355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Набоков » Habla memoria » Текст книги (страница 19)
Habla memoria
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 19:11

Текст книги "Habla memoria"


Автор книги: Владимир Набоков



сообщить о нарушении

Текущая страница: 19 (всего у книги 20 страниц)

Recuerdo un problema en particular que llevaba meses tratando de componer. Hubo una noche en la que por fin conseguí expresar aquel tema. Estaba pensado para el deleite del solucionista muy experto. Quien careciese de sutileza podía no enterarse en absoluto de la finalidad del problema, y descubrir su relativamente simple solución «tética» sin haber experimentado los deliciosos tormentos preparados para los más sutiles. Estos últimos empezarían cayendo en la trampa de un patrón ilusorio de juego basado en un tema vanguardista que entonces estaba de moda (exponer al jaque el rey de las blancas), que el compositor se había esforzado al máximo por tenderle (y que sólo podía ser malogrado por un oscuro movimiento de un peón casi invisible). Después de pasar por este infierno «antitético», el a estas alturas ultrasutil solucionista pensaría en el sencillo movimiento clave (alfil a C2) con la misma facilidad con que alguien que estuviera cazando gansos silvestres podría ir de Albany a Nueva York pasando por Vancouver, Eurasia y las Azores. La agradable experiencia del rodeo (extraños paisajes, gongs, tigres, costumbres exóticas, el tres veces repetido giro de la pareja recién casada en torno al fuego sagrado de un hogareño brasero) le compensaría sobradamente la desdicha del fraude, y después, su llegada al sencillo movimiento clave le proporcionaría una síntesis de penetrante placer artístico.

Recuerdo haber emergido lentamente de un desvanecimiento de concentrado pensamiento ajedrecístico, y allí, en un gran tablero inglés de cuero dorado y púrpura, la perfecta disposición quedó por fin equilibrada como una constelación. Funcionaba. Vivía. Mis trebejos Staunton (un juego con veinte años de antigüedad que me regaló Konstantin, el britanizado hermano de mi padre), unas piezas espléndidamente enormes, de madera leonada o negra, de hasta doce centímetros de alto, desplegaban sus brillantes colores como conscientes del papel que estaban desempeñando. Por desgracia, si se los examinaba de cerca, algunos de los trebejos estaban desportillados (después de haber viajado en la caja por los cincuenta o sesenta alojamientos por los que pasé durante esos años); pero la parte superior de la torre y la frente del caballo aún tenían pintada una diminuta corona carmesí que recordaba la marca redonda de la frente de un hindú feliz.

Arroyuelo de tiempo en comparación con el helado lago del damero, mi reloj marcaba las tres y media. Estábamos en mayo, mediados de mayo de 1940. El día anterior, después de meses de imploraciones y maldiciones, le había sido administrado el emético de un soborno a la rata clave de la oficina clave, y esto había dado como resultado un visa de sortieque, a su vez, condicionaba la autorización para cruzar el Atlántico. De repente sentí que, con la culminación de mi problema de ajedrez, todo un período de mi vida había llegado a su satisfactorio final. Todo a mi alrededor estaba en completo silencio; hasta se le formaban, por así decirlo, hoyuelos al mundo, gracias al tono de mi alivio. Durmiendo en la habitación contigua os encontrabais tú y nuestro hijo. La lámpara de mi mesa estaba tocada con una hoja de papel azul pan de azúcar (una divertida precaución militar) y la luz resultante prestaba un tinte lunar al envolutado aire en el que flotaba el humo de tabaco. Unas cortinas opacas me separaban del París en tinieblas. El titular de un periódico que estaba a punto de caerse de una silla hablaba del ataque de Hitler contra los Países Bajos. Tengo ante mí la hoja de papel en la que, aquella noche en París, dibujé el diagrama de la posición del problema. Blancas: Rey en a7 (que significa primera fila, séptima hilera), Dama en b6, Torres en f4 y h5, Alfiles en e4 y h8, Caballos en d8 y e6, Peones en b7 y g3; Negras: Rey en e5, Torre en g7, Alfil en h6, Caballos en e2 y g5, Peones en c3, c6 y d7. Juegan blancas y hacen mate en dos movimientos. La pista falsa, la «probatura» irresistible es: Peón a b8, donde se convierte en caballo, y a continuación tres bellos mates en respuesta a los jaques declarados por las Negras. Pero las Negras pueden frustrar toda esta brillante operación renunciando a hacer jaque a las blancas y llevando a cabo en su lugar un modesto movimiento dilatorio en otra zona del tablero. En una punta de la hoja del diagrama, observo cierta marca sellada que también adorna otros papeles y libros que me llevé de Francia a los Estados Unidos en 1940. Es una huella circular, en el último tono del espectro: violet de bureau. Hay en su centro dos letras mayúsculas de un cicero, R.F., que significan naturalmente République Française. Otras letras en un tipo más pequeño, dispuestas periféricamente, deletrean Controle des Informations. Sin embargo, sólo ahora, muchos años después, la información oculta en mis símbolos ajedrecísticos, que ese control permitió que pasaran, puede ser, y es, divulgada.




CAPITULO DECIMOQUINTO




1


Van pasando, pasan, pasan, deslizándose los años, por utilizar una desgarradora inflexión horaciana. Pasan los años, cariño, y con el tiempo nadie sabrá lo que tú y yo sabemos. Crece nuestro hijo; las rosas de Paestum, del neblinoso Paestum, han desaparecido; estúpidos mecanicistas manosean ciertas fuerzas de la naturaleza que algunos mansos matemáticos, para su propia y secreta sorpresa, parecen haber presentido; de modo que quizá haya llegado la hora de que examinemos algunas instantáneas antiguas, pinturas rupestres de trenes y aeroplanos, estratos de juguetes en el pesado armario.

Nos remontaremos más atrás, hasta una mañana de mayo de 1934, y conduciremos respetuosamente hasta este punto prefijado la gráfica de un barrio de Berlín. Allí estaba yo, caminando de vuelta a casa, a las cinco de la madrugada, procedente de la maternidad cercana a Bayerischer Platz, adonde te había llevado un par de horas antes. Las flores primaverales adornaban los retratos de Hindenburg y Hitler en los marcos y fotografías coloreadas del escaparate de una tienda. Grupos izquierdistas de gorriones celebraban vociferantes sesiones matutinas en las lilas y los tilos. Un amanecer transparente había desenfundado por completo un lado de la vacía calle. En el otro, las casas todavía estaban azules de frío, y varias sombras alargadas iban estirándose gradualmente, a la prosaica manera que el día joven adopta cuando reemplaza a la noche en una cuidada y bien regada ciudad, en donde el fuerte sabor de los pavimentos alquitranados asoma por debajo de los olores a savia de los árboles de sombra; pero la parte óptica del asunto me resultaba completamente nueva, como una forma desacostumbrada de poner la mesa, porque nunca había visto hasta entonces aquella calle en particular al amanecer, aunque, por otro lado, había pasado a menudo por allí, deshijado, en tardes soleadas.

En la pureza y vacuidad de esta hora menos familiar, las sombras se habían confundido de lado, confiriendo así a la calle un tono de no inelegante inversión, como cuando ves reflejada en el espejo de la barbería la ventana hacia la que el melancólico barbero, mientras afila su navaja, vuelve su mirada (tal como hacen todos ellos en tales momentos), y, enmarcado en esa ventana reflejada, un fragmento de acera muestra una procesión de peatones despreocupados que caminan en sentido errado, hacia un mundo abstracto que inmediatamente deja de ser divertido para liberar un torrente de terror.

Cada vez que me pongo a reflexionar sobre el amor que siento por una persona, tengo la costumbre de dibujar radios que arrancan de mi amor —de mi corazón, del tierno núcleo de la materia personal– para dirigirse hacia puntos monstruosamente remotos del universo. Hay algo que me impulsa a comparar la conciencia de mi amor con cosas tan inimaginables e incalculables como el comportamiento de las nebulosas (cuya misma lejanía parece una forma de locura), los temibles precipicios de la eternidad, lo incognoscible que está más allá de lo desconocido, el desamparo, las frías y nauseabundas involuciones e interpretaciones del espacio y el tiempo. Es una costumbre perniciosa, pero no puedo hacer nada por evitarla. Puede compararse con el incontrolable salto de la lengua del insomne que repasa una muela cariada en la noche de su boca, haciéndose daño, pero, aun así, perseverando.


He conocido a personas que, cuando tocaban accidentalmente alguna cosa —la jamba de una puerta, una pared– tenían que llevar a cabo toda una serie rápida y sistemática de contactos manuales con diversas superficies de la habitación antes de regresar a una existencia equilibrada. No tiene remedio; necesito saber dónde estoy yo; dónde estáis tú y mi hijo. Cuando se produce en mí esa explosión en cámara lenta, silenciosa, de amor, y despliega sus derretidos márgenes y me deja abrumado ante la sensación de algo mucho más vasto, mucho más duradero y potente que la acumulación de materia o energía en cualquier cosmos imaginable, mi mente no puede hacer otra cosa que darse un pellizco para comprobar si está en realidad despierta. Tengo que hacer un rápido inventario del universo, de la misma manera que una persona que sueña intenta condonar el absurdo de su situación asegurándose de que está dormida. Necesito que todo el espacio y todo el tiempo participen de mi emoción, de mi amor mortal, para quitarle mordiente a su mortalidad, y contribuir de este modo a combatir la absoluta degradación, ridículo y horror de haber llegado a tener una sensación y un pensamiento infinitos en el seno de una existencia finita.

Debido a que, en mi metafísica, soy un asindicalista empecinado y no me sirven de nada los viajes organizados por paraísos antropomórficos, cuando pienso en las mejores cosas de la vida quedo abandonado a mis propios y no despreciables recursos; es lo que ocurre ahora, cuando vuelvo la vista atrás para contemplar mi preocupación, propia casi del rito de cobada, por nuestro hijo. Tú recuerdas muy bien las cosas que descubrimos (y que se supone descubren todos los padres): la forma perfecta de las uñas en miniatura de la mano que me mostrabas silenciosamente cuando se apoyaba, abierta como una estrella de mar, en tu palma; la textura epidérmica de miembros y mejillas, señalada con entonación apagada, remota, como si la suavidad del tacto sólo pudiese ser expresada por la suavidad de la distancia; ese no sé qué natatorio, resbaladizo, elusivo del tinte azul oscuro de los iris, que parecía retener aún las sombras de antiguos y fabulosos bosques en los que había más pájaros que tigres y más frutos que espinos, y donde, en una moteada espesura, nació la mente humana; y, sobre todo, el primer viaje de un niño a la siguiente dimensión, el recién establecido nexo entre el ojo y el objeto alcanzable, que los especialistas en biométrica y los miembros de la banda de los laberintos para ratas creen ser capaces de explicar. Se me ocurre que la más fiel reproducción alcanzable del nacimiento de la mente es la puñalada de asombro que acompaña el momento preciso en el que, mirando una maraña de hojas y ramas, nos damos cuenta de repente de que lo que parecía un elemento natural de ese enmarañamiento es un insecto o un pájaro maravillosamente disfrazados. También se siente un intenso placer (y, después de todo, ¿qué otra cosa podría producir la labor científica?) si, al enfrentarnos al acertijo del florecimiento inicial de la mente humana, postulamos una pausa voluptuosa en el crecimiento del resto de la naturaleza, un repantigamiento y un haraganeo que permitieron que se formara en primer lugar el Homo poeticus, sin el cual no se habría evolucionado hasta el sapiens. ¡Y que luego nos vengan con lo de la «lucha por la vida»! La doble maldición de la guerra y el esfuerzo devuelve al hombre al estadio de verraco, a la loca obsesión de la bestia gruñidora por la obtención del alimento. Tú y yo hemos comentado con frecuencia la aparición de ese destello maníaco en el ojo del ama de casa intrigante mientras estudia los productos de una tienda de ultramarinos o el depósito de cadáveres de una carnicería. ¡Esforzados del mundo, disolveos! Los libros antiguos están errados. El mundo fue hecho en domingo.



2


A todo lo largo de los años de la infancia de nuestro chico, en la Alemania de Hitler y la Francia de Maginot, tuvimos que pasar más o menos aprietos, pero algunos amigos maravillosos se encargaron de que dispusiera de todo lo mejor. Aunque impotentes para cambiar las cosas, tú y yo mantuvimos conjuntamente una celosa vigilancia sobre cualquier posible grieta que pudiera abrirse entre su infancia y nuestros propios estadios larvarios de aquel pasado opulento, y ahí es donde salen a escena aquellas hadas amistosas que reparaban la grieta cada vez que veíamos el peligro de que se abriese. Fue entonces, también, cuando la ciencia de la crianza de los bebés experimentó el mismo tipo de fenomenal y acelerado progreso que la aviación y la agricultura: cuando yo tenía nueve meses de edad, jamás me tomé en una sola comida una libra entera de espinacas escurridas, ni me dieron tampoco el zumo de una docena de naranjas cada día; y la higiene pediátrica que adoptábamos era incomparablemente más artística y escrupulosa que todo cuanto hubiesen podido imaginar nuestras nodrizas cuando nosotros éramos unos bebés.

Creo que los padres burgueses —obreros de pajarita y pantalones de rayas trazadas a lápiz, solemnes padres atados a sus oficinas, tan diferentes de los jóvenes veteranos estadounidenses de hoy en día, o de cierto feliz expatriado de origen ruso y sin empleo fijo de hace quince años– no comprenderán mi actitud para con nuestro hijo. Cada vez que tú le alzabas en brazos, repleto de su biberón recién tomado y tan grave como un ídolo, y esperabas a que diera la señal postláctica de vía libre antes de convertir al bebé vertical en bebé horizontal, me acostumbré a participar tanto en tu espera como en la tensión de su saciedad, que yo exageraba, debido a lo cual casi me fastidiaba tu animosa confianza en la rápida disolución de lo que a mí me parecía una dolorosa opresión; y cuando, por fin, la embotada burbujita estallaba en su solemne boca, yo solía experimentar un maravilloso alivio mientras tú, acompañando tus movimientos con un murmullo de felicitación, te inclinabas para depositarle en la penumbra de blancos bordes de su cuna.

¿Sabes una cosa? Todavía me noto en las muñecas ciertos ecos de los trucos que utilizan los empujadores de cochecitos, tales como, por ejemplo, la fácil presión hacia abajo que había que aplicar al asa para que el cochecito se levantara por delante y se encaramase al bordillo. El primero fue un complicado vehículo gris rata de fabricación belga, con gordos neumáticos autoides y lujosos muelles, tan grande que no entraba en nuestro canijo ascensor. Rodaba por las aceras con lento misterio señorial, y el atrapado bebé permanecía tendido boca arriba en su interior, bien tapado con plumas, seda y piel; sólo sus ojos se movían, cautelosamente, y a veces se volvían hacia arriba con un rápido barrido de sus espectaculares pestañas para seguir el lejano azul trenzado de ramas que se iba alejando, ocultándose al otro lado del borde de la semiabierta capota del coche, y luego lanzaba una mirada recelosa a mi cara para comprobar si aquel cielo y aquellos árboles tan guasones pertenecían casualmente al mismo orden de cosas que los traqueteos y el humor paternal. Le siguió un cochecito más ligero, y en éste, más veloz, solía levantarse, tensando sus correas; se agarraba a los bordes; se ponía en pie, no tanto a la manera del mareado pasajero de un crucero de placer como a la del extasiado científico que viaja en una nave espacial; observaba las moteadas madejas del mundo vivo y cálido; miraba con interés filosófico la almohada que había conseguido arrojar por la borda; y hasta él mismo se cayó el día en que se rompió una correa. En una época más posterior incluso fue llevado en uno de esos pequeños armatostes que reciben el nombre de sillitas de ruedas; el niño fue bajando poco a poco desde sus muelles alturas iniciales, hasta que, cuando tenía aproximadamente un año y medio, pudo tocar el suelo dejándose caer hacia adelante en la sillita, y hasta golpearlo con los tacones como anticipación del momento en el que le dejarían suelto en algún jardín público. Una nueva ola evolucionaria comenzó a crecer, elevándole otra vez del suelo gradualmente, cuando, como regalo de su segundo cumpleaños, recibió un plateado «Mercedes» de carreras, de ochenta centímetros de largo, accionado por unos pedales interiores, como un órgano, en el que solía desplazarse con acompañamiento de ruidos de bombeo y golpeteos metálicos por la acera de Kurfürsterdamm, mientras las abiertas ventanas emitían el multiplicado bramido de un dictador que todavía andaba golpeándose el pecho en el valle de Neander, que tan atrás habíamos dejado nosotros. Podría resultar valioso analizar los aspectos filogenéticos de la pasión que los niños varones sienten por las cosas montadas sobre ruedas, sobre todo los ferrocarriles. Naturalmente, ya sabemos lo que pensaba al respecto el Curandero Vienés. Dejaremos que él y los suyos sigan dándose codazos y empujones en su vagón de pensamiento de tercera clase, mientras viajan por el estado-policía del mito sexual (por cierto, qué gran error por parte de los dictadores el haber ignorado el psicoanálisis: ¡toda una generación hubiese podido ser fácilmente corrompida por ese procedimiento!). La rapidez del crecimiento, la velocidad cuántica del pensamiento, la montaña rusa del sistema circulatorio..., todas las formas de vitalidad son formas de velocidad, y no es de extrañar que los niños que están creciendo pretendan aventajar a la Naturaleza con las propias armas de la Naturaleza, llenando una mínima extensión de tiempo con un máximo de disfrute espacial. No hay en el ser humano ninguna cosa tan profunda como el placer espiritual que se puede obtener de la explotación de las posibilidades de superar en fuerza de arrastre y velocidad a la gravedad, de vencer o imitar el tirón de la tierra. La milagrosa paradoja que supone el hecho de que los objetos redondos conquisten el espacio por el simple procedimiento de caer una y otra vez, en lugar de avanzar alzando laboriosamente unos pesados miembros, debió de suponer para la humanidad joven una saludabilísima conmoción. La hoguera a la que se asomaba el diminuto soñador salvaje cuando gateaba semidesnudo, o el incontenible avance de un incendio forestal, debieron de afectar, también, sin que Lamarck se enterase, a algún otro cromosoma de cierto misterioso modo que los genetistas occidentales ni siquiera tienen intención de elucidar, de la misma manera que los físicos profesionales se niegan a hablar siquiera del exterior del interior, del dónde de la curvatura; porque cada dimensión presupone un medio en el que puede actuar, y si, en el despliegue espiral de las cosas, el espacio se alabea hasta convertirse en una cosa que está emparentada con el tiempo, y el tiempo, a su vez, se alabea hasta convertirse en una cosa que está emparentada con el pensamiento, no hay duda de que a esas dimensiones les sigue otra: un Espacio especial quizá, que, o eso esperamos, no es el anterior, a no ser que las espirales vuelvan a convertirse en círculos viciosos.

Pero sea cual sea la verdad, jamás olvidaremos, ni tú ni yo, y siempre defenderemos, en este campo de batalla o en cualquier otro, los puentes en los que nos pasamos tantas horas con nuestro hijito (de entre dos y seis años) esperando a que pasara un tren por debajo. He visto a niños mayores y menos felices detenerse un momento para asomarse por encima de la balaustrada y lanzar un escupitajo hacia la asmática chimenea de la locomotora que pasaba fortuitamente por debajo, pero ni tú ni yo estamos dispuestos a admitir que el más normal de estos dos niños sea aquel que resuelve de forma pragmática la inútil exaltación de ese oscuro trance. Tú no hiciste el menor esfuerzo por abreviar o racionalizar esas detenciones de una hora en ventosos puentes cuando, con un optimismo y una paciencia que no conocían límites, nuestro hijo aguardaba el momento en el que un semáforo produciría un chasquido y una máquina de tren, cada vez más grande, aparecería en aquel punto lejano donde, entre las inexpresivas espaldas de las casas, convergían todas las vías. Los días fríos el pequeño llevaba un abrigo de corderina, y una gorra similar, ambos de un color pardusco salpicado de motas gris escarcha, y estas prendas, y los mitones, y la efervescencia de su fe le mantenían encendido a él, y también te abrigaban a ti, pues la única forma que tenías de impedir que se helaran tus delicados dedos era coger una de sus manos alternativamente en tu propia mano derecha o izquierda, cambiando a cada minuto aproximadamente, y maravillándote ante la increíble cantidad de calor que era capaz de generar el cuerpo de un niño crecido.



3


Aparte de los sueños de velocidad, o en relación con ellos, existe en todos los niños el impulso esencialmente humano de modificar la tierra, de actuar en relación con un medio ambiente friable (a no ser que sea un marxista desde su misma cuna, o un cadáver, y espere sumisamente que el ambiente le conforme a él). Esto explica el placer que sienten los niños cuando cavan, o cuando hacen carreteras y túneles para sus juguetes preferidos. Nuestro hijo tenía un modelo diminuto del Bluebird de Sir Malcolm Campbell, de acero pintado y neumáticos de quita y pon, y jugaba interminablemente con él por el suelo, y el sol formaba una especie de nimbo con su más bien largo pelo rubio, y volvía de color tofe su espalda desnuda cruzada por los tirantes de sus pantaloncitos azul marino (bajo los cuales, cuando no estaba vestido, se le notaba el blanco natural del trasero y el ronzal). Jamás en la vida me he sentado en tantos bancos y sillas de parques, en losas de piedra y peldaños de piedra, en balaustradas de terrazas y bordes de los estanques de las fuentes como en aquella época. No visitábamos casi nunca los frecuentadísimos pinares que rodean el lago de Grunewald de Berlín. Nos preguntábamos con qué derecho podía llamarse bosque a un lugar tan invadido de basura, tan notablemente más sucio de porquería que las relucientes y presumidas calles de la vecina ciudad. En este Grunewald aparecían cosas curiosas. La imagen de la armadura de una cama de hierro que exhibía la anatomía de sus muelles en medio de un claro, o la presencia de un negro maniquí tendido al pie de un matorral de espino en flor, hacían que nos preguntáramos quién podía ser, exactamente, la persona que se había tomado la molestia de llevar estos y otros artículos que había esparcidos por allí hasta puntos tan remotos de un bosque desprovisto de senderos. Una vez tropecé con un espejo desfigurado pero aún alerta, y en el que sobreabundaban los reflejos silvestres —borracho, por así decirlo, de una mezcla de cerveza y chartreuse—, que se apoyaba, con garbo surrealista, en el tronco de un árbol. Es posible que estas intromisiones que aparecían en unos campos dedicados a los placeres burgueses fuesen una visión fragmentaria de la confusión que comenzaba a anunciarse, una pesadilla profética de explosiones destructivas, algo así como el montón de cabezas muertas que el vidente Cagliostro columbró en la zanja divisoria de un jardín real. Más cerca del lago, en verano, sobre todo los domingos, el lugar estaba infestado de cuerpos humanos en diversos estadios de desnudez y solarización. Sólo las ardillas y algunas orugas mantenían puesto el abrigo. Señoronas de grises pies se sentaban en enaguas sobre la grasienta arena gris; repulsivos varones, con voz de foca y embarrados bañadores, retozaban por todas partes; muchachas notablemente agraciadas pero de escasa elegancia, destinadas a parir unos cuantos años más tarde —a comienzos de 1946, para ser exactos– una repentina cosecha de niños con sangre turca o mongol en sus venas inocentes, eran perseguidas y azotadas en el trasero (ante lo cual gritaban: «¡Huy, huy!»); y los efluvios de estas infortunadas gentes juguetonas, y de sus ropas (pulcramente extendidas por el suelo), se mezclaban con el hedor del agua estancada hasta formar un infierno de olores que, ignoro la razón, no he encontrado en ningún otro lugar. Estaba prohibido que la gente se desnudara en los jardines y parques públicos de Berlín; pero podían desabrocharse las camisas, y había filas de jóvenes, de marcado tipo nórdico, sentados en los bancos con los ojos cerrados, y allí exponían sus pecas frontales y pectorales a la nacionalmente aprobada acción del sol. El tono remilgado y posiblemente exagerado de estas notas puede ser atribuido, supongo, a que vivíamos en el miedo constante de que alguna contaminación afectara a nuestros hijo. A ti siempre te pareció abominablemente vulgar, y no desprovista de cierto sabor peculiarmente filisteo, esa idea según la cual a los niños pequeños, para ser encantadores, tiene que resultarles odioso lavarse y apasionante matar.

Me gustaría recordar un parquecito que visitábamos; me gustaría tener la habilidad que permitía al profesor Jack, de Harvard y del Arnold Arboretum, identificar ramas con los ojos cerrados, por el simple silbido que producen cuando son agitadas en el aire («Carpe, madreselva, chopo lombardo. Ah..., un transcriptdoblado). Muy a menudo, naturalmente, puedo determinar la posición geográfica de tal o cual parque gracias a cierta característica o suma de características: los setos de boj enano a lo largo de estrechos paseos de gravilla, que terminan coincidiendo en algún lugar, como los personajes de las obras de teatro; el bajo banco azul apoyado en un seto cuboide de tejo; los parterres cuadrados de rosas, enmarcados por un borde de heliotropos: todos estos elementos son característicos de las pequeñas zonas ajardinadas que hay en las intersecciones de calles de los barrios periféricos de Berlín. Con la misma claridad, una silla de delgado hierro, con su sombra de telaraña tendida a sus pies, un poquitín desviada hacia un lado; o un agradablemente arrogante, aunque claramente psicopático y rotatorio aparato de riego por aspersión, con su arco iris particular colgando de su chorro sobre la hierba perlada, delata el parque parisiense; pero, y tú lo comprenderás muy bien, el ojo de la memoria está enfocado con tal firmeza en una pequeña figura que está agachada en el suelo (cargando de piedrecillas un camión de juguete o contemplando la goma brillante y húmeda de la manguera en la que se han quedado pegadas algunas de las piedrecillas del engravillado por el que la manguera acaba de deslizarse), que los diversos lugares —Berlín, Praga, Franzensbad, París, la Riviera, París otra vez, Cap dAntibes y demás– pierden toda soberanía, hacen fondo común con sus generales petrificados y hojas caídas, cimentan la amistad de sus senderos entrelazados, y se unen en una federación de luz y sombra a través de la cual avanzan a la deriva graciosos niños de desnudas rodillas montados en susurrantes patines.

De vez en cuando, un reconocido fragmento de trasfondo histórico permite la identificación local, y reemplazas otros vínculos por los que te sugiere tu visión personal. Nuestro hijo debía de contar casi tres años cuando, un ventoso día berlinés (ciudad en donde, naturalmente, nadie se libraba de conocer la ubicua imagen del Führer), nos encontramos él y yo mirando un parterre de pálidos pensamientos, y en cada uno de sus rostros se veía una oscura mancha a modo de bigote, y nos reímos mucho, animados por un tonto comentario de mi parte, diciendo que parecían una multitud de agitados Hitlers en miniatura. De la misma manera, puedo bautizar un florido jardín de París como el lugar en el que, en 1938 o 1939, me fijé en una tranquila niña de unos diez años e inexpresivo rostro muy pálido, la cual, por su ropa oscura, andrajosa y anticuada, parecía haberse escapado de un orfanato (intuición que en parte confirmó un posterior vislumbre de esa misma niña siendo retirada del jardín por dos ondeantes monjas), que había atado mañosamente una mariposa viva con un hilo, y que paseaba al extremo de esa correa de enanitos (subproducto, quizá, de laboriosas horas de pulcra costura en ese orfanato) al bello insecto ligeramente mutilado y aún aleteante. A menudo me has acusado de ser innecesariamente cruel en mis prosaicas investigaciones entomológicas de nuestros viajes a los Pirineos o los Alpes; y, en efecto, si desvié la atención de nuestro hijo de esa supuesta Titania no fue porque compadeciera a la vanesa atalanta que arrastraba la niña sino debido a que aquella taciturna diversión tenía un simbolismo vagamente repulsivo. Es posible, de hecho, que esta escena me recordase el simple y antiguo truco que utilizaban —y seguramente siguen utilizando– los policías franceses para llevarse a la comisaría a uno de esos obreros de florida nariz al que han atrapado un domingo cuando estaba armando algún alboroto, y por medio del cual lo convierten en un satélite singularmente dócil, consistente en clavar una especie de anzuelo en su desaseada pero sensible carne. Tú y yo hicimos cuanto estuvo en nuestra mano por rodear de vigilante ternura la confiada ternura de nuestro hijo, pero nos vimos inevitablemente enfrentados al hecho de que la basura que dejaban los gamberros en los cuadros de arena de los jardines era el menos grave de los peligros que le acechaban, y que los horrores que generaciones previas habían descartado mentalmente, convencidas de que eran anacrónicos o cosas que sólo ocurrían en lejanos países gobernados por kanes o mandarines, nos rodeaban por todas partes. A medida que transcurría el tiempo, y que la sombra de la historia, obra de locos, viciaba incluso la exactitud de los relojes de sol, anduvimos inquietamente de un lado a otro de Europa, y nos pareció que no éramos nosotros, sino aquellos jardines, los que estaban viajando. Las irradiantes avenidas y complicados parterres de Le Nôtre quedaron atrás, como trenes en apartaderos. En Praga, a donde viajamos en primavera de 1937 para que mi madre viera a nuestro hijo, estaba el parque de Stromovka, con su atmósfera de lejanía libremente ondulante más allá de los cenadores tutorados por el ser humano. Recordarás también los jardines con rocas y plantas alpinas —sedos y saxígrafas– que nos escoltaron, por así decirlo, hasta los Alpes de Saboya, permanecieron con nosotros durante unas vacaciones (pagadas por algo que habían logrado vender mis traductores), y luego nos siguieron en nuestro regreso hasta los pueblos de los llanos. Unas manos con puño de camisa, recortadas en madera y clavadas a los troncos de los viejos parques que había junto a los balnearios, señalaban la dirección del sitio desde donde nos llegaba el asordinado vibrar de la banda que tocaba en algún quiosco. Un inteligente sendero acompañaba a la avenida principal; no siempre discurriendo de forma paralela a ella pero reconociendo dócilmente su gobierno, y regresando de un brinco hacia la procesión de plátanos desde un estanque con patos o nenúfares, se encontraba de nuevo con la avenida allí en donde el parque, víctima de una fijación paterna con los de las ciudades, había soñado un monumento. Las raíces, raíces de verdor recordado, raíces de memoria y de plantas acerbas, raíces, en una palabra, pueden recorrer largas distancias superando ciertos obstáculos, penetrando otros e insinuándose en estrechas grietas. Así atravesaron con nosotros Europa Central aquellos jardines y parques. Los paseos engravillados se reunieron y detuvieron en un rond-point para ver cómo tú o yo nos agachábamos con una mueca de dolor para buscar una pelota bajo un seto de ligustro donde, en la oscura y húmeda tierra, no había modo de detectar otra cosa que un perforado billete malva de tranvía o un manchado pedacito de gasa sucia y algodón hidrófilo. Un asiento circular giraba en torno a un grueso tronco de roble para ver quién estaba sentado al otro lado, y encontrábamos allí a un abatido anciano leyendo un periódico en lengua extranjera y hurgándose la nariz. Unos matorrales de hoja perenne y lustrosa, que formaban el seto de un césped en el que nuestro hijo descubrió su primera rana viva, se convertían luego en un recortado laberinto de toperas, y tú dijiste que te parecía que iba a llover. En una etapa algo posterior, bajo cielos menos plomizos, hubo una gran exhibición de vallecitos rosados y callejas entrelazadas, y espalderas en las que se columpiaban las trepadoras, dispuestas a convertirse en las parras de pérgolas encolumnadas en cuanto se les brindara la más mínima oportunidad, o, de lo contrario, a revelar el más típico lavabo público del mundo, una miserable construcción con pretensiones de chalet y de dudosa limpieza, con una encargada vestida de negro que hacía negra calceta junto a la entrada.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю