Текст книги "Habla memoria"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Tenía yo once años cuando mi padre decidió que los preceptores que había tenido, y seguía teniendo, en casa, podían ser provechosamente suplementados con mi asistencia a la Escuela Tenishev. Esta escuela, una de las más notables de San Petersburgo, era una institución relativamente joven y de tipo mucho más moderno y liberal que los Gymnasiums corrientes, a cuya categoría general petenecía. Sus cursos de estudio, que consistían en dieciséis «semestres» (ocho cursos de Gymnasium), equivaldrían aproximadamente en los Estados Unidos a los seis últimos años de schooly los dos primeros de college. Cuando, en enero de 1911, ingresé en esa escuela, me encontré en el tercer «semestre», o en el comienzo del octavo grado según el sistema norteamericano.
El curso duraba desde el quince de septiembre hasta el veinticinco de mayo, con un par de interrupciones: un salto intersemestral de dos semanas —para dar cabida, por así decirlo, al enorme árbol de Navidad que rozaba con su estrella el techo verde claro de nuestro salón más bonito– y unas vacaciones de una semana por Pascua, durante la cual los huevos pintados avivaban la mesa del desayuno. Como la nieve y las heladas duraban desde octubre hasta bien entrado abril, no es extraño que el ambiente de mis recuerdos escolares sea claramente hiemal.
Cuando Ivan (que un día desapareció) o Ivan II (que llegó a vivir la época en la que yo le utilizaba para transmitir recados románticos) venían a despertarme alrededor de las ocho de la mañana, el mundo exterior estaba todavía encapuchado bajo una parda penumbra hiperbórea. La luz eléctrica de la habitación tenía un tinte hosco, áspero y amarillento que hacía que me escocieran los ojos. Apoyando mi zumbante oído en una mano y el codo en la almohada, me obligaba a mí mismo a preparar diez páginas de deberes pendientes. En la mesilla de noche, junto a una robusta lámpara de bronce con un par de cabezas de león, había un reloj poco convencional: un recipiente vertical de cristal dentro del que un par de laminillas a modo de páginas, de color blanco marfil y con números negros, iban girando con una brusca sacudida de derecha a izquierda, deteniéndose cada vez un minuto entero, del mismo modo que las transparencias publicitarias en las antiguas pantallas de cine. Me concedía a mí mismo diez minutos para hacer un ferrotipo mental del texto (¡hoy en día necesitaría dos horas!) y, más o menos, una docena de minutos para bañarme, vestirme (con la ayuda de Ivan), bajar corriendo las escaleras, y tragarme una taza de cacao templado de cuya superficie extraía previamente, por el centro, un círculo de arrugada piel. Las mañanas quedaban malogradas, y hubo que interrumpir cosas como las lecciones de boxeo y esgrima que MonsieurLoustalot, un francés maravillosamente ágil, me había dado hasta entonces.
Pero seguía viniendo, casi diariamente, para intercambiar unos golpes o hacer esgrima con mi padre. Con mi abrigo de piel a medio poner, corría yo a través del salón verde (en donde, incluso cuando las Navidades ya quedaban muy atrás, todavía se notaba el olor a abeto, cera caliente y mandarinas), en dirección a la biblioteca, de donde me llegaba una mezcla de secas pero potentes pisadas y rechinamientos. Allí encontraba a mi padre, un hombre alto, robusto, que con su mono blanco de entrenamiento parecía todavía mayor, tirándose a fondo y parando, mientras su diestro instructor iba exclamando ( «Batiez! » «Rompez!») al ritmo del cling-cling de los floretes.
Jadeando levemente, mi padre se quitaba la convexa careta de su sudoroso rostro sonrosado para darme el beso de buenos días. En aquella estancia se combinaban agradablemente lo erudito con lo atlético, la piel de los libros y la piel de los guantes de boxeo. Rechonchos butacones se alineaban junto a las paredes forradas de libros. Una complicada «Punching-ball» comprada en Inglaterra —cuatro postes de acero que sostenían la tabla de la que colgaba una bolsa en forma de pera– brillaba al fondo de la espaciosa habitación. El objeto de este aparato, sobre todo en relación con el ra-ta-ta de ametralladora que hacía su bolsa, fue cuestionado por un grupo de combatientes callejeros armados hasta los dientes que se habían colado por la ventana en 1917, y que acabaron aceptando de mala gana la explicación del mayordomo. Cuando la Revolución Soviética hizo imperativo que nos fuésemos de San Petersburgo, esta biblioteca se desintegró, pero algunos pequeños y raros restos de ella continuaron apareciendo en el extranjero. Unos doce años más tarde, en Berlín, cogí de un estante uno de estos niños abandonados, con el ex librisde mi padre. De forma adecuadísima, resultó ser La guerra de los mundos, de Wells. Y transcurrido otro decenio, descubrí un día en la Biblioteca Pública de Nueva York, y puesto en el índice con el nombre de mi padre, una copia del completo catálogo que hizo imprimir particularmente cuando aquellos libros fantasmales que aparecían en la lista todavía se encontraban, frescos y pulcros, en los anaqueles de su biblioteca.
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Luego volvía a ponerse la careta y seguía tirando a fondo y lanzando estocadas mientras yo regresaba apresuradamente por donde había venido. Después del calorcito del vestíbulo, en donde crepitaban los troncos de la gran chimenea, el aire del exterior me producía una helada conmoción en los pulmones. Luego averiguaba cuál de nuestros dos coches, el Benz o el Wolseley, me llevaría a colegio. El primero, un landaulettegris, conducido por Volkov, un chófer amable de tez pálida, era el más antiguo de los dos. Sus líneas nos parecieron indiscutiblemente dinámicas en comparación con las del insípido cupé eléctrico, chato e insonoro, que lo precedió; pero también adquirió a su vez un aspecto anticuado y pesado, con su penosamente encogido capó, en cuanto llegó, para compartir el garaje con él, el gran sedán inglés, negro y relativamente mucho más alargado.
Cuando me correspondía el coche más nuevo, empezaba el día animadamente. Pirogov, el segundo chófer, era un tipo muy bajito y gordinflón, y su piel coloradota armonizaba con el tono de las pieles que se echaba sobre su traje de pana y con el pardo-rojizo de sus polainas. Cuando algún estorbo de la calzada le obligaba a aplicar los frenos (cosa que hacía distendiéndose repentinamente de una forma peculiar, como si estuviera dotado de muelles), o cuando yo le molestaba tratando de comunicarme con él a través de aquel chirriante y no muy eficaz tubo, solía fijarme en el modo en que la parte posterior de su grueso cuello adquiría, al otro lado de la división de cristal, una tonalidad carmesí. Pirogov prefería conducir el robusto Opel descapotable que utilizamos en el campo durante tres o cuatro temporadas, y lo hacía a noventa kilómetros por hora (para comprender lo vertiginosa que era esa velocidad en 1912 habría que tener en cuenta la actual inflación en ese terreno): en efecto, la esencia misma de la libertad veraniega —fuera de la ciudad, y sin escuela– está para mí vinculada con el extravagante rugido que el tubo de escape abierto emitía en la larga y solitaria carretera. Cuando, el segundo año de la Primera Guerra Mundial, Pirogov fue movilizado, le sustituyó un tal Tsiganov, moreno y de salvaje mirada, ex campeón de automovilismo, que había participado en varias carreras tanto en Rusia como en el extranjero, y que se rompió varias costillas en un accidente sufrido en Bélgica. Más tarde, durante 1917, y poco después de que mi padre dimitiera del gobierno de Kerenski, Tsiganov decidió —a pesar de las enérgicas protestas de mi padre– salvar el potente Wolseley de la posibilidad de su confiscación por el procedimiento de desmontarlo y distribuir sus piezas en escondrijos conocidos solamente por él. Muy poco después, en las tinieblas del trágico otoño, cuando los bolcheviques dominaron la situación, uno de los ayudantes de Kerenski le pidió a mi padre un coche robusto para el caso de que el primer ministro tuviese que huir precipitadamente; pero nuestro viejo y frágil Benz no servía y el Wolseley había desaparecido embarazosamente, y si aún atesoro el recuerdo de esa petición (recientemente negada por mi eminente amigo, pero formulada sin duda por su ayudante de campo), es sólo desde un punto de vista de armonía temática: porque constituye un divertido eco de la participación de Cristina von Korff en el episodio ocurrido en Varennes el año 1791.
Aunque las nevadas fuertes eran mucho más corrientes en San Petersburgo que, por ejemplo, en las cercanías de Boston, los diversos automóviles que circulaban por entre los numerosos trineos de la ciudad, antes de la Primera Guerra Mundial, no parecían sufrir el mismo tipo de horribles problemas que los coches padecen esos años en los que Nueva Inglaterra tiene unas Navidades verdaderamente blancas. Muchas fuerzas extrañas habían colaborado en la construcción de la ciudad. Uno acaba por suponer que la distribución de sus nieves —pulcros montones en las aceras y una uniforme y sólida capa extendida por los bloques octogonales de madera que formaban la calzada– era el resultado de cierta escasamente santa alianza entre la geometría de las calles y la física de las nubes portadoras de nieve. Fuera como fuese, el trayecto hasta el colegio nunca requería más de un cuarto de hora. Nuestra casa estaba en el número 47 de la calle Morskaya. Luego venía la casa del príncipe Oginski (N.° 45), después la embajada italiana (N.° 43) y después la embajada alemana (N.° 41), y a continuación la amplia Plaza Maria, tras la cual seguía bajando la numeración de la calle. En el lado norte de la plaza había un pequeño parque público. En uno de sus tilos fueron encontrados un día una oreja y un dedo, restos de un terrorista cuya mano falló mientras estaba preparando un paquete mortal en su habitación del otro lado de la plaza. Estos mismos árboles (un dibujo de filigrana plateada sobre un telón de niebla nacarada de la que, al fondo, emergía la cúpula de bronce de San Isaac) también habían visto cómo caían muertos a balazos de sus ramas los niños que se habían encaramado hasta ellas en un vano intento de huir de los gendarmes montados que estaban sofocando la Primera Revolución (1905-1906). Las plazas y calles de San Petersburgo estaban casi todas vinculadas a historias como éstas.
Cuando llegábamos a la Avenida Nevski, la seguíamos un largo trecho durante el cual resultaba un placer adelantar sin esfuerzo a algún que otro embozado guardia que seguía la misma dirección en su trineo ligero tirado por un par de sementales negros que avanzaban y bufaban mientras él permanecía resguardado por la malla azul celeste que impedía que le alcanzaran en la cara fragmentos de nieve endurecida. Una calle de mano izquierda, con un nombre precioso —Karavannaya (calle de las Caravanas)—, me permitía pasar delante de una inolvidable juguetería. A continuación venía el Circo Cinizelli (famoso por sus torneos de lucha). Finalmente, tras haber cruzado un canal helado, se llegaba a las puertas de la Escuela Tenishev, en la calle Mohovaya (calle de Moisés).
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Debido a que, por elección, formaba parte de la no clasista intelectualidad rusa, a mi padre le pareció adecuado que yo fuese a una escuela que se distinguía por sus principios democráticos, su política de no discriminación por motivos de rango social, raza o credo, y sus modernos métodos de enseñanza. Aparte de todo eso, la escuela Tenishev no se diferenciaba de las escuelas de los demás lugares y épocas. Como en todas las escuelas, los alumnos toleraban a unos maestros y detestaban a otros, y, como en todas las escuelas, había un intercambio constante de chistes obscenos e información erótica. Como yo era un buen deportista, mis actividades allí no me hubieran parecido lúgubres de no ser porque mis profesores se mostraron empeñados en salvar mi alma.
Me acusaron de no encajar en mi medio ambiente; de ser un «exhibicionista» (sobre todo por salpimentar mis redacciones en ruso con términos ingleses y franceses, que se me ocurrían sin querer); de negarme a tocar las sucísimas toallas húmedas de los lavabos; de pelear con los nudillos en lugar de utilizar ese golpe a modo de cachete que los rusos dan en las peleas con el canto del puño. El director de la escuela, que apenas sabía nada de deportes aunque aprobaba con vehemencia su capacidad de fomentar la sociabilidad, desconfiaba de mi empeño en jugar a fútbol siempre de portero, «en lugar de correr con los demás jugadores».
Otra cosa que provocaba resentimientos era que yo fuera al colegio y volviera a mi casa en automóvil, en lugar de hacerlo en tranvía o en un coche de caballos tal como hacían esos buenos demócratas en miniatura que eran los otros chicos. Con todo el rostro retorcido en una mueca de repugnancia, un profesor me insinuó que lo mínimo que podía hacer era pedir que el automóvil parase a dos o tres manzanas del colegio, para que mis compañeros pudieran librarse de la imagen de aquel chófer con librea que se quitaba el sombrero para despedirme. Era como si la escuela hubiese decidido autorizarme a rondar por allí con una rata muerta cogida de la cola, pero con la condición de que no la balanceara bajo las narices de los demás.
La peor situación fue, sin embargo, consecuencia del hecho de que incluso entonces fuera absolutamente contrario a participar en movimientos o asociaciones de cualquier tipo. Puse furioso al más amable y mejor intencionado de todos mis profesores cuando me negué a formar parte del grupo de trabajo que desarrollaba actividades no incluidas en el programa del curso: sociedades de debates en las que se elegían delegados con la mayor solemnidad, lecturas de informes sobre asuntos históricos, y, en los cursos superiores, reuniones más ambiciosas en las que se discutían los problemas políticos del momento. Los constantes apremios ejercidos sobre mí con la intención de obligarme a pertenecer a alguno de esos grupos jamás quebrantaron mi resistencia, pero provocaron un estado de tensión que no era en absoluto aliviado cuando todo el mundo se mostraba empeñado en hablar constantemente del ejemplo que me daba mi padre.
Mi padre era, efectivamente, una persona muy activa, pero como suele ocurrir con los hijos de padres famosos, yo veía sus actividades a través de mi propio prisma, que dividía en muchos colores fascinantes la luz austera que mis profesores entreveían. En relación con sus variados intereses —criminológicos, legislativos, políticos, periodísticos, filantrópicos– mi padre tenía que acudir a muchas reuniones de comités, y a menudo éstas se celebraban en nuestra casa. Siempre se podía deducir la proximidad de uno de tales acontecimientos por cierto sonido peculiar procedente del fondo de nuestro amplio y resonante vestíbulo. Allí, en un hueco que quedaba debajo de la escalera de mármol, solía encontrarme, cuando regresaba del colegio, a nuestro shveitsar(portero), atareadísimo en la labor de afilar lapiceros. Para ese fin solía utilizar una máquina anticuada y grandota provista de una ronroneante rueda, cuyo manubrio hacía girar rápidamente con una mano mientras con la otra sostenía un lápiz previamente insertado en un orificio lateral. Desde hacía muchos años este hombre había sido el más vulgar ejemplo imaginable de «criado fiel», con su pintoresco ingenio y proverbial sabiduría siempre a punto, con su gallarda manera de alisarse, a derecha e izquierda, con dos dedos, el bigote, envuelto siempre en un leve olor a pescado frito: el origen de este aroma estaba en sus misteriosas habitaciones del sótano, en donde albergaba a una obesa esposa y a unos gemelos, un colegial de mi edad y una obsesionante y desaseada aurora de azul mirada furtiva y cobriza melena ensortijada; pero la pesada tarea de afilar lápices debía de poner considerablemente furioso al pobre Ustin; no me cuesta nada simpatizar con él, dado que escribo mis cosas solamente con lápices muy afilados, tengo siempre a mi alcance ramilletes de B-3 puestos en jarritos, y hago girar mil veces al día el manubrio de ese instrumento (atornillado al borde de la mesa) que con tanta rapidez acumula esos enormes montones de peladuras pardo-rojizas en su cajoncito. Posteriormente se supo que hacía mucho tiempo que se había puesto en contacto con la policía secreta del Zar —una pandilla de principiantes, claro está, en comparación con los hombres de Dzerzhinski o de Yagoda, pero bastante fastidiosos de todos modos—. Ya en 1906, por ejemplo, la policía, que sospechaba que mi padre celebraba reuniones clandestinas en Vyra, contrató los servicios de Ustin, quien inmediatamente le rogó a mi padre, con algún pretexto que no consigo recordar, pero con la finalidad última de espiar lo que estuviera ocurriendo, que se lo llevara aquel verano al campo como lacayo suplementario (había trabajado como mozo de la despensa en la familia de los Rukavishnikov); y fue él, el omnipresente Ustin, quien en el invierno de 1917-1918 condujo heroicamente a los representantes de los victoriosos soviets hasta el despacho que mi padre tenía en el segundo piso, y de allí, a través de una sala de música y del tocador de mi madre, a la habitación de la esquina sudoeste en la que yo nací, y al nicho de la pared, y hasta las tiaras de colorido fuego, que constituyeron una recompensa adecuada por la macaón que un día cazó para mí.
Alrededor de las ocho de la tarde, el vestíbulo alojaba una enorme acumulación de sobretodos y chanclos. En la sala del comité, vecina a la biblioteca, y en una alargada mesa cubierta de bayeta (en la que habían sido dispuestos todos aquellos lápices magníficamente afilados), mi padre y sus colegas se reunían para discutir una u otra fase de su oposición al Zar. Por encima de la barahúnda de voces, un reloj de pared situado en un oscuro rincón empezaba a dar la hora con el mismo sonido que el de Westminster; y más allá de la sala del comité estaban las misteriosas profundidades —guardamuebles, una escalera de caracol, una especie de depensa– en donde mi primo Yuri y yo nos deteníamos un instante, con las pistolas desenfundadas, camino de Texas, en el mismo lugar en donde fue situado una noche por la policía aquel gordo y legañoso espía que se puso trabajosamente de rodillas ante nuestra bibliotecaria, Lyudmila Borisovna Grinberg, al ser descubierto. ¿Y cómo diablos iba yo a hablar de todo esto con los profesores del colegio?
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La prensa reaccionaria no dejó nunca de atacar al partido de mi padre, y yo había acabado acostumbrándome a los chistes más o menos vulgares que se publicaban de vez en cuando: mi padre y Milyukov entregando la Santa Rusia a la Judería Mundial en bandeja de plata, y cosas así. Pero un día, creo que en invierno de 1911, el más importante de los periódicos de la derecha utilizó a un turbio periodista para pergeñar un artículo difamatorio con insinuaciones que mi padre no podía tolerar. Como la conocida picardía del firmante del texto le convertía en «no-duelable» ( neduelesposobriiy, tal como decía el código ruso de los duelos), mi padre desafió al en cierto modo menos indigno director del diario en el que había aparecido el artículo.
Los duelos rusos eran asuntos mucho más serios que la convencional variedad parisiense del mismo acontecimiento. El director tardó varios días en decidir si aceptaba o no el reto. El último de esos días, un lunes, yo fui, como siempre, a colegio. Debido a que no leía los periódicos, ignoraba por completo el asunto. En cierto momento indeterminado de la jornada me di cuenta de que estaba pasando de mano en mano una revista abierta por determinada página, que de inmediato provocaba risillas sofocadas. Un ágil y calculado movimiento de barrido me puso en posesión de lo que resultó ser el último número de un barato semanario que contenía un sensacionalista relato del desafío de mi padre, con estúpidos comentarios acerca de la elección de arma que le había ofrecido a su enemigo. Le lanzaban malévolas pullas por haber regresado a aquella costumbre feudal que él había criticado en sus propios escritos. También se hablaba abundantemente del número de sus criados y del número de sus trajes. Averigüé que había elegido como padrino a su cuñado, el almirante Kolomeytsev, héroe de la guerra del Japón. Durante la batalla de Tsuchima, este tío mío, que en aquel momento tenía el grado de capitán, había conseguido conducir su destructor hasta situarlo junto al incendiado buque insignia, y salvar al comandante en jefe de la flota.
Al terminar las clases pude comprobar que el ejemplar de la revista era de uno de mis mejores amigos. Le acusé de traición y burla. En la subsiguiente pelea, él cayó de espaldas contra un pupitre, se le enganchó un pie, y se rompió el tobillo. Estuvo fuera de circulación durante un mes, pero tuvo la gallardía de ocultar tanto a su familia como a nuestros profesores mi participación en el asunto.
El dolor de ver cómo se lo llevaban escaleras abajo se perdió en mi sentimiento general de desdicha. Por una u otra razón, ningún coche fue a recogerme aquel día, y durante el frío, espantoso e increíblemente lento trayecto de vuelta a casa en un trineo de alquiler tuve tiempo sobrado para meditar sobre la situación. Ahora comprendí por qué, el día anterior, mi madre había estado tan poco tiempo conmigo y no había bajado a cenar. También comprendí cuál era el entrenamiento especial que Thernant, un maitre d'armesmejor incluso que Loustalot, había estado dándole a mi padre últimamente. ¿Qué elegiría su adversario —me preguntaba yo una y otra vez—, la hoja o la bala? ¿Acaso la elección había sido ya hecha? Con sumo cuidado, tomé la querida, la familiar, la vivísima imagen de mi padre haciendo esgrima, e intenté transferir esta imagen, pero sin careta ni peto, al campo del duelo, en alguna cuadra o escuela de equitación. Les visualicé a él y a su adversario, los dos con el pecho desnudo y pantalones negros, en furioso combate, marcados sus enérgicos movimientos por esa extraña torpeza que ni siquiera los más elegantes esgrimistas pueden evitar cuando el encuentro es real. La visión era tan repulsiva, y tan vivamente sentí la hinchada madurez de un corazón locamente palpitante a punto de ser atravesado, que por un momento me encontré deseando que la elección hubiese recaído en lo que durante unos instantes me pareció un arma más abstracta. Pero muy pronto mi angustia fue incluso mayor.
Mientras el trineo reptaba por la Avenida Nevski, donde brillaba un enjambre de borrosas farolas en el avanzado crepúsculo, pensé en la pesada y negra Browning que mi padre guardaba en el primero de los cajones del lado derecho de su escritorio. Yo conocía esta pistola así como todas las demás cosas, más visibles, de su despacho: los objets d'artde cristal o piedra veteada, tan de moda en aquellos tiempos; las brillantes fotografías familiares; el enorme Perugino suavemente iluminado; los óleos flamencos, brillantes como la piel; y, justo encima del escritorio, el retrato de mi madre hecho por Bakst, un pastel de tonos rosa y neblina: el artista había dibujado su rostro en un ángulo de tres cuartos, realzando maravillosamente sus delicados rasgos, tanto la ondulación ascendente de su cabello color ceniza (se le encaneció antes de cumplir los treinta años), como la pura curva de su frente, los ojos azul paloma y la graciosa línea del cuello.
Cuando apremiaba al viejo cochero con aspecto de muñeca de trapo pidiéndole que fuera más aprisa, él se limitaba a inclinarse hacia un lado haciendo un movimiento semicircular del brazo, como para hacerle creer a su caballo que estaba a punto de sacar el corto látigo que llevaba en la caña de su bota de fieltro; y eso bastaba para que el velludo rocín hiciera un amago de aceleración, tan vago como aquel otro con que el cochero le había amenazado con sacar su knutishko. En el estado casi alucinatorio engendrado por nuestro viaje por la nieve, volví a participar en los famosos duelos que tan bien conocían todos los muchachos rusos. Vi a Pushkin, mortalmente herido al primer disparo, incorporarse penosamente en el suelo para descargar su pistola contra d’Anthés. Vi sonreír a Lermontov cuando hacía frente a Martinov. Vi al robusto Sobinov, én el papel de Lenski, desplomarse y lanzar su arma hacia el foso de la orquesta, Ningún escritor ruso que tuviera una mínima reputación había dejado de describir une rencontre, un encuentro hostil, siempre, naturalmente, del tipo del duel a volante(y no ese ridículo número del espalda-contra-espalda-avanzar-unos-pasos-volverse-y-bang-bang al que las películas y los chistes gráficos han dado tanta fama). En diversas familias importantes se habían producido durante los últimos años algunas muertes trágicas en el campo del honor. Lentamente, mi adormilado trineo avanzó por la calle Morskaya, mientras, lentamente, las confusas siluetas de los duelistas avanzaban la una hacia la otra, alzaban sus pistolas y disparaban, al romper el alba, en húmedos claros de antiguas fincas campestres, en sombríos campamentos de instrucción militar, o bajo una intensa nevada entre dos hileras de abetos.
Y detrás de todo ello había un abismo emotivo muy especial que yo trataba desesperadamente de esquivar, para evitar la tormenta de llanto: me refiero a la tierna amistad que subyacía al respeto que sentía por mi padre; el encanto de nuestra perfecta armonía; los partidos de Wimbledon que seguíamos en la prensa de Londres; los problemas de ajedrez que resolvíamos; los yámbicos de Pushkin que emitía triunfalmente su lengua cada vez que yo mencionaba algún poeta menor del momento. Nuestras relaciones estaban caracterizadas por ese habitual intercambio de tonterías caseras, palabras cómicamente mutiladas, intentos de imitación de supuestas entonaciones, y todas esas bromas particulares que forman el código secreto de las familias felices. A pesar de todo esto, era un hombre extremadamente estricto en cuestiones de comportamiento y tendía a pronunciar comentarios punzantes cuando se enfadaba con algún hijo o criado, pero su humanitarismo intrínseco era demasiado intenso como para permitir que la regañina que le daba a Osip por no haberle preparado la camisa adecuada fuese verdaderamente ofensiva, del mismo modo que su conocimiento de primera mano del orgullo de los niños atemperaba la severidad de su reprobación y resultaba en repentinos perdones. Así, me sentí más desconcertado que satisfecho el día en que, tras haberse enterado de que me había hecho deliberadamente un corte en la pierna con una navaja de afeitar (todavía tengo la cicatriz) para no tener que recitar una lección que no me había estudiado, dio la sensación de no ser capaz de montar en cólera; su subsecuente reconocimiento de que había cometido una transgresión semejante durante su adolescencia supuso para mí un premio por no haber ocultado la verdad.
Recordé esa tarde de verano (que ya entonces parecía muy antigua aunque sólo habían transcurrido cuatro o cinco años) en la que entró de golpe en mi habitación, agarró mi cazamariposas, bajó como un rayo la escalera de la terraza, y al poco rato reapareció caminando tranquilamente, y sosteniendo entre el índice y el pulgar aquella rara y magnífica hembra de la ninfa mayor rusa que había visto tostándose al sol sobre una hoja de álamo desde el balcón de su despacho. Recordé nuestros largos paseos en bicicleta por la lisa carretera de Luga y la eficacia con que —con sus potentes gemelos, pantalones cortos y gorra a cuadros– se montaba en el alto sillín de su «Dux», que, como si se tratase de un palafrén, su criado le traía hasta el porche. Mientras revisaba su estado de limpieza, mi padre se ponía los guantes de ante y comprobaba, ante la ansiosa mirada de Osip, que los neumáticos estuvieran bien hinchados. Después cogía el manillar, colocaba el pie izquierdo en una clavija metálica que sobresalía en el extremo posterior del cuadro, se empujaba con el pie derecho por el otro lado de la rueda trasera, y después de tres o cuatro impulsos (y con la bicicleta puesta ya en movimiento), trasladaba cómodamente la pierna derecha a su pedal, alzaba la izquierda, y se instalaba en el sillín.
Por fin llegué a casa, y en cuanto entré en el vestíbulo noté que se oían unas voces altas, alegres. Tan oportunamente como en la escenografía de un sueño, mi tío el almirante estaba bajando por la escalera. Desde el rellano de roja alfombra que quedaba encima de mí, y en donde una griega de mármol desprovista de brazos presidía el cuenco de malaquita en donde se guardaban las tarjetas de visita, mis padres seguían hablando con él, y el almirante, sin dejar de bajar, se volvió para mirarles con una sonrisa y dio un golpe a la barandilla con los guantes que llevaba en la mano. Supe de inmediato que no habría duelo, que la respuesta al desafío había sido una petición de disculpas, que todo estaba arreglado. Pasé junto a mi tío, rozándole, y subí hasta el rellano. Vi la serena expresión cotidiana de mi madre, pero no pude mirar a mi padre. Y entonces ocurrió: el corazón se me desbordó, alzándose como la ola sobre la que se elevó el Buyriiycuando su capitán lo abarloó junto al incendiado Suvorov, y yo no llevaba pañuelo, y todavía tenían que pasar diez años antes de cierta noche de 1922 en la cual, durante una conferencia que se celebró en Berlín, mi padre protegió con su cuerpo al orador (su viejo amigo Milyukov) de las balas de dos fascistas rusos y, mientras derribaba vigorosamente a uno de los asaltantes, fue fatalmente alcanzado por un disparo del otro. Pero ninguna sombra fue proyectada por ese acontecimiento futuro sobre la luminosa escalera de nuestra casa de San Petersburgo; la ancha y fría mano que reposó sobre mi cabeza no tembló, y varias jugadas posibles de un difícil problema de ajedrez no se habían combinado aún en el damero.
CAPITULO DÉCIMO
1
Las novelas del Salvaje Oeste del capitán Mayne Reid (1818-1883) gozaban, traducidas y simplificadas, de una tremenda popularidad entre los niños rusos de comienzos de este siglo, mucho después de que su fama hubiese declinado en Norteamérica. Como yo sabía inglés, pude saborear su Headless Horsemanen el original no resumido. Un par de amigos intercambian su ropa, su sombrero y su montura, y el asesino se confunde de objetivo: tal es el principal eje de su complicada trama. Mi edición (posiblemente británica) permanece en los anaqueles de mi memoria como un grueso libro encuadernado en tela roja, con un frontispicio gris acuoso, cuyo brillo, cuando el libro era nuevo, estaba protegido por una hoja de papel de seda. Veo esta hoja y su proceso de desintegración —al principio, mal doblada; después, arrancada—, pero el frontispicio en sí, que sin duda alguna representaba al desafortunado hermano de Louise Pointdexter (y quizá también un par de coyotes, a no ser que me esté confundiendo con The Death Shototra narración de Mayne Reid), ha estado expuesto tan largamente a las llamas de mi imaginación que ahora se ha blanqueado por completo (pero ha sido milagrosamente reemplazada por el modelo original, tal como observé cuando estaba traduciendo al ruso este capítulo en la primavera de 1953, y contemplé, desde un rancho que tú y yo habíamos alquilado aquel año, un yermo de cactus y yucas de donde aquella mañana me llegaba el quejumbroso grito de un quail—creo que un Gam-bel's Quail– que me abrumó con la sensación de estar gozando de logros y recompensas inmerecidos).