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Habla memoria
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Автор книги: Владимир Набоков



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En Berlín y París, las dos capitales del exilio, los rusos formaron colonias compactas, con un coeficiente cultural muy superior a la media de las necesariamente más diluidas comunidades extranjeras en las que se les insertaba. Me refiero, desde luego, a los intelectuales rusos, pertenecientes en su mayoría a los diversos grupos democráticos, y no a ese otro tipo de persona más ostentosa que «era consejero o yo qué sé del Zar, sabe» y que es lo primero en lo que piensan las señoras de los clubes femeninos norteamericanos en cuanto alguien habla de «rusos blancos». La vida en esos lugares era tan plena e intensa que estos «intelligenti» (una palabra que tenía connotaciones más socialmente idealistas y menos esotéricas que el término «intelectuals» para los norteamericanos) rusos no tenían tiempo ni motivos para buscar vínculos más allá de su propio círculo. Hoy en día, en un nuevo y querido mundo donde he aprendido a sentirme como en mi casa con la misma facilidad con que he dejado de cruzar los sietes, las personas extrovertidas y cosmopolitas a quienes cuento estas cosas de mi pasado suelen pensar que no hablo en serio, o me acusan de esnobismo retrospectivo, cuando sostengo, por ejemplo, que en el transcurso del casi un cuarto de siglo que pasé en Europa Occidental no tuve, de entre los escasos alemanes y franceses que conocí (en su mayoría patronos y gente de letras), más que dos amigos.

Fuera como fuese, durante mis recluidos años alemanes, jamás me encontré con esos amables músicos de antaño que, en las novelas de Turgenev, tocaban sus rapsodias hasta bien entrada la noche; ni con esos alegres cazadores con sus presas prendidas con alfileres a la copa de sus sombreros, esos que tan ridículizados fueron por el Siglo de las Luces: el caballero de La Bruyère que derrama lágrimas al ver a una oruga paralítica, los filósofos de Gay, «más graves que sabios» y que, disculpen ustedes, «persiguen a la ciencia en las mariposas»; y, de forma menos insultante, los «curiosos alemanes» de Pope, que atrapan «bellos insectos»; ni, simplemente, con lo que la gente suele llamar personas francotas y saludables, las mismas que durante la última guerra fueron preferidas por los soldados del Middle West que padecían morriña por contraposición al reservado campesino francés o a la enérgica Madelón II. Todo lo contrario. La figura más vívida con que me encuentro cuando trato de localizar en mis recuerdos a alguien a quien destacar de entre mi magro abastecimiento de conocidos no rusos y no judíos de los años transcurridos entre las dos guerras, es la imagen de un joven universitario alemán, educado, tranquilo, con gafas, cuyo pasatiempo favorito era la pena capital. En nuestro segundo encuentro me mostró una colección de fotografías entre las cuales había una serie recién adquirida ( «Ein bischen retouchiert», dijo, arrugando su pecosa nariz) que mostraba las sucesivas fases de una ejecución en China; alabó, como un verdadero experto, el esplendor de la espada letal y el perfecto espíritu de cooperación entre verdugo y víctima, que culminaba en un auténtico geiserde sangre color gris niebla saliendo a chorro del clarísimamente fotografiado cuello de la parte decapitada. Como gozaba de una situación muy acomodada, este joven coleccionista podía permitirse el lujo de viajar, y viajaba, efectivamente, sin dejar de preparar los temas de humanidades para su doctorado. Se quejó, no obstante, de su persistente mala suerte, y añadió que si no podía ver pronto algún ejemplo verdaderamente bueno, sería incapaz de soportarlo. Había sido testigo de unos cuantos ahorcamientos pasables en los Balcanes y de una muy anunciada pero bastante sombría y mecánica guillotinade(le gustaba utilizar un francés que a él le parecía coloquial) en el Boulevard Arago de París; pero, fuera como fuese, jamás logró estar lo suficientemente cerca como para verlo todo con detalle, y la carísima cámara en miniatura que colgaba del ojal de su impermeable no funcionaba tan bien como él había creído. A pesar de que estaba padeciendo un fuerte resfriado, se fue a Regensburg, donde se llevaban a cabo violentas decapitaciones con hacha: esperaba grandes cosas de este espectáculo, pero, para su intensa decepción, el sujeto había sido al parecer drogado y apenas si reaccionó, como no fuera anadeando débilmente cuando el enmascarado verdugo y su desmañado ayudante cayeron sobre él. Dietrich (que es el nombre de pila de mi conocido) esperaba ir algún día a los Estados Unidos para ser testigo de un par de electrocutions; de esta palabra, tan simple era mi amigo, derivó el adjetivo «cute», aprendido de un primo suyo que había ido a los Estados Unidos, y, con un leve gesto ceñudo de melancólica inquietud, se preguntó si era cierto que, durante la ejecución, salían sensacionales humaredas de los orificios naturales del cuerpo. En nuestro tercer y último encuentro (todavía quedaban algunos aspectos de su personalidad que yo quería archivar para su posible utilización) me contó, más triste que furioso, que una vez se pasó la noche entera esperando pacientemente junto a un amigo suyo que había decidido suicidarse y que había accedido a hacerlo, de un disparo en el paladar, en un lugar bien iluminado y de cara al aficionado, pero que, como carecía de ambición y sentido del honor, en lugar de cumplir su palabra se limitó a pillar una borrachera de campeonato. Aunque hace mucho tiempo que perdí la pista de Dietrich, puedo imaginarme perfectamente la mirada de serena satisfacción en sus ojos color azul pez con la que muestra, hoy en día (quizás en el minuto mismo en que yo escribo esto), una inesperada profusión de tesoros a sus compañeros de afición, que aplauden calurosamente y saludan con estentóreas risotadas las fotos absolutamente wunderbarque obtuvo durante el reinado de Hitler.



2


He hablado suficientemente de la lobreguez y la gloria del exilio en mis novelas rusas, y especialmente en la mejor de ellas (publicada en inglés con el título de The Gift); pero quizá sea conveniente incluir aquí una breve recapitulación. Con muy escasas excepciones, todas las fuerzas creativas de tendencia liberal —poetas, novelistas, críticos, filósofos y demás– habían huido de la Rusia de Lenin y de Stalin. Los que no lo hicieron, o bien se marchitaban allí o bien adulteraban su talento ajustándose a las exigencias políticas del estado. Lo que los zares no habían conseguido jamás, a saber, que las mentes se doblegaran por completo a la voluntad del gobierno, fue logrado por los bolcheviques inmediatamente después de que el principal contingente de intelectuales huyese al extranjero o fuera aniquilado. El afortunado grupo de expatriados estaba ahora en condiciones de proseguir su labor con tan absoluta impunidad que, de hecho, muchos de ellos se preguntaban a veces a sí mismos si su sensación de estar disfrutando de una completa libertad mental no era consecuencia de que actuaban en un vacío. Había, ciertamente, entre los emigrados un número suficiente de buenos lectores como para garantizar la publicación, en Berlín, París y otras ciudades, de libros y periódicos rusos a una escala relativamente grande; pero como ninguno de esos escritos podía circular por la Unión Soviética, toda esa actividad adquiría cierto aire de frágil irrealidad. El número de títulos era más impresionante que el de ejemplares vendidos por cualquiera de esas obras, y los nombres de las editoriales —Orion, Cosmos, Logos, y otros– poseía el mismo aspecto febril, inestable y levemente ilegal que caracteriza a las empresas que publican libros sobre astrología o sobre las-verdades-de-la-vida. Contemplados desde una perspectiva serena, sin embargo, y juzgados solamente con criterios artísticos y académicos, los libros producidos in vacuo por los emigrados rusos parecen hoy, sean cuales fueren sus defectos individuales, más permanentes y más adecuados de cara a su consumo humano que ese fluir-de-conciencia política, tan esclavizado y tan singularmente provinciano y convencional que manó durante esos mismos años de las plumas de los jóvenes autores soviéticos a los que un estado paternal proporcionaba tinta, pipa y jersey.

El director del diario Rui'(que además fue editor de mis primeros libros), losif Vladimirovich Hessen, tuvo la suficiente indulgencia como para permitirme que llenara su sección de poesía con mis inmaduras rimas. Metrifiqué, copié a mano con mi mejor letra, y remití a la oficina del director azules atardeceres de Berlín, el castaño en flor de la esquina, la exaltación, la pobreza, el amor, el color mandarina de las primeras luces de las tiendas, así como una bestialmente dolorosa añoranza del todavía fresco hedor ruso. Una vez en esa oficina, el miope I. V. se acercaba el nuevo poema a los ojos y después de este breve, más o menos táctil, acto de cognición, lo dejaba sobre su escritorio. A la altura de 1928 mis novelas comenzaban a producir un poco de dinero en sus traducciones al alemán, y en primavera de 1929, tú y yo fuimos a cazar mariposas a los Pirineos. Pero sólo al final de la década de los treinta abandonamos Berlín definitivamente, aunque desde mucho antes de esas fechas yo solía viajar a París para hacer lecturas públicas de mis cosas.

Una característica importante de la vida del emigrado, y que armonizaba con su carácter itinerante y dramático, era la frecuencia anormal de esas lecturas literarias en domicilios particulares o salas públicas. Los diversos tipos de lectores destacan de forma clara en el teatro de marionetas que celebra sus funciones en mi mente. Recuerdo aquella descolorida actriz, con unos ojos como piedras preciosas, que tras haber oprimido contra sus febriles labios el pañuelo que sostenía con el puño cerrado, procedió a evocar ecos nostálgicos del Teatro Artístico de Moscú a base de someter algún famoso fragmento de poesía a la mediación, mitad disección mitad caricia, de su lenta y cristalina voz. Y al irremediablemente escritor segundón cuya voz avanzaba a trancas y barrancas por entre la niebla de su prosa rítmica, y el espectador podía ver el nervioso temblor de sus pobres y torpes pero cuidadosos dedos cada vez que encajaba la página que acababa de leer debajo del montón de las que le quedaban, de modo que su manuscrito conservaba a todo lo largo de su actuación un temible y detestable grosor. Había un joven poeta en el que sus envidiosos hermanos veían, aunque quisieran evitarlo, una preocupante dosis de talento, tan patente como la lista de una mofeta: erecto en el estrado, pálido y con la mirada vidriosa, libres sus manos de todo cuanto pudiese anclarle a este mundo, inclinaba la cabeza hacia atrás y recitaba su poema en un irritante y retumbante canturreo para detenerse bruscamente cuando llegaba al final, cerrando de golpe la puerta del último verso para esperar que el aplauso llenase el silencio. Y estaba también el viejo cher maîtreque dejaba caer una tras otra las perlas de un admirable relato que ya había leído muchas veces, y siempre de la misma forma, con la misma expresión de remilgado desdén que su noble rostro arrugado mostraba en el frontispicio de sus obras completas.

Supongo que no sería difícil para un observador distante hacer chistes sobre todas esas personas casi impalpables que imitaban en ciudades extranjeras una civilización muerta, la de los lejanos, casi legendarios, casi suméricos espejismos de San Petersburgo y Moscú, 1900-1916 (que, ya entonces, en los años veinte y treinta, sonaban más bien a 1916-1900 antes de Cristo). Pero como mínimo eran unos rebeldes, tal como lo habían sido la mayor parte de los grandes escritores rusos desde el nacimiento mismo de la literatura rusa, y, fieles a esta condición insurgente que su sentido de la justicia y de la libertad ansiaba con tanta fuerza como durante el régimen de los zares, los emigrados creían monstruosamente antirruso e infrahumano tanto el comportamiento de los mimados escritores que permanecían en la Unión Soviética como la respuesta servil de esos mismos escritores ante cada uno de los matices de cada decreto gubernamental; porque el arte de la postración estaba desarrollándose allí exactamente en la misma proporción en que aumentaba la eficacia de la policía política, primero de Lenin, y de Stalin después, de modo que el escritor ruso que mayor éxito obtenía era aquel cuyo fino oído sabía captar el suave susurro de las insinuaciones oficiales mucho antes de que se convirtiera en un vozarrón.

Debido a lo limitada que era la circulación de sus obras en el extranjero, incluso la generación más madura de escritores emigrados, cuya fama ya había quedado sólidamente establecida en la Rusia prerrevolucionaria, no podía confiar en ganarse la vida con sus libros. Escribir un columna semanal para un periódico de emigrados no era nunca del todo suficiente para mantener unidos el cuerpo y la pluma. De vez en cuando llegaba algún inesperado empujoncito gracias a la traducción de una obra a otro idioma; pero, aparte de esto, lo que prolongó las vidas de los autores de mayor edad fueron las becas concedidas por diversas organizaciones de emigrados, los ingresos debidos a las lecturas públicas, y la generosa beneficencia de los particulares. Los escritores jóvenes, menos conocidos pero más adaptables, suplementaban los casuales subsidios trabajando en diversos empleos. Yo recuerdo haber dado clases de inglés y de tenis. Frustré pacientemente la manía que tenían los «businessmen» berlineses de pronunciar «business» de modo que rimara con «dizziness»; y, como un hábil autómata, bajo las lentas nubes de un largo día veraniego, en pistas polvorientas, serví pelota tras pelota a sus bronceadas hijas con el pelo cortado a lo garçon. Me pagaron cinco dólares (una importante suma durante la inflación alemana) por mi traducción al ruso de Alice in Wonderland. Contribuí a compilar una gramática rusa para extranjeros, cuyo primer ejercicio empezaba con las palabras Madam, ya doktor, vot banan( Señora, soy el médico, aquí tiene un plátano). Y lo mejor de todo fue que me dediqué a elaborar para un diario de emigrados, el Rui'de Berlín, los primeros crucigramas rusos, que bauticé con el nombre de krestoslovits'i. Me resulta extraño recordar aquella existencia tan extravagante. Los solaperos aman apasionadamente la lista de oficios más o menos groseros que el joven escritor (con una obra que trata de la Vida y las Ideas, cosas muchísimo más importantes, naturalmente, que el simple «arte») ha desempeñado: repartidor de periódicos, vendedor de helados, fraile, luchador, capataz de una acería, conductor de autobuses, etc. Desgraciadamente, no me he sentido llamado por ninguna de estas vocaciones.

Mi pasión por la buena literatura me puso en contacto con diversos escritores rusos que residían en el extranjero. Yo era joven en aquel entonces, y sentía por la literatura un interés mucho más apasionado que ahora. La prosa y la poesía del momento, los planetas brillantes y las galaxias más pálidas discurrían por la ventana de mi buhardilla noche tras noche. Había autores independientes de edad y talento diversos, y grupitos y camarillas en las que ciertos autores más o menos jóvenes, algunos de ellos bastante dotados, se agrupaban en torno a algún crítico de tendencia filosofante. El más importante de estos mistagogos conjugaba el talento intelectual con la mediocridad ética, y también un gusto misteriosamente seguro en lo que se refiere a la poesía rusa moderna con un conocimiento fragmentario de los clásicos rusos. Su grupo creía que ni la mera negación del bolchevismo ni los ideales rutinarios de las democracias occidentales bastaban para construir la filosofía en la que debía apoyarse la literatura de la emigración. Su sed de un nuevo credo era tan intensa como la que siente el preso drogadicto por su paraíso doméstico. De forma más bien patética, envidiaban a los grupos católicos parisienses por las salpimentadas sutilezas de las que tan obviamente carecía la mística rusa. La llovizna dostoyevskiana no podía competir con el pensamiento neo-tomista; pero, ¿no había otras fórmulas? El ansia por encontrar un sistema de creencias, el constante balancearse al borde de una u otra religión aceptada, resultó capaz de proporcionar por sí mismo una satisfacción especial. Sólo mucho después, en los años cuarenta, algunos de esos escritores lograron descubrir una pendiente definitiva por la que deslizarse en actitud más o menos genuflexa. Esta pendiente fue el entusiasta nacionalismo capaz de decir que un estado (la Rusia de Stalin, en este caso) era bueno y adorable por la única y exclusiva razón de que su ejército había ganado una guerra. A comienzos de los años treinta, sin embargo, el precipicio nacionalista sólo era percibido confusamente, y los mistagogos disfrutaban aún de las emociones del equilibrio resbaladizo. Eran curiosamente conservadores en su actitud con respecto a la literatura; para ellos, lo primero era salvar el alma, luego venía el intercambio de favores, y el arte ocupaba el último lugar. Una mirada retrospectiva basta para notar un hecho sorprendente: que estos literatos libres que vivían en el extranjero estaban imitando el pensamiento aherrojado de su país cuando decretaban que era más importante ser el representante de un grupo o de una época que ser un escritor individual.

Vladislav Hodasevich solía quejarse, en los años veinte y treinta, de que los jóvenes poetas emigrados se habían apropiado de la forma artística de su obra, mientras que por otro lado seguían a las camarillas que imponían la moda de la angoissey de la reforma del alma. Llegué a sentir una gran simpatía por este hombre amargo, forjado con ironía y un talento metálico, y cuya poesía era una maravilla tan compleja como la de Tyutchev o Blok. Tenía, físicamente, un aspecto enfermizo, con desdeñosas aletas nasales e hirsutas cejas, y cuando evoco su imagen en mi mente jamás se levanta de la silla de respaldo duro en la que está sentado, con sus flacas piernas cruzadas, los ojos centelleando de malicia e ingenio, sus dedos enroscando en una boquilla la mitad de un pitillo Caporal Vert. Hay pocas cosas de la poesía moderna que puedan compararse con los poemas de su Pesada lira, pero, por desgracia para su fama, la perfecta franqueza que se permitía cuando alzaba la voz para hablar de las cosas que no le gustaban le granjeó algunos enemigos terribles en el seno de las camarillas críticas más influyentes. No todos los mistagogos eran como el Alyosha de Dostoyevski; también había unos pocos que recordaban a Smerdyakov, y la poesía de Hodasevich fue acallada con la meticulosidad de una venganza mañosa.

Otro escritor independiente era Ivan Bunin. Yo siempre había preferido su escasamente conocida poesía a su famosa prosa (las relaciones que ambas tienen entre sí, dentro del marco de su obra, recuerdan lo que ocurre en el caso de Hardy). En aquellos momentos le encontré profundamente preocupado por los problemas personales del envejecimiento. Lo primero que me dijo fue que se sentaba más tieso que yo, a pesar de que me llevaba treinta años. Se tostaba al sol del premio Nobel que acababan de otorgarle, y me invitó a un restaurante caro y moderno de París para que habláramos allí de corazón a corazón. Por desgracia, siento una morbosa antipatía por los restaurantes y cafeterías, sobre todo los de París: detesto las multitudes, los camareros apresurados, los bohemios, los brebajes que sirven para el vermú, el café, el zakuski, las varietés y todo lo demás. Me gusta comer y beber en posición recostada (preferiblemente en un sofá) y en silencio. Las conversaciones de corazón a corazón, las confesiones al estilo de Dostoyevski, tampoco me van. Bunin, un viejo pero ágil caballero, con un vocabulario rico y obsceno, se quedó pasmado por mi rechazo del gallo lira a la avellana, que ya había probado suficientes veces en mi infancia, y exasperado por mi negativa a tratar cuestiones escatológicas. Hacia el final de la comida estábamos absolutamente hartos el uno del otro.

—Morirá usted en medio de horribles dolores y completamente aislado —comentó rencorosamente Bunin cuando nos encaminábamos al guardarropa. Una jovencita atractiva y de aspecto frágil tomó el número de nuestros pesados gabanes y al cabo de un rato cayó, abrazada a ellos, sobre el bajo mostrador. Quise ayudar a Bunin a ponerse su raglán, pero me detuvo con un ademán orgulloso de su mano abierta. Sin haber abandonado nuestra somera pelea —él trataba ahora de ayudarme a mí– salimos a la pálida tenebrosidad de un día invernal de París. Iba mi acompañante a abrocharse el cuello cuando una expresión de sorpresa y desdicha torció sus bellos rasgos. Abriendo cautelosamente su gabán, comenzó a tirar de una cosa que le molestaba en el sobaco. Acudí en su ayuda, y entre los dos conseguimos finalmente sacarle de la manga mi larga bufanda de lana, que la joven había metido en su abrigo. Fue saliendo centímetro a centímetro; era como desenvolver a una momia, y para lograr nuestro objetivo tuvimos que ponernos a girar lentamente el uno en torno al otro, para irreverente diversión de tres putas callejeras. Luego, concluida la operación, nos dirigimos sin decir palabra hacia una esquina en donde nos dimos la mano y nos separamos. Posteriormente nos vimos con bastante frecuencia, pero siempre con otras personas, generalmente en casa de I. I. Fondaminski (un alma santa y heroica que hizo más que nadie por la literatura rusa de la emigración y que murió en una prisión alemana). Fuera por el motivo que fuese, Bunin y yo habíamos adoptado un trato zumbón y una conversación de tipo bastante deprimente, una variante rusa del «kidding» norteamericano, que impidió que hubiera ningún tipo de comercio real entre los dos.

Conocí a otros muchos escritores rusos emigrados. No llegué a encontrarme con Poplavski, que murió joven y era un violín lejano entre balalaikas.


Vete a dormir, oh Morella, qué horribles son las vidas aguileñas.


No olvidaré jamás sus entonaciones quejumbrosas, ni tampoco podré perdonarme jamás la malhumorada crítica en la que le ataqué por ciertos defectos triviales de sus inmaduros versos. Conocí al sabio, estirado y encantador Aldanov; al decrépito Kuprin, que sujetaba cuidadosamente una botella de vin ordinairemientras avanzaba por las calles lluviosas; a Ayhenvald —una versión rusa de Walter Pater—, que murió posteriormente atropellado por un tranvía; a Marina Tsvetaeva, esposa de un agente doble y poeta de talento, que, a finales de los treinta, regresó a Rusia y murió allí. Pero, naturalmente, el autor que más me interesaba era Sirin. Pertenecía a mi propia generación. Entre los escritores jóvenes que produjo el exilio, él era el más solitario y el más arrogante. Desde la aparición de su primera novela en 1925 y a lo largo de los siguientes quince años, hasta que desapareció tan extrañamente como había llegado, su obra provocó un interés tan profundo como morboso entre los críticos. Del mismo modo que los publicistas marxistas de los años ochenta en la vieja Rusia hubieran denunciado su despreocupación por la estructura económica de la sociedad, los mistagogos de las letras de la emigración deploraban su carencia de sensibilidad religiosa y de interés por la moral. Todas sus características tenían que resultar por fuerza una ofensa para las convenciones rusas y sobre todo para ese sentido ruso del decoro que, por ejemplo, se siente tan peligrosamente ofendido hoy en día por los norteamericanos cuando éstos, en presencia de distinguidos militares soviéticos, se pasean con ambas manos en los bolsillos de los pantalones. Contrariamente, los admiradores de Sirin alabaron mucho, quizás en demasía, su raro estilo, su brillante precisión, la funcionalidad de sus imágenes y cosas por el estilo. Los lectores rusos, que habían sido educados en la recia sencillez del realismo ruso y habían cogido en abrenuncio a las estafas decadentistas, se quedaron impresionados ante los ángulos especulares de sus claras pero misteriosamente engañosas frases, y por el hecho de que la verdadera vida de sus libros discurriera en sus figuras, que un crítico ha comparado con «unas ventanas que dan a un mundo contiguo..., un corolario rodante, la sombra de un tren de pensamiento». Por el cielo oscuro del exilio Sirin pasó, por utilizar un símil más conservador, como un meteoro, y desapareció sin dejar tras él más que cierto sentimiento de desasosiego.



3


A lo largo de mis veinte años de exilio dediqué una prodigiosa cantidad de tiempo a la composición de problemas de ajedrez. Se fija en el tablero cierta disposición, y el problema a resolver consiste en averiguar cómo hacerles mate a las negras en un número determinado de movimientos, por lo general dos o tres. Es un arte bello, complejo y estéril que sólo está relacionado con la forma corriente de este juego en la misma medida en que, por ejemplo, tanto el malabarista que inventa un nuevo número como el tenista que gana un torneo sacan provecho de las propiedades de las esferas. La mayor parte de los jugadores de ajedrez, de hecho, tanto maestros como aficionados, sólo sienten un leve interés por estos acertijos especializadísimos, fantásticos y elegantes, y aun en el caso de que apreciasen algún problema difícil se quedarían perplejos si alguien les invitara a que ellos mismos compusieran otro.

La invención de estas composiciones ajedrecísticas requiere una inspiración de tipo casi musical, casi poética, o, para ser absolutamente exacto, poético-matemática. Con frecuencia, en la amistosa mitad del día, en los márgenes de alguna ocupación trivial, en la ociosa estela de un pensamiento pasajero, sentía, sin previo aviso, una punzada de placer mental al notar que se abría en mi cerebro con un estallido la yema de un problema de ajedrez, prometiéndome así una noche de trabajo y felicidad. A veces era una manera de combinar un raro dispositivo estratégico con una rara línea defensiva; otras, la vislumbre de la configuración definitiva de las piezas que traduciría, con humor y gracia, un tema difícil que hasta entonces había desesperado de ser capaz de expresar; o podía ser un simple ademán hecho en medio de mi mente por las diversas unidades de fuerza representadas por los trebejos, algo así como una veloz pantomima, que me sugería nuevas armonías y nuevos enfrentamientos; fuera lo que fuese, pertenecía a un orden especialmente estimulante de sensaciones, y lo único que tengo en contra de todo eso hoy en día es que la maníaca manipulación de figuras esculpidas, o de sus equivalentes mentales, durante mis años más entusiastas y prolíficos, engulló una importante parte del tiempo que hubiese podido dedicar a las aventuras verbales.

Los expertos distinguen varias escuelas en el arte de los problemas de ajedrez: la anglo-americana, que conjuga unas construcciones precisas con deslumbrantes patrones temáticos, y se niega a dejarse sujetar por ningún tipo de reglas convencionales; la escuela teutónica, de escabroso esplendor; los productos muy acabados pero desagradablemente hábiles e insípidos del estilo checo, con su estricto cumplimiento de ciertas condiciones artificiales; los viejos estudios rusos sobre finales, que alcanzan las centelleantes cumbres del arte, y el mecánico problema soviético del tipo llamado de «entrenamiento», en el que la estrategia artística se ve reemplazada por la fatigosa elaboración de los temas hasta el máximo de sus posibilidades. En ajedrez, habría que explicar, los temas son dispositivos tales como el de la emboscada, la retirada, la inmovilización, etc.; pero sólo cuando se combinan de una forma determinada llega a resultar satisfactorio un problema. El engaño, hasta sus extremos más diabólicos, y la originalidad, llevada a lo grotesco, eran las bases de mi estrategia; y aunque en asuntos relativos a la construcción trataba de seguir, siempre que fuera posible, las reglas clásicas, tales como la economía de fuerzas, la unidad, el escardamiento de los finales sueltos, siempre estaba dispuesto a sacrificar la pureza de la forma a las exigencias de contenidos fantásticos, lo cual hacía que la forma pandeara y estallara como una bolsa de baño que contuviera un pequeño diablo furioso. Una cosa es concebir la jugada central de una composición, y otra muy diferente construirla. La tensión intelectual es formidable; el elemento del tiempo desaparece completamente de la conciencia: la mano constructora tantea en busca de un peón de la caja, lo toma, mientras la mente sigue meditando en torno a la necesidad de utilizar alguna añagaza o recurso provisional, y cuando se abre el puño una hora entera, quizá, ha transcurrido, se ha quemado hasta quedar reducida a cenizas en la incandescente cerebración del urdidor de la intriga. El tablero de ajedrez que tiene ante sí es un campo magnético, un sistema de marcas y abismos, un firmamento estrellado. Los alfiles se desplazan por él como proyectores. Este o aquel caballo es una palanca ajustada y ensayada, y reajustada y ensayada otra vez, hasta que el problema queda afinado porque ya alcanza los niveles necesarios de belleza y sorpresa. ¡Cuán a menudo he pugnado por contener la terrible fuerza de la reina de las blancas a fin de evitar que haya más de una solución! Debería quedar claro que en los problemas de ajedrez la batalla no se libra entre blancas y negras sino entre el compositor y el hipotético solucionista (del mismo modo que en la narrativa de primera categoría el verdadero duelo no es el que libran entre sí los personajes sino el que enfrenta al autor con el mundo), de modo que gran parte de la valía del problema radica en el número de «probaturas»: aperturas engañosas, pistas falsas, especiosas posibilidades de juego, astuta y cariñosamente preparadas para despistar a quien intente resolverlo. Pero, por mucho que intente explicar este asunto de la composición de problemas, me parece que no seré capaz de transmitir de forma asaz cabal el extático núcleo del proceso y sus puntos de contacto con otros tipos, más abiertos y fructíferos, de operaciones de la mente creadora, desde el trazado de los mapas de mares peligrosos hasta la redacción de una de esas increíbles novelas en las que el autor, en un ataque de locura lúcida, se ha fijado a sí mismo una serie de reglas únicas que tiene que observar, ciertos obstáculos de pesadilla que tiene que superar, con el entusiasmo de una deidad que estuviera construyendo un mundo vivo a partir de los ingredientes más inverosímiles: rocas, y carbón, y ciegas palpitaciones. En el caso de la composición de problemas, el proceso viene acompañado de una dulce satisfacción física, sobre todo cuando los trebejos comienzan a representar de forma adecuada, en un ensayo casi definitivo, el sueño del compositor. Te sientes cómodo y calentito (una sensación que se remonta a la infancia, a esos momentos en los que te dedicas a proyectar juegos en la cama, cuando los ángulos de los juguetes van encajando en las esquinas de tu cerebro); observas el precioso modo que una pieza tiene de emboscarse detrás de otra, a la manera confortable y resguardada de una plaza retirada; y el perfecto funcionamiento de una máquina limpia y bien engrasada que trabaja con suavidad en cuanto un par de dedos alzan delicadamente una pieza para luego depositarla con la misma delicadeza.


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