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Habla memoria
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Автор книги: Владимир Набоков



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Como mi memoria vaciló un momento en el umbral de la última estrofa, en donde había probado tantas palabras iniciales que la por fin fue elegida quedaba parcialmente camuflada por una impresionante colección de entradas falsas, oí que mi madre inspiraba entrecortadamente. Por fin terminé de recitar y la miré. Estaba sonriendo en éxtasis a través de las lágrimas que le corrían por las mejillas.

—Qué maravilloso, qué bonito —dijo, y con la ternura de su sonrisa cobrando aún fuerza, me pasó un espejito manual para que pudiese ver la mancha de sangre que tenía en el lugar de mi pómulo donde, en cierto momento indeterminado, había aplastado a un voraz mosquito mediante el acto inconsciente de apoyar la mejilla en el puño. Pero vi más cosas. Observando mis propios ojos, tuve la escandalizadora sensación de no encontrar más que los restos de mi yo corriente, retazos y material sobrante de una identidad evaporada cuya reconstrucción en el espejo le exigió a mi razón un verdadero esfuerzo.




CAPITULO DUODÉCIMO




1


Cuando conocí a Tamara —por darle un nombre que concuerde con su nombre real– ella tenía quince años, y yo uno más. El lugar era la accidentada pero bonita región (negros abetos, blancos abedules, turberas, henares y baldíos) que se encuentra justo al sur de San Petersburgo. Una guerra lejana continuaba acercándose poco a poco. Dos años después, ese trillado deus ex machinaque fue la Revolución Rusa, hizo que me alejase de ese inolvidable escenario. De hecho, ya entonces, en julio de 1915, ciertos borrosos agüeros y retumbos entre bastidores, y el cálido aliento de fabulosos cataclismos, estaban afectando a la llamada escuela «simbolista» de la poesía rusa, sobre todo a los versos de Alexander Blok.

Durante el comienzo de ese verano y a todo lo largo del anterior, el nombre de Tamara había estado aflorando (con esa fingida ingenuidad que suele adoptar el Destino, cuando va en serio) aquí y allá en nuestra finca (Prohibido el paso) y en las tierras que mi tío poseía (Estrictamente prohibido el paso) al otro lado del Oredezh. Lo encontraba escrito con un palo en la arena rojiza de alguna de las avenidas del parque, o a lápiz en un enjalbegado portillo, o recién grabado a navaja (pero sin terminar) en la madera de algún viejo banco, como si la Madre Naturaleza me estuviese dando misteriosos avisos de la existencia de Tamara. Aquella silenciosa tarde de julio en la que la encontré completamente quieta (sólo se movían sus ojos) en una arboleda de abedules, pareció que Tamara hubiese surgido allí por generación espontánea, entre aquellos árboles vigilantes, con la silenciosa cabalidad de una manifestación mitológica.

Mató de un manotazo el tábano cuyo aterrizaje había estado esperando, y procedió luego a alcanzar a las otras dos chicas, menos bonitas, que la estaban llamando. Más tarde, desde una cota elevada sobre el río, las vi cruzar el puente, golpeteando el piso con sus ágiles tacones altos, las tres con las manos metidas en los bolsillos de sus americanas azul marino y, por culpa de los tábanos, agitando de vez en cuando sus encintadas y floridas cabezas. Muy pronto encontré la pista de Tamara, que ocupaba con su familia una modesta dachka(casita de veraneo) de alquiler en el pueblo. Yo me iba a caballo o en bicicleta hasta cerca de allí, y con la repentina sensación de un fogonazo deslumbrante (tras el cual mi corazón necesitaba un buen rato para regresar del sitio a donde había ido a parar) me cruzaba con Tamara en una u otra de las abiertas curvas de la carretera. La Madre Naturaleza eliminó primero a una de sus amigas, y luego a la otra, pero sólo en agosto, el 9 de agosto de 1915, para ser petrárquicamente exacto, a las cuatro y media de la más bella tarde de aquella estación, y en el pabellón de irisados ventanales donde yo había visto entrar a mi intrusa, sólo entonces reuní el valor suficiente como para dirigirle la palabra.

Vista a través de los cuidadosamente limpiados lentes del tiempo, la belleza de su rostro resulta tan próxima y brillante como siempre. Era baja y estaba un tanto llenita, pero era muy airosa gracias a sus delgados tobillos y su flexible cintura. Una gota de sangre tártara o circasiana podía explicar la leve inclinación de sus alegres ojos oscuros y el tono moreno de sus frescas mejillas. Una leve pelusa, comparable a la que se encuentra en las frutas del grupo de las almendras, forraba su perfil de un fino borde de irradiación. Acusaba a su pelo castaño intenso de ser indomable y tiránico, y amenazaba con cortárselo a lo garçon, y así lo hizo un año más tarde, pero yo siempre lo recuerdo tal como lo vi por primera vez, fieramente trenzado en una gruesa cola recogida y sujeta por su extremo a la parte posterior de la cabeza con un gran lazo de seda negra. Su encantador cuello estaba siempre desnudo, incluso durante los inviernos de San Petersburgo, pues había conseguido que la autorizasen a renunciar al tieso cuello de los uniformes que llevaban las colegialas rusas. Cada vez que articulaba algún comentario gracioso o hacía tintenear algún verso de su amplio surtido de poesía menor, dilataba las aletas de la nariz de la forma más seductora, y soltaba un alegre bufido. De todos modos, yo no estaba nunca seguro de si hablaba o no en serio. El ondear de su siempre predispuesta risa, su rápida forma de hablar, el retumbar de su r, muy uvular, el brillo tierno y húmedo de su párpado inferior, y, ciertamente, todas sus características, me parecían igualmente fascinantes, pero, fuera por la razón que fuese, en lugar de pregonar su carácter tendían a formar un brillante velo en el que me enredaba cada vez que intentaba averiguar alguna cosa nueva acerca de ella. Cuando yo le decía que nos casaríamos a finales de 1917, en cuanto terminara mi último curso en la escuela, ella, tranquilamente, me llamaba loco. Visualicé su casa, pero sólo de forma vaga. El primer apellido y el patronímico de su madre (que eran todo lo que yo conocía de esa mujer) sonaban a familia de comerciantes o de clérigos. Su padre, que, según deduje, apenas se interesaba por su familia, era administrador de una gran finca situada en algún lugar del sur.

Aquel año el otoño se presentó pronto. Capas de hojas caídas se amontonaban hasta la altura de los tobillos a finales de agosto. Negroaterciopeladas antíopes de bordes cremosos navegaban por los claros. El preceptor a cuyos inconstantes cuidados habíamos sido confiados mi hermano y yo aquella época solía ocultarse entre los matorrales para espiarnos a Tamara y a mí con ayuda de un telescopio viejo que encontró en el desván; pero también el mirón fue a su vez observado por el anciano jardinero de mi tío, aquel Apostoloski de roja nariz (por cierto, gran volteador de escardadoras) que tuvo la amabilidad de contárselo a mi madre. Ella no toleraba los fisgones, y además (aunque jamás le hablé de Tamara) sabía todo lo que podía interesarle de mis amoríos gracias a los poemas que yo le recitaba con espíritu de laudable objetividad, y que ella copiaba cariñosamente en un álbum especial. Mi padre estaba lejos, con su regimiento; y se creyó en el deber, después de haber conocido todo aquel material, de hacerme algunas preguntas notablemente incómodas cuando un mes más tarde regresó del frente; en cambio, la pureza de corazón de mi madre la había impulsado, y seguiría impulsándola, a superar esas dificultades y otras incluso más graves. Ella se limitó a sacudir la cabeza como dudando, pero de forma no carente de ternura, y a decirle al mayordomo que dejara cada noche en la terraza un poco de fruta para mí.

Llevé a mi adorable muchacha a todos aquellos rincones secretos de los bosques en donde había soñado despierto que la encontraba, que la creaba. Hubo cierto pinar en donde todo encajó en su sitio, aparté el tejido de fantasía, y saboreé la realidad. Como aquel año mi tío estaba ausente, podíamos también errar libremente por su enorme y denso parque bicentenario, con sus tullidos clásicos de piedra manchada de verde en la avenida principal, y aquellos senderos laberínticos que irradiaban a partir de una fuente central. Caminamos balanceando nuestras manos entrelazadas, a la manera campesina. Le di unas dalias que cogí a la orilla del paseo engravillado, bajo la mirada lejana y benóvola del viejo Priapostolski. Nos sentíamos menos seguros cuando nos veíamos en casa, o cerca de casa, o en el puente del pueblo. Recuerdo los toscos graffiti que unieron nuestros nombres de pila, con extraños diminutivos, en cierta puerta blanca, y también, alejado de ese pueblerino y estúpido garabateo, el adagio: «La Prudencia es amiga de la Pasión», escrito con una caligrafía erizada que me resulta muy familiar. Una vez, a la hora del ocaso, cerca del río anaranjado y negro, un joven dachnik(veraneante) que llevaba una fusta en la mano la saludó con una inclinación al pasar junto a nosotros; ella se sonrojó como una chica de novela pero lo único que dijo, con una animada e irónica sonrisa, fue que aquel joven no había montado a caballo en su vida. Y en otra ocasión, cuando emergíamos de una curva de la carretera, mis dos hermanas pequeñas, impulsadas por su tremenda curiosidad, estuvieron a punto de caerse del rojo «torpedo» familiar cuando éste tomó bruscamente el viraje, camino del puente.

En los atardeceres oscuros y lluviosos yo acostumbraba a cargar el faro de mi bicicleta con mágicos pedazos de carburo cálcico, encendía una cerilla a cubierto del viento racheado y, tras aprisionar una llama blanca en el cristal, pedaleaba cautelosamente en dirección a las tinieblas. El círculo de luz que proyectaba mi faro captaba el húmedo y suave lomo del camino en la zona que mediaba entre su sistema de charcos centrales y la alta hierba de la cuneta. Como un fantasma tambaleante, el pálido rayo serpenteaba por un terraplén arcilloso en la curva donde comenzaba la pendiente que bajaba al río. Al otro lado del puente el camino volvía a ascender para desembocar en la carretera Rozhestveno-Luga, y justo en ese cruce empezaba un empinado sendero orlado de jazmines, y entonces tenía que desmontar y empujar mi bicicleta. Cuando llegaba a lo alto, mi lívida luz mariposeaba de un extremo a otro de los seis pilares blancos del pórtico de la parte trasera de la muda y ruinosa casa solariega de mi tío, tan muda y ruinosa como debe de encontrarse hoy en día, medio siglo después. Allí, en una esquina de esos soportales, en el mismo lugar desde donde había ido siguiendo el zigzagueo de mi luz ascendente, Tamara me esperaba, asomada a la ancha balaustrada y apoyada de espaldas en una de las columnas. Yo apagaba el faro y me acercaba tanteando hacia ella. Aquí siente uno el impulso de hablar con más elocuencia, de estas cosas y de otras muchas que siempre confiamos en que sobrevivan a su cautividad en el zoo de las palabras, pero los antiguos tilos que se amontonan junto a la casa ahogan con sus crujidos y rumores en la agitada noche el monólogo de Mnemosina. Luego cedían sus gemidos. La lluvia goteaba a un lado del porche, un chaparroncito entrometido comenzaba a gorgotear regularmente. A veces, algún rumor adicional, al turbar el ritmo del agua en las hojas, hacía que Tamara volviese la cabeza hacia una pisada imaginaria, y entonces, en la leve luminosidad —que se eleva ahora en mi memoria pese a toda esa lluvia– del momento, lograba distinguir el perfil de su rostro; pero no había nada ni nadie que temer, y enseguida soltaba suavemente el aliento que había contenido durante un instante, y sus ojos volvían a cerrarse.



2


Con la llegada del invierno nuestro imprudente romance se trasplantaba al sombrío San Petersburgo. Nos encontrábamos horriblemente desprovistos de la silvestre seguridad a la que nos habíamos acostumbrado. Los hoteles de reputación lo suficientemente mala como para admitirnos se encontraban más allá de los límites de nuestra osadía, y la gran época de los amores aparcados aún estaba lejos. El secreto que tanto placer supuso en el campo se convirtió ahora en una carga pesada, pero ninguno de los dos quería ni siquiera pensar en la posibilidad de vernos en casa de ella o en la mía, en presencia de una carabina. En consecuencia, nos vimos obligados a andar por la ciudad (ella, con su abriguito de piel gris; yo, con polainas blancas y cuello de karakul, con un puño de hierro en mi aterciopelado bolsillo), y esta búsqueda permanente de algún tipo de refugio produjo un extraño sentimiento de desamparo, que, a su vez, anunciaba otros vagabundeos, muy posteriores y más solitarios.

Nos saltábamos las clases: no recuerdo el método de Tamara; el mío consistía en convencer a uno u otro de los chóferes para que me dejara en tal o cual esquina, camino de colegio (los dos eran buena gente y de hecho se negaron a aceptar el oro que les ofrecía: monedas de cinco rublos que llegaban del banco en apetitosas salchichas de diez o veinte monedas muy brillantes, que ahora puedo recordar de forma estética gracias a que mi orgullosa pobreza de emigrante ya forma parte del pasado). Tampoco me ponía obstáculos nuestro maravilloso y eminentemente sobornable Ustin, que atendía el teléfono en la planta baja; éste tenía el número 24-43, dvaátsat' chefire sorok tú; siempre contestaba que me dolía la garganta. Me pregunto ahora, por cierto, qué pasaría si se me ocurriese poner en este momento una conferencia desde mi escritorio. ¿Me dirían que no contesta? ¿Que no existe ese número? ¿Que no existe ese país? ¿O saldría la voz de Ustin diciendo «moyo pochtenietse!» (forma en diminutivo del saludo respetuoso)? Al fin y al cabo, hay casos conocidos de eslavos y kurdos cuya edad supera los ciento cincuenta años. El teléfono que tenía mi padre en su despacho (584-51) no aparecía en el listín, y los intentos que hizo el profesor de mi clase por averiguar la verdad acerca de mi mala salud jamás obtuvieron éxito alguno, a pesar de que a veces llegué a faltar tres días seguidos.

Caminábamos bajo las blancas puntillas de las escarchadas avenidas de los parques públicos. Nos sentábamos muy juntos en fríos bancos, tras haber retirado antes su capa de limpia nieve, y no sin antes librarnos de nuestros mitones con incrustaciones de nieve. Frecuentábamos los museos. Estaban soñolientos y desiertos aquellas mañanas de días laborables, y tenían buena calefacción, sobre todo en contraste con la neblina glacial y el rojo sol que, como una luna sonrojada, colgaba en sus ventanas orientales. Una vez allí buscábamos tranquilas salas apartadas, con trilladas escenas mitológicas que nadie iba a mirar, o con grabados, medallas, muestras paleográficas, la Historia de la Imprenta, todo lo que fuese de poco valor. Nuestro mejor hallazgo, en mi opinión, fue una habitacioncita en la que se guardaban escobas y escaleras; pero un montón de marcos sin lienzo que de repente empezó a resbalar y caer en la oscuridad llamó la atención de un inquisitivo amante de las bellas artes, y tuvimos que huir. El Hermitage, el Louvre de San Petersburgo, ofrecía magníficos escondrijos, sobre todo en cierta sala de la planta baja, entre vitrinas de escarabajos, detrás del sarcófago de Nana, sacerdotisa de Ptah. En el Museo Ruso del Emperador Alejandro III, dos salas (las número 30 y 31, en la esquina nororiental), que albergaban unos cuadros repelentemente académicos de Shishkin («El claro de un bosque de pinos») y de Harlamov («Cabeza de muchacha gitana»), proporcionaban cierta intimidad gracias a la presencia de unos altos estantes con dibujos, hasta que un malhablado veterano de la campaña de Turquía nos amenazó con avisar a la policía. De modo que, una vez graduados en estos grandes museos, pasamos a otros más pequeños, como el Suvorov, por ejemplo, en donde había una habitación muy silenciosa, atestada de armaduras y tapices antiguos, y rasgados estandartes de seda, así como varios maniquíes con botas altas, peluca, y verde uniforme, que nos vigilaban en posición de firmes. Pero adondequiera que fuésemos, tras unas pocas visitas, siempre aparecía uno u otro cano y legañoso empleado de silencioso paso que recelaba de nosotros, y nos veíamos obligados a conducir a otro lugar nuestro furtivo frenesí: al Museo Pedagógico, al Museo de Carruajes de la Corte, o a un diminuto museo de mapas antiguos que ni siquiera aparece en las guías turísticas, y luego otra vez a la fría intemperie, a algún ancho paseo de alta verja y leones verdes, al estilizado paisaje nevado del «Mundo Artístico», Mir hkusstva—Dobuzhinski, Alexandre Benois– que tanto apreciaba yo en aquellos tiempos.

A media tarde nos sentábamos en la última fila de uno de los dos cines (el Parisiana y el Piccadilly) de la Avenida Nevski. El arte progresaba. Las olas aparecían teñidas de un nauseabundo azul, y cuando se acercaban a una roca recordada (Rocher de la Vierge, Biarritz; es gracioso, pensé, ver otra vez la playa de mi cosmopolita infancia), y rompían contra ella convirtiéndose en espuma, había una máquina especial que imitaba el ruido de las rompientes con un crujido acuoso que jamás lograba terminar con la escena, sino que acompañaba durante tres o cuatro segundos la siguiente secuencia del documental: un severo funeral, por ejemplo, o unos desharrapados prisioneros de guerra junto a los mejor vestidos militares que los habían capturado. Muy a menudo, el título de la película era una cita de algún poema o canción popular, y a veces era larguísimo, como El crisantemo ya no florece en el jardín, o El corazón de ella era como un juguete en manos de él, y como un juguete se rompió. Las protagonistas femeninas tenían la frente pequeña, magníficas cejas y unos ojos con elegantes pestañas. El actor preferido de la época era Mozzhuhin. Un director famoso había adquirido en los alrededores de Moscú una mansión con un porche de blancas columnas (bastante parecida a la de mi tío), y la sacaba en todas sus películas. Mozzhuhin se acercaba a ella sentado en un elegante trineo, y miraba con ojos acerados la luz de una ventana mientras un famoso musculito se tensaba nerviosamente bajo su mandíbula.

Cuando se nos acababan los museos y los cines, y la noche era joven, nos veíamos reducidos a explorar los desiertos de la ciudad más adusta y enigmática del mundo. Las farolas solitarias se transformaban en seres marinos dotados de púas prismáticas cuando las mirábamos a través de la helada humedad de nuestras pestañas. Al cruzar enormes plazas, diversos fantasmas arquitectónicos se elevaban con silenciosa brusquedad ante nosotros. Sentíamos un frío estremecimiento que no estaba relacionado con la altura sino con la profundidad —un abismo que se abría a nuestros pies– cuando aquellas enormes columnas de granito bruñido (bruñido por esclavos, bruñido otra vez por la luna, y girando suavemente en el bruñido vacío de la noche) se alzaban sobre nosotros para sostener las misteriosas rotundidades de la catedral de San Isaac. Nos deteníamos al borde, por así decirlo, de estos peligrosos macizos de piedra y metal, y con las manos enlazadas y liliputiense temor, estirábamos las cabezas para ver las nuevas visiones colosales que se interponían en nuestro camino: los diez atlantes relucientemente grises del pórtico de un palacio, o un gigantesco jarrón de porfirio junto a la verja de hierro de un jardín, o esa enorme columna con un ángel negro en lo alto que, más que adornar, hechizaba la Plaza del Palacio inundada de luna, y subía más y más, tratando en vano de alcanzar la basa del «Exegi monumentum» de Pushkin.

Tamara argumentó posteriormente, en sus raros momentos de nostalgia, que nuestro amor no había sido capaz de soportar el rigor de aquel invierno; había aparecido, decía, una imperfección. A lo largo de todos aquellos meses estuve escribiendo versos para ella y acerca de ella, a razón de dos o tres poemas a la semana; en la primavera de 1916 publiqué una colección de algunos de ellos, y quedé horrorizado cuando ella me llamó la atención acerca de un detalle en el que no me había fijado al pergeñarlos. Allí estaba esa misma imperfección ominosa, la trivial pincelada hueca, la insincera aunque elocuente insinuación de que nuestro amor estaba condenado al fracaso porque jamás podría captar de nuevo el milagro de sus momentos iniciales, los rumores y susurros de aquellos tilos bajo la lluvia, la piadosa soledad rural. Es más —aunque ninguno de los dos se fijó entonces—, mis poemas eran muy juveniles, carecían de mérito y jamás hubiesen debido ser puestos a la venta. El libro (del que todavía existe un ejemplar, en el, ay, «departamento cerrado» de la Biblioteca Lenin de Moscú) mereció el trato que recibió de las afiladas garras de los escasos críticos que lo reseñaron en oscuras publicaciones. Mi profesor de literatura rusa, Vladimir Hippius, un poeta de primera magnitud pero un tanto oscuro al que yo admiraba mucho (creo que su talento era superior al de su mucho más conocida prima, Zina'fda Hippius, poetisa y crítica) llevó consigo un ejemplar a clase y provocó la más delirante hilaridad en la mayoría de mis compañeros de curso cuando aplicó su feroz sarcasmo (era un tipo fiero de mostacho pelirrojo) a mis más románticos versos. En una sesión de la Fundación para la Literatura, su famosa prima le pidió a mi padre, presidente de la institución, que me explicara, por favor, que jamás de los jamases llegaría a ser escritor. Un periodista bien intencionado, menesteroso y sin talento, que tenía motivos para estarle agradecido a mi padre, escribió una nota absurdamente entusiasta sobre mí, unas quinientas líneas rebosantes de alabanzas; fue interceptada a tiempo por mi padre, y nos recuerdo a él y a mí leyéndola en manuscrito, rechinando de dientes y soltando gruñidos, que es el ritual que utilizaba mi familia cuando se enfrentaba a cosas de gusto espantoso o al gaffecometido por quien fuese. Todo aquello me curó de forma permanente de todo interés por la fama literaria y fue probablemente el motivo de esa casi patológica y no siempre justificada indiferencia que siento por las críticas, y que me ha privado de las emociones que la mayoría de escritores dicen sentir.

Esa primavera de 1916 es la que para mí representa la clásica primavera de San Petersburgo, sobre todo cuando recuerdo imágenes específicas, como la de Tamara, con un sombrero blanco que yo no conocía, en medio de los espectadores de un disputado partido de fútbol entre equipos de colegios, y en el que, aquel domingo, la más resplandeciente suerte me ayudó a evitar un gol tras otro; o la de una antíope, exactamente de la misma edad que nuestro romance, asoleando sus alas negro moradas, con los bordes blanqueados ahora por la hibernación, en el respaldo de un banco del Jardín de Alexandrovski; o el resonar de las campanas de la catedral en el aire nítido, sobre el ondulado azul del Neva, voluptuosamente libre de hielos; o la feria instalada sobre el fango alfombrado de confeti del Paseo de la Guardia Montada durante la Semana de los Amentos, con su estruendo ritmado por chirridos y leves estampidos, sus juguetes de madera, los gritos de los vendedores de delicias turcas y esos diablos cartesianos conocidos como amerikanskie zhiteli(«residentes americanos»), que eran diminutos duendes de cristal que subían y bajaban por unos tubos también de cristal y llenos de alcohol teñido de color rosa o lila, tal como hacen los verdaderos norteamericanos (aunque el epíteto sólo significaba «extravagantes») en las flechas de los rascacielos transparentes cuando se apagan las luces de las oficinas en el cielo verdoso. La excitación que se notaba en las calles me emborrachaba de deseo de bosques y campos. Tamara y yo sentíamos apremiantes ansias de regresar a nuestras guaridas de antaño, pero a todo lo largo de abril su madre estuvo dudando entre alquilar la misma casita o ahorrar y quedarse en la ciudad. Por fin, y con determinada condición (que Tamara aceptó con el estoicismo de la sirenita de Hans Andersen), alquiló la casita, e inmediatamente nos envolvió un espléndido verano, y ahí estaba mi feliz Tamara, de puntillas, tratando de bajar una rama de racemosa para coger su arrugado fruto, con el mundo entero y todos sus árboles dando vueltas en la órbita de su sonriente ojo, y una mancha oscura de sus esfuerzos al sol formándose bajo su brazo alzado en el shantungde su vestido amarillo. Nos perdimos en musgosos bosques y nos bañamos en una cala de cuento de hadas y nos juramos amor eterno por las guirnaldas de flores que, como a todas las sirenitas rusas, tanto le gustaba tejer, y a comienzos del otoño se fue a la ciudad a buscar trabajo (ésta era la condición que le puso su madre), y a lo largo de los meses siguientes no la vi ni una sola vez, pues me encontraba totalmente entregado al tipo de variadas experiencias que en mi opinión debía buscar todo elegante littérateur. Había comenzado ya una extravagante fase de sentimiento y sensualidad que duraría diez años aproximadamente. Cuando la contemplo desde la torre que ahora ocupo me veo a mí mismo como cien diferentes jóvenes a la vez, todos ellos en pos de una muchacha cambiante en una serie de simultáneos amoríos traslapados, a veces encantadores, otras sórdidos, que iban desde aventuras de una noche hasta prolongados compromisos y simulaciones, con resultados artísticos muy escasos. Esa experiencia, así como las sombras de todas aquellas encantadoras damas, no sólo me resultan inútiles cuando reconstruyo mi pasado ahora, sino que además producen un molesto desenfoque y, por muy bien que ajuste los lentes de la memoria, no consigo recordar cómo nos separamos Tamara y yo. Existe posiblemente otro motivo, además, para este desdibujamiento: ya nos habíamos separado antes demasiadas veces. Durante ese último verano en el campo, solíamos separarnos para siempre después de cada uno de nuestros encuentros secretos cuando, en la fluida negrura de la noche, en ese viejo puente de madera situado entre la luna enmascarada y el neblinoso río, besaba sus cálidos y húmedos párpados y su rostro helado por la lluvia, e inmediatamente regresaba a ella para una nueva despedida, seguida luego por el largo, tenebroso, inseguro y empinado camino de vuelta a casa en bicicleta, durante el cual mis pies, que pedaleaban lenta y laboriosamente, intentaban aplastar aquella oscuridad de firmeza y capacidad de recuperación igualmente monstruosas, que se negaba a rendirse.

Recuerdo, sin embargo, con una viveza desgarradora, cierta tarde del verano de 1917 en la que, tras un invierno de incomprensible separación, encontré por casualidad a Tamara en un tren de cercanías. Durante los breves minutos que mediaron entre dos estaciones, en el vestíbulo de un bamboleante y rechinante vagón, estuvimos cerca el uno del otro, yo en un estado de aguda turbación, de abrumador arrepentimiento, y ella consumiendo una pastilla de chocolate, partiendo metódicamente pedazos pequeñitos y duros de aquella materia, y hablándome de la oficina en la que trabajaba. A uno de los lados de la vía, por encima de unos pantanos azulados, el oscuro humo de la turba encendida se mezclaba con las brasas humeantes de un tremendo ocaso ambarino. Puede demostrarse, me parece, a partir de sus textos publicados, que Alexander Blok estaba tomando nota en su diario del mismo humo de turba que yo veía, así como del hundimiento del cielo. Hubo un período posterior de mi vida en el que me hubiese parecido que todo esto tenía relación con mi último vislumbre de Tamara, cuando se volvió en la escalera para mirarme antes de apearse en aquella estación con aroma de jazmines y rebosante de chifladas cigarras; pero hoy en día ningún detalle marginal y ajeno puede enturbiar la pureza del dolor.



3


Cuando, al final del año, Lenin se hizo con el poder, los bolcheviques lo subordinaron inmediatamente todo a la conservación de ese poder, y así inició su estupenda carrera un sanguinario régimen de campos de concentración y rehenes. En aquel momento eran muchos quienes creían que aún se podía luchar contra la banda de Lenin y salvar los logros de la revolución de marzo. Mi padre, elegido diputado de la Asamblea Constituyente que, en su fase preliminar, trató de impedir que los soviéticos se atrincherasen, decidió permanecer en San Petersburgo todo el tiempo que fuera posible, pero envió toda su familia a Crimea, una zona que todavía permanecía libre (esta libertad duraría sólo unas cuantas semanas más). Viajamos divididos en dos grupos; mi hermano y yo no fuimos con mi madre y los tres hermanos pequeños. La época soviética tenía una sombría semana de edad; los periódicos liberales seguían siendo publicados; y mientras nos despedía en la Estación Nikolaevski y esperaba con nosotros la salida del tren, mi imperturbable padre se instaló en una mesa de una esquina de la cantina para escribir, con su caligrafía fluida y «celestial» (como decían los linotipistas, maravillados ante la ausencia de correcciones), un editorial para el moribundo Rech(o quizás alguna publicación de emergencia), en aquellas largas tiras especiales de papel rayado que correspondían aproximadamente a una columna de letra impresa. Creo recordar que el principal motivo por el cual mi hermano y yo fuimos enviados con tanta prontitud era la probabilidad de que, si nos quedábamos en San Petersburgo, fuésemos reclutados para el nuevo ejército «Rojo». A mí me resultaba fastidioso ir a una zona tan fascinante a mitad de noviembre, cuando ya había terminado la temporada de caza de mariposas, y debido a que jamás había sido muy diestro en la tarea de encontrar crisálidas enterradas (aunque llegué a localizar algunas al pie de un roble de un jardín de Crimea). El fastidio se convirtió en angustia cuando, tras habernos hecho una pequeña señal de la cruz sobre nuestros rostros, mi padre añadió, como sin darle importancia, que había muchas probabilidades de, ves'ma vozmoxhno, que no volviera a vernos nunca; dicho lo cual, con su trinchera y su gorra kaki y la cartera bajo el brazo, se alejó a grandes zancadas hacia el seno de la vaporosa niebla.

El largo viaje hacia el sur comenzó tolerablemente bien, con la calefacción ronroneando todavía y las lámparas del coche cama de primera clase Petrogrado-Simferopol aún intactas, mientras una cantante relativamente famosa y aparatosamente maquillada que oprimía contra el pecho un ramito de crisantemos envuelto en papel pardo, permanecía, dando golpecitos al cristal, en el pasillo por el que alguien pasó y dijo adiós con la mano en el momento en que el tren empezó a deslizarse, sin un solo sobresalto que nos indicase que estábamos abandonando para siempre aquella gris ciudad. Pero poco después de Moscú se acabaron todas las comodidades. En varios puntos de nuestro lento y penoso avance, el tren, nuestro coche cama incluido, fue invadido por más o menos bolchevizados soldados que regresaban del frente a sus casas (se les llamaban «desertores» o «héroes rojos» según las opiniones políticas de cada cual). A mi hermano y a mí nos pareció bastante divertido encerrarnos en nuestro compartimiento y resistirnos a todos los intentos de importunarnos. Varios soldados que viajaban en el techo del vagón contribuyeron a la juerga tratando, no sin éxito, de utilizar nuestro ventilador como retrete. Mi hermano, que era un actor de primera, consiguió simular todos los síntomas de un caso grave de tifus, lo cual nos fue muy útil cuando finalmente la puerta cedió. A primera hora del tercer día, durante una parada, aproveché una tregua en estas alegres actividades para respirar un poco de aire fresco. Avancé cautelosamente por el atestado pasillo, levantando las piernas por encima de los cuerpos dormidos, y me apeé. Una niebla lechosa caía pesadamente sobre el andén de una estación anónima: nos encontrábamos en algún lugar de las proximidades de Kharkov. Yo llevaba polainas y sombrero hongo. Mi bastón, una pieza de coleccionista que había pertenecido a mi tío Ruka, era de madera clara salpicada de bellas manchitas, y el puño era un terso globo de rosado coral incrustado en una corona de oro. De haber sido yo uno de los trágicos vagabundos que permanecían al acecho en aquel andén por el que un frágil petimetre imberbe paseaba de un lado para otro, no hubiese podido resistir la tentación de destruirle. Cuando estaba a punto de subir al tren, éste dio una sacudida y comenzó a avanzar; mi pie resbaló y el bastón salió disparado y cayó entre las vías. No sentía ningún cariño especial por aquel objeto (de hecho, lo perdí por descuido al cabo de unos años), pero estaba siendo observado, y el fuego de mi amour proprede adolescente me impulsó a hacer una cosa que me resulta imposible imaginar que pudiera ser hecha por mi yo actual. Esperé a que pasaran uno, dos, tres, cuatro vagones (los trenes rusos eran famosos por lo mucho que tardaban en cobrar velocidad) y cuando, finalmente, fueron visibles las vías, cogí de entre ellas mi bastón y me puse a correr en pos de aquellos topes que iban empequeñeciéndose como en una pesadilla. Un robusto brazo proletario actuó de acuerdo con las reglas de la narrativa sentimental (en lugar de seguir las del marxismo) y me ayudó a subir. Si aquel tren me hubiese dejado allí, aquellas reglas se hubieran cumplido de todos modos, pues me hubiesen acercado a Tamara, que en aquel entonces se había desplazado también hacia el sur y vivía en un villorrio ucraniano, a menos de ciento cincuenta kilómetros del escenario de esta ridícula escena.


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