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Habla memoria
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Текст книги "Habla memoria"


Автор книги: Владимир Набоков



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Pero veamos. Tuve una asociación más temprana incluso con esa guerra. Una tarde, a principios de ese mismo año, me bajaron de las habitaciones de los niños, que estaban en el primer piso de nuestra casa de San Petersburgo, al despacho de mi padre para que le dijera cómo-está-usted a un amigo de la familia, el general Kuropatkin. Revestido su rechoncho cuerpo por el crujiente uniforme, extendió para entretenerme un puñado de cerillas sobre el diván en el que estaba sentado; colocó diez, unidas por sus extremos, formando una horizontal y dijo:

—Esto es el mar cuando hace buen tiempo.

Luego las dispuso en ángulos, por parejas, a fin de convertir la recta en una línea quebrada, y eso era un «mar embravecido». Revolvió las cerillas, y cuando yo confiaba en que me hiciese algún truco incluso mejor, nos interrumpieron. Su ayudante de campo fue conducido a la sala y habló con él. Soltando un gruñido muy ruso y congestionado, Kuropatkin se levantó pesadamente de su asiento, haciendo saltar las cerillas en el diván cuando sus muchos kilos lo abandonaron. Aquel día recibió la orden de asumir el mando supremo del Ejército Ruso en Extremo Oriente.

Este incidente tuvo una secuela especial quince años después, cuando en cierto momento de la huida de mi padre del San Petersburgo bolchevique hacia el sur de Rusia, le abordó cuando cruzaba un puente cierto anciano que, bajo su zamarra de cordero, parecía un campesino de barba gris. El hombre le pidió fuego a mi padre. Al instante siguiente se reconocieron el uno al otro. Espero que el viejo Kuropatkin lograse, gracias a su rústico disfraz, librarse de las cárceles soviéticas, pero lo que importa no es esto. Lo que me satisface es la evolución del tema de las cerillas: aquellas cerillas mágicas que me enseñó se habían malogrado y perdido, y también sus ejércitos habían desaparecido, y todo se había hundido como se hundieron los trenes de juguete que, en el invierno de 1904-1905, en Wiesbaden, pretendí que circularan sobre los charcos helados del jardín del Hotel Oranien. El verdadero propósito de una autobiografía debería ser el de ir siguiendo estas tramas temáticas a lo largo de la propia vida.



4


El final de la desastrosa campaña rusa en Extremo Oriente estuvo acompañado de furiosos desórdenes internos. Sin dejarse arredrar por ellos, mi madre regresó con sus tres hijos a San Petersburgo tras haber pasado casi un año en diversos centros residenciales del extranjero. Esto era a comienzos de 1905. Los asuntos de estado exigían la presencia de mi padre en la capital; el Partido Democrático Constitucional, del que era uno de los fundadores, ganaría la mayoría en el primer Parlamento al año siguiente. Durante una de sus breves estancias en el campo con nosotros, mi progenitor comprobó aquel año, con patriótico disgusto, que mi hermano y yo sabíamos leer y escribir en inglés pero no en ruso (con la excepción de KAKAO y MAMA). Y decidió que el maestro del pueblo acudiera cada tarde a darnos lecciones y llevarnos de paseo.

Con el agudo y alegre sonido del silbato que formaba parte de mi primer traje de marinero, mi infancia me retrotrae a ese lejano pasado para hacerme estrechar de nuevo la mano de aquel encantador maestro. Vasily Marti'novich Zhernosekov lucía una ensortijada barba castaña, era bastante calvo, y tenía los ojos azul porcelana, orlados por una fascinante excrecencia en el párpado superior. El primer día que vino trajo una caja de cubos increíblemente atractivos, con una letra diferente pintada en cada uno de sus lados; él los manipulaba como si fueran las cosas más valiosas del mundo, que es lo que, si vamos a eso, eran (aparte de que permitían hacer maravillosos túneles para los trenes). Veneraba a mi padre, que en fechas recientes había reconstruido y modernizado la escuela del pueblo. A modo de anticuada señal de que era un librepensador, llevaba una ondeante corbata negra de lazo, descuidadamente anudada a modo de pajarita. Cuando me dirigía la palabra a mí, que no era más que un niño, utilizaba el plural de la segunda persona, pero no a la manera envarada de los criados, ni tampoco como hacía mi madre en momentos de intensa ternura, cuando tenía yo mucha fiebre o había perdido algún diminuto vagón de pasajeros (como si el singular fuese demasiado endeble para soportar la carga de su amor), sino con la educada sencillez de un hombre que habla con otro al que no conoce lo suficiente como para hablarle de tú. Era un fiero revolucionario que solía hacer vehementes ademanes durante nuestros paseos por el campo, y hablaba de la humanidad y de la libertad y de la maldad de la guerra y de la triste (pero interesante, pensaba yo) necesidad de hacer volar por los aires a los tiranos, y a veces sacaba ese libro pacifista, tan popular en aquel entonces, que se titulaba Doloy Oruzhie!(traducción de Die Waffen Nieder!, de Bertha von Suttner), y me leía a mí, un crío de seis años, tediosas citas; yo intentaba refutarlas: a esa tierna y belicosa edad hablaba en favor del derramamiento de sangre para defender airadamente mi mundo de pistolas de juguetes y caballeros del rey Arturo. Durante el régimen de Lenin, cuando todos los radicales no comunistas fueron perseguidos de forma implacable, Zhernosekov fue enviado a un campo de trabajos forzados pero logró huir al extranjero y murió en Narva el año 1939.

A él le debo, en cierto sentido, mi capacidad de seguir avanzando a lo largo de otro tramo de mi sendero particular, que discurre paralelamente al camino de esa perturbada década. Cuando, en julio de 1906, el zar disolvió inconstitucionalmente el Parlamento, algunos de sus miembros, entre los que se contaba mi padre, celebraron una sesión rebelde en Vyborg y publicaron un manifiesto que apremiaba al pueblo a resistirse al gobierno. Por este motivo fueron encarcelados más de un año y medio después. Mi padre pasó tres meses de descanso y también de soledad confinado en solitario, con sus libros, su bañera plegable y su ejemplar del manual de gimnasia casera firmado por J. P. Muller. Mi madre conservó hasta el fin de sus días las cartas que él logró pasar clandestinamente: animosas epístolas escritas a lápiz en papel higiénico (las publiqué en 1965, en el cuarto número de la revista de lengua rusa Vozdushriie puti, dirigida por Roman Grynberg en Nueva York). Nosotros estábamos en el campo cuando él recobró la libertad, y fue el maestro del pueblo quien organizó los festejos e hizo colocar las banderas (algunas de ellas francamente rojas) para saludar a mi padre en el trayecto a casa desde la estación de ferrocarril, bajo arquivoltas de aguja de abeto y guirnaldas de acianos, la flor preferida de mi padre. Los niños habíamos bajado al pueblo, al recordar este día es cuando veo con mayor claridad el centelleante río; el puente, la deslumbrante hojalata del bote que un pescador se había dejado sobre su barandilla de madera; la colina de los tilos con su iglesia de color rojo rosado y su mausoleo de mármol, en el que reposaban los difuntos de la familia de mi madre; el polvoriento camino del pueblo; la cinta de corta hierba verde pastel, con calvas de tierra arenosa, entre el camino y las matas de lilas tras las cuales formaban una hilera irregular unas estrábicas cabañas de musgosos troncos; el edificio de piedra de la nueva escuela junto a la antigua, de madera; y, a medida que circulábamos rápidamente, el perrito negro de blanquísimos dientes que nos salió al paso de entre las casitas, corriendo como un rayo pero en completo silencio, ahorrando la voz para el breve estallido que disfrutaría cuando su mudo esfuerzo le llevara por fin a las proximidades del rápido carruaje.



5


Lo viejo y lo nuevo, la pincelada liberal y la pincelada patriarcal, la pobreza fatal y la riqueza fatalística se entrelazaron de forma fantástica en esa extraña primera década de nuestro siglo. Podía ocurrir, varias veces durante un verano, que en mitad de una comida celebrada en el luminoso comedor provisto de numerosas ventanas y con las paredes forradas de nogal que se encontraba en el primer piso de nuestra casa solariega de Vyra, Alexei, el mayordomo, se inclinara con gesto ceñudo hacia mi padre para decirle en voz baja (especialmente baja si teníamos visitas) que unos campesinos querían que el barinsaliese afuera para hablar con ellos. Mi padre se quitaba con un rápido movimiento la servilleta de la pierna y se disculpaba ante mi madre. Una de las ventanas del lado de poniente del comedor nos proporcionaba una vista de la avenida, cerca de la entrada principal. Se veía la parte superior de la madreselva que crecía enfrente del porche. Y de ese lado nos llegaban los corteses zumbidos de bienvenida de los campesinos en el momento en que el invisible grupo saludaba a mi invisible padre. El subsiguiente diálogo, sostenido en voz normal, no se oía, pues solíamos mantener cerradas, para evitar el calor, las ventanas al pie de las cuales se celebraba el encuentro. Presumiblemente querían que mi padre mediase en alguna disputa local, o cierto subsidio especial, o la solicitud de su permiso para cosechar alguna parte de nuestras tierras o talar algún codiciado grupo de árboles nuestros. Si, tal como solía ocurrir, el permiso era concedido inmediatamente, volvía a oírse aquel zumbido, y luego, como muestra de gratitud, el buen barintenía que sufrir esa ordalía nacional consistente en ser balanceado y lanzado hacia arriba y atrapado con seguridad al caer por un grupo de fuertes brazos.

En el comedor, a mi hermano y a mí nos decían que siguiéramos comiendo. Mi madre, cogiendo alguna golosina entre el índice y el pulgar, miraba debajo de la mesa para comprobar si seguía allí su nervioso y malhumorado dachshund.

– Un jour ils vont le laisser tomber—decía Mlle. Golay, una mojigata y pesimista anciana que había sido institutriz de mi madre y aún vivía con nosotros (y estaba en malísimas relaciones con nuestras institutrices). Desde el lugar que yo ocupaba en la mesa veía de repente, a través de una de las ventanas, un pasmoso ejemplo de levitación. Allí aparecía, durante un momento, la figura de mi padre con su traje blanco de verano ondulado por el impulso, magníficamente repanchingando en el aire, sus miembros dispuestos en una actitud curiosamente despreocupada, sus bellos e imperturbables rasgos vueltos hacia el cielo. Por tres veces, impulsado por los potentes empellones de sus invisibles lanzadores, volaba de este modo, y la segunda vez subía más alto que la primera y luego, en el último y más altanero vuelo, aparecía otra vez reclinado, como si fuera definitivamente, contra el azul cobalto del cielo de mediodía de verano, como uno de esos personajes paradisíacos que flotan con la mayor comodidad, envueltos en los abundantes pliegues de sus prendas, en la cúpula de las iglesias mientras que abajo, de uno en uno, los cirios que sostienen las manos de los mortales se encienden hasta formar un enjambre de diminutas llamas en la atmósfera de incienso, y el sacerdote entona un cántico al reposo celestial, y las lilas funéreas ocultan el rostro de quienquiera que yazca allí, en medio del mar de luces, en el abierto ataúd.




CAPITULO SEGUNDO




1


Cuando retrocedo hasta los más antiguos recuerdos de mí mismo (interesado y divertido, casi nunca admirado o asqueado), compruebo que siempre he tenido leves alucinaciones. Algunas son auditivas y otras ópticas, y no he sacado apenas provecho de las unas ni de las otras. Los fatídicos acentos que refrenaban a Sócrates o incitaban a Joaneta Darc han degenerado en mí hasta no ser más que esos sonidos captados casualmente entre el momento de tomar y colgar de nuevo el receptor de una línea telefónica ocupada. Justo antes de quedarme dormido, a menudo tomo conciencia de una especie de conversación unilateral que se está desarrollando en una sección adyacente de mi cerebro, con absoluta independencia del fluir de mis pensamientos. Es una voz neutra, distante, anónima, a la que sorprendo diciéndome palabras que para mí no tienen la menor importancia: una frase en inglés o en ruso, ni siquiera dirigida a mí, y tan trivial que no me atrevo a dar ejemplos por temor a que la insipidez que intento transmitir quedase malograda por alguna brizna de significado. Este estúpido fenómeno parece ser la contrapartida auditiva de ciertas visiones previas al sueño, que también conozco muy bien. No me refiero a esas luminosas imágenes mentales (por ejemplo, el rostro de un pariente querido que falleció hace tiempo) que nos trae un aleteo de la voluntad; ésa es una de las más valerosas acciones de las que es capaz el espíritu humano. Tampoco aludo a las llamadas muscae volitantes, sombras proyectadas en los bastoncillos de la retina por las motas depositadas sobre el humor vítreo, que aparecen a la vista como hilos transparentes que van cruzando el campo visual. Más cerca quizá de los espejismos hipnóticos a los que me estoy refiriendo se encuentra la mancha de color, la puñalada de esa imagen secundaria con la que la lámpara que acabamos de apagar hiere la noche palpebral. Sin embargo, no hace falta una conmoción de esta clase como punto de partida para el lento y constante desarrollo de las visiones que desfilan ante mis ojos cerrados. Vienen y se van, sin participación del adormecido observador, pero son en esencia diferentes de las imágenes de los sueños, pues todavía domino mis sentidos. A menudo resultan grotescas. Me importunan pícaros perfiles, o algún enano de toscos rasgos encarnados y con la nariz o la oreja hinchada. A veces, no obstante, mis fotismos adoptan una consoladora calidad de flou, y entonces veo —proyectadas, por así decirlo, sobre la cara interior del párpado– figuras grises que caminan entre colmenas, o pequeños loros negros que se desvanecen lentamente entre la nieve de los montes, o cierta lejanía malva que se funde más allá de unos mástiles en movimiento.

Además de todo esto, presento un magnífico caso de audición coloreada. Quizás «audición» no sea del todo exacto, ya que la sensación de color parece ser producida por el acto de formar oralmente una letra determinada mientras imagino su perfil. La alarga del alfabeto inglés (y más adelante seguiré refiriéndome a este alfabeto, a no ser que diga expresamente que no es así) tiene para mí el color de la madera a la intemperie, mientras que la a francesa evoca una lustrosa superficie de ébano. Este grupo negro también incluye la gsonora (caucho vulcanizado) y la r(un trapo hollinoso en el momento de ser rasgado). De los blancos se encargan el color gachas de avena de la n, el flexible tallarín de la l, y el espejito manual con montura de marfil de la o. Me desconcierta mi onfrancés, que veo como la desbordante tensión superficial del alcohol en un vaso pequeño. Pasando al grupo azul, aparece la acerada x, el nubarrón z, y la huckleberry k. Como entre sonido y forma existe una sutil interacción, veo la qmás parda que la k, mientras que la sno tiene el azul claro de la c, sino una curiosa mezcla de azul celeste y nácar. Los tonos adyacentes no se mezclan, y los diptongos no tienen colores propios, a no ser que estén representados por un único carácter en algún otro idioma (así la letra gris-vellosa, tricorne, que representa en ruso el sonido sh, una letra tan antigua como los juncos del Nilo, influye en su representación inglesa).

Me apresuro a completar mi lista antes de que me interrumpan. En el grupo verde están la hoja de aliso; la p, manzana sin madurar; y la t, color pistacho. Para la wno tengo mejor fórmula que el verde apagado, parcialmente combinado con el violeta. Los amarillos abarcan diversas ese zes, la cremosa d, la oro brillante yy la a, cuyo valor alfabético sólo puedo expresar diciendo que es «latón con brillo oliváceo». En el grupo de los pardos están el intenso tono de caucho de la gsorda, la f, algo más pálida, y la h, gris cordón de zapatos. Finalmente, entre los rojos, la btiene el tono que los pintores llaman siena tostada, la mes un pliegue de franela rosa, y hoy en día he podido encajar perfectamente la vcon el «rosa cuarzo» del Dictionary of Colourde Maerz y Paul. La palabra que significa arco iris, un arco iris primario y decididamente fangoso, en mi idioma particular es la casi impronunciable kzspygv. Según tengo entendido, el primer autor que estudió la audition coloreéfue un médico albino de Erlangen, en 1812.

Las confesiones de un sinesteta deben de sonar tediosas y ostentosas para quienes están protegidos de tales filtraciones y corrientes de aire por murallas más sólidas que las mías. Para mi madre, sin embargo, todo esto era completamente normal. Esta cuestión se planteó, un día de mi séptimo año, mientras utilizaba distraídamente un montón de los viejos cubos del alfabeto para construir una torre. Sin darle importancia, le comenté a mi madre que ningún cubo tenía el color que le correspondía. Entonces descubrimos que algunas de las letras de ella tenían el mismo color que las mías, y que, además, ella también se sentía afectada ópticamente por las notas musicales. En mí, éstas no evocaban el menor cromatismo. La música, siento decirlo, me afecta sólo como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como todos los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desollan vivo en las mayores. A pesar del número de óperas al que me vi expuesto cada invierno (debo de haber ido a ver Ruslany Pikovaya Damaal menos una docena de veces en la mitad de años), mi débil capacidad de reacción a la música quedó completamente destruida por el tormento visual de no ser capaz de leer por encima de su hombro el libro que está leyendo Pimen o el de tratar en vano de imaginar las esfinges del jardín de Julieta.

Mi madre hizo cuanto estuvo en su mano por fomentar mi sensibilidad general para los estímulos visuales. ¡Cuántas acuarelas pintó para mí; qué revelación experimentó cuando me enseñó cómo surgía la flor de una lila mezclando azul y rojo! A veces, en nuestra casa de San Petersburgo, sacaba de un compartimento secreto de su habitación de tocador (la misma en la que yo nací) una enorme cantidad de joyas para entretenerme antes del momento de dormirme. Yo era entonces muy pequeño, y aquellas centelleantes tiaras y gargantillas y anillos me parecían estar dotadas de un misterio y un hechizo comparables a los de las iluminaciones de la ciudad durante las fiestas imperiales, cuando, en la acolchada quietud de una noche helada, gigantescos monogramas, coronas y otros diseños heráldicos formados por bombillas eléctricas de colores —zafiro, esmeralda, rubí– brillaban con cierta encantada frialdad por encima de las nevadas cornisas de las fachadas en las calles residenciales.



2


Mis numerosas enfermedades infantiles sirvieron para que mi madre y yo nos uniéramos más incluso. De pequeño, mostré una aptitud desacostumbrada para las matemáticas, que perdí del todo en mi adolescencia, época singularmente desprovista de talento. Este don desempeñó un horrible papel en mis combates contra las anginas o la escarlatina, pues tenía la sensación de que unas enormes esferas y unos números gigantescos se hinchaban implacablemente en mi dolorido cerebro. Un necio preceptor me había enseñado los logaritmos a una edad tempranísima, y yo había leído por mi parte (en una publicación británica, creo que en el Boy's Own Paper) que hubo un calculador hindú que era capaz, exactamente en dos segundos, de hallar la raíz decimoséptima de, por ejemplo, 3529471145760275132301897342055866171392 (no estoy seguro de que sea el número exacto; de todos modos, la raíz era 212). Tales eran los monstruos que florecían en mi delirio, y el único modo de evitar que se me metieran en la cabeza hasta expulsarme de mí mismo consistía en arrancarles el corazón. Pero eran muy fuertes, y yo me sentaba en la cama y formaba laboriosamente frases mutiladas con las que trataba de explicárselo todo a mi madre. Por debajo de mi delirio, descubrió sensaciones que también ella había conocido, y su comprensión devolvía mi universo en expansión a la norma newtoniana.

Algún futuro especialista en aburridas erudiciones literarias tales como el autoplagiarismo disfrutará comparando una experiencia del protagonista de mi novela The Giftcon el acontecimiento original. Un día, después de una larga enfermedad, cuando todavía estaba muy débil y aún guardaba cama, me encontré disfrutando de una desacostumbrada euforia de ligereza y reposo. Sabía que mi madre había salido a comprarme el regalo diario que hacía tan deliciosas aquellas convalecencias. No podía adivinar qué sería esta vez, pero a través del cristal de mi estado extrañamente translúcido la visualicé con claridad mientras bajaba por la calle Morskaya en dirección a la avenida Nevsky. Distinguí el trineo ligero tirado por un caballo alazán. Oí su áspera respiración, el rítmico rumor de su escroto, y el seco golpeteo de los bloques de tierra helada y nieve contra el trineo. Ante mis ojos y ante los de mi madre aparecían las posaderas del cochero, envuelto en su acolchado sobretodo azul, y el reloj con funda de cuero (las dos y veinte) sujeto a la parte trasera de su cinturón, bajo el que se curvaban los acalabazados pliegues de su bien protegida grupa. Vi las pieles de foca de mi madre y, a medida que aumentaba la helada velocidad, el manguito con el que se protegió la cara con ese ademán gracioso propio de las damas de San Petersburgo en sus desplazamientos invernales. Dos puntas de la enorme manta de oso con la que iba cubierta hasta la cintura estaban sujetas por medio de sendas anillas a un par de asideros situados en el bajo respaldo de su asiento. Y a su espalda, agarrándose a esos asideros, un lacayo tocado con un sombrero escarapelado se mantenía en pie sobre un estrecho soporte situado por encima de la extremidad posterior de los patines.

Presente todavía la imagen del trineo, vi que se detenía en la tienda de Treumann (artículos de escritorio, chucherías de bronce, barajas). Poco después mi madre salió de la tienda seguida por el lacayo. Este llevaba su compra, y a mí me pareció que era un lápiz. Me asombró que no llevara ella misma un objeto tan pequeño, y esta desagradable cuestión de las dimensiones provocó un leve despertar, afortunadamente muy breve, del «efecto de dilatación mental» que yo creía que habría desaparecido con la fiebre. Cuando la estaban arrebujando de nuevo en el trineo, vi el vapor que exhalaban todos ellos, incluido el caballo. También observé el familiar puchero de los labios con el que mi madre acostumbraba a aflojar un poco la tensión con que el velo se le ajustaba a la cara, y en el momento en que escribo esto, el tacto de reticulada suavidad que solían sentir mis labios cuando besaba su velada mejilla se presenta de nuevo, vuela otra vez hacia mí con un grito de alegría procedente de aquel pasado azul nieve y azul ventana (las cortinas no habían sido corridas aún).

Al cabo de algunos minutos mi madre entró en mi habitación. Sostenía en sus brazos un gran paquete. En mi visión había quedado reducido, debido quizás a que corregí subliminalmente lo que la lógica me advirtió que podía ser todavía un temido resto del dilatado mundo de los delirios. El objeto resultó ser un gigantesco lápiz poligonal Faber, de un metro y veinte de largo, y del grosor correspondiente. Estaba expuesto como muestra en el escaparate de la tienda, y ella supuso que yo lo había codiciado de la misma manera que solía codiciar todas las cosas que no eran estrictamente comprables. El tendero se vio obligado a telefonear a un representante, un tal «doctor» Libner (como si la transacción tuviera en realidad cierto significado patológico). Durante un espantoso momento me pregunté si la mina era de verdadero grafito. Lo era. Y algunos años más tarde comprobé, perforando un agujero lateral, que la mina llegaba hasta el otro extremo del lápiz: un perfecto ejemplo del arte por el arte llevado a cabo por Faber y el doctor Libner, ya que el lápiz era tan grande que no se podía usar y, naturalmente, no estaba hecho para ser usado. —Sí, sí —solía decir ella cuando yo mencionaba tal o cual infrecuente sensación—. Sé muy bien de qué me hablas —y con cierta ingenuidad extraña me hablaba de cosas tales como la clarividencia, y de ciertos golpecitos contra la madera de las mesas de caballete, así como de premoniciones y sensaciones de deja vu. Una vena de sectarismo recorría su familia más inmediata. No iba a la iglesia más que por Cuaresma y Pascua. Esta tendencia cismática se manifestó en su saludable antipatía por el ritual de la iglesia ortodoxa griega y por sus sacerdotes. Se sentía profundamente atraída por el aspecto moral y poético de los Evangelios, pero no tenía la menor necesidad de creer en los dogmas. No le importaba la escandalosa incertidumbre respecto a la existencia de la otra vida ni tampoco el nulo aislamiento que ésta prometía. Su religiosidad, pura e intensa, tomaba en ella la forma de una fe tan firme en la existencia del otro mundo como en la imposibilidad de comprenderlo mediante conceptos derivados de la vida terrestre. Lo máximo que podían hacer los mortales era vislumbrar, por entre la neblina y las quimeras, que más adelante había alguna cosa real, de la misma manera que las personas dotadas de una extraordinaria persistencia de la cerebración diurna pueden percibir en el sueño más profundo, y en algún lugar que está más allá de las angustias de cualquier complicada y necia pesadilla, la ordenada realidad del despertar.



3


Amar con toda el alma y abandonar lo demás al destino era su sencilla norma. «Vot zapomni» [ahora, recuerda], solía decirme en tono conspirador para llamar mi atención acerca de tal o cual querido detalle de Vyra: una alondra remontándose por un cielo de cuajada y suero en cierto agrisado día de primavera; un relámpago de un día caluroso que sacaba instantáneas de una lejana hilera de árboles en plena noche; la paleta de hojas de arce sobre la arena parda; las huellas cuneiformes dejadas por un pajarillo en la nieve reciente. Como si hubiese sentido que en el curso de unos pocos años perecería la parte tangible de su mundo, cultivaba una extraordinaria conciencia de las diversas marcas temporales distribuidas por toda nuestra finca campestre. Amaba su propio pasado con el mismo fervor retrospectivo con que ahora amo yo su imagen y mi pasado. Así, en cierto sentido, heredé un exquisito simulacro —la belleza de las propiedades intangibles, de los bienes irreales, unreal estate– y esto significó con el tiempo una espléndida preparación para soportar las pérdidas que sufriría después. Sus marbetes y señales personales acabaron siendo para mí tan queridos y sagrados como lo eran para ella. Por ejemplo, la habitación que antiguamente le había estado reservada al principal entretenimiento de su madre: un laboratorio químico; el tilo que, junto al camino que subía hacia el pueblo de Gryazno (con acento en la última sílaba), marcaba, al llegar a su tramo más empinado, el sitio donde todos cogíamos «la bicicleta por los cuernos» ( b'ika xa rogo) como mi padre, gran aficionado al ciclismo, solía decir, y el lugar en donde él se había declarado; y también la obsoleta cancha de tenis que estaba en el que llamábamos parque «viejo», y que ahora era una zona dominada por musgos, toperas y setas, y que había sido escenario de alegres partidos en los años ochenta y noventa (hasta el sombrío padre de ella se quitaba la levita y sostenía con fuerza la raqueta más pesada) pero que, para cuando yo había cumplido mis diez años, la naturaleza había borrado con la exahustividad con que un borrador de fieltro hace desaparecer un problema de geometría.

Para entonces ya habían construido una excelente cancha moderna al final de la parte «nueva» del parque, gracias a la labor de unos obreros especializados importados expresamente de Polonia. Una malla metálica la separaba del florido prado que enmarcaba su arcilla. Después de las noches húmedas, su superficie adquiría un brillo pardo, y las líneas blancas eran pintadas de nuevo con yeso líquido vertido con un balde verde por Dmitri, el más bajo y viejo de nuestros jardineros, un encogido enano calzado con botas negras y camisa roja que se iba alejando, encorvado, a medida que su pincel avanzaba hacia el fondo de la pista. Un seto de leguminosas (las «acacias amarillas» del norte de Rusia), con una abertura central que correspondía a la puerta de la malla metálica, corría paralelamente al cercado y también a un camino al que llamábamos tropinka Sfinksov(«camino de las esfinges») por el gran número de estas polillas que visitaban al atardecer las lilas que elevaban sus copas enfrente del seto, y que también dejaban un paso central. Este camino formaba la barra transversal de la gran T cuya vertical era la avenida de robles jóvenes —tenían la misma edad que mi madre– que, tal como ya he dicho, atravesaba el parque nuevo de punta a cabo. Mirando a lo largo de esta avenida desde la base de la T, se distinguía con claridad el pequeño pero luminoso hueco situado a unos quinientos metros de distancia, o a cincuenta años del lugar en donde ahora estoy. Nuestro preceptor del momento, o mi padre, las veces que venía con nosotros al campo, formaban siempre pareja con mi hermano en nuestros temperamentales partidos familiares de dobles. «¡Pelota va!», solía exclamar a la antigua usanza mi madre cuando adelantaba su piececito y doblaba su cabeza cubierta por un sombrero blanco para hacer su perseverante pero flojo saque. Yo solía enfadarme fácilmente con ella, y ella con los recogepelotas, un par de descalzos campesinos (el chato nieto de Dmitri y el gemelo de la bonita Polenka, hija del cochero mayor). Al llegar la época de la cosecha, el verano norteño se hacía tropical. El sofocado Sergey sujetaba la raqueta entre las rodillas y se limpiaba laboriosamente las gafas. Veo mi cazamariposas apoyado, por si acaso, contra la valla. El libro de Wallis Myers sobre tenis está abierto en un banco, y después de cada serie de golpes mi padre (un jugador de primera, con un servicio que era un auténtico cañonazo al estilo Frank Riseley, y un magnífico «lifting drive») nos pregunta en tono pedante a mi hermano y a mí si hemos accedido a ese estado de gracia que permite completar cada golpe hasta el final. Algún prodigioso chaparrón nos obligaba en ocasiones a guarecernos bajo el cobertizo que había en una esquina de la cancha, mientras el viejo Dmitri iba a buscar paraguas e impermeables a la casa. Un cuarto de hora más tarde reaparecía bajo una montaña de ropa en la panorámica de la larga avenida que, a medida que él avanzaba, iba recuperando poco a poco sus manchas de leopardo al brillar de nuevo el sol que hacía innecesaria su pesadísima carga.


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