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Habla memoria
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Текст книги "Habla memoria"


Автор книги: Владимир Набоков



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3


En la parte más oscura y húmeda de la plage, esa zona que durante la bajamar proporcionaba el mejor barro para hacer castillos, me encontré, un día, cavando al lado de una niña francesa que se llamaba Colette.

Ella iba a cumplir los diez años en noviembre, yo había cumplido diez años en abril. Llamé su atención sobre un mellado fragmento de concha violeta que había pisado ella con el desnudo talón de su pie de largos dedos. No, yo no era inglés. Sus ojos verdosos parecían estar moteados por un rebosamiento de las pecas que salpicaban su cara de rasgos afilados. Vestía lo que actualmente llamaríamos prendas deportivas: un jersey azul arremangado y pantalones azules de punto. Yo la había tomado al principio por un chico, pero después me desconcertaron el brazalete de su delgada muñeca y los castaños rizos de sacacorchos que colgaban bajo el borde de su gorra de marinero.

Hablaba con estallidos de rápido gorjeo de pajarillo, mezclando inglés de institutriz con francés parisiense. Dos años antes, en esta misma plage, yo había sentido gran afecto por Zina, la encantadora, bronceada y malhumorada hijita de un médico naturista servio: ella tenía, lo recuerdo (absurdamente, porque ambos contábamos apenas ocho años en aquel momento), un grain de beautéen su piel de albaricoque, justo debajo del corazón, y había una horrible colección de orinales, llenos del todo o hasta la mitad, y uno de ellos con burbujas en la superficie, en el piso del vestíbulo de la pensión en donde su familia se alojaba, que visité una vez a primera hora de la mañana para que ella me diese, mientras la vestían, una esfinge colibrí muerta que había encontrado un gato. Pero cuando conocí a Colette, supe inmediatamente que esta vez la cosa iba en serio. ¡Colette me parecía muchísimo más extraña que todas mis demás accidentales compañeras de juego de Biarritz! No sé de qué modo llegué a adquirir la convicción de que ella era menos feliz que yo, menos querida. Un morado en su frágil y aterciopelado antebrazo provocó espantosas conjeturas.

—Da unos pellizcos peores que los de mamá —dijo, refiriéndose a un cangrejo.

Hice varios planes para salvarla de sus padres, que eran «des bourgeois de París», según oí que alguien le decía a mi madre con un ligero ademán despectivo. Yo interpreté el desdén a mi modo, pues sabía que la familia había venido desde París en su limusina azul y amarilla (una aventura que en aquellos tiempos estaba de moda) pero que habían enviado a Colette con el perro y la institutriz en un aburrido y vulgar tren de pasajeros. El perro era una hembra fox terriercon campanitas en el collar y unos cuartos traseros muy meneones. Sus entusiastas coletazos salpicaban a todo el mundo con el agua salada del cubito de Colette. Recuerdo el velero, el crepúsculo y el faro pintados en ese cubito, pero no me acuerdo del nombre del perro, y eso me fastidia.

Durante los dos meses de nuestra estancia en Biarritz, mi pasión por Colette casi superó mi pasión por Cleopatra. Como mis padres no ardían en deseos de conocer a los suyos, sólo la veía en la playa; pero pensaba constantemente en ella. Si notaba que había estado llorando, sentía una oleada de desesperada angustia que hacía que también a mí se me saltaran las lágrimas. No podía destruir los mosquitos que le habían dejado aquellas mordeduras en su delicado cuello, pero podía pelearme, y así lo hice, a puñetazos con un chico pelirrojo que la trató mal; gané yo. Ella acostumbraba a darme amables puñados de caramelos. Un día, cuando estábamos agachados mirando una estrella de mar, y los ricitos de Colette me hacían cosquillas en la oreja, se volvió de repente hacia mí y me besó en la mejilla. Sentí una emoción tan grande que lo único que se me ocurrió decirle fue:

—¡Serás pillastre!

Yo tenía una moneda de oro que suponía sería suficiente para financiar nuestra fuga. ¿A dónde quería llevarla? ¿A España? ¿A América? ¿A las montañas que hay al norte de Pau? «Là-bas, la-bas, dans la montagne», como le había oído cantar a Carmen en la ópera. Una noche extraña, me encontraba despierto, escuchando el recurrente y sordo golpear del océano y planeando nuestra huida. Parecía que el océano se elevase y avanzase a tientas en la oscuridad, para luego caer pesadamente de bruces.

Respecto a nuestra fuga real casi no puedo contar nada. Mi memoria conserva un vislumbre del momento en que ella se pone obedientemente unas alpargatas de lona con suela de esparto, al socaire de una aleteante tienda, mientras yo guardo un cazamariposas en una bolsa de papel pardo. El siguiente vislumbre corresponde al intento que hicimos de burlar a nuestros perseguidores entrando en la oscurísima sala de un cinema próximo al casino (que, naturalmente, estaba fuera de los límites prescritos). Nos sentamos allí, con las manos cogidas por encima del perro, que de vez en cuando tintineaba en el regazo de Colette, y nos proyectaron una espasmódica y lluviosa, pero emocionantísima, corrida de toros en San Sebastián. En mi vislumbre final aparezco yo mismo siendo conducido por el paseo por Linderovski. Sus largas piernas caminan con paso ominosamente ligero, y veo los músculos de su ominosamente apretada mandíbula tensándose bajo la prieta piel. El gafas de mí hermano, que tiene nueve años, y que va cogido de su otra mano, se adelanta trotando una y otra vez para asomarse y mirarme con espantada curiosidad, como una pequeña lechuza.

Entre los triviales recuerdos adquiridos en Biarritz antes de partir, mi preferido no era el torito de piedra negra ni la sonora concha sino otra cosa que ahora parece simbólica: un portaplumas de espuma de mar que llevaba como adorno una diminuta mirilla de cristal. Acercándola mucho al ojo, y cerrando bien fuerte el otro, en cuanto te librabas del reflejo de las pestañas podías contemplar en su interior una milagrosa vista fotográfica de la bahía, y el perfil de los acantilados con el faro en su extremo.

Y ahora ocurre una cosa deliciosa. El proceso de recreación de ese portaplumas y del microcosmos de su ojete anima a mi memoria a hacer un último esfuerzo. Intento de nuevo recordar el nombre del perro de Colette, y, triunfalmente, corriendo por esas remotas playas, por esas satinadas playas crepusculares del pasado en las que cada huella se va llenando lentamente con el agua del ocaso, se me acerca, se me acerca, repetido como un eco brillante: ¡Floss, Floss, Floss!

Colette ya estaba de regreso en París cuando nosotros nos detuvimos allí para permanecer un día antes de continuar nuestro viaje de regreso a casa; y allí, en un parque color cervato, bajo un cielo de fría tonalidad azul, la veo (creo que debido a un previo acuerdo entre nuestros mentores) por última vez. Ella llevaba un aro que conducía con un palito corto, y todo en su aspecto era extraordinariamente correcto y elegante, según una concepción otoñal, parisién, tenue-de-ville-pour-fillettes. Lo primero que hizo fue tomar de la mano de su institutriz, y deslizar en la de mi hermano, un regalo de despedida, una caja de almendras garapiñadas, destinadas, lo supe, únicamente para mí; y al instante se fue, dándole golpecitos a su reluciente aro por las sombras y las zonas iluminadas, dando vueltas y más vueltas a una fuente asfixiada bajo las hojas muertas, cerca de la cual yo permanecía. Las hojas se entremezclaban en mi memoria con la piel de sus zapatos y sus guantes, y había, me parece, algún detalle de su atavío (quizás una cinta en su gorra escocesa, o el dibujo de sus calcetines) que en aquel momento me recordó la espiral irisada de una canica de cristal. Todavía me parece estar sosteniendo ese jirón de iridiscencia sin saber en dónde encajarlo exactamente, mientras ella corre cada vez más aprisa con su aro y finalmente se desvanece por entre las tenues sombras proyectadas sobre el camino de gravilla por los arcos entrelazados de su baja cerca.




CAPITULO OCTAVO




1


Voy a pasar algunas transparencias, pero permítaseme que antes indique el dónde y el cuándo de la cuestión. Mi hermano y yo nacimos en San Petersburgo, capital de la Rusia Imperial, él a mitad de marzo de 1900, y yo once meses antes. Las institutrices inglesas y francesas que tuvimos en nuestra infancia fueron con el tiempo ayudadas, y finalmente suplantadas, por preceptores de lengua rusa, que en su mayor parte eran alumnos de la universidad de la capital. Esta época de los preceptores comenzó alrededor de 1906 y duró casi todo un decenio, superponiéndose, a partir de 1911, con nuestros años de la segunda enseñanza. Todos esos preceptores se alojaban con nosotros: en la casa de San Petersburgo durante el invierno, y el resto del tiempo en nuestra finca del campo, a setenta y cinco kilómetros de la ciudad, o en los centros extranjeros de reposo que solíamos visitar en otoño. Tres años fue lo máximo que necesité (en estas cosas, yo solía aventajar a mi hermano) para conseguir que, por agotamiento, estos tenaces jóvenes acabaran abandonándonos.

Se diría que, en la elección de nuestros preceptores, mi padre tuvo la ingeniosa idea de contratar en cada ocasión a un representante de una nueva clase o raza, a fin de exponernos a todos los vientos que barrían el imperio ruso. Dudo que fuera un plan completamente deliberado por su parte, pero volviendo la vista atrás me encuentro con un patrón curiosamente claro, y las imágenes de aquellos preceptores aparecen en el disco luminoso de la memoria como si se tratara de otras tantas proyecciones de la linterna mágica.

El admirable e inolvidable maestro de pueblo que en el verano de 1905 nos enseñó ortografía rusa venía sólo unas pocas horas al día y no está incluido por lo tanto en esta serie. Pero sirve para unir su punto de partida con su final, pues mi último recuerdo de él data de las vacaciones de Pascua de 1915, que mi hermano y yo pasamos con mi padre y un tal Volgin —el último y el peor de los preceptores– esquiando en los terrenos asfixiados de nieve que rodeaban nuestra finca, y bajo un cielo intenso, casi violeta. Nuestro viejo amigo nos invitó a sus habitaciones del edificio de la escuela, con aleros festoneados de carámbanos, para tomar lo que él llamó un tentempié; de hecho se trataba de un complejo y cariñosamente organizado almuerzo. Todavía puedo ver su rostro resplandeciente y el maravillosamente simulado júbilo con que mi padre dio la bienvenida a un plato (liebre asada en salsa amarga) que yo sabía que él detestaba. En la habitación hacía un calor insoportable. Mis botas de esquiar, que empezaron a deshelarse, resultaron no ser tan impermeables como se suponía. Mis ojos, que aún me escocían de tanto mirar la deslumbrante nieve, estaban empeñados en descifrar, en la pared más próxima a mí, un retrato de los llamados «tipográficos» de Tolstoy. Como la cola de la rata de cierta página de Alicia en el País de las Maravillas, estaba completamente formado por letra impresa. Todo un relato de Tolstoy («Amo y siervo») había sido utilizado para formar la barbuda cara de su autor, a la que, por cierto, se parecían un poco los rasgos de nuestro anfitrión. Estábamos a punto de atacar la desafortunada liebre, cuando se abrió de golpe la puerta y Hristofor, un lacayo de nariz azulada envuelto en un chal de lana, entró de lado, con una sonrisa imbécil, una enorme cesta de comida rebosante de viandas y vinos que, con gran falta de tacto, mi abuela (que pasaba el invierno en Batovo) había creído necesario enviarnos, por si las provisiones del maestro resultaban insuficientes. Antes de que nuestro anfitrión tuviera tiempo de sentirse ofendido, mi padre hizo devolver el cesto sin abrirlo, con una breve nota que seguramente dejó desconcertada a la bienintencionada anciana, tal como solía ocurrir con casi todo lo que hacía mi padre. Envuelta en un batín de seda y con guantes de tul, no tanto ser vivo como mueble de época, la abuela se pasaba la mayor parte del tiempo tendida en un diván, agitando un abanico de marfil. Siempre tenía a su alcance una caja de boules de gomme, o un vaso de leche de almendras, así como un espejito de mano, pues solía empolvarse la cara una y otra vez, cada hora aproximadamente, con una gran borla rosa, y el pequeño lunar de su pómulo despuntaba por encima de toda esa cantidad de harina, como una pasa de Corinto. A pesar de lo lánguido que era su aspecto corriente, seguía siendo una mujer de extraordinaria resistencia física y se empeñaba en dormir todo el año junto a una ventana abierta. Una mañana, después de una ventisca que se había prolongado toda la noche, su doncella la encontró bajo una capa de nieve centelleante que había cubierto toda su cama, sin turbar el saludable placer de su sueño. Si amaba a alguien, ese alguien era solamente su hija menor, Nadezheda Vonlyarlyarski, y fue por complacerla a ella por lo que vendió Batovo en 1916, en una operación que no benefició a nadie en aquella crepuscular marea baja de la historia imperial. Se quejó ante todos nuestros parientes de las fuerzas oscuras que sedujeron a su dotado hijo hasta arrastrarle a despreciar el tipo de carrera «brillante» al servicio del Zar que todos sus antepasados habían seguido. Lo que más le costaba comprender era que mi padre, que, como bien sabía ella, apreciaba plenamente todos los placeres de la riqueza, pudiese jugarse su disfrute convirtiéndose en un liberal, y contribuyendo de este modo a provocar una revolución que, a la larga, tal como ella supo prever correctamente, le dejaría muy empobrecido.



2


Nuestro profesor de ortografía era hijo de un carpintero. En la sesión de linterna mágica que ahora empieza, mi primera transparencia muestra a un joven al que llamábamos Ordo, y que era el ilustrado hijo de un diácono ortodoxo griego. Para sus paseos con mi hermano y conmigo del frío verano de 1907 solía ponerse una byroniana capa negra cerrada con un broche de plata en forma de S. En la espesura de los bosques de Batovo, cerca de un riachuelo donde contaban que solía aparecerse el fantasma de un ahorcado, Ordo nos hacía una representación notablemente sacrílega y chiflada que, cada vez que pasábamos por allí, mi hermano y yo pedíamos por aclamación que repitiera. Dejando caer la cabeza, y haciendo aletear su capa de manera horripilante y vampírica, se ponía a dar brincos junto a un álamo de lúgubre aspecto. Una húmeda mañana, y en el curso de este ritual, perdió su pitillera, y mientras le ayudábamos a buscarla descubrí dos especímenes recién aparecidos de la esfinge del Amur, una mariposa nocturna rara en esa región —son unos adorables, aterciopelados seres de color gris morado—, dedicándose tranquilamente a la copulación, agarradas con sus patas forradas de chinchilla a la hierba del pie de un árbol. En otoño de ese mismo año, Ordo nos acompañó a Biarritz, y algunas semanas después partió con notable brusquedad, dejándose un regalo que le habíamos hecho, una maquinilla de afeitar Gillette, sobre su almohada, junto a una nota prendida con un alfiler. Sólo raras veces me ocurre que no sepa del todo si un recuerdo es mío o me ha llegado de segunda mano, pero en este caso vacilo, especialmente debido a que, mucho más tarde, mi madre, en sus días reminiscentes, solía hacer divertidas referencias a la llama que sin ella saberlo había encendido. Me parece recordar unas puertas abiertas de par en par hacia un salón, y allí en medio, en el suelo, Ordo, nuestro Ordo, puesto de rodillas y retorciéndose las manos delante de mi joven, bella y pasmada madre. El hecho de que me parezca ver, por el rabillo del ojo de mi mente, las ondulaciones de una capa romántica sobre los hombros estremecidos de Ordo, hace pensar que transferí algún elemento de esa anterior danza del bosque a la desdibujada habitación de nuestro apartamento de Biarritz (bajo cuyas ventanas, en un sector de la plaza cercado por unas cuerdas, un aeronauta de aquella localidad, Sigismond Lejoyeux, estaba hinchando un enorme globo color natillas).

Luego tuvimos a un ucraniano, un exuberante matemático de bigote moreno y centelleante sonrisa. Pasó parte del invierno 1907-1908 con nosotros. También él tenía sus habilidades, entre las cuales me resultó especialmente atractivo un número de malabarismo en el que hacía desaparecer una moneda. Una moneda, colocada sobre una hoja de papel, desaparece después de haber sido tapada por un vaso. Tómese un vaso corriente. Péguese cuidadosamente sobre su boca un pedazo redondo de papel. El papel debe ser rayado (o bien pautado); esto servirá para realzar el efecto. Coloqúese una moneda pequeña (una de veinte kopecs, de las plateadas, irá la mar de bien) sobre una hoja con el mismo rayado o pautado. Con un rápido ademán, coloqúese el vaso sobre la moneda, cuidando que encajen los rayados. La coincidencia de dibujos es una de las maravillas de la naturaleza. Las maravillas de la naturaleza ya empezaban a impresionarme a esa temprana edad. Durante uno de sus domingos libres, el pobre mago se desplomó en la calle y fue arrojado por la policía a una fría celda con una docena de borrachos. De hecho, padecía una afección cardíaca de la que murió pocos años después.

La siguiente foto parece que esté proyectada del revés en la pantalla. Muestra a nuestro siguiente preceptor haciendo la vertical. Era un enorme y formidablemente atlético letón, que caminaba sobre las palmas de sus manos, levantaba grandes pesos, hacía malabarismos con las pesas y era capaz de, en un santiamén, empapar toda una habitación del tufo a sudor de una guarnición entera. Cuando creía que tenía que castigarme por algún delito de menor cuantía (recuerdo, por ejemplo, haber soltado la canica de un niño desde un rellano alto de modo que cayera sobre su cabeza, atractiva y de aspecto consistente, cuando él estaba bajando la escalera), adoptaba la notablemente pedagógica medida de sugerirme que él y yo nos pusiéramos los guantes de boxeo para cruzar unos cuantos golpes. El solía alcanzarme la cara con hiriente precisión. Aunque yo prefería esto a que se me acalambrara la mano con los castigos inventados por Mademoiselle (por ejemplo, copiar doscientas veces el proverbio Qui aime bien, châtie bien), no eché de menos a aquel buen hombre cuando, al término de un tormentoso mes, nos dejó.

Después tuvimos a un polaco. Era un guapo estudiante de medicina, de húmedos ojos castaños y pulcro y lustroso pelo, que se parecía bastante a Max Linder, el popular actor cómico de cine. Max duró de 1908 a 1910 y conquistó mi admiración un día de invierno en San Petersburgo, con motivo de una repentina conmoción que vino a interrumpir nuestro paseo cotidiano de las mañanas. Unos cosacos armados con látigos y de expresiones feroces e imbéciles azuzaban a sus caracoleantes y encolerizados caballos contra una excitada muchedumbre. Había montones de gorras y al menos tres chanclos esparcidos como manchas negras por la nieve. Durante un momento pareció que uno de los cosacos se dirigiera hacia nosotros, y vi que Max empezaba a sacar de uno de sus bolsillos una pequeña automática de la que a partir de entonces me enamoré; afortunadamente, sin embargo, el alboroto se calmó. Nos llevó un par de veces a ver a su hermano, un demacrado sacerdote católico de gran distinción cuyas pálidas manos planeaban distraídamente sobre nuestras cabezas ortodoxas griegas, mientras él y Max discutían asuntos políticos o familiares con un río de sibilantes palabras polacas. Puedo visualizar a mi padre celebrando un día de verano en el campo un concurso de puntería con Max: acribillando de balas de pistola un herrumbroso cartel de VEDADO que había en nuestros bosques. Este agradable Max era un tipo vigoroso, y por esta razón yo solía llevarme una gran sorpresa cuando se quejaba de sus jaquecas y se negaba lánguidamente a venir conmigo a jugar un rato al balón o a darnos una zambullida en el río. Ahora sé que aquel verano era amante de una mujer cuya finca se encontraba a algo más de quince kilómetros de distancia. En los momentos más inesperados del día, Max se escabullía para ir a la perrera donde nuestros perros guardianes permanecían encadenados, para darles comida y jugar con ellos. Los soltaban a las once de la noche para que rondaran en torno a la casa, y él tenía que enfrentarse con ellos en plena oscuridad cuando salía a buscar entre los matorrales una bicicleta provista de todos los accesorios —timbre, mancha, bolsa de cuero con sus herramientas, y hasta las pinzas para los pantalones– que le había preparado en secreto un aliado suyo, el criado polaco de mi padre. Enfangados caminos con roderas e irregulares pistas de bosque conducían al impaciente Max hacia el remoto lugar de la cita, que era una cabaña de cazador, de acuerdo con la gran tradición del adulterio elegante. La helada neblina del amanecer y cuatro grandes daneses de breve memoria le veían regresar en bicicleta, y a las ocho de la mañana comenzaba un nuevo día. Me pregunto si no sintió cierto alivio cuando, en otoño de ese mismo año (1909), abandonó el escenario de sus hazañas nocturnas para acompañarnos en nuestro segundo viaje a Biarritz. Piadosa y penitentemente, se tomó un par de días libres para visitar Lourdes en compañía de la bonita y cachonda irlandesa que era la institutriz de Colette, mi preferida de entre todas mis compañeras de juego en la plage. Max nos abandonó al año siguiente, para trabajar en el departamento de rayos X de un hospital de San Petersburgo, y posteriormente, entre las dos guerras mundiales, llegó a ser, según tengo entendido, un médico bastante famoso en Polonia.

Tras el católico tuvimos a un protestante, un luterano de extracción judía. Aquí tendrá que figurar con el nombre de Lenski. Mi hermano y yo fuimos con él, a finales de 1910, a Alemania, y después de nuestro regreso en enero del año siguiente, y de que empezáramos a ir a colegio en San Petersburgo, Lenski se quedó unos tres años más para ayudarnos a hacer los deberes. Fue durante su reinado cuando Mademoiselle, que había estado con nosotros desde el invierno de 1905, abandonó su lucha contra los moscovitas que se entrometían en su mundo, y regresó a Lausana. Lenski había nacido en la pobreza y le gustaba recordar que entre la fecha de su graduación en el Gymnasium de su ciudad de origen, en el Mar Negro, y el momento de su ingreso en la Universidad de San Petersburgo, se había ganado la vida adornando con luminosas marinas piedras que cogía en la playa de guijarros, para después venderlas como pisapapeles. Tenía un rostro ovalado y sonrosado, pestañas cortas, unos ojos curiosamente desnudos que ocultaba tras un pince-nezsin aros, y una cabeza afeitada de color azul pálido. Inmediatamente descubrimos tres de sus características: era un excelente maestro; carecía por completo de sentido del humor; y, a diferencia de nuestros anteriores preceptores, necesitaba que le defendiéramos. La seguridad que sentía mientras nuestros padres rondaban por casa podía quedar hecha añicos durante sus ausencias, a causa de las pullas de nuestras tías. Para ellas, los feroces escritos de mi padre contra los pogromsy otras actuaciones gubernamentales no eran sino caprichos de un noble rebelde, y a menudo yo acertaba a escucharlas cuando comentaban horrorizadas los orígenes de Lenski así como los «lunáticos experimentos» de mi padre. Después de ocasiones como ésta, yo me mostraba muy maleducado con ellas y luego estallaba en ardientes lágrimas en la reclusión de un water closet. Y no es que Lenski me gustara especialmente. Me resultaban en cierto modo irritantes su voz seca, su excesiva meticulosidad, su manía de limpiarse continuamente las gafas con un trapo especial o de cortarse las uñas con un instrumento moderno, su forma pedantemente correcta de expresarse y, quizá sobre todo, su extravagante costumbre matutina de encaminarse (en apariencia nada más levantarse de la cama, pero ya calzado, con los pantalones puestos y sus rojos tirantes colgándole detrás, y con una extraña camiseta como de malla cubriendo su rollizo y velloso torso) al grifo más cercano para limitar una vez allí sus abluciones a un completo remojo de su sonrosado rostro, su azul cuero cabelludo y su grueso cuello, seguido de un vigorosamente ruso sonarse las narices, tras lo cual se encaminaba, con los mismos pasos determinados, pero ahora goteante y cegato, a su dormitorio, donde guardaba en un lugar secreto tres sacrosantas toallas (por cierto, era tan terriblemente brezgliv, en el intraducibie sentido ruso de la expresión, que se lavaba las manos cada vez que había tocado billetes de banco o pasamanos).

Se quejaba ante mi madre de que Sergey y yo fuéramos unos niños extranjeros, caprichosos, currutacos, snob'i, y «patológicamente indiferentes», como decía él, a Goncharov, Grigorovich, Korolenko, Stanyukovich, Mamin-Sibiryak, y otros estupefacientes palizas (comparables a los «autores regionales» norteamericanos) cuyas obras, según él, «cautivaban a los niños normales». Para mi oscuro fastidio, aconsejó a mis padres que hicieran que sus dos hijos —los tres más pequeños no entraban en su jurisdicción– vivieran de una forma más democrática, lo cual significaba, por ejemplo, abandonar en Berlín el Hotel Adlon para alojarnos en un enorme apartamento de una tenebrosa pensión situada en una calle carente de animación, y tomar, en lugar de los enmoquetados expresos internacionales, los bamboleantes y traqueteantes Schnelhugs, con sus pisos repugnantemente sucios y su olor rancio a cigarro puro. Tanto en las ciudades del extranjero como en San Petersburgo, se quedaba congelado ante las tiendas, maravillado ante cosas que a nosotros nos dejaban del todo indiferentes. Estaba pendiente de casarse, sólo contaba con su sueldo, y planeaba su futuro hogar con el mayor ingenio y detalle. De vez en cuando, ciertos impulsos incontenibles malograban sus cálculos. Un día se fijó en una empapada bruja que se relamía contemplando el sombrero adornado de plumas carmesíes del escaparate de una tienda de sombreros para señoras, y decidió comprarlo y regalárselo, y luego se lo pasó muy mal tratando de librarse de ella. En las adquisiciones propias intentaba actuar con la mayor prudencia. Mi hermano y yo habíamos escuchado pacientemente las detalladas ensoñaciones con que analizaba cada rincón del hogareño pero frugal apartamento que preparaba mentalmente para su esposa y para él. A veces su fantasía remontaba el vuelo. Una vez se posó en una cara lámpara que vio en Alexandre, un comercio de San Petersburgo que vendía bric-a-bractan burgueses como espantosos. Como no quería que los dependientes supieran cuál era el artículo que codiciaba, Lenski dijo que sólo nos llevaría a verlo si le jurábamos dominarnos y no llamar una innecesaria atención mirando directamente su lámpara. Con toda clase de precauciones, nos colocó debajo de un espantoso pulpo de bronce, y su única señal de que éste era el ansiado artículo fue un ronroneante suspiro. Utilizó las mismas precauciones —caminando de puntillas y hablando en susurros, a fin de no despertar al monstruo del destino (que, al parecer, Lenski creía que sentía cierto rencor personal contra él)– cuando nos presentó a su prometida, una joven dama bajita y graciosa con ojos de gacela asustada, y oculta tras un velo negro con aroma de violetas frescas. La conocimos, lo recuerdo, cerca de una farmacia, en la esquina de Potsdamerstrasse y Privatstrasse, una calleja alfombrada de hojas muertas, la misma en la que estaba situada nuestra pensión, y él nos apremió a que mantuviéramos en secreto ante nuestros padres la presencia de su novia en Berlín, y entretanto un maniquí mecánico de la farmacia imitaba los movimientos de un hombre que se está afeitando, y rechinaban los tranvías al pasar, y empezaba a nevar.



3


Ahora ya estamos preparados para enfrentarnos al tema principal de este capítulo. En algún momento del invierno siguiente, Lenski tuvo la horrible idea de llevar a cabo, en domingos alternos, Proyecciones Educativas de Linterna Mágica en nuestra casa de San Petersburgo. Por medio de ellas se proponía ilustrar («profusamente», según dijo chasqueando los labios) lecturas instructivas ante un grupo que él estaba convencido que estaría formado por chicos y chicas que, en trance, compartirían aquella experiencia tan memorable. Aparte de aumentar nuestra información, creía él, aquellas sesiones permitirían que mi hermano y yo nos convirtiéramos en unas personillas muy sociables. Utilizándonos a nosotros como núcleo, acumuló en torno a este hosco centro varias capas de involuntarios participantes —los primos de nuestra edad que estuvieran casualmente a mano, varios muchachos con los que cada invierno nos reuníamos en más o menos tediosas fiestas, algunos compañeros nuestros de curso (que eran extraordinariamente callados pero que, ay, tomaban nota de hasta las más pequeñas minucias), y los hijos de los criados. Como mi madre, amable y optimista, le dejó actuar a su completo antojo, Lenskí alquiló un complicado aparato y contrató a un universitario de aspecto abatido para que lo manipulase; ahora comprendo que Lenski intentaba, entre otras cosas, ayudar a un camarada pobre.

Jamás olvidaré aquella primera lectura. Lenski había elegido un poema narrativo de Lermontov que trataba de las aventuras de un joven monje que abandonó su retiro caucasiano para errar por los montes. Como suele ocurrir con Lermontov, el poema era una combinación de afirmaciones pedestres con maravillosos efectos delicuescentemente fantásticos. Era bastante largo, y sus setecientos cincuenta monótonos versos fueron generosamente distribuidos por Lenski entre un total de cuatro transparencias (yo había estropeado con mi torpeza la quinta antes de la proyección).

Para evitar el riesgo de incendio, se había elegido para el espectáculo una obsoleta habitación de niños en una de cuyas esquinas se encontraba un calentador de agua vertical, pintado de un tono castaño broncíneo, y una bañera de patas afiligranadas que, para ese acontecimiento, había sido castamente escondida bajo una sábana. Las corridas cortinas de la ventana nos impedían ver el patio de abajo, sus montones de troncos de abedul, y las paredes amarillas de un sombrío anexo en el que se encontraban las caballerizas (parte de las cuales habían sido transformadas en un garaje para dos automóviles). Aunque un viejo armario y un par de baúles habían sido expulsados de allí, esta deprimente habitación trasera, con la linterna mágica instalada en uno de sus extremos y una serie de filas transversales de sillas, cojines y banquetas dispuestas para una veintena de espectadores (entre los que estaban incluidos la prometida de Lenski, y tres o cuatro institutrices, además de nuestra propia Mademoiselle y Miss Greenwood), parecía atestada y sofocante. A mi izquierda, una de mis más inquietas primas, una nebulosa rubita de once años más o menos, con el cabello a lo Alicia en el País de las Maravillas y la tez sonrosada como una concha, permanecía sentada tan cerca de mí que yo notaba el roce del delgado hueso de su cadera contra el mío cada vez que se agitaba en su asiento, se tocaba algún rizo o pasaba el dorso de su mano por entre su perfumado pelo y la nuca, o hacía entrechocar sus rodillas bajo la susurrante seda de las enaguas amarillas que asomaban bajo el encaje de su vestido. A mi derecha estaba el hijo del criado polaco de mi padre, un niño absolutamente inmóvil con traje de marinero; tenía un asombroso parecido con el Zarevich y, debido a una coincidencia más notable incluso, padecía la misma y trágica enfermedad —hemofilia– que él, de modo que, varias veces al año, un carruaje de la corte traía a un famoso médico a nuestra casa y se quedaba esperando durante muchísimo rato bajo la lenta nieve sesgada, y si elegías uno de los grises copos más grandes y mantenías la vista fija en él a medida que iba descendiendo (al otro lado de la ventana del mirador donde yo me instalaba), llegabas a discernir su forma, tosca e irregular, y también su oscilación en pleno vuelo, y acababas sintiéndote aburrido y mareado, mareado y aburrido.


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