las chicas, y, sobre todo, el atletismo. De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un ventoso claro en mitad de un período notablemente confuso. Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra de visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, le colocan en un lugar aparte del resto del equipo. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor. Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.
Pero en Inglaterra, como mínimo en la Inglaterra de mi juventud, el miedo nacional al exhibicionismo y la exageradamente inflexible preocupación por la solidez de la labor de equipo no permitieron que se desarrollase el excéntrico arte del guardameta. Esta fue al menos la explicación que conseguí desenterrar cuando traté de enterarme de por qué motivo no disfrutaba yo de un tremendo éxito en los campos de fútbol de Cambridge. Oh, desde luego, tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped, aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada vez más, sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada, la prolongada comezón... Pero hubo otras jornadas, más memorables, más esotéricas, bajo tristes cielos, con las inmediaciones de la meta convertidas en una masa de barro negro, el balón tan resbaladizo como un budín de ciruela, y mi cabeza despistada por la neuralgia, tras una noche insomne de versificación. Esos días apenas si daba malos manotazos, y acababa recogiendo el balón junto a la red. Compasivamente, el juego pasaba a desarrollarse al otro extremo del encharcado terreno. Comenzaba a caer una llovizna cansina, vacilaba, y volvía a empezar. Con una ternura casi arrulladora en su asordinado graznar, unos grajos en baja forma aleteaban en torno a un olmo deshojado. Se iba espesando la neblina. El partido no era más que una vaga agitación de cabezas junto a la remota portería del equipo del St. John o del Christ College, o cualquiera que fuese nuestro rival. Los lejanos y confusos sonidos, un grito, un toque de silbato, el golpe seco de un chut, nada de todo aquello tenía importancia o relación conmigo. Yo no era tanto el guardián de una portería de fútbol como el guardián de un secreto. Cruzados los brazos, apoyaba mi espalda en el poste izquierdo, disfrutaba del lujo de cerrar los ojos, y escuchaba entonces los latidos de mi corazón, notaba la ciega llovizna en mi cara, oía, alejados, los ruidos sueltos del partido, y me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía. No era de extrañar que no gozase de muy buena reputación entre mis compañeros de equipo.
Ni una sola vez durante los tres años que pasé en Cambridge —lo repito: ni una sola vez– visité la Biblioteca Universitaria, ni me preocupé siquiera de localizarla (ahora ya sé dónde está), o de averiguar si había algún collegeen el que se pudieran pedir libros prestados para leer en casa. Me saltaba las clases. Me largaba a Londres y otros lugares. Viví varios amoríos simultáneos. Sostuve espantosas entrevistas con Mr. Harrison. Traduje al ruso una veintena de poemas de Rupert Brooke, Alice in Wonderland, y Colas Breugnon, de Rolland. Desde el punto de vista académico, lo mismo hubiese dado que hubiera sido alumno del Inst. de Form. Prof. de Tirana.
Hay cosas como los muffinsy los crumpetscalientes que tomábamos con el té después del partido, o los gritos de acento cockneycon que los repartidores de prensa decían «Piper, piper!» mezclándose con el tintineo de los timbres de las bicicletas en las calles oscuras, que me parecían en aquel entonces más típicas de Cambridge que ahora. No puedo dejar de fijarme en que, aparte de ciertas costumbres más aparentes pero pasajeras en mayor o menor grado, y más profundas que el ritual o las reglas, existía en Cambridge un cierto no sé qué residual que muchos solemnes alumnos han intentado definir. Esta propiedad esencial es para mí la constante conciencia que teníamos de cierta extensión no estorbada del tiempo. No sé si habrá algún día alguien que vaya a Cambridge en busca de las huellas que los tacos de mis botas de fútbol dejaron en el negro barro que rodea cierta enorme portería o para seguir la sombra de mi bonete por el hueco de la escalera de mi preceptor; pero sé que pensé en Milton, y en Marvell, y en Marlowe, con una emoción más intensa que la del turista, cuando pasaba al lado de los reverenciados muros. Nada de lo que uno pudiese mirar allí estaba clausurado desde el punto de vista temporal, todo era una abertura natural en el tiempo, de modo que nuestra mente se acostumbraba a trabajar en un medio particularmente puro y amplio, y debido a que, desde el punto de vista espacial, la estrecha calleja, el césped enclaustrado, el oscuro pasillo bajo los arcos, eran estorbos físicos, aquella cedente y diáfana textura de tiempo resultaba, por contraste, especialmente acogedora para la inteligencia, de la misma manera que la visión del mar a través de una ventana nos resulta siempre tremendamente exhilarativa, incluso cuando no nos gusta navegar. No sentí el más mínimo interés por la historia de la ciudad, y estaba completamente seguro de que Cambridge no estaba afectando mi alma de ningún modo, a pesar de que era Cambridge la que me proporcionaba no sólo el fortuito marco sino también los colores y los ritmos internos de mis especialísimos pensamientos rusos. El medio ambiente, supongo, actúa sobre cualquier criatura sólo si ya existe, en esa criatura, cierta partícula o tendencia capaces de responder a él (el inglés que embebí durante mi infancia). Tuve mi primera intuición de esto justo antes de irme de Cambridge, durante la última y más triste de las primaveras que pasé allí, cuando de repente sentí que había en mi interior alguna cosa que estaba naturalmente en contacto con lo que me rodeaba inmediatamente al igual que lo estaba con mi pasado ruso, y que este estado de armonía había sido alcanzado justo en el mismo momento en que mi cuidadosa reconstrucción de mi artificial pero bellamente exacto mundo ruso había quedado por fin concluida. Creo que uno de los escasísimos actos «prácticos» de los que he sido culpable en mi vida fue el utilizar parte de este material tan cristalino para obtener un título de estudios universitarios.
5
Recuerdo el ensoñado fluir de bateas y piraguas en el Cam, el gimoteo hawaiano de los fonógrafos que pasaban lentamente bajo el sol y sombra, y una mano de muchacha haciendo girar hacia un lado y luego hacia el otro el mango de su luminosa sombrilla mientras permanecía tendida sobre los almohadones de la batea que yo pilotaba ensoñadamente. Los castaños de rosados conos estaban en todo su esplendor; formaban masas que se trasladaban en los márgenes y se amontonaban sobre el río hasta dejarlo sin cielo, y su especial ritmo de hojas y flores producía un efecto en escalier, una figuración angular de cierto espléndido tapiz verde y rojo claro. El aire estaba tan templado como en Crimea, y tenía el mismo olor dulce y esponjoso de cierto matorral florido cuyo nombre jamás he logrado identificar (posteriormente me llegaron sus aromas en los jardines de los estados del Sur). Salvando la estrecha corriente, los tres arcos de un puente italianizante se combinaban para formar, con ayuda de sus copias acuáticas, casi perfectas y casi libres de ondulaciones, tres encantadores óvalos. El agua proyectaba a su vez fragmentos de luz de blonda contra la piedra del intradós bajo el que se deslizaba la embarcación. De vez en cuando, desde algún árbol en flor, caía, lenta, lentísimamente, un pétalo, y con la extraña sensación de estar contemplando una cosa que no estaba hecha para los ojos del creyente ni tampoco para los del profano, procurabas vislumbrar su reflejo que, velozmente —más veloz que el pétalo en su caída—, subía a reunirse con él; y, durante una fracción de segundo, temías que el número fallase, que las llamas no prendiesen el bendito aceite, que el reflejo no acertase y que el pétalo se alejara flotando, completamente solo, y, no obstante, la delicada unión se producía todas las veces con la mágica precisión con que la palabra de un poeta se encuentra con su propio recuerdo, o con el del lector.
Cuando, tras una ausencia de casi diecisiete años, volví a visitar Inglaterra, cometí la tremenda equivocación de ir otra vez a Cambridge, y no durante el espléndido final del trimestre de Pascua sino un crudo día de febrero que sólo me recordó mi propia y confundida nostalgia. Intentaba desesperanzadamente encontrar un empleo universitario en Inglaterra (la facilidad con que obtuve esa clase de trabajo en los Estados Unidos me resulta, cuando lo recuerdo, una fuente constante de agradecido asombro). La visita fue un fracaso en todos los sentidos. Almorcé con Nesbit en un pequeño restaurante que hubiese debido estar rebosante de recuerdos pero que, a causa de diversas modificaciones, no lo estaba. El había dejado el tabaco. El tiempo había suavizado sus rasgos y ya no se parecía a Gorki ni al traductor de Gorki, sino que se asemejaba un poco a Ibsen, pero sin la vegetación simiesca. Una preocupación circunstancial (la prima o hermana soltera que le arreglaba su casa acababa de ser trasladada a la clínica de Binet o algo así) pareció impedir que se concentrase en el personalísimo y urgentísimo asunto del que yo quería hablarle. En la mesita de un pequeño vestíbulo donde antaño había una pecera, reposaban ahora unos cuantos volúmenes encuadernados de Punch, y su aspecto no podía ser más diferente. Diferentes eran también los chillones uniformes de las camareras, entre las cuales no había ninguna tan bonita como aquella de la que más me acordaba. Con cierta desesperación, como si tratase de combatir el aburrimiento, Ibsen se lanzó a la política. Yo sabía muy bien lo que podía esperar: la denuncia del estalinismo. A comienzos de los años veinte Nesbit creyó que su propio idealismo exaltado coincidía con cierto carácter romántico y humanitario del espantoso régimen de Lenin. En los tiempos del no menos espantoso Stalin, Ibsen creía que el régimen soviético había experimentado un cambio cualitativo, cuando en realidad lo único que había ocurrido era que se había producido un cambio cuantitativo en su propia dosis de información. La tormenta de purgas que habían sufrido los «viejos bolcheviques», aquellos que fueran los héroes de su juventud, había supuesto para él un saludable escándalo, cosa que no fueron capaces de conseguir los gruñidos que en tiempos de Lenin surgían del campo de trabajos forzados de Solovki o de las mazmorras de Lubyanka. Pronunció horrorizado los nombres de Ezhov y Yagoda, pero se olvidó por completo de sus predecesores, Uritski y Dzerzhinski. Aunque el tiempo había contribuido a mejorar sus opiniones en relación con los asuntos soviéticos contemporáneos, no se tomó la molestia de reflexionar de nuevo sobre las ideas preconcebidas de su juventud, y aún veía en el breve reinado de Lenin algo así como un deslumbrante quinquentum Neronis.
El miró su reloj, y yo miré el mío, y nos separamos, y estuve errando por la ciudad bajo la lluvia, y luego visité los Backs, y durante un buen rato me quedé mirando las grajas que colgaban del negro retículo de los olmos desnudos, y los primeros crocus del césped perlado de neblina. Cuando paseaba al pie de esos árboles repetidamente cantados, traté de provocar en mí mismo cierta actitud extáticamente reminiscente de mis años estudiantiles, de la misma manera que había hecho durante esos años con respecto a los de mi adolescencia, pero sólo fui capaz de evocar unas cuantas imágenes fragmentarias: M. K., un ruso, maldiciendo dispépticamente los efectos secundarios de una cena en un college; N. R., otro ruso, retozando como un crío; P. M., tomando por asalto mi habitación con un ejemplar del Ulyssesrecién llegado de contrabando desde París; J. O., viniendo a decirme tranquilamente que también él había perdido a su padre; R. C, invitándome amabilísimamente a irme con él de viaje a los Alpes Suizos; Christopher Nosecuántos escabullándose de un proyectado partido de dobles al enterarse de que su pareja tenística iba a ser un hindú; T., un camarero muy viejo y muy frágil, derramando la sopa del collegeencima del doctor A. E. Housman, que se puso en pie de un salto, como si acabaran de arrancarle de un trance; S. S., que no tenía relación alguna con Cambridge, pero que, tras haberse quedado durmiendo en su silla mientras se celebraba una fiesta literaria (en Berlín) y al recibir un codazo de su vecino, también se levantó de golpe y porrazo, mientras otro de los contertulios leía un relato; la Dormouse de Lewis Carroll, comenzando inesperadamente a contar un cuento; E. Harrison regalándome inesperadamente The Shropshire Lad, un librito de versos sobre los jóvenes y la muerte.
La gris luminosidad había ido apagándose hasta quedar reducida a una pálida tira amarilla en el gris poniente cuando, movido por cierto impulso, decidí visitar a mi antiguo preceptor. Como un sonámbulo, subí las conocidas escaleras y llamé automáticamente a la entreabierta puerta que llevaba su nombre. Con una voz ligerísimamente menos brusca y un poquitín más hueca que antaño, me invitó a entrar.
—No sé si me recordará usted... —comencé a decir cuando crucé la penumbra de la habitación en la que él estaba sentado junto a un confortable fuego.
—Veamos —dijo él, volviéndose lentamente en su bajo asiento—. Me parece que no acabo de...
Se oyó un desdichado crujido, un fatal estrépito: acababa de pisar el servicio de té que tenía al pie de su butaca de mimbre.
—Ah, claro —dijo—. Ya me acuerdo.
CAPITULO DECIMOCUARTO
1
La espiral es un círculo espiritualizado. En la forma espiral, el círculo, desenrollado, desenroscado, ha dejado de ser vicioso; ha sido puesto en libertad. Esto lo pensé cuando era un colegial, y también descubrí que la serie triádica de Hegel (tan popular en la vieja Rusia) expresaba sencillamente la espiralidad esencial de todas las cosas en relación con el tiempo. Un giro sigue a otro giro, y cada síntesis es la tesis de la serie siguiente. Si consideramos la espiral más simple podemos distinguir en ella tres fases que se corresponden a las de la tríada: podemos llamar «tético» al pequeño arco o curva que inicia centralmente la circunvolución; «antitético» al arco mayor que se enfrenta al anterior continuándolo; y «sintético» al arco más amplio aún que continúa al segundo mientras sigue al primero a lo largo de su cara exterior. Y así sucesivamente.
Una espiral de colores en una cuenta de cristal: así es como veo mi propia vida. Los veinte años que pasé en mi Rusia natal (1899-1919) se encargan del arco tético. Los veintiún años de exilio voluntario en Inglaterra, Alemania y Francia (1919-1940) proporcionan la evidente antítesis. El período que he pasado en mi país de adopción (1940-1960) forma una síntesis, y una nueva tesis. Ahora estoy refiriéndome a mi fase antitética, y más concretamente al período que viví en la Europa continental después de obtener, en 1922, mi título universitario de Cambridge.
Cuando vuelvo la vista atrás para mirar esos años del exilio, me veo a mí mismo, y a miles de rusos más, llevando una existencia peculiar pero en modo alguno desagradable, en medio de la indigencia material y el lujo intelectual, entre extranjeros perfectamente carentes de importancia, espectrales alemanes y franceses en cuyas más o menos ilusorias ciudades nosotros, los emigrados, vivimos de modo fortuito. Aquellos aborígenes eran para el ojo mental tan planos y transparentes como figuras recortadas en papel de celofán, y aunque utilizamos sus chismes, aplaudimos a sus payasos, y cogimos las ciruelas y manzanas de las orillas de sus caminos, no hubo entre ellos y nosotros ni la más mínima comunicación real, al menos de la misma rica especie tan extendida en nuestros propios círculos. A veces parecía que les ignorábamos del mismo modo que un invasor muy arrogante o muy necio ignora a una masa amorfa y sin rostro de indígenas; pero otras, en realidad con bastante frecuencia, ese mundo espectral a través del cual hacíamos desfilar nuestras heridas y nuestras artes experimentaba una terrible convulsión y nos demostraba quién era en realidad el descarnado cautivo, y quién el auténtico amo. Nuestra absoluta dependencia física de tal o cual país que nos había concedido refugio político con la mayor frialdad, se hacía dolorosamente obvia cuando nos veíamos obligados a obtener o prorrogar cierto baladí «visado» o alguna diabólica «tarjeta de identidad», porque entonces surgía un voraz infierno burocrático que trataba de cerrarse sobre el solicitante, el cual podía marchitarse al tiempo que su fichero iba engordando paulatinamente en los despachos de cónsules y policías de ratoniles bigotes. Se ha dicho que los dokumentison la placenta de los rusos. La Liga de Naciones equipó a los emigrados que habían perdido su ciudadanía rusa con el llamado pasaporte «Nansen», un documento de muy poca monta, de un tono especialmente vomitivo de verde. Su portador era poco más que un delincuente en libertad condicional, y tenía que sufrir las más horribles ordalías siempre que quería trasladarse de un país a otro, y cuanto más pequeños eran los países, mayor alboroto armaban. Desde algún rincón de las profundidades de sus glándulas, las autoridades secretaban la idea de que por malo que pudiera ser cualquier estado —por ejemplo, la Rusia soviética—, cualquier fugitivo de él era intrínsecamente despreciable ya que su existencia ocurría fuera del ámbito de una administración nacional; y en consecuencia era visto con la misma ridícula desaprobación con que ciertos grupos religiosos ven a los niños nacidos fuera del vínculo conyugal. No todos nosotros aceptábamos ser bastardos y fantasmas. Algunos emigrados rusos atesoran dulces recuerdos del día en que insultaron o tomaron el pelo a algún que otro alto funcionario de un ministerio, una Prefecture o un Polizeipraesidium.