355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Набоков » Habla memoria » Текст книги (страница 13)
Habla memoria
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 19:11

Текст книги "Habla memoria"


Автор книги: Владимир Набоков



сообщить о нарушении

Текущая страница: 13 (всего у книги 20 страниц)

Ahora conoceremos a mi primo Yuri, un flaco muchacho de cara cetrina, cabeza redonda, pelo muy rapado, y luminosos ojos grises. Como era hijo de padres divorciados, carecía de un preceptor que cuidase de él, vivía en la ciudad y no tenía casa en el campo, era en muchos aspectos diferente de mí. Pasaba los inviernos en Varsovia, con su padre, el barón Evgeniy Raush von Traubenberg, gobernador militar de la plaza, y los veranos en Batovo o en Vyra, a no ser que se lo llevara al extranjero su madre, mi excéntrica tía Nina, a algún aburrido balneario centroeuropeo, en donde ella se iba a dar largos paseos solitarios y le dejaba a cargo de los botones y doncellas. En el campo, Yuri se levantaba tarde, y yo no le veía hasta que regresaba a comer, después de pasarme cuatro o cinco horas cazando mariposas. Desde su más temprana infancia fue un chico temerario, pero le tenía mucha aprensión y recelo a la «historia natural», era incapaz de tocar cosas serpenteantes, no soportaba el divertido cosquilleo de la rana aprisionada que se te pasea por el interior del puño como si se tratase de una persona, ni la discreta, agradablemente fresca y rítmicamente ondulante caricia de la oruga que se te sube por el mentón. Coleccionaba soldaditos de plomo pintado; para mí carecían de todo atractivo, pero él se conocía sus uniformes tan bien como yo las diferentes mariposas. No sabía jugar al balón, era incapaz de tirar una piedra con un mínimo de puntería, y no sabía nadar, pero nunca me lo había confesado, y un día, cuando intentábamos cruzar el río caminando sobre un grupo atascado de troncos de abeto que flotaban junto a un molino, estuvo a punto de ahogarse cuando uno de esos troncos, especialmente resbaladizo, empezó a cabecear y rodar bajo sus pies.

La primera vez que tuvimos conciencia de la existencia del otro fue más o menos en las Navidades de 1904 (yo tenía cinco años y medio; él, siete), en Wiesbaden: recuerdo que él salía de una tienda de recuerdos y corrió hacia mí con un dije, una diminuta pistola de plata, que ardía en deseos de mostrarme, y de repente cayó de bruces en la acera, pero se abstuvo de llorar al levantarse, no le hizo ningún caso a la rodilla que le sangraba y ni por un momento soltó su minúscula arma. El verano de 1909 o 1910 me enseñó entusiasmado las asombrosas posibilidades dramáticas de los libros de Mayne Reid. El los había leído en ruso (dado que era en todo, menos en el apellido, mucho más ruso que yo) y, cuando buscaba alguna trama representable, tendía a combinarlos con los de Fenimore Cooper así como con sus propias y apasionadas invenciones. Yo contemplaba nuestros juegos con mayor distanciamiento, y trataba de atenerme al guión. La escenificación solía desarrollarse en el parque de Batovo, cuyos senderos eran más tortuosos y traicioneros que los de Vyra. Para nuestras mutuas cacerías del hombre utilizábamos pistolas que disparaban, con fuerza considerable, unos palos largos como lápices (de cuyas puntas de latón habíamos quitado virilmente las ventosas de caucho). Después tuvimos armas de aire comprimido que disparaban perdigones de cera o pequeños dardos de punta roma, con consecuencias no letales pero bastante dolorosas. En 1912, el impresionante revólver con cachas de nácar con el que se presentó fue fríamente retirado y encerrado bajo llave por Lenski, mi preceptor, pero sólo después de que hubiéramos hecho pedazos la tapa de una caja de zapatos (como preludio del blanco de verdad, un as) que habíamos sostenido por turnos, a una distancia propia de caballeros, en una verde avenida donde según los rumores se había desarrollado un duelo en un pasado borroso. El verano siguiente mi primo lo pasó en Suiza con su madre, y poco después de su muerte (en 1919), cuando ella visitó ese mismo hotel y consiguió las mismas habitaciones que él ocupó aquel mes de julio, introdujo la mano en los huecos de un sillón tratando de encontrar la horquilla que había perdido, y extrajo un diminuto coracero, desprovisto de caballo pero con sus estevadas piernas oprimiendo los flancos de un invisible corcel.

Cuando en junio de 1914 llegó a Vyra para pasar con nosotros una semana (él tenía entonces dieciséis años y medio, frente a mis quince, y la diferencia empezaba a notarse), lo primero que hizo, en cuanto nos encontramos solos en el jardín, fue sacar como sin darle importancia un pitillo «ambarino» de una elegante pitillera de plata en cuyo dorado interior señaló la fórmula 3 X 4 = 12, grabada allí en recuerdo de las tres noches que había pasado, por fin, con la condesa G. Ahora estaba enamorado de la joven esposa de un viejo general que vivía en Helsingfors, y de la hija de un capitán de Gatchina. Con cierta desesperación, fui tomando nota de cada nueva revelación de su estilo de hombre de mundo.

—¿Desde dónde puedo hacer algunas llamadas un poco íntimas? —preguntó. Y le llevé más allá de los cinco chopos y el viejo pozo seco (de donde había sido sacado con una cuerda por tres asustados jardineros hacía sólo un par de años) hasta un pasillo del ala del servicio al que llegaban los arrullos de las palomas posadas en un cómodo alféizar, y en donde colgaba de la asoleada pared el más remoto y antiguo de nuestros teléfonos de Vyra, un cacharro enorme, en forma de caja, cuyo manubrio había que accionar estruendosamente hasta educir una vocecilla de telefonista. Yuri se mostraba incluso más distendido y sociable ahora que cuando, unos años atrás, era un cazador de potros salvajes. Sentado en una mesa de pino y balanceando sus largas piernas, estuvo charlando con los criados (cosa que se suponía que yo no debía hacer, y que no sabía cómo hacer): con un anciano lacayo patilludo al que jamás hasta entonces había visto sonreír, o con alguna coqueta de la cocina, de cuyo desnudo cuello y atrevida mirada no había tenido yo noticia hasta entonces. Cuando Yuri terminó su tercera conferencia (me fijé, con una mezcla de alivio y decepción, en lo mal que hablaba francés), bajamos a la tienda del pueblo, lugar que hasta entonces jamás se me había ocurrido visitar y a donde jamás habría entrado a comprar una bolsa de negras-y-blancas semillas de girasol. A todo lo largo de nuestro paseo de regreso, por entre las mariposas del atardecer que se preparaban para irse a dormir, comimos y escupimos, y él me enseñó el método para hacerlo a la manera de una cinta transportadora: abrir la semilla con las muelas de la derecha, extraer el núcleo con la lengua, escupir las dos mitades de la vaina, desplazar el suave núcleo a las muelas de la izquierda y masticarlo allí, mientras la siguiente semilla que entretanto ha sido partida en las de la derecha, va siendo a su vez sometida al mismo proceso. Hablando de la derecha, admitió que era un acérrimo «monárquico» (en un sentido más romántico que político) y luego deploró mi supuesto (y perfectamente abstracto) sentimiento «democrático». Me recitó ejemplos de su fluida poesía de álbum y comentó con orgullo que había sido felicitado por Dilanov-Tomski, un poeta de moda (partidario de los epígrafes y los títulos a la italiana, como «Canciones de amor perdido», «Urnas nocturnas», y así sucesivamente), por la asombrosamente «larga» rima formada por «vnemlyu múze ya» («escucha a la Musa») y «lyubvikontúziya» («la contusión del amor»), a la que yo repliqué con mi mejor (y todavía no utilizado) hallazgo: «zópoved» (orden) y «posáp'ivat» (ganguear). Hervía de furia contra Tolstoy por el desdén que éste mostraba hacia el arte de la guerra y ardía de admiración por el príncipe Andrey Bolkonski; acababa de descubrir Guerra y paz, que yo había leído por primera vez a los once años (en Berlín, tendido sobre una otomana, en nuestro sombríamente rococó piso de la Privatstrasse, que daba a un oscuro y húmedo jardín trasero con alerces y gnomos que han permanecido en ese viejo libro, a modo de postales, eternamente).

De repente me veo a mí mismo con el uniforme de una academia militar: paseamos de nuevo hacia el pueblo, en 1916, y (como Maurice Gerald y el predestinado Henry Pointdexter) nos hemos intercambiado la ropa: Yuri lleva mis pantalones blancos de franela y mi corbata a rayas. Durante la breve semana que pasó aquel año con nosotros inventamos un singular entretenimiento que no he visto descrito en ningún otro lugar. Al fondo del jardín, en el centro de un pequeño círculo rodeado de jazmines, había un columpio. Ajustamos las cuerdas de modo que la verde tabla del columpio pasara a sólo unos cinco o seis centímetros de la frente y la nariz del que se tendía boca arriba en la arena. Uno de nosotros comenzaba la diversión poniéndose en pie sobre el columpio y balanceándose cada vez con más fuerza; el otro se tendía con la nuca apoyada en un punto previamente marcado y, desde lo que parecía una altura enorme, silbando y a gran velocidad, pasaba la tabla justo por encima de su cara. Y tres años más tarde, como oficial de caballería del ejército de Denikin, murió cuando combatía contra los rojos en el norte de Crimea. Le vi muerto en Yalta, hundida por completo la parte frontal de su cráneo bajo el impacto de varias balas que, como la tabla de hierro de un columpio monstruoso, le alcanzaron en el momento en que, tras haber dejado atrás su destacamento, cometía la temeridad de atacar en solitario un nido de ametralladoras de los rojos. Así quedó saciada la sed que toda su vida había sentido de actuar con intrepidez en una batalla, de realizar esa última y valerosa galopada con la pistola desenfundada o el sable desenvainado. Si hubiese tenido la competencia necesaria para escribir su epitafio, habría podido resumirlo diciendo —con palabras más sonoras que las que puedo congregar aquí– que todas las emociones, todos los pensamientos de Yuri, estaban gobernados por un don: un sentido del honor equiparable, desde el punto de vista moral, al oído absoluto.



2

He releído últimamente The Headless Horseman(en una edición muy triste, sin ilustraciones). Tiene algunos detalles interesantes. Por ejemplo, ese bar de un hotel tejano construido de troncos, en el año del Señor (como diría el capitán) de 1850, con su arremangado mozo, un petimetre por derecho propio, pues llevaba una camisa adornada con volantes «del mejor encaje y el mejor lino». Las coloridas botellas (entre las que un reloj flamenco hacía sonar «su peculiar tic-tac») eran como «un arco iris que centellease a su espalda», como «una aureola que rodease su perfumada cabeza». El hielo y el vino y el Monongahela pasaban de vaso en vaso. Los aromas del almizcle, la absenta y la piel de limón embebían todo el local. La luz deslumbrante de las lámparas de canfín realzaba los oscuros asteriscos producidos en la blanca arena del piso «por las expectoraciones». En otro año del Señor —a saber, el de 1941– cacé algunas polillas magníficas en las luces de neón de una gasolinera que hay entre Dallas y Forth Worth.

Entra en el bar el malo, el «mississippiense azotador de esclavos», Cassius Calhoun, ex capitán de Voluntarios, guapo, jactancioso y ceñudo. Después de brindar diciendo « ¡América para los americanos, y que Dios confunda a todos los extranjeros entremetidos, especialmente a los d-d [un escamoteo que me dejó dolorosamente desconcertado cuando tropecé por primera vez con él: dead? detested?] irlandeses!», tropezó intencionadamente con Maurice el cazador de potros salvajes (pañuelo rojo al cuello, rasgados pantalones de terciopelo, ardiente sangre irlandesa), un joven comerciante de caballos que en realidad era un baronet, Sir Maurice Gerald, tal como su emocionada novia descubría al final del libro. Esta clase de emociones tan fuera de lugar puede haber sido uno de los motivos por los cuales declinó tan pronto en su país adoptivo la fama de este autor de origen irlandés.

Inmediatamente después de la colisión, Maurice desarrolló varias actividades, en el siguiente orden: depositó su vaso en el mostrador, se sacó del bolsillo un pañuelo de seda, secó «la deshonrosa mancha de whisky» de los bordados de la pechera de su camisa, se pasó el pañuelo de la mano derecha a la izquierda, volvió a depositar tranquilamente el vaso en el mostrador. Todavía me sé de memoria esta secuencia: tantas fueron las veces que mi primo y yo la representamos.

El duelo ocurrió allí y entonces, en el desierto bar, armados los participantes con sendos «Colt» de seis tiros. A pesar de mi interés por esta escena (... ambos resultaron heridos..., su sangre manó a borbotones sobre el enarenado piso...) no pude impedir que mi fantasía abandonara el saloonpara mezclarse con la silenciosa muchedumbre que se había congregado delante del hotel, a fin de observar (en la «aromática oscuridad») a ciertas señoritas de «dudosa reputación».

Con mayor excitación incluso leí lo que allí se decía de Louise Pointdexter, la bella prima de Calhoun, hija de un plantador de azúcar, «el más alevoso y altivo de todos ellos» (aunque para mí era un misterio por qué razón un viejo que se dedicaba a plantar azúcar podía ser alevoso y altivo). Louise nos es mostrada en el momento en que sufre las angustias de los celos (que yo conocí de forma muy intensa en las desdichadas fiestas en las que Mara Rzhevuski, una niña pálida que llevaba un lazo blanco de seda en su pelo moreno, dejó, repentina e inexplicablemente, de fijarse en mi presencia) y se encuentra en su azoteaapoyada su blanca mano en la albardilla, «húmeda aún del rocío de la noche», mientras sus pechos gemelos se hunden e hinchan en rápida y espasmódica respiración, sus pechos gemelos, permítaseme que vuelva a leerlo, se hunden e hinchan, enfocados sus impertinentes hacia...

Esos impertinentes volví a encontrarlos posteriormente en la mano de Madame Bovary, y luego los tuvo Anna Karenina, y después estuvieron en posesión de la Dama del Perrito Faldero de Chekhov, que los perdió en el embarcadero de Yalta. Cuando los sostenía Louise estaban enfocados hacia las moteadas sombras que había al pie de los mezquites, en donde el jinete de sus amores sostenía una inocente conversación con la hija de un rico hacendado, doña Isidora Covarubio de los Llanos («cuya melena rivalizaba por su exuberancia con la cola de un corcel salvaje»).

—Tuve la oportunidad una vez —le explicó más tarde Maurice a Louise, como si se tratase de una conversación entre dos jinetes– de rendirle un servicio a doña Isidora, rescatándola de unos brutales indios.

—¡Y lo llamas un pequeño favor! —exclamó la joven criolla—. Si algún hombre me hiciera ese favor a mí...

—¿Qué harías tú por él? —preguntó Maurice con vehemencia.

– Pardieu!¡Le amaría!

—En ese caso, daría la mitad de mi vida por verte en manos de Gato Salvaje y sus ebrios compañeros..., y la otra mitad por librarte del peligro.

Y aquí nos encontramos con que nuestro gallardo autor interpola una extraña confesión: «El beso más dulce que me han dado en mi vida fue el de una mujer —una bella criatura, con la que iba de cacería– que se inclinó hacia mí desde su silla y me lo dio mientras yo permanecía sentado en la mía.»

Ese «sentado», concedámoslo, prolonga y da cuerpo al beso que tan cómodamente recibió el capitán, pero, aun a mis once años, no pude impedir que se me ocurriera pensar que esa forma de amar tan propia de centauros debía tener por fuerza sus limitaciones. Es más, Yuri y yo conocíamos a un chico que había intentado practicarla, pero el caballo de la chica empujó al suyo y le hizo caer en una zanja. Agotados por nuestras aventuras en el chaparral, solíamos tendernos en la hierba y hablar de mujeres. Nuestra inocencia me parece ahora casi monstruosa, a la luz de esas variadas «confesiones sexuales» (que se encuentran en Havelock Ellis y otros autores) en las que aparecen niños y niñas copulando como locos. Nosotros desconocíamos los barrios bajos de la sexualidad. Si alguna vez nos hubiesen contado que había parejas de niños normales que se masturbaban como idiotas en presencia del otro (tal como queda descrito, con tanta simpatía por la escena y con todos los olores, en las novelas modernas que se escriben en Norteamérica), la sola idea de ese acto nos hubiese parecido tan cómica e imposible como la de acostarse con un amelo. Nuestros ideales eran la reina Ginebra, Isolda, alguna belle dameno del todo deprovista de merci, la esposa del prójimo, una mujer orgullosa y dócil, moderna y cachonda, de tobillos delgados y manos alargadas. Las niñas de pulcros calcetines y limpios zapatos con las que nosotros y otros chicos coincidíamos en las clases de baile o en fiestas en torno al árbol de Navidad, preservaban en sus iris salpicados de llamitas todos los encantos, todos los bombones y estrellas del árbol, y nos tomaban el pelo, nos lanzaban miradas, participaban divertidas en nuestros vagamente festivos sueños; pero estas pequeñas ninfas pertenecían a una clase de criaturas que no tenían nada que ver con las guapas adolescentes y vampiresas de anchos sombreros por las que en realidad suspirábamos. Después de hacerme jurar con sangre que lo mantendría en secreto, Yuri me habló de una casada de Varsovia de la que se había enamorado a los doce o trece años y con la cual al cabo de un par de años se acostó. Temí que por comparación le hubiese parecido insípido que yo le hablara de mis compañeras de juegos en la playa, pero no consigo recordar qué historia inventé para ponerme a la altura de su romance. Alrededor de esa época, sin embargo, se interpuso en mi camino una aventura verdaderamente romántica. Voy a realizar a continuación un ejercicio bastante difícil, algo así como un doble salto mortal acompañado de un welsh waggle(los viejos acróbatas sabrán a lo que me refiero), y necesito silencio absoluto, por favor.



3


En agosto de 1910 mi hermano y yo estuvimos en Bad Kissingen con nuestros padres y nuestro preceptor (Lenski); mi padre y mi madre se fueron después a Munich y París, y de regreso a San Petersburgo, y luego a Berlín, en donde los chicos, con Lenski, estábamos pasando el otoño y el comienzo del invierno a fin de que nos arreglasen la dentadura. Un dentista norteamericano —Lowell o Lowen, no recuerdo exactamente el nombre– nos arrancó algunos dientes y nos sujetó otros con bramante para posteriormente desfigurarnos con unas abrazaderas. Más infernales incluso que la acción de la pera de caucho que bombeaba ardiente dolor en las cavidades eran las bolitas de algodón —me resultaba insoportable su contacto y crujido, tan secos– que nos metían entre la encía y la lengua para mayor comodidad del manipulador; y allí, en el cristal de la ventana que quedaba enfrente de nuestros desamparados ojos, veíamos las transparencias, una triste marina o unas uvas grises, estremeciéndose con la sorda reverberación de lejanos tranvías bajo cielos grises. «In den Zelten achtzehn A»: regresan hacia mí las señas bailando con ritmo trocaico, seguidas inmediatamente por el susurrante avance del taxi eléctrico color vainilla que nos conducía hasta allí. En expiación de aquellas mañanas horribles esperábamos cualquier clase de compensación. A mi hermano le encantaba el museo de figuras de cera que se encontraba en la galería que daba a Unter den Linden: los granaderos de Friedrich, Bonaparte conversando con una momia, el Liszt joven que componía una rapsodia mientras dormía, y Marat, que moría en un zapato; y para mí (que aún no sabía que Marat había sido un apasionado lepidopterista) estaba, en una esquina de esa galería, la famosa tienda de mariposas de Gruber, un paraíso alcanforado en lo alto de una empinada y estrecha escalera por la que yo subía cada dos días para preguntar si por fin habían podido conseguir mi pedido de la nueva strymonidiade Chapman o la blanca recientemente redescubierta por Mann. Intentamos jugar al tenis en una pista pública; pero el ventarrón invernal se empeñaba en perseguir hojas muertas por toda su superficie y, además, Lenski no sabía jugar, por mucho que se empeñara en participar con nosotros, sin quitarse el sobretodo, en un imposible partido a tres. Posteriormente pasamos la mayor parte de las tardes en una pista de patinaje sobre ruedas que se encontraba en el Kurfürstendamm. Recuerdo a Lenski deslizándose inexorablemente hacia una columna a la que intentaba abrazarse mientras se desplomaba en medio de un espantoso estrépito; luego, tras haber perseverado un rato más, terminaba contentándose con sentarse en uno de los palcos que flanqueaban la afelpada barandilla y consumir allí tres pedazos seguidos de aquella torteligeramente salada de moka con nata batida, mientras yo, pavoneándome, adelantaba una y otra vez al pobre y cojeante Sergey, en una de esas mortificantes imágenes que dan vueltas y más vueltas en nuestra cabeza. Una banda militar (Alemania, en aquel entonces, era el país de la música), con un director de movimientos infrecuentemente espasmódicos, cobraba vida cada diez minutos más o menos, pero apenas podía ahogar el incesante y sordo rumor de las ruedas.

Antiguamente existía en Rusia, y sin duda todavía existe, un tipo especial de muchacho en edad escolar que, sin poseer necesariamente una apariencia atlética o una capacidad intelectual muy notable, y careciendo a menudo de energía en clase, y siendo más bien descarnado y hasta con, por ejemplo, una leve afección tuberculosa, destacaba como un fenómeno en el fútbol y el ajedrez, y aprendía con la mayor facilidad cualquier tipo de deporte o juego de destreza (Borya Shik, Kostya Buketov y vosotros, los famosos hermanos Sharabanov, ¿dónde estáis ahora, compañeros y rivales?). Yo patinaba bien sobre hielo, y para mí fue tan fácil pasar a los patines de ruedas como para un hombre cualquiera reemplazar la navaja tradicional por una maquinilla de afeitar. Aprendí rápidamente a hacer dos o tres pasos complicados en el piso de madera de la pista, y en ningún salón de baile he danzado con tanto disfrute ni habilidad (nosotros, los Shik y los Buketov, somos, por norma, malos bailarines de salón). Los diversos profesores de patinaje llevaban unos uniformes rojos, mitad de húsar, mitad de botones de hotel. Todos ellos hablaban inglés, de una u otra marca. De entre las personas que frecuentaban la pista, pronto me llamó la atención un grupo de jóvenes norteamericanas. Al principio se fundían todas ellas en un mismo trompo de luminosa belleza exótica. El proceso de diferenciación comenzó cuando, durante uno de mis bailes solitarios (y apenas unos segundos antes de que me pegara el mayor trompazo que jamás se haya visto en pista alguna), alguien hizo un comentario acerca de mí mientras yo continuaba con mis remolinos, y una encantadora y gangosa voz femenina contestó:

—¡Sí, es una monada!

Todavía puedo ver su alta figura en aquel traje azul marino. Su ancho sombrero de terciopelo quedaba transmutado por un deslumbrante alfiler. Por motivos evidentes, decidí que se llamaba Louise. Por las noches me quedaba despierto en cama e imaginaba toda clase de situaciones románticas, y pensaba en su cimbreña cintura y su blanca garganta, y me preocupaba el sentir una peculiar incomodidad que hasta ese momento sólo había notado cuando me irritaban los calzoncillos. Una tarde la vi en el vestíbulo de la pista, y el más deslumbrante de los profesores, un lustroso rufián perteneciente a la misma caterva de Calhoun, la tenía cogida de la muñeca y la interrogaba con una falsa sonrisa de delincuente, y ella desviaba la mirada y retorcía infantilmente la muñeca hacia uno y otro lado, y la noche siguiente él fue alcanzado por un balazo, atrapado con el lazo, enterrado vivo, alcanzado por otro balazo, estrangulado, corrosivamente insultado, fríamente situado en el punto de mira, perdonado, y finalmente condenado a arrastrar para siempre su deshonra.

Lenski, hombre de elevados principios pero notable simplicidad, y que salía por primera vez en su vida al extranjero, tuvo dificultades para conciliar los placeres del turismo con sus deberes pedagógicos. Nosotros nos aprovechamos de la circunstancia y le guiamos hacia lugares que nuestros padres no nos hubieran permitido visitar. No pudo resistirse, por ejemplo, a ir al Wintergarten, y así, una noche, nos encontramos instalados en un palco de platea, bebiendo chocolate helado. El espectáculo seguía el esquema tradicional: un malabarista en traje de etiqueta; luego una mujer, en cuyo pecho lanzaban destellos los brillantes de imitación, que gorjeó un aria en efusiones de luces alternativamente verdes y rojas; después un cómico montado en unos patines. Entre éste y un número con bicicletas (más adelante hablaré de él con detalle), el programa incluía la actuación de «The Gala Girls», y casi con la misma demoledora e ignominiosa conmoción física que experimenté cuando me pegué aquel trompazo en la pista, reconocí a mis damas norteamericanas en aquella guirnalda de «girls» entrelazadas, chillonas y desvergonzadas que ondulaban por el escenario de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda, con una rítmica elevación de diez piernas idénticas que salían disparadas hacia arriba desde diez corolas de volantes. Localicé la cara de mi Louise, e inmediatamente supe que jamás la perdonaría por cantar tan a voz en grito, por tener una sonrisa tan roja, por disfrazarse de aquella manera tan ridícula y tan diferente del encanto de una «orgullosa criolla» o del de las «señoritas de dudosa reputación». Me resultaba imposible dejar de pensar en ella de golpe, desde luego, pero parece que la conmoción liberó en mi interior cierto proceso inductivo, pues noté pronto que cualquier evocación de la forma femenina iba acompañada de esa desconcertante incomodidad con la que ya me había familiarizado. Interrogué a mis padres al respecto (habían venido a Berlín para ver qué tal nos iba), y mi padre arrugó el periódico alemán que acababa de abrir y contestó en inglés (con la parodia de una posible cita: una forma de expresarse que adoptaba a menudo para salir del paso):

—Esa, hijo mío, no es más que otra de las absurdas combinaciones de la naturaleza, como la de la vergüenza y el sonrojo, o el dolor y el enrojecimiento de los ojos. Tolstoy vient de mourir—añadió de repente, en otro tono de voz, pasmado, volviéndose hacia mi madre.

– Da chto ñ[algo así como «Santo Cielo»]! —exclamó ella abrumada, entrelazando las manos sobre su regazo—. Pora domoy[Habrá que regresar a casa] —concluyó, como si la muerte de Tolstoy fuera presagio de algún desastre apocalíptico.



4


Y ahora viene el número de las bicicletas, o al menos mi versión del mismo. El verano siguiente, Yuri no vino a visitarnos a Vyra, y tuve que hacerle frente solo a mi agitación romántica. Los días lluviosos, agachado al pie de una estantería poco utilizada, con una paupérrima luz que hacía todo lo posible por impedir que prosiguieran mis investigaciones, me ponía a buscar oscuras palabras oscuramente tentadoras y enervantes en la versión rusa en dos volúmenes de la Encyclopedia Brockhaus, en la cual, a fin de ahorrar espacio, la palabra que encabezaba los artículos quedaba reducida, a lo largo de su detallado análisis, a su inicial en mayúscula, de modo que sus densas columnas impresas con tipos miñona no solamente absorbían toda mi atención sino que adquirían la frívola fascinación de un baile de disfraces en el que la abreviación de una palabra no muy conocida jugaba al escondite con mi ávida mirada: «Moisés intentó abolir la P., pero fracasó... En la era contemporánea floreció en Austria, durante el reinado de Maria Theresa, una hospitalaria forma de P... En muchas partes de Alemania los beneficios de la P., iban a manos del clero... En Rusia, la P., fue tolerada oficialmente a partir de 1843... Seducidas a los diez o doce años por el amo, los hijos de éste o algunos de sus criados, las huérfanas terminan casi invariablemente convirtiéndose en P.», y así sucesivamente, todo lo cual no sirvió para elucidar sobriamente, sino más bien para enriquecer de misterio, las alusiones al amor meretriz que encontré en el curso de mis primeras inmersiones en Chekhov o Andreev. La caza de mariposas y algunos deportes me ocuparon las horas de sol, pero por mucho ejercicio que hiciese no encontré modo de evitar la inquietud que, cada noche, me lanzaba hacia vagos viajes de descubrimiento. Después de haberme pasado casi toda la tarde montando a caballo, salir en bicicleta durante los coloridos atardeceres me producía una sensación curiosamente sutil, casi descarnada. Para transformarla en lo que yo entendía por un modelo de carreras, había puesto del revés el manillar de mi bicicleta Enfield, tras haberlo bajado hasta situarlo en un nivel casi inferior al del sillín. Por los senderos del parque me deslizaba siguiendo las recién dibujadas huellas de mis neumáticos Dunlop; evitando limpiamente los bultos de las raíces de los árboles; eligiendo una ramita caída y partiéndola con mi sensible rueda delantera; serpenteando por entre dos hojas planas y luego por entre una piedrecita y el agujero de donde había sido desalojada la tarde anterior; disfrutando de la breve suavidad de un puente sobre un riachuelo; rozando, sin llegar a tocarla, la valla metálica de la pista de tenis; abriendo con un suave empujón de la rueda la pequeña puerta blanca que había al final del parque; y luego, en pleno éxtasis melancólico de libertad, acelerando por los endurecidos y agradablemente aglutinados márgenes de largas carreteras de campo.

Aquel verano me iba siempre a pasear en bicicleta a cierta isba dorada por el bajo sol, en cuyo umbral Polenka, hija de Zahar, nuestro cochero mayor, que era una chica de mi edad, permanecía en pie, apoyada contra la jamba, cruzados sobre el pecho sus desnudos brazos a la suave y cómoda manera característica de la Rusia rural. Cuando me aproximaba me miraba con una maravillosa expresión radiante, pero cuando pedaleaba más cerca ya de ella, su gesto se iba apagando gradualmente, convirtiéndose primero en una sonrisa a medias, luego en una débil chispa en las comisuras de sus comprimidos labios, hasta que, finalmente, también esta luz se desvanecía de modo que al llegar junto a ella no asomaba expresión alguna a su bonito rostro redondo. En cuanto yo pasaba de largo, no obstante, y después de que por un instante hubiese vuelto la cabeza para echarle una última ojeada antes de esprintar cuesta arriba, reaparecían los hoyuelos y se encendía otra vez la enigmática luz sobre sus queridos rasgos. Jamás le dirigí la palabra, pero mucho después de que yo hubiese dejado de pasar por allí en bicicleta a esa hora, nuestra relación ocular se renovó de vez en cuando durante un par de veranos. La muchacha aparecía de repente, viniendo no se sabía de dónde, siempre un poco retirada, siempre descalza, frotándose el empeine izquierdo contra el gemelo derecho o rascándose con el dedo anular la raya de su pelo castaño claro, y siempre apoyada en alguna cosa: la puerta de las caballerizas cuando estaban ensillando mi caballo, el tronco de un árbol cuando toda la muchedumbre de criados salía a despedirnos cuando partíamos hacia la ciudad una fría mañana de septiembre. Parecía que cada vez su pecho se hubiese suavizado un poco más que la anterior, que sus antebrazos se hubiesen fortalecido, y una o dos veces llegué a discernir, justo antes de que desapareciese, yéndose de mi alcance (a los dieciséis años se casó con un herrero de una aldea lejana), un destello de amable burla en sus separados ojos color avellana. Resulta extraño, pero ella fue la primera persona que tuvo el dolorosamente agudo poder, por el simple método de no permitir que se desvaneciera su sonrisa, de perforar un agujero en mi sueño y devolverme con un sobresalto a mi acalambrada vigilia, cada vez que soñaba con ella, aunque en la vida real me daba mucho más miedo la posibilidad de sentirme repelido por la repugnancia que podían inspirarme sus pies cubiertos de barro seco y el olor rancio de su ropa que la de insultarla con la vulgaridad de unos requerimientos amorosos casi-señoriales.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю