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Habla memoria
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Текст книги "Habla memoria"


Автор книги: Владимир Набоков



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Cuando a finales de 1916 murió tío Ruska, me dejó lo que en la actualidad ascendería a un par de millones de dólares, más su finca campestre, con su mansión de blancas columnas en lo alto de una verde y escarpada colina, y sus ochocientas hectáreas de bosques y turberas. La casa, me han dicho, seguía en pie el año 1940, nacionalizada pero fría y distante, convertida en una pieza de museo para cualquier turista que busque paisajes por la carretera de San Petersburgo a Luga que pasa a sus pies, atraviesa el pueblo de Rozhestveno y cruza los diversos brazos del río. Debido a sus islas flotantes de nenúfares y a sus brocados de algas, el bello Oredezh tenía en este punto un aire festivo. Bajando un poco más por su curso sinuoso, allí donde los aviones zapadores salen disparados de sus agujeros de la elevada orilla roja, sus aguas se adornaban con los reflejos de altos y románticos abetos (los primeros márgenes de Vyra); más abajo todavía, el interminablemente tumultuoso fluir de un molino daba al espectador (acodado en la barandilla) la sensación de estar retrocediendo interminablemente, como si se encontrara en la popa del mismísimo tiempo.



5


Este párrafo no es para el lector en general, sino para el idiota en particular que, porque ha perdido su fortuna en alguna quiebra, cree comprenderme.

Mi antigua (desde 1917) querella con la dictadura soviética no tiene relación alguna con asuntos de propiedad. Mi desprecio para el emigréque «odia a los rojos» porque le «robaron» su dinero y sus tierras no puede ser más absoluto. La nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es el dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida.

Y finalmente: me reservo para mí mismo el derecho de añorar un nicho ecológico:


... Bajo el cielo


De mi América,


en donde suspirar


Por un lugar de Rusia.




El lector en general puede ahora continuar.



6


Estaba aproximándome a los dieciocho años; luego ya tenía más de dieciocho años; los amoríos y la escritura de poemas ocupaban la mayor parte de mis ratos libres; las cuestiones materiales me dejaban indiferente, y, de todos modos, vista contra el telón de foro de nuestra prosperidad, ninguna herencia podía llamar mucho la atención; y, sin embargo, cuando vuelvo la vista atrás para mirar hacia el otro lado del abismo transparente, me resulta extraño y un poco desagradable pensar que, durante el breve año en el que poseí esa fortuna personal, estuve demasiado absorto en los placeres corrientes de la juventud —una juventud que perdía rápidamente su primer e inusual fervor– tanto para extraer ninguna satisfacción especial de la herencia como para experimentar fastidio alguno cuando la Revolución Bolchevique la abolió de la noche a la mañana. Este recuerdo me produce la sensación de no haberle sido agradecido a mi tío Ruka; de haber participado en esa actitud general de sonriente superioridad que solían adoptar hacia él incluso aquellos que más le apreciaban. Sólo con el más profundo rechazo me obligo a recordar los comentarios sarcásticos que MonsieurNoyer, mi preceptor suizo (por lo demás, un alma amabilísima), solía hacer en relación con la mejor composición de mi tío, un romance de cuya letra y música era autor. Un día, en la terraza de su castillo de Pau, con los ambarinos viñedos al pie y las purpúreas montañas a lo lejos, en una época en la que se sentía asendereado por el asma, las palpitaciones, los temblores y una excoriación proustiana de los sentidos, se débattant, por así decirlo, bajo el impacto de los colores otoñales (descritos en sus propias palabras como una «chapelle ardente de feuilles aux tons violents»), de las lejanas voces del valle, de una bandada de palomas que estriaban el delicado cielo, compuso ese romance (y la única persona que se aprendió de memoria la música y todos los versos fue mi hermano Sergey, en quien él apenas si se fijó nunca, que también tartamudeaba y que ahora también ha muerto).

«L'air transparent fait monter de la plaine...», cantaba con su voz de tenor alto, sentado al blanco piano de nuestra casa de campo; y si en ese momento me encontraba regresando apresuradamente hacia mi casa por las arboledas adyacentes (poco después de haber visto su alegre sombrero de paja, y el busto forrado de terciopelo negro de su guapo cochero en perfil asirio, extendidos los brazos de escarlatas mangas, deslizándose por encima del borde superior del seto que separaba el parque de la avenida) los quejumbrosos sonidos.


Un vol de tourterelles strie le ciel tendre,


Les chrysanthémes se parent pour la Toussaint




nos llegaban a mí y a mi verde cazamariposas hasta el sendero fresco y tembloroso, al final del cual había una panorámica de arena rojiza y la esquina de nuestra recién repintada casa, del color de las pinas jóvenes de abeto, con la ventana del salón abierta por la que salía la herida música.



7


Parece que durante toda mi vida y con el mayor celo he estado realizando el acto de recordar vivamente algún fragmento del pasado, y tengo motivos para creer que esta casi patológica agudización de la facultad retrospectiva es un rasgo hereditario. Había cierto rincón del bosque, un puentecillo que cruzaba un pardo riachuelo, en donde mi padre hacía una piadosa pausa para recordar la rara mariposa que, el 17 de agosto de 1883, cazó para él su preceptor alemán. La escena ocurrida treinta años atrás era revivida otra vez de punta a cabo. El y sus hermanos se habían detenido bruscamente, desvalidos y excitados ante la aparición del codiciado insecto, que se había posado sobre un tronco muerto y hacía subir y bajar, como si respirase en estado de alerta, sus cuatro alas rojo cereza con una mancha ocular payoniana en cada una de ellas. En tenso silencio, sin atreverse a proyectar él mismo su cazamariposas, se lo dio a herrRogge, que tanteaba el aire para cogerlo mientras su mirada permanecía fija en la espléndida mariposa. Mi vitrina heredó ese espécimen al cabo de un cuarto de siglo. Un detalle conmovedor: las alas se le habían «encogido» por culpa de que la sacaron de la tabla de secado antes de hora.

En una villa que alquilamos el verano de 1904 con la familia de mi tío Ivan de Peterson en el Adriático (se llamaba «Neptuno» o «Apolo»; todavía puedo identificar su torre almenada y pintada de color canela en las fotos antiguas de Abbazia), cuando yo tenía cinco años, estaba un día soñando despierto en mi cama después de comer cuando me puse boca abajo y, con todo el cuidado, el cariño y la desesperación, de un modo artístico y detallado que era difícil de conciliar con el ridículamente corto número de temporadas que habían llegado a formar la inexplicablemente nostálgica imagen de «mi casa» (que no había visto desde septiembre de 1903), dibujé con el índice, sobre la almohada, el camino carretero que subía hasta la casa de Vyra, con la escalera de piedra a la derecha, el esculpido respaldo de un banco a la izquierda, el paseo de robles jóvenes que comenzaba al otro lado del seto de madreselva, y una herradura recién forjada, un ejemplar de coleccionista (mucho más grande y brillante que esas otras tan herrumbrosas que solía encontrar en la playa), centelleando en el polvo rojizo de la avenida. El recuerdo de este recuerdo tiene sesenta años más que este último, pero es mucho menos raro. Una vez, en 1908 o 1909, tío Ruka se entusiasmó por la lectura de unos libros franceses para niños que había encontrado casualmente en nuestra casa; con un gemido de éxtasis, localizó un fragmento que le había encantado de pequeño, y que empezaba así: «Sophie n'était pas jolie...», y al cabo de muchísimos años mi propio gemido repitió el suyo como un eco, con ocasión de haber vuelto a descubrir, en unas habitaciones infantiles, y por azar, aquellos mismos volúmenes de la «Bibliothèque Rose», con sus historias de niños y niñas que vivían en Francia una idealizada versión de la vie de châteauque mi familia llevaba en Rusia. Los relatos en sí ( Les Malheurs de Sophie, Les Petites Modeles, Les Vacancesy todos los demás) son, tal como ahora he nodido comprobar, una espantosa mezcla de afectación y vulgaridad; pero la sentimental y presumida Mme. de Segur, née Rostopchine, no hacía otra cosa al escribirlos que afrancesar el verdadero ambiente de su infancia rusa, que precedió la mía exactamente en un siglo. En mi propio caso, cuando vuelvo a encontrarme con los problemas de Sophie —sus despobladas cejas y su pasión por la nata– no sólo experimento el mismo dolor y el mismo placer que mi tío, sino que además tengo que sobrellevar una carga adicional: el recuerdo que conservo de él, en el momento en que revivió su propia infancia con ayuda de estos mismos libros. Vuelvo a ver nuestra aula de Vyra, las rosas azules del empapelado, la ventana abierta. El reflejo de ésta llena por completo el espejo ovalado que se encuentra encima del diván de cuero en el que está sentado mi tío, recreándose en un libro muy deteriorado. Cierta sensación de seguridad, de bienestar, de calor veraniego empapa mi memoria. Aquella robusta realidad convierte el presente en un fantasma. El espejo rebosa de luminosidad; un abejorro acaba de penetrar en la habitación y choca contra el techo. Todo es tal como debería ser, nada cambiará jamás, nadie morirá nunca.




CAPITULO CUARTO




1


El tipo de familia rusa al que yo pertenecía —un tipo actualmente extinguido– tenía, entre otras virtudes, una tradicional afición a los confortables productos de la civilización anglosajona. El jabón Pears, negro como el alquitrán cuando estaba seco, y parecido al topacio cuando lo alzabas a la luz entre tus dedos húmedos, se encargaba de la higiene matutina. Nada tan agradable como el peso menguante de la bañera plegable inglesa cuando le sacabas su labio inferior para que vomitase por allí su espumoso contenido. «No podíamos mejorar la pasta —decía el dentífrico inglés—, de modo que hemos mejorado el tubo.» A la hora del desayuno, el Golden Syrup importado de Londres envolvía con sus brillantes anillos la cucharilla, después de que ésta hubiera dejado una porción de melaza en el pan con mantequilla ruso. De la English Shop de la Avenida Nevski nos llegaban toda clase de agradables y dulces artículos: pasteles de frutas, sales de olor, barajas, rompecabezas, americanas a listas, pelotas de tenis tan blancas como el talco.

Aprendí a leer inglés antes de saber leer en ruso. Mis primeros amigos ingleses fueron los cuatro simplones personajes de mi gramática: Ben, Dan, Sam y Ned. Solía haber terribles embrollos en relación con sus identidades y los lugares en donde se encontraban: «¿Quién es Ben?»; «Este es Dan»; «Sam está en la cama», y así sucesivamente. Aunque todo resultaba envarado y fragmentario (el autor se había visto obligado a utilizar, en las primeras lecciones, palabras de no más de tres letras), mi imaginación logró, no sé cómo, obtener los datos necesarios. Con sus rostros macilentos, sus largos miembros, su silenciosa imbecilidad, su orgullo por la posesión de ciertas herramientas («Ben tiene un hacha»), avanzan ahora a la deriva, deslizándose en cámara lenta, por el más remoto telón de foro de la memoria; y, como el loco alfabeto de los oculistas, las letras de mi gramática se elevan portentosas ante mí.

La habitación donde dábamos las clases estaba bañada de sol. En una sudorosa jarra de cristal, varias orugas erizadas de púas se alimentaban de hojas de ortiga (y expelían interesantes perdigones acubados de excrementos verde oliva). El hule que cubría la mesa redonda olía a goma de pegar. Miss Clayton olía a Miss Clayton. Fantástica, maravillosamente, el alcohol color sangre del termómetro exterior había subido a 24° Réaumur (30° centígrados) a la sombra. A través de la ventana veíamos pasar, con la cabeza cubierta por un pañuelo, a las campesinas que limpiaban de malas hierbas un sendero, avanzando a gatas por el suelo, o pasando suavemente el rastrillo por la arena moteada de sol. (Los días felices en los que empezarían a limpiar calles y cavar zanjas para el Estado se encontraban todavía más allá del horizonte.) Las doradas oropéndolas emitían desde el follaje sus cuatro brillantes notas: ¡di-del-di-O!

Ned cortaba leña al otro lado de la ventana, haciendo una imitación bastante aproximada de Ivan, el ayudante del jardinero (que en 1918 entraría a formar parte del soviet local). Más adelante aparecían palabras más largas; y al final de aquel libro pardusco y manchado de tinta, una historia real y sensata desarrollaba sus frases adultas («Un día Ted le dijo a Ann: Vamos a...»), convirtiéndose en el triunfo y premio finales del pequeño lector. A mí me emocionó muchísimo pensar que algún día llegaría a alcanzar tanta pericia. La magia no se ha desvanecido, y cada vez que me cruzo con algún libro de gramática, lo abro enseguida por la última página para disfrutar de un prohibido atisbo del futuro del estudiante laborioso, de esa tierra prometida en la que, por fin, las palabras están puestas de modo que signifiquen lo que significan.



2


Soomerki de verano, esa preciosa palabra rusa que designa el crepúsculo. Tiempo: un oscuro punto de la primera década de este impopular siglo. Lugar: latitud 59° norte del ecuador de quien lee, longitud 100° al este de la mano con que escribo. El día iba a tardar muchas horas en desvanecerse, y todo —el cielo, las altas flores, las quietas aguas– se mantendría en un estado de infinita suspensión vespertina, subrayada más que estorbada por el lúgubre mugido de una vaca desde un prado lejano o por el incluso más conmovedor grito emitido por algún pájaro desde el otro lado del río, cuya vasta extensión de musgosos pantanos azul niebla, debido a lo remota y misteriosa que resultaba, fue bautizada por los niños de Rukavishnikov con el nombre de América.

Antes de acostarme solía permanecer en el salón de nuestra casa de campo, en donde muy a menudo mi madre me leía en inglés. Cuando llegaba a un momento especialmente emocionante, en el que el protagonista iba a encontrarse con algún peligro desconocido y quizá fatal, su voz adquiría mayor lentitud, espaciaba de forma portentosa las palabras, y antes de volver la página apoyaba sobre ella su mano, con aquel familiar anillo con un rubí color sangre de paloma, y un diamante (en el interior de cuyas facetas, de haber sido un mago capaz de leer la bola de cristal, hubiera podido ver una habitación, personas, luces, árboles bajo la lluvia: todo un período de vida de emigrantes que sería costeado con ese anillo).

Había historias de caballeros cuyas terribles pero maravillosamente asépticas heridas eran lavadas en grutas por bellas damiselas. Desde la cumbre de un acantilado barrido por el viento, una muchacha medieval de ondeantes cabellos y un joven con calzas contemplaban las redondas islas de los Biaventurados. En «Incomprendido», el destino de Humphrey provocaba en mi garganta un nudo mucho más especializado que todas las narraciones de Dickens o Daudet (grandes provocadores de nudos), mientras que una historia desvergonzadamente alegórica, «Más allá de las montañas azules», que trataba de dos parejas de pequeños viajeros —Trébol y Primavera, los buenos; Ranúnculo y Margarita, los malos—, contenía la suficiente cantidad de excitantes detalles como para hacer olvidar su «mensaje».

También teníamos aquellos grandes y delgados libros de relucientes ilustraciones. A mí me gustaba en especial Golliwogg, con su levita azul y sus pantalones rojos y su piel negra como el carbón, unos ojos que eran un par de botones de ropa interior, y un exiguo harén de cinco muñecas de madera. Utilizando el ilegal método consistente en hacerse vestidos con la tela de la bandera de los Estados Unidos (Peg eligió las maternales barras, y Sarah Jane las bonitas estrellas), dos de las muñecas adquirirían cierta suave feminidad una vez disimuladas sus neutras articulaciones. Las Gemelas (Meg y Weg) y la Enanita permanecían completamente desnudas y, por lo tanto, sin sexo.

Las vemos salir cautelosamente al exterior en plena noche para hacer una batalla de bolas de nieve hasta que («¡Mas, ay!», comenta el texto rimado) las campanas de un lejano reloj las devuelven a su caja de juguetes de las habitaciones de los niños. Un maleducado muñeco de una caja de resorte sale disparado y espanta a mi encantadora Sarah, y recuerdo que esa imagen me resultaba especialmente antipática porque me recordaba las fiestas infantiles en las que tal o cual preciosa chiquilla, que me tenía embrujado, se pillaba el dedo en una puerta o se hacía daño en la rodilla, y acto seguido se expandía hasta convertirse en un sonrojado trasgo de rostro arrugado y enorme boca aullante. En otra ocasión hicieron una excursión en bicicleta y fueron capturados por caníbales; nuestros incautos viajeros se habían detenido a calmar su sed en un estanque rodeado de palmeras, cuando empezaron a sonar los tambores. Mirando por encima del hombro de mi pasado vuelvo a admirar la ilustración principal: Golliwogg, que todavía está arrodillado junto al estanque, ya ha dejado de beber; tiene los pelos de punta, y el normal color negro de su rostro se ha convertido en un horrible azul ceniza. También estaba el libro de los automóviles (Sarah Jane, que siempre era mi preferida, llevaba un largo y precioso velo verde), con la secuela de siempre: muletas y cabezas vendadas.

Y, sí, la aeronave. Se necesitaban metros y más metros de seda amarilla, y había además un diminuto globo para uso exclusivo del afortunado Enanito. A la inmensa altitud que alcanzaba la nave, los aeronautas se apretujaban los unos contra los otros para darse calor, mientras que el pobre navegante solitario, que pese a su apurada situación seguía provocando mi envidia, se iba a la deriva hacia un abismo de escarcha y estrellas, completamente solo.



3


A continuación veo a mi madre conduciéndome hacia la cama a través de aquel enorme vestíbulo, del que partía una escalera central que subía y subía, y arriba del todo sólo unos cristales como de invernadero separaban el último rellano del cielo verde claro del anochecer. Yo solía resistirme y arrastraba los pies o patinaba por la tersa superficie del piso de piedra, obligando así a la suave mano que se apoyaba en mis riñones a que empujara mi poco dispuesto esqueleto con indulgentes golpecitos. Al llegar a la escalera tenía por costumbre subir a los peldaños colándome por debajo de la barandilla, entre los dos últimos postes. Cada verano que pasaba, colarme por allí iba resultándome más difícil; hoy en día, hasta mi fantasma se quedaría atascado.

Otra parte del ritual consistía en subir con los ojos cerrados. «Escalón, escalón, escalón», iba diciendo la voz de mi madre mientras me llevaba hacia arriba, e, infaliblemente, la superficie de la nueva huella recibía el pie confiado del niño ciego; bastaba con levantarlo un poco más de lo usual para que la punta del zapato no chocase con la contrahuella. Esta ascensión lenta y en cierto modo sonambulística, realizada en una oscuridad engendrada por mí mismo, me permitía disfrutar de placeres obvios. El mayor de todos ellos era no saber cuándo llegaría el último peldaño. Al final de la escalera, levantaba automáticamente el pie al oír el engañoso aviso, «Escalón», y entonces, con una momentánea sensación de exquisito pánico y una brusca contracción muscular, el pie se hundía en el fantasma de un peldaño, acolchado, por así decirlo, con el material infinitamente elástico de su propia existencia.

Es sorprendente que mi lenta retirada a la cama fuera tan metódica. En efecto, esta complicada forma de subir la escalera revela ahora algunos valores trascendentales. De hecho, sin embargo, yo me limitaba a ganar tiempo ampliando al máximo cada segundo. Todo este proceso continuaba cuando mi madre me entregaba a Miss Clayton o a Mademoiselle para que me desnudaran.

En nuestra casa de campo había cinco baños, y toda una miscelánea de venerables lavamanos (uno de los cuales siempre iba a buscar a su oscuro escondrijo cada vez que lloraba, a fin de notar en mi hinchada cara, que tanto me avergonzaba mostrar, el tacto lenitivo del chorro que emitía cuando pisaba su herrumbroso pedal). Solíamos bañarnos regularmente al anochecer. Para las abluciones matutinas usábamos las bañeras redondas de caucho importadas de Inglaterra. La mía tenía un diámetro de un metro y veinte, y su borde me llegaba a la altura de la rodilla. Sobre la enjabonada espalda del niño agachado, un criado protegido por su delantal vertía con cuidado una jarra llena de agua. Su temperatura variaba de acuerdo con las ideas hidroterapéuticas de los sucesivos preceptores. Hubo un sombrío período, que coincidió con el despertar de la pubertad, en el que nuestro preceptor, que casualmente era estudiante de medicina, ordenó que nos rociaran con auténticos diluvios helados. Sin embargo, la temperatura de nuestro baño nocturno era constante, de 28° Réaumur (35° centígrados), medidos por un gran y comprensivo termómetro cuyo soporte de madera (sujeto con un cabo de húmeda cuerda por el agujero del asa) le permitía disfrutar del baño en compañía de los peces y cisnes de celuloide.

Los retretes estaban separados de los baños, y el más antiguo de todos era un cacharro bastante suntuoso pero más bien sombrío, con magníficos artesonados y un tirador de terciopelo rojo con una borla al final que, cuando lo accionabas, producía un gorgoteo y un engullimiento bellamente modulados y discretamente asordinados. Desde esa esquina de la casa se divisaba Héspero y se oían los ruiseñores, y fue allí donde, más tarde, compuse mis versos juveniles, dedicados a bellas mujeres a las que no había abrazado, y también el lugar donde estudié morosamente, en un escasamente iluminado espejo, la inmediata erección de un extraño castillo en una España desconocida. De pequeño, sin embargo, a mí me correspondía un retrete más modesto, situado en un estrecho hueco que había entre un gran cesto de mimbre que contenía la ropa sucia, y la puerta que conducía al baño de las habitaciones de los niños. Me gustaba que esta puerta permaneciera abierta; a través de ella veía, medio adormecido, el brillo del vapor que se elevaba por encima de la bañera de caoba, la fantástica flotilla de cisnes y esquifes, y también a mí mismo provisto de un arpa y a bordo de uno de los barcos, así como la peluda polilla que se golpeaba contra el reflector de una lámpara de keroseno, los cristales emplomados de la ventana, y sus dos alabarderos, que eran sendos rectángulos de color. Doblándome por la cintura en mi caliente asiento, me gustaba apoyar el centro de mi frente, específicamente su ofrión, en el liso y confortable borde de la puerta, y luego girar un poco la cabeza para que la puerta se moviese a un lado y a otro sin que su borde dejara de mantener su consolador contacto con mi frente. Un ritmo ensoñado permeaba mi ser. El reciente «escalón, escalón, escalón» era sustituido por el goteo de un grifo. Y, combinando fructíferamente el movimiento rítmico con el sonido rítmico, me entretenía en descifrar los dibujos del linóleo, y en localizar caras allí en donde una grieta o una sombra ofrecían a la vista algún point de repère. Quiero hacer un llamamiento a los padres: jamás, jamás en la vida hay que decirles a los niños eso de «Venga, date prisa».

La fase final en el curso de mi vaga navegación llegaba cuando arribaba a la isla de mi cama. Desde la terraza o desde el salón, en donde la vida continuaba sin mí, mi madre subía para traerme el cálido murmullo de su beso de buenas noches. Con los postigos cerrados, una vela encendida, Dulce Jesús, quietecito y tranquilo, noséqué-nosécuántos, el niño arrodillado sobre la almohada que pronto acogería su ronroneante cabeza. Las oraciones en inglés y el pequeño icono con un bronceado santo ortodoxo griego formaban una inocente asociación que recuerdo con placer; y encima del icono, en lo alto de la pared, allí donde la sombra de alguna cosa (¿del biombo de bambú que había entre la cama y la puerta?) ondeaba a la cálida luz de la vela, una acuarela enmarcada mostraba un crepuscular sendero que serpenteaba a través de uno de esos fantasmalmente densos hayedos europeos en los que no hay más sotobosque que la enredadera ni más ruidos que los fuertes latidos del propio corazón. En un cuento de hadas inglés que mi madre leyó en una ocasión, había un niño que saltaba de la cama para entrar directamente en un cuadro, y allí, montado en su caballo de juguete, avanzaba por un camino pintado entre árboles silenciosos. Mientras permanecía arrodillado sobre la almohada en una neblina de amodorramiento y talqueado bienestar, medio sentado en los gemelos y terminando a toda prisa la oración, me imaginaba que trepaba hasta el cuadro que colgaba encima de mi cama y me sumergía en el interior de aquel hayedo encantado, que, a su debido tiempo, llegué a visitar.



4


Una desconcertante serie de nodrizas e institutrices inglesas, algunas de ellas retorciéndose nerviosas las manos, otras sonriéndome de forma enigmática, vienen a mi encuentro cuando vuelvo a entrar en mi pasado.

Entre ellas tuvimos a la lerda de Miss Rachel, a la que recuerdo casi sólo en relación con las galletas Huntley and Palmer (las magníficas galletas de almendra que aparecían en la primera capa de aquellas cajas de lata forradas con papel azul, y las insípidas coscaranas del fondo), que compartía ilícitamente conmigo después de que me lavase los dientes. Tuvimos también a Miss Clayton que, cuando me hundía en la silla, me metía el dedo entre dos vértebras y luego, sonriente, se ponía muy tiesa para mostrarme lo que quería de mí: me contó que un sobrino suyo de mi edad (cuatro años) criaba orugas, pero todas las que ella cogió para mí y guardó en una jarra destapada con unas hojas de ortiga, se escaparon una noche, y el jardinero dijo que se habían ahorcado. Tuvimos a la adorable Miss Norcott, morena y de ojos aguamarina, que perdió un guante blanco de niño en Niza o Beaulieu, que yo busqué vanamente en la playa, entre los guijarros coloreados y los glaucos pedacitos de cristal transformados por el mar. La encantadora Miss Norcott fue despedida bruscamente una noche en Abazzia. Me abrazó a la luz tenue de la madrugada, en las habitaciones de los niños, envuelta en un impermeable claro y llorando como un sauce babilónico, y aquel día no hubo modo de consolarme, ni siquiera con el chocolate que preparó especialmente para mí la vieja nodriza de los Peterson, ni con el pan con mantequilla especial, sobre cuya superficie mi tía Nata, captando hábilmente mi atención, dibujó una margarita, y después un gato, y luego la pequeña sirena cuya historia había estado leyendo con Miss Norcott, y que también nos había hecho derramar lágrimas, de modo que me puse a llorar otra vez. Y luego vino Miss Hunt, tan miope, cuya breve estancia con nosotros en Wiesbaden terminó el día en que mi hermano y yo —a los cuatro y cinco años respectivamente– conseguimos burlar su nerviosa vigilancia subiendo a bordo de un vapor que, antes de ser capturados de nuevo, nos permitió descender un buen tramo del Rhin. Y Miss Robinson, la de la nariz sonrosada. Y otra vez Miss Clayton. Y una persona horrible que me leía The Mighty Atom, de Marie Corelli. Y otras más. A partir de cierto momento desaparecieron de mi vida. Fueron sustituidas por otras de nacionalidades francesa y rusa; y el escaso tiempo que nos quedó para hablar en inglés fue el de algunas clases ocasionales con dos caballeros, Mr. Burness y Mr. Cummings, ninguno de los cuales se alojaba con nosotros. En mis recuerdos aparecen ambos relacionados con los inviernos en San Petersburgo, donde teníamos una casa en la calle Morskaya.

Mr. Burness era un escocés grandote de florido rostro, ojos azul pálido y lacio pelo pajizo. Dedicaba las mañanas a dar lecciones en una escuela de idiomas, y luego acumulaba por las tardes más clases particulares de las que cabían holgadamente en esas horas. Como viajaba de una parte a otra de la ciudad se veía obligado a depender del torpe trote de los abatidos caballos izvozchik(de alquiler) para llegar a casa de sus alumnos, se presentaba, si tenía suerte, con un cuarto de hora de retraso como mínimo para su clase de las dos (dondequiera que tuviese que darla), pero llegaba más tarde de las cinco para la de las cuatro. La tensión que suponía esperarle y confiar en que, por una vez, su sobrehumana tenacidad cedería ante el gris muro de cierta nevada especialmente impenetrable, constituía uno de esos sentimientos que confiamos no volver a experimentar en la vida de adulto (pero que volví a padecer cuando las circunstancias me forzaron a dar lecciones y cuando, en mis habitaciones amuebladas de Berlín, tuve que esperar a cierto alumno de pétrea expresión que comparecía siempre, a pesar de los obstáculos que yo iba interponiéndole mentalmente en su camino).

La misma oscuridad que iba cerrándose en la calle parecía un subproducto de los esfuerzos de Mr. Burness por llegar a nuestra casa. Al final se presentaba el criado para cerrar los voluminosos postigos azules y correr las floreadas cortinas. El tic-tac del reloj de pared del aula sonaba con una entonación cada vez más monótona y enervante. La presión de mis apretados calzoncillos sobre la ingle y el áspero tacto de los calcetines negros rozándome la cara interior de mis piernas dobladas se combinaban con la leve presión de una humilde necesidad, cuya satisfacción me empeñaba en seguir aplazando. Transcurría casi una hora sin que hubiera señales de Mr. Burness. Mi hermano se iba a su habitación y tocaba al piano algún estudio, y luego se empeñaba en interpretar una y otra vez algunas de las melodías que más detestaba yo: las consignas dadas a las flores artificiales en Fausto (... dites-lui qu'elle est belle...) o la queja de Vladimir Lenski (... Koo-dah, koo-dah, koo-dah vi udalilis'). Yo solía entonces bajar del último piso, que era el de los niños, deslizándome lentamente por la barandilla hasta el segundo, en donde se encontraban las habitaciones de mis padres. Las más de las veces ellos habían salido de casa a esta hora, y la creciente penumbra de aquellas habitaciones actuaba sobre mis jóvenes sentidos de forma curiosamente teológica, como si esta acumulación de cosas conocidas en la oscuridad hiciera los mayores esfuerzos por ir formando la imagen definida y permanente que acabó quedándoseme grabada gracias a esta repetida exposición.


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