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Habla memoria
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Текст книги "Habla memoria"


Автор книги: Владимир Набоков



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Se apagaron las luces. Lenski se lanzó a pronunciar los primeros versos:


Ocurrió no hace muchos años;


El lugar es el punto en donde se unen y fluyen


En fraternal abrazo el bello


Aragva y el Kurah; justo allí


había un monasterio.




El monasterio, con sus dos ríos, apareció dócilmente y permaneció allí, en horripilante trance (¡si al menos hubiese volado sobre él un vencejo!), durante doscientos versos más o menos, momento en el cual fue reemplazado por una muchacha supuestamente georgiana que sostenía un jarro en la mano. Cuando el encargado de la linterna mágica retiraba una transparencia, la imagen desaparecía de la pantalla con un chasquido especial, pues la lente de aumento no sólo modificaba la imagen mostrada sino también la velocidad con que era retirada. Aparte de esto, apenas hubo nada que fuese mágico. Nos mostraron unos picos convencionales en lugar de esos románticos montes de Lermontov, que


Se alzaban en medio del esplendor de la aurora


Como altares humeantes,




y mientras el joven monje narraba ante un compañero de reclusión su combate con un leopardo:


—¡ Oh, qué espantosa era mi propia imagen!


Convertido yo mismo en leopardo, salvaje y osado,


Míos también su inflamada fiereza y sus aullidos-




sonó a mis espaldas un sofocado chillido; podía haber sido emitido por el joven Rzhevuski, compañero de mis clases de danza; o por Alec Nitte, que al cabo de uno o dos años conquistaría cierto renombre debido a los fenómenos de esprits frappantsque provocaba, o por alguno de mis primos. Gradualmente, mientras la aguda voz de Lenski seguía recitando versos y más versos, llegué a tomar conciencia de que, con unas pocas excepciones —como, por ejemplo, la de Samuel Rosoff, un sensible compañero de colegio– el público se burlaba secretamente de todo aquello, y que más tarde tendría que hacer frente a diversos comentarios de tono insultante. Sentí un estremecimiento de intensa pena por Lenski, por los sumisos pliegues de su nuca, por su entereza, por los nerviosos movimientos de su puntero, sobre el cual, cuando lo acercaba más de la cuenta a la pantalla, se deslizaban los colores con la fría soltura de la garra de un gatito juguetón. Hacia el final, la monotonía de la sesión acabó siendo absolutamente insoportable; el confundido encargado de la proyección no encontraba la cuarta transparencia, que se le había mezclado con las que ya habían sido utilizadas, y mientras Lenski esperaba pacientemente en la oscuridad, algunos de los espectadores comenzaron a proyectar las negras sombras de sus manos alzadas en la atemorizada pantalla blanca, hasta que por fin un muchacho travieso y ágil (¿podría ser al fin y al cabo yo, el Hyde de mi Jekyll?) logró siluetear su pie, lo cual, naturalmente sirvió para dar inicio a un bullicioso concurso. Cuando por fin apareció la transparencia perdida, y fue proyectada en la pantalla, recordé un viaje de mi primera niñez a través del largo y oscuro túnel de San Gotardo en el que nuestro tren entró durante una tormenta que, al salir, ya había cesado por completo, y entonces


Azul, verde y anaranjado, pasmado


Ante su propia belleza y fortuna,


Por encima de un risco cayó un arco iris


Capturando allí una inmóvil gacela.




Debería añadir que durante esta sesión de la tarde del domingo, y durante la siguiente, más concurrida y más horrible incluso, me sentí perseguido por las reverberaciones de ciertas historias familiares que había oído contar. A comienzos de los años ochenta del siglo pasado, mi abuelo materno, Ivan Rukavishnikov, al no encontrar para sus hijos ningún colegio privado que fuera de su gusto, creó por su cuenta una academia contratando a una docena de los mejores profesores disponibles y reuniendo a una veintena de chicos para que recibieran varios trimestres de enseñanzas gratuitas en los salones de su casa de San Petersburgo (Muelle del Almirantazgo, 10). La aventura no tuvo éxito. Los amigos cuyos hijos quiso asociar con los suyos no respondieron como él esperaba en todos los casos, y algunos de los muchachos que logró reunir resultaron decepcionantes. Yo me formé una imagen singularmente desagradable de él, siempre explorando escuelas para su obstinado propósito, con sus ojos tristes y extraños, que tan bien conocía por las fotografías, tratando de encontrar a los chicos más guapos entre los mejores colegiales. Se cuenta que llegó al extremo de pagar a padres necesitados a fin de reunir compañeros para sus dos hijos. Aunque las ingenuas proyecciones de linterna mágica organizadas por nuestro preceptor no tenían punto de comparación con las extravagancias rukavishnikovianas, el hecho de que yo relacionara ambas empresas no me ayudó a encajar que Lenski hiciera el ridículo y nos aburriese soberanamente, de modo que me alegré cuando, al cabo de otras tres sesiones («El jinete de bronce» de Pushkin; «Don Quijote»; y «África, tierra de maravillas»), mi madre accedió a mis frenéticas súplicas y el proyecto fue abandonado.

Ahora que lo pienso, qué cursis y pretenciosas me parecían aquellas imágenes de gelatina proyectadas sobre la pantalla de lino mojado (se creía que la humedad contribuía a que brillaran más intensamente), pero, por otro lado, cuántas maravillas revelaban las transparencias de cristal sostenidas simplemente entre el índice y el pulgar y alzadas hacia la luz: ¡miniaturas translúcidas, diminutos países encantados, pulcros mundos pequeñitos de matizadas tonalidades! Años más tarde, volví a descubrir la misma belleza precisa y silenciosa en el radiante fondo del mágico tubo de un microscopio. En el cristal de la transparencia, creada para su proyección, aparecía el paisaje reducido, y esto bastaba para estimular la fantasía; en el microscopio, se aumentaba el órgano de un insecto para su frío estudio. Existe, parece ser, en la escala dimensional del mundo, cierto delicado lugar de encuentro entre la imaginación y el conocimiento, un punto al que se llega reduciendo las cosas grandes y ampliando las pequeñas, y que es intrínsecamente artístico.



4


Teniendo en cuenta lo versátil que Lenski parecía ser, lo muy a fondo que podía explicarnos cualquier cosa que estuviera relacionada con nuestros estudios del colegio, sus constantes tribulaciones en la universidad fueron bastante sorprendentes. Su causa, según llegó a saberse más adelante, fue su absoluta falta de aptitud para los problemas económicos y políticos que abordaba con tanta testarudez. Recuerdo el nerviosismo que sentía cuando tenía que presentarse a uno de los exámenes finales más importantes. Yo estaba tan preocupado como él y, justo antes del acontecimiento pendiente, no pude resistir la tentación de escuchar a escondidas junto a la puerta de la habitación en donde mi padre, accediendo a la apremiante solicitud de Lenski, le permitió hacer un ensayo consistente en poner a prueba sus conocimientos de los Principios de Economía Política de Charles Gide. Hojeando el libro, mi padre le preguntaba, por ejemplo: «¿Cuál es la causa del valor?», o «¿Cuáles son las diferencias entre el billete de banco y el papel moneda?», y Lenski carraspeaba con vehemencia, y luego se quedaba en completo silencio, como si hubiese expirado. Al cabo de un rato dejó incluso de emitir esa tosecita que le caracterizaba, y los intervalos de silencio sólo eran puntuados por el tamborileo de mi padre sobre la mesa, con la excepción de aquella vez en la que, en un estallido de rápida y esperanzada reconvención, la víctima exclamó de repente:

—¡Esta pregunta no está en el libro!

Pero lo estaba.

Finalmente, mi padre soltó un suspiro, cerró el libro suave pero audiblemente, y comentó:

– Goubchik[amigo mío], seguro que suspenderá... La verdad es que no sabe nada de nada.

—No estoy de acuerdo con usted —replicó Lenski, no sin dignidad. Sentado tan tieso como si estuviese disecado, fue conducido en nuestro coche a la universidad, permaneció allí hasta el anochecer, regresó en trineo, hecho un ovillo, bajo una nevasca, y subió, silenciosamente desesperado, a su habitación.

Hacia el final de su estancia con nosotros se casó y se fue de luna de miel al Cáucaso, a los montes de Lermontov, y luego regresó para seguir con nosotros otro invierno. Durante su ausencia, en verano de 1913, le reemplazó MonsieurNoyer, un preceptor suizo. Era un hombre corpulento, de mostacho erizado, y nos leyó el Cyrano de Bergeracde Rostand, articulando cada verso de la forma más empalagosa que se pueda imaginar, y pasando de los agudos a los graves según los personajes que iba imitando. Jugando al tenis, cuando le tocaba hacer el saque, se plantaba firmemente en la raya de fondo, muy separadas sus gruesas piernas enfundadas en unos arrugados pantalones de algodón, y luego las doblaba bruscamente por las rodillas al tiempo que le pegaba a la pelota un tremendo pero singularmente ineficaz golpe.

Cuando, en la primavera de 1914, Lenski nos dejó definitivamente, tuvimos a un joven procedente de una de las provincias del Volga. Era un tipo encantador, de buena cuna, magnífico jugador de tenis y excelente jinete; y experimentó el gran alivio de poder confiar en estas dotes, ya que, en fechas tan adelantadas, ni mi hermano ni yo necesitábamos apenas la ayuda formativa que un optimista mecenas del joven les prometió a mis padres que podría proporcionarnos. Durante nuestro primer coloquio me informó, como sin darle importancia, que Dickens había escrito La cabaña del tío Tom, lo cual me precipitó a hacerle una apuesta con la que gané su puño de hierro. Después de esto procuró no hablar de ningún personaje o asunto literario en mi presencia. Era muy pobre, y su desteñido uniforme universitario emanaba un olor extraño, polvoriento y etéreo, no del todo desagradable. Tenía unos modales maravillosos, carácter dulce, caligrafía inolvidable, con enorme profusión de espinas y cerdas (comparables solamente a la letra de las cartas de locos que, por desgracia, me llegan desde el año de gracia de 1958), y una ilimitada provisión de anécdotas obscenas (que me transmitió de ocultiscon ensoñada voz de terciopelo, sin utilizar ninguna expresión malsonante) referidas a sus compinches y sus poules, y también acerca de diversos conocidos de la familia, con uno de los cuales, una dama de la buena sociedad que casi le doblaba la edad, se casó muy pronto aunque sólo para librarse de ella —durante su posterior carrera en la administración de Lenin– facturándola a un campo de trabajos forzados, en donde ella pereció. Cuanto más pienso en este tipo, más creo que estaba absolutamente loco.

No perdí del todo la pista de Lenski. Aprovechando un préstamo de su suegro, inició, cuando todavía estaba con nosotros, un fantástico negocio relacionado con la adquisición y explotación de diversos inventos. No sería amable ni justo por mi parte afirmar que fingía que esos inventos eran suyos; pero los adoptaba, y hablaba de ellos con un cariño y una ternura que hacían pensar en la paternidad natural: una actitud emocional que no se basaba en realidades pero que tampoco era fraudulenta. Un día nos invitó con actitud orgullosa a que probáramos nuestro coche en una nueva clase de pavimento del que él era responsable, y que estaba compuesto (hasta donde puedo distinguir ese extraño brillo a través de la semioscuridad del tiempo) de un extraño entrelazamiento de tiras metálicas. El resultado fue un pinchazo. Pero él se consoló comprando otro invento sensacional: el anteproyecto de lo que él llamaba el «electroplano», que tenía el mismo aspecto que un Blériot anticuado, pero que llevaba —y aquí vuelvo a citarle– un motor «voltaico». No voló más que en sus sueños..., y en los míos. Durante la guerra intentó vender un pienso milagroso para caballos, en forma de pastelitos aplastados, como galettes(él mismo masticaba pedacitos y ofrecía bocados a sus amigos), pero la mayoría de los caballos prefirieron su avena de siempre. Traficó con cierto número de otras patentes, a cual más chiflada, y estaba endeudadísimo cuando heredó una pequeña fortuna tras la muerte de su suegro. Esto debió de ocurrir a comienzos de 1918 porque, lo recuerdo, nos escribió (nosotros estábamos aislados en la región de Yalta) ofreciéndonos dinero y cualquier clase de ayuda que necesitáramos. Invirtió prontamente esa herencia en un parque de atracciones situado en la costa oriental de Crimea, y no ahorró esfuerzos por contratar una buena orquesta y construir una pista de patinaje sobre ruedas de una madera especial, y puso cascadas y fuentes iluminadas por bombillas rojas y verdes. En 1919, llegaron los bolcheviques y apagaron las luces, y Lenski huyó a Francia; la última noticia que tuve de él me llegó en los años veinte, cuando según los rumores se ganaba bien la vida en la Riviera pintando paisajes en conchas y piedras. No sé —y prefiero no imaginármelo– qué fue de él durante la invasión nazi de Francia. A pesar de algunas de sus rarezas, era, en realidad, un ser humano muy puro y muy honesto, con unos principios tan estrictos como su gramática, y con unos difíciles diktatique aún recuerdo con alegría: kolokololiteyshchiki pere-kolotili víkarabkavshishya vihuholey, «los vaciadores de las campanas de la iglesia mataron a los desmanes que salieron de estampida». Muchos años después, en el Museo de Historia Natural de Nueva York, cité este trabalenguas ante un zoólogo que me había preguntado si el ruso era tan difícil como se suele creer, y el hombre me dijo:

—Sabe una cosa, he estado pensando mucho en esos desmanes moscovitas: ¿por qué se dice de ellos que salieron de estampida? ¿Habían estado en hibernación, se habían escondido, o qué?



5


Cuando pienso en mis sucesivos preceptores, lo que me interesa no es tanto la serie de extrañas disonancias que introdujeron en mi joven vida, como la estabilidad e integridad de esa vida. Soy feliz testigo del supremo logro de la memoria, que es el de la magistral utilización que hace de las armonías innatas cuando recoge en sus repliegues las tonalidades suspendidas y errantes del pasado. Me gusta imaginar, para consumación y resolución de esos acordes disonantes, una cosa tan perdurable, retrospectivamente, como la mesa alargada que en los cumpleaños y santos del verano solían poner, para el chocolate al aire libre de las tardes, en el lugar donde una avenida de abedules, tilos y arces desembocaba en el espacio enarenado del jardín propiamente dicho que separaba el parque de la casa. Veo el mantel y las caras de las personas sentadas a la mesa, unidas en la animación del juego de luces y sombras bajo un móvil y fabuloso follaje, exagerado, sin duda, por la misma facultad de apasionada celebración, de incensante retorno, que hace que siempre me acerque a esa mesa desde fuera, desde las profundidades del parque —y no desde la casa—, como si el pensamiento, para poder regresar allí, tuviera que hacerlo con los pasos silenciosos de un hijo pródigo, casi desmayándome de pura excitación. A través de un trémulo prisma, distingo los rasgos de parientes y familiares, mudos labios que se mueven serenamente en olvidados discursos. Veo el vapor del chocolate y las bandejas de pasteles de arándanos. Me fijo en el pequeño helicóptero de una sámara que, girando sobre sí misma, desciende con suavidad sobre el mantel, y, apoyado en la mesa, el desnudo brazo de una chica extendido indolentemente en toda su longitud, con su envés veteado de turquesa vuelto hacia el escamoso sol, abierta la palma en perezosa espera de alguna cosa, quizás el cascanueces. En el lugar donde está sentado mi preceptor del momento hay una imagen cambiante, una sucesión de graduales apariciones y desapariciones; la pulsación de mis pensamientos se combina con la de las sombras y convierte a Ordo en Max y a Max en Lenski y a Lenski en el maestro de escuela, y luego se vuelve a repetir toda la serie en temblorosas transformaciones. Y después, de repente, justo cuando los colores y los perfiles se estabilizan, dedicándose cada uno de ellos a su tarea específica —sonrientes, frívolas tareas– alguien pulsa un botón y cobra vida un verdadero torrente de sonidos: voces que hablan todas a la vez, el ruido de una nuez al ser partida, el chasquido de un cascanueces pasado descuidadamente, treinta corazones humanos que ahogan al mío con sus latidos regulares; los susurros y rumores de mil árboles, la concordia local de vociferantes pájaros veraniegos, y, al otro lado del río, detrás de los rítmicos árboles, el confuso y entusiasta alboroto de los jóvenes bañistas del pueblo, como un fondo de entusiastas aplausos.




CAPITULO NOVENO




1


Tengo ante mí un cuaderno grande y gastado, con una encuademación en tela negra. Contiene viejos documentos entre los que se encuentran diplomas, bocetos, diarios, tarjetas de identidad, notas tomadas a lápiz, y algunas páginas impresas, todo ello meticulosamente conservado en Praga por mi madre, hasta su muerte, pero que luego, desde 1939 hasta 1961, sufrió diversas vicisitudes. Con la ayuda de estos documentos y de mis propios recuerdos, he redactado esta breve biografía de mi padre.

Vladimir Dmitrievich Nabokov, jurista, publicista y estadista, hijo de Dmitri Nikolaevich Nabokov, ministro de Justicia, y de la baronesa Maria von Korff, nació el 20 de julio de 1870 en Tsarskoe Selo, cerca de San Petersburgo, y murió víctima de la bala de un asesino el 28 de marzo de 1922 en Berlín. Hasta la edad de trece años fue educado en su casa por institutrices francesas e inglesas y por preceptores rusos y alemanes; fue uno de estos últimos quien le transmitió, para que después me lo transmitiera él a mí, el morbus et passio aureliani. En otoño de 1883 empezó a ir al «Gymnasium» (una combinación de la high schooly el junior collegenorteamericanos) situado en la que entonces se llamaba calle Gagarin (y cuyo nombre fue presumiblemente cambiado durante los años veinte por los miopes soviéticos). Sentía unos arrolladores deseos de destacar. Una noche de invierno, debido a que llevaba cierto retraso en el cumplimiento de una tarea y a que prefería la pulmonía al ridículo en la pizarra, se expuso a las heladas polares, con la esperanza de contraer alguna oportuna enfermedad, sentándose sin más abrigo que el camisón junto a la ventana abierta (daba a la Plaza del Palacio y a su columna iluminada por la luna); por la mañana gozaba todavía de espléndida salud, e, inmerecidamente, fue el temido profesor quien resultó haberse quedado guardando cama. A los dieciséis años, en mayo de 1877, terminó sus estudios del Gymnasium, con medalla de oro, y empezó a estudiar leyes en la Universidad de San Petersburgo, donde se graduó en enero de 1891. Continuó sus estudios en Alemania (principalmente en Halle). Treinta años después, uno de sus compañeros de curso, con el que él había ido de excursión en bicicleta a la Selva Negra, envió a mi enviudada madre el ejemplar de Madame Bovaryque mi padre tenía consigo en aquella época, y en cuya página de respeto había escrito «La insuperable joya de la literatura francesa», un juicio que todavía sigue siendo valedero.

El 14 de noviembre (fecha escrupulosamente celebrada cada año a partir de entonces por nuestra familia, tan apegada a los aniversarios) de 1897, se casó con Elena Ivanovna Rukavishnikov, la hija de veintiún años de un vecino del campo, con la que tuvo seis hijos (el primero nació muerto).

En 1895 ingresó en la Joven Cámara. De 1896 a 1904 impartió cursos de derecho penal en la Escuela Imperial de Jurisprudencia (Pravovedenie), en San Petersburgo. Estaba preestablecido que los miembros de la Cámara debían pedirle su autorización al «Ministro de la Corte» antes de intervenir en cualquier acto público. Y mi padre no pidió esa autorización, naturalmente, para publicar en la revista Pravosu famoso artículo «El baño de sangre de Kishinev», en el que condenaba el papel desempeñado por la policía, como instigadora del pogrom de 1903 en Kishinev. Un decreto imperial le privó del acceso a la corte en enero de 1905, fecha a partir de la cual rompió toda relación con el gobierno del Zar y se zambulló resueltamente en la política antidespótica, sin abandonar sus ocupaciones de jurista. Desde 1905 hasta 1915 fue presidente de la delegación rusa en la Asociación Internacional de Criminología, y en las conferencias que pronunció en Holanda se divirtió a sí mismo, y dejó pasmado a su auditorio, traduciendo oralmente, cuando era necesario, discursos en ruso y en inglés al alemán y francés, y viceversa. Era un elocuente adversario de la pena capital. Y se atuvo inquebrantablemente a sus principios, tanto en los asuntos particulares como en los públicos. En un banquete oficial celebrado en 1904 se negó a beber a la salud del Zar. Se dice que tuvo la desfachatez de poner un anuncio en la prensa donde comunicaba que su uniforme de la corte estaba en venta. De 1906 a 1917 fue el co-director, con I. V. Hessen y A. I. Kaminka, de uno de los escasos diarios liberales de Rusia, el Rech(«Discurso»), así como de la revista de jurisprudencia Pravo. Políticamente era un un «Kadet», es decir, miembro del KD ( Konstitutsionno-demokratischekaya partiya), que posteriormente fue bautizado otra vez, y de forma más apropiada, con el nombre de Partido de la Libertad del Pueblo ( partiya Narodnoy Svobod'i). Debido a su agudo sentido del humor, se hubiese sin duda divertido horrores ante el desesperado pero malicioso embrollo que los lexicógrafos soviéticos se han armado con sus opiniones y logros en los escasos comentarios biográficos que han escrito acerca de él. En 1906 fue elegido diputado del Primer Parlamento Ruso (Pervaya Duma), una institución heroica y humanitaria, predominantemente liberal (pero que los ignorantes publicistas extranjeros, infectados por la propaganda soviética, confunden a menudo, ¡nada menos que con las antiguas «boyar dumas»!). Allí pronunció varios discursos excelentes que tuvieron repercusión en todo el país. Cuando, menos de un año después, el Zar disolvió la Duma, algunos de sus miembros, entre los que se contaba mi padre (y que, como muestra una fotografía obtenida en la Estación Finlandia, llevaba su billete de ferrocarril metido bajo el cintillo del sombrero), partieron hacia Vyborg para celebrar una sesión ilegal. En mayo de 1908 comenzó a cumplir una sentencia de prisión de tres meses, a modo de ligeramente retrasado castigo por el manifiesto revolucionario que él y su grupo publicaron en Vyborg. «¿Ha cazado V. alguna "Egeria" [mariposa de los muros] este verano?», pregunta en una de sus notas secretas de la prisión, que, por medio de un guardia sobornado, y de un amigo fiel (Kaminka), llegaban hasta Vyra, donde estaba mi madre. «Dile que en el patio de la prisión sólo veo limoneras y blancas de la col.» Tras su puesta en libertad, le prohibieron participar en cualquier clase de elecciones para cargos públicos, pero (una de las paradojas tan corrientes bajo el régimen de los zares) pudo trabajar en el virulentamente liberal Rech, tarea a la que dedicaba hasta nueve horas diarias. En 1913 el gobierno le puso una multa, por la suma simbólica de cien rublos (otros tantos dólares de la actualidad), por el reportaje que había escrito en Kiev, en donde al término de un tormentoso juicio Beylis fue declarado inocente de la acusación de haber asesinado a un muchacho cristiano «con fines rituales»: de vez en cuando todavía prevalecían, en la vieja Rusia, la justicia y la opinión pública; ya sólo les quedaban cinco años de vida. Poco después de que comenzara la Primera Guerra Mundial fue movilizado y enviado al frente. Con el tiempo pasó a formar parte del Estado Mayor General en San Petersburgo. La ética militar le impidió participar activamente en el primer alboroto de la revolución liberal de marzo de 1917. Desde el comienzo mismo, parece como si la Historia hubiese ansiado privarle de una plena oportunidad de revelar sus grandes dotes de estadista en una república rusa de tipo occidental. En 1917, durante la primera fase del gobierno provisional —es decir, mientras los Kadets aún estaban en el gabinete– ocupó en el consejo de ministros la responsable pero inocua posición de secretario ejecutivo. En el invierno de 1917-1918 fue elegido diputado de la Asamblea Constituyente, pero sólo para ser arrestado por unos enérgicos marineros bolcheviques en cuanto aquélla fue disuelta. La revolución de noviembre había iniciado ya su sangriento curso, su policía ya empezaba a actuar, pero durante aquellos días el caos de órdenes y contraórdenes acabó favoreciéndonos; mi padre avanzó por un oscuro pasillo, vio una puerta abierta al final, salió a una calle secundaria y se encaminó hacia Crimea con una mochila que, cumpliendo sus órdenes, su criado Osip le llevó a un rincón escondido, junto con un paquete de emparedados de caviar que el buen Nikolay Andreevich, nuestro cocinero, había añadido por su cuenta. Desde mediado el año 1918 hasta principios de 1919, en un intervalo entre dos ocupaciones bolcheviques, y en constante fricción con los elementos del ejército de Denikin más propensos a disparar con cualquier excusa, fue ministro de Justicia (de «justicia mínima», como solía decir él irónicamente) en uno de los gobiernos regionales, el de Crimea. En 1919 se fue voluntariamente al exilio, y vivió primero en Londres y luego en Berlín, donde, en colaboración con Hessen, dirigió el diario liberal de emigrados Rui'(«Timón») hasta que en 1922 fue asesinado por un siniestro rufián al que, durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler nombró administrador de los asuntos de los emigrados rusos.

Escribió de forma prolífica, especialmente sobre cuestiones políticas y criminológicas. Conocía a fondo la prosa y la poesía de varios países, se sabía de memoria cientos de versos (sus poetas preferidos en ruso eran Pushkin, Tyutchev y Fet; sobre este último publicó un bello ensayo), era una autoridad en Dickens, y, además de admirar a Flaubert, valoraba altamente a Stendhal, Balzac y Zola, tres detestables mediocridades desde mi punto de vista. Solía confesar que la creación de un relato o un poema, de cualquier relato o poema, le parecía un milagro tan incomprensible como la construcción de una máquina eléctrica. Por otro lado, tenía gran facilidad para escribir sobre asuntos políticos y jurídicos. Su estilo era correcto, aunque debo reconocer que un poco monótono, y hoy en día, a pesar de todas esas antiguas metáforas procedentes de su educación clásica, y de todos los estereotipos grandilocuentes del periodismo ruso, posee —al menos para mi hastiado oído– una gris dignidad personal, que contrasta de forma extraordinaria (como si perteneciese a algún pariente suyo, más viejo y pobre) con sus abigarradas, pintorescas, a menudo poéticas y a veces obscenas frases cotidianas. Los esbozos de sus proclamas, de los que se conservan algunos (y que comienzan: «Grazhdane!», que significa: « ¡Ciudadanos! »), así como de sus editoriales, están escritos a pluma con una letra inclinada, maravillosamente pulcra e increíblemente regular, y se encuentran prácticamente libres de correcciones, y me resulta divertido comparar su pureza, su certidumbre, su coordinación entre mente y materia con mis propios temblorosos y confusos bocetos, con mis brutales revisiones y reescrituras y nuevas revisiones de las mismas líneas en las que ahora he necesitado dos horas para describir un par de minutos de texto escrito con su perfecta letra. Sus bocetos eran limpias transcripciones de pensamiento inmediato. A su modo, escribió, con fenomenal facilidad y rapidez (incómodamente sentado en un pupitre de niño en el aula de un triste palacio), el texto de abdicación del gran duque Mihail (primero en la línea de sucesión después de que el Zar y su hijo abdicaran del trono). No es de extrañar que fuera también un admirable orador, frío y de «estilo inglés», que evitaba el ademán exagerado y la corteza retórica del demagogo, y también en este terreno debo decir que el ridículo cacólogo que soy yo, cuando no tengo ante mí una hoja mecanografiada, no ha heredado nada de él.

Sólo en fecha reciente he leído por primera vez su importante Sbornik statey po ugolovnomu pravu(colección de artículos sobre derecho penal), publicado el año 1904 en San Petersburgo, libro del cual un rarísimo, y quizás único, ejemplar (anteriormente propiedad de un tal «Mihail Evgrafovich Hodunov», según está impreso en tinta violeta sobre la página de respeto) me fue regalado por un amable viajero, Andrew Field, que lo compró en una librería de segunda mano durante su visita a Rusia en 1961. Es un volumen de 316 páginas que contiene diecinueve artículos. En uno de ellos («Delitos carnales», escrito en 1902) mi padre se refiere, de forma bastante profética en cierto extraño sentido, a algunos casos (ocurridos en Londres), «de muchachitas a l'age le plus tendre( v nezhneyshem vozraste), es decir, de ocho a doce años, que fueron víctimas de algunos libertinos ( slastolyubtsam)». En el mismo artículo muestra una actitud muy liberal y «moderna» ante varios tipos de prácticas anormales, lo cual le permite de paso acuñar una palabra rusa muy adecuada para «homosexual»: ravnopotty.

Sería imposible hacer una lista completa de los literalmente miles de artículos que publicó en diversos periódicos, como Recho Pravo. Más abajo, en otro capítulo, hablo de su libro, interesante desde el punto de vista histórico, sobre una visita semioficial en tiempo de guerra a Inglaterra. Parte de sus memorias correspondientes a los años 1917-1919 han aparecido en Archív russkoy revolyulsü, que publicó Hessen en Berlín. El 16 de enero de 1920 pronunció una conferencia en el King's Collegede Londres acerca de «El régimen soviético y el futuro de Rusia», que fue publicada una semana después en el suplemento de The New Commonwealth, N.° 15 (pulcramente incluido en el álbum de mi madre). En la primavera del mismo año me lo aprendí casi completo de memoria cuando me preparaba para hablar en contra del bolchevismo en un debate sindical celebrado en Cambridge; el (victorioso) defensor de esa causa fue un periodista del Guardiande Manchester; ya no recuerdo su nombre pero sé que me quedé completamente seco después de recitar lo que me había aprendido de memoria, y que ese fue mi primer y último discurso político. Un par de meses antes de la muerte de mi padre, la revista de emigrados Tealr zhizn' («Teatro y vida») comenzó a publicar por capítulos sus recuerdos de adolescencia (él y yo estamos traslapándonos aquí, demasiado brevemente). En ellos encuentro una excelente descripción de los terribles berrinches de su pedante profesor de latín en el tercer curso del Gymnasium, así como de la tempranísima pasión de mi padre por la ópera, que no le abandonó en toda su vida: debió de escuchar prácticamente a todos los cantantes de primera fila que actuaron en Europa entre 1880 y 1922, y aunque era incapaz de tocar ningún instrumento (excepto los primeros acordes de la obertura «Ruslan», de forma muy mayestática) recordaba todas y cada una de las notas de sus óperas favoritas. Por esta vibrante cuerda, un melodioso gen que no me llegó se desliza desde Wolfgang Graun, el organista del siglo XVI, hasta mi hijo, pasando por mi padre.


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