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Habla memoria
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Автор книги: Владимир Набоков



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Las tinieblas sepia de la tarde ártica de pleno invierno invadían las habitaciones e iban espesándose hasta reducirlo todo a un opresivo color negro. Aquí un ángulo broncíneo, allí una superficie de cristal o de caoba lustrosa en medio de la oscuridad, reflejaban los restos de luz procedentes de la calle, en donde los globos de las altas farolas alineadas en el centro de la calzada habían empezado a difundir su fulgor lunar. Sombras de gasa se agitaban en el techo. El seco sonido de un pétalo de crisantemo cayendo en aquel silencio sobre el mármol de una mesa tañía mis nervios.

El tocador de mi madre tenía un práctico mirador asomado a la calle Morskaya en dirección a la plaza Maria. Apoyando los labios en la delgada tela que velaba el cristal, saboreaba gradualmente el frío de su superficie a través del visillo. Algunos años más tarde, cuando estalló la Revolución, vi desde este mismo mirador varios combates, y también, por primera vez en mi vida, a un muerto: se lo llevaban en una camilla y, de la pierna que le colgaba, un mal calzado compañero intentó repetidas veces arrancarle la bota a pesar de los puñetazos y empujones que le daban los camilleros, y todo esto sin dejar de avanzar a un buen trote. Pero en la época de las lecciones de Mr. Burness no se veía nada más que la oscura y callada calle, y su hilera de farolas suspendidas en torno a las cuales pasaban una y otra vez los copos de nieve con movimientos graciosos y casi deliberadamente desacelerados, como si pretendieran mostrar cómo hacían este número y qué fácil era realizarlo. Desde otro ángulo se divisaba un flujo de nieve más generoso a la luz de una farola de gas más brillante y dotada de un nimbo violeta, y llegaba un momento en el que el recinto saledizo donde me encontraba parecía remontarse despacito hacia arriba, como un globo. Hasta que por fin, uno de los fantasmales trineos que se deslizaban por la calle se detenía, y con desgarbado apresuramiento Mr. Burness, envuelto en su shapkaforrada de zorro, corría hacia la puerta de casa.

Desde el aula, en donde yo le había precedido, oía sus vigorosos pasos acercándose con estrépito, y, por frío que fuese el día, su sonrojado rostro aparecía sudando abundantemente en el momento de entrar. Recuerdo la terrorífica energía con la que apretaba su pluma contra el papel al escribir con la letra redondilla más redonda que se pueda imaginar, la tarea que nos encargaba para que se la presentásemos en la siguiente lección. Al final de la clase solíamos conseguir que nos recitara cierto limericky la gracia consistía en que cada vez que aparecía en los versos la palabra «chillar», en lugar de ser pronunciada por él la sustituíamos nosotros por chillidos que emitíamos involuntariamente debido a que Mr. Burness nos pegaba un tremendo apretón en la mano que sostenía en su gruesa garra mientras iba diciendo los versos:


There was a young lady from Russia


Who (apretón) whenever you'd crush her.


She (apretón) and she (apretón)...




Cuando llegaba al tercero, el dolor que sentíamos era tan terrible que jamás seguíamos hasta el final.



5


El tranquilo y barbudo caballero ligeramente jorobado, aquel anticuado Mr. Cummings que me dio clases en 1907 o 1908, había sido también profesor de dibujo de mi madre. Llegó a Rusia a comienzos de los años noventa como corresponsal e ilustrador del Graphicde Londres. Según las habladurías, su vida se había visto oscurecida por las desgracias matrimoniales. La melancólica dulzura de sus modales compensaba las limitaciones de su talento. Llevaba siempre un úlster, a no ser que hiciera un tiempo muy benigno, y entonces lo cambiaba por esos abrigos de lana pardo-verdosa conocidos con el nombre de loden.

A mí me cautivaba su manera de utilizar la goma especial de borrar que llevaba en el bolsillo del chaleco, su forma de tensar la página con una mano, y su modo de sacudir luego, con el dorso de los dedos, lo que él llamaba «las gutículas de la percha». Silenciosa y tristemente, ilustraba con ejemplos las leyes marmóreas de la perspectiva: largos y rectos trazos de su lápiz, sostenido con elegancia y de punta increíblemente afilada, hacían que las líneas de la habitación que él creaba de la nada (paredes abstractas, el techo y el piso empequeñeciéndose con la distancia) se unieran en un remoto punto hipotético con atormentadora y estéril precisión. Atormentadora porque me recordaba las vías del ferrocarril, simétrica y engañosamente convergentes ante los enrojecidos ojos de mi máscara favorita, un mugriento maquinista; y estéril porque esa habitación permanecía sin amueblar y completamente vacía, desprovista incluso de las neutras estatuas que suelen encontrarse en el vestíbulo de los museos.

El resto de la galería compensaba el carácter severo de este vestíbulo. Mr. Cummings era un maestro del ocaso. Sus pequeñas acuarelas, adquiridas en diferentes momentos a cinco o diez rublos cada una por diversos miembros de la familia, llevaban una existencia bastante precaria dado que iban alejándose hacia rincones cada vez más oscuros hasta quedar por fin completamente eclipsadas por alguna elegante fiera de porcelana o una fotografía enmarcada. Después de haberme enseñado no solamente a dibujar cubos y conos sino también a dar sombra con suaves y oblicuas líneas convergentes a aquellas de sus partes que debían quedar eternamente de espaldas a mí, el amable y anciano caballero se divertía pintando ante mis ojos hechizados sus húmedos paraísos: un anochecer de verano con un cielo anaranjado, un pastizal que terminaba en la franja negra de un lejano bosque, y un río luminoso que repetía el cielo y se alejaba infinitamente, serpenteando cada vez más lejos.

Posteriormente, de 1910 a 1912, más o menos, ocupó su lugar el conocido «impresionista» (término de la época) Yaremich; un tipo carente de humor y educación, partidario del estilo «osado» a base de chafarrinadas de colores diluidos y pinceladas sepia y pardo oliváceo, por medio de las cuales tenía yo que reproducir en enormes hojas de papel gris formas humanoides que modelábamos en plastelina y colocábamos en actitudes teatrales contra un fondo de terciopelo con multitud de pliegues y efectos de sombra. Era una deprimente combinación de, como mínimo, tres artes diferentes, todas ellas imprecisas, y al final me rebelé.

Le sustituyó el famoso Dobuzhinski, al que le gustaba darme sus clases sobre la superficie del piano nobileque había en una de las bonitas salas de la planta baja, y en la que él entraba con un paso particularmente insonoro, como si temiera despertarme del estupor en que me sumía durante los ratos en que escribía mis versos. Me hacía representar de memoria, y con todo el detalle que me fuera posible, objetos que sin duda había visto yo mil veces sin haberlos visualizado adecuadamente: una farola, un buzón de correos, el dibujo de tulipanes del cristal emplomado de la puerta de la calle. Quiso enseñarme a encontrar las ocultas coordinaciones geométricas existentes entre las delgadas ramas de los árboles deshojados de los bulevares, un sistema de vanados toma y daca visuales que exigían una gran exactitud en la expresión lineal que no llegué a alcanzar en mi adolescencia, pero que apliqué de forma agradecida en mi fase adulta, no sólo para dibujar los genitales de las mariposas durante los siete años que pasé en el Museo de Zoología Comparada de Harvard, cuando me sumergía en el luminoso pozo de los microscopios para registrar con tinta china tal o cual estructura nueva; sino también, quizá, para ciertas aplicaciones de la cámara lúcida que he utilizado en la composición literaria. Sentimentalmente, sin embargo, siento una deuda mayor incluso para con los ejercicios de color realizados anteriormente con mi madre y su ex maestro. Con qué alegría se sentaba Mr. Cummings en un taburete, retiraba con las dos manos hacia atrás las colas de su —¿qué? ¿llevaba levita? Sólo veo el ademán– y procedía a la apertura de la negra caja metálica de pinturas. Me gustaba la agilidad con que empapaba su pincel en los diversos colores, con el acompañamiento del rápido entrechocar de los diversos recipientes esmaltados en los que los intensos rojos y amarillos rozados por el pincel se encontraban apetitosamente ofrecidos; y, tras haber recolectado su miel de este modo, dejaba el pincel de planear y zambullirse, y, con dos o tres barridos de su lozana punta, empapaba el papel «Vatmanski» con una regular extensión de cielo anaranjado sobre el que, mientras ese cielo permanecía aún húmedo, quedaba depositada luego una nube alargada de color negro rojizo.

—Y eso es todo, querido muchacho —solía decir él—. Este es todo el secreto.

En una ocasión conseguí que me dibujara un tren expreso. Vi cómo su hábil lápiz iba creando las formas del quitapiedras y los complicados faros delanteros de una locomotora que parecía haber sido comprada de segunda mano para la compañía Transiberiana después de que hubiera cumplido su deber, en los años sesenta, en Promontory Point, estado de Utah. Después la seguían cinco decepcionantes vagones muy feos. Una vez terminado el conjunto, perfilaba con cuidadosas sombras el humo que salía de la gruesa chimenea, inclinaba la cabeza, y, tras un momento de satisfecha contemplación, me daba el dibujo. Yo también intenté poner cara de satisfacción. Se le había olvidado el ténder.

Un cuarto de siglo después averigüé dos cosas: que Burness, que para entonces ya había fallecido, había tenido fama en Edimburgo como erudito traductor de los poemas románticos rusos que fueron el altar y el frenesí de su adolescencia; y que mi humilde profesor de dibujo, cuya edad solía yo sincronizar con la de mis tío-abuelos y ancianos criados de la familia, se había casado con una joven estonia, aproximadamente por la misma época en que yo me casé. Cuando me enteré de este acontecimiento ulterior sentí una extraña conmoción; era como si la vida me hubiera usurpado mis derechos creativos entrometiéndose más allá de los límites subjetivos que de forma tan elegante y económica habían quedado establecidos en los recuerdos de infancia que me parecía haber firmado y sellado personalmente.

—¿Y qué sabe de Yaremich? —le pregunté a M. V. Dobuzhinski, una tarde de verano de los años cuarenta, mientras paseábamos por un hayedo de Vermont—. ¿Aún se le recuerda?

—Desde luego que sí —contestó Mstislav Valerianovich—. Era un hombre excepcionalmente dotado. Ignoro si era un buen profesor, pero sí sé que tú eras el peor alumno que haya tenido jamás.




CAPITULO QUINTO




1


He notado a menudo que después de haberle prestado a uno de los personajes de mis novelas algún apreciado elemento de mi pasado, este elemento acababa languideciendo en el mundo artificial en donde con tanta brusquedad lo había situado. Aunque seguía presente en mis recuerdos, su calor personal y su antiguo atractivo desaparecían y, con el tiempo, acababa por identificarse mucho más con la novela que con mi anterior yo, en donde parecía estar completamente a salvo de las intromisiones del artista. En mi memoria se han derrumbado las casas tan silenciosamente como ocurría en las películas mudas de antaño, y el retrato de mi institutriz francesa, que una vez presté al muchacho que aparecía en uno de mis libros, se va desvaneciendo rápidamente desde que quedó englobado en la descripción de una infancia completamente distinta de la mía. El hombre que soy se rebela contra el creador de ficciones, y éste es mi desesperado intento de salvar lo poco que queda de la pobre Mademoiselle.

Esa mujer alta y robusta entró en nuestra existencia en diciembre de 1905, cuando yo tenía seis años y mi hermano cinco. Ahí está. Veo con la mayor claridad su abundante melena negra, peinada hacia arriba y que empezaba encubiertamente a encanecer; las tres arrugas de su austera frente; sus ceñudas cejas; sus ojos acerados tras los quevedos de montura negra; esa sombra de bigote; esa tez salpicada de erupciones que en los momentos de ira deja aparecer un enrojecimiento adicional en la zona de la tercera, y más amplia, de sus barbillas, que con tanta majestuosidad se extiende sobre la envolantada elevación de su blusa. Y ahora se sienta, o mejor dicho, emprende la tarea de sentarse, temblando la gelatina de su papada, dejando caer penosamente sus prodigiosas posaderas, con tres botones a un lado; luego, en el último segundo, rinde su masa al sillón de mimbre, que, de puro pánico, estalla en una salva de crujidos.

Habíamos permanecido en el extranjero durante un año aproximadamente. Después de pasar el verano de 1904 en Beaulieu y Abbazia, y varios meses en Wiesbaden, partimos hacia Rusia a comienzos de 1905. No consigo recordar en qué mes. Una de las claves es que en Wiesbaden me habían llevado a la iglesia ortodoxa rusa de esa localidad —era la primera vez en mi vida que pisaba una iglesia– y eso pudo ocurrir en la Cuaresma (durante el oficio le pregunté a mi madre de qué estaban hablando el sacerdote y el diácono; ella me contestó susurrando, en inglés, que estaban diciendo que debíamos amarnos los unos a los otros, pero yo entendí que lo que ella quería decir era que aquellos dos vistosísimos personajes ataviados con ropajes brillantes de forma cónica estaban diciéndose mutuamente que siempre seguirían siendo buenos amigos). Procedentes de Frankfurt, llegamos a Berlín en plena nevasca, y a la mañana siguiente tomamos el Nord-Express, que penetró atronador en la estación procedente de París. Doce horas después llegó a la frontera rusa. Contra el telón de fondo invernal, el ceremonioso cambio de vagones y locomotoras adquirió un extraño y nuevo significado. Por primera vez se combinaron orgánicamente en mí el excitante sentimiento de haber llegado a la rodina, a la «patria», con la confortablemente crujiente nieve, las profundas huellas que se marcaban en su superficie, el rojo brillo del cañón de la chimenea y el montón de troncos de abeto del rojo ténder, ocultos bajo su capa particular de nieve transportable.


Yo no había cumplido todavía los seis años, pero aquel año en el extranjero, un año de decisiones difíciles y esperanzas liberales, había expuesto a aquel niño ruso a las conversaciones de los mayores. No podía evitar que, a su modo, le afectaran también la nostalgia de su madre y el patriotismo de su padre. En consecuencia, este regreso a Rusia, mi primer regreso consciente, me parece ahora, al cabo de sesenta años, un ensayo, ya que no del gran regreso a casa que jamás llegará a producirse, sí al menos del haberlo soñado constantemente durante mis largos años de exilio.

El verano de 1905 no había producido todavía en Vyra ningún lepidóptero. El maestro de la escuela nos llevó a dar instructivos paseos («Eso que oís es el ruido de alguien que está afilando una hoz»; «Ese campo de ahí descansará durante un año»; «Oh, no es más que un pajarillo, no tiene ningún nombre especial»; «Ese campesino está borracho porque es pobre»). El otoño alfombró el parque de los variadísimos colores de las hojas, y Miss Robinson nos enseñó una maravillosa técnica, que tanto había disfrutado el otoño anterior el Hijo del Embajador, uno de los personajes del pequeño mundo que ella creaba. Consistía, primero, en ir cogiendo del suelo y, después, ordenando sobre una gran hoja de papel, una serie de hojas de arce que formaban un espectro casi completo (sólo faltaba el azul..., ¡gran decepción!), con verdes que pasaban gradualmente al amarillo limón, amarillos limón que pasaban gradualmente al anaranjado, y así sucesivamente, pasando por los rojos hasta los morados, otra vez a los rojos y de nuevo hasta el verde (que resultaba cada vez más difícil de encontrar, como no fuera en ciertos fragmentos de algún último y valiente borde) pasando por el amarillo limón. Las primeras heladas alcanzaron a los asters, pero seguimos sin irnos a la ciudad.

Aquel invierno de 1905-1906, en el que llegó Mademoiselle procedente de Suiza, fue el único de mi infancia que pasé en el campo. Fue un año de huelgas, disturbios y matanzas inspiradas por la policía, y supongo que mi padre prefirió que su familia permaneciera lejos de la ciudad, en nuestra tranquila finca del campo, en donde la popularidad de que gozaba entre los campesinos podía mitigar, tal como adecuadamente intuyó, los riesgos de los desórdenes. Fue también un invierno especialmente riguroso, que produjo toda la nieve que Mademoiselle hubiese podido esperar de la penumbra hiperbórea de la remota Moscovia. Cuando se apeó en la pequeña estación de Siverski, desde la cual todavía tenía que recorrer casi diez kilómetros en trineo para llegar a Vyra, no me encontraba en el andén para recibirla; pero eso es lo que hago ahora cuando intento imaginar lo que vio y sintió en esa última etapa de su fabuloso e inoportuno viaje. Su vocabulario ruso estaba formado, es cierto, por una breve palabra, la misma solitaria palabra que años más tarde se llevaría a su regreso a Suiza. Esta palabra, que en su pronunciación podría ser transcrita fonéticamente como «giddy-eh» (de hecho se trata de gde, con una e como la del yet inglés), significaba «¿Dónde?». Y eso era mucho. Cuando la emitía ella, a semejanza del estridente grito de un pájaro perdido, acumulaba semejante fuerza interrogadora que le bastaba para todas sus necesidades. «¿ Giddy-eh, giddy-eh?», gemía, no sólo para averiguar en dónde estaba sino también para expresar la suprema desgracia: la de ser una extranjera, náufraga, sin un céntimo, enferma, en pos de la bendita tierra donde por fin sería entendida.

Puedo visualizarla, por poderes, en mitad del andén que acaba de pisar, y mi enviado le ofrece vanamente un brazo que ella no ve. («Y me encontré allí, abandonada, comme la comtesse Karenine», protestó quejumbrosamente más tarde, de forma elocuente ya que no correcta.) La puerta de la sala de espera se abre con un gemido especial, propio de los días en los que la helada ha sido más intensa; una bocanada de aire caliente sale hacia el exterior, casi tan profusa como el vapor que emite la jadeante locomotora; y se le acerca nuestro cochero Zahar, un hombre corpulento que lleva una zamarra de cordero con el pelo hacia adentro y cuyos enormes guantes asoman por la faja roja donde se los ha guardado. Oigo crujir la nieve bajo sus botas de fieltro mientras se encarga del equipaje, y luego las tintineantes guarniciones, y después su nariz, que se limpia con un diestro ademán del pulgar y el índice, un pellizco-seguido-de-una-sacudida, sin interrumpir su marcha hacia el trineo. Lentamente, con sombría aprensión, «Madmazelya», como la llama el criado, monta en el trineo, agarrándose a él porque está muerta de pánico por temor a que el vehículo se mueva antes de que su vasta forma quede encajada y a salvo. Finalmente, se aposenta con un gruñido y confía los puños a su pequeño manguito afelpado. Al oír el húmedo chasquido de los labios del cochero, los dos caballos negros, Zoyka y Zinka, tensan sus cuartos traseros, mueven los cascos, vuelven a tensarse; y luego Mademoiselle se cae hacia atrás cuando el pesado trineo se ve arrancado de su mundo de acero, piel y carne, para entrar en un medio libre de fricción por el que se desliza a lo largo de un camino espectral que parece casi no tocar.

Durante un momento, gracias a la repentina irradiación de una solitaria farola'situada al final de la plaza de la estación, una sombra exageradísima, portadora también de un manguito, corre junto al trineo, remonta la cuesta de una ola de nieve, y desaparece, dejando que Mademoiselle sea engullida por lo que, posteriormente, llamará, con tanto temor como entusiasmo, «le steppe». Una vez en la ilimitada penumbra, el intermitente centelleo de las remotas luces del pueblo será para ella el guiño de los amarillos ojos de los lobos. Tiene frío, está congelada hasta el punto de ser incapaz de moverse, helada «hasta el centro mismo de su cerebro», porque suele elevarse con las hipérboles más rebuscadas cuando no se arrastra por los dichos más pedestres. De vez en cuando vuelve la vista atrás para asegurarse de que el segundo trineo, en el que viajan su baúl y su caja de sombreros, la sigue, siempre a la misma distancia, como esos amistosos buques fantasma de los que suelen hablar los exploradores de las aguas polares. Y permítaseme que no me olvide de la luna: porque por fuerza tiene que haber luna, ese redondo e increíblemente claro disco que tan bien armoniza con las tremendas heladas rusas. De modo que ahí asoma, saliendo de entre un rebaño de nubecitas moteadas a las que tiñe de vagas iridiscencias; y, a medida que se remonta en el aire, va glaseando las huellas dejadas por los esquíes en la calzada, donde cada centelleante onda de nieve queda subrayada por una hinchada sombra.

Todo muy encantador, muy desértico. Pero, ¿qué estoy haciendo en este estereoscópico país de los sueños? ¿Cómo he llegado hasta aquí? No sé de qué modo, pero los dos trineos se han alejado, dejando atrás a un indocumentado espía en medio de esta carretera blanco azulada, con sus botas de nieve y su abrigo impermeable norteamericanos. La vibración que notan mis oídos ya no es la de las campanillas de esos trineos que se alejan sino, solamente, la del canturreo de mi sangre. Todo está tranquilo, hechizado, encantado por la luna, por ese espejo retrovisor de la fantasía. La nieve es real, sin embargo, y cuando me inclino hacia ella y cojo un puñado, sesenta años se desmenuzan entre mis dedos hasta quedar reducidos a centelleante polvo helado.



2


Una gran lámpara de petróleo con pie de alabastro avanza en la oscuridad. Flota y desciende muy despacio; la mano de la memoria, forrada ahora por el guante blanco de un criado, la coloca en el centro de una mesa redonda. La llama queda perfectamente graduada, y una pantalla rosa con volantes de seda y dibujos rococó de deportes invernales corona la reajustada (algodón hidrófilo en una de las orejas de Casimir) luz. Revelado: un cálido, brillante, elegante (estilo «imperio ruso») salón de una casa embozada de nieve —que pronto será conocida con el nombre de «le château»– construida por el abuelo de mi madre, el cual, debido a que temía los incendios, encargó una escalera de hierro de modo que cuando la casa se incendió hasta quedar reducida a cenizas, algún tiempo después de la Revolución Soviética, aquellos peldaños finamente forjados a través de cuyas contrahuellas caladas se veía el cielo, quedaron en pie, solitarios pero todavía conduciendo hacia arriba.

Algunos detalles más de ese salón, por favor. Las relucientes molduras blancas de los muebles, las rosas bordadas de la tapicería. El piano blanco. El espejo ovalado. Colgado de tensos cordones, inclinada su pura frente, se esfuerza por retener esos muebles que parecen a punto de volcarse y ese plano inclinado de brillante piso que se escabullen de su abrazo. Las lágrimas de la araña, que emiten un delicado tintineo (están cambiando de sitio las cosas en la habitación del piso de arriba donde se alojará Mademoiselle). Lápices de colores. La caja anuncia detalladamente una gama completa que nunca está representada del todo por los lápices que contiene. Estamos sentados a una mesa redonda mi hermano y yo y Miss Robinson, que mira de vez en cuando su reloj: con tanta nieve, los caminos deben de estar intransitables; de todos modos, la indefinida francesa que va a sustituirla tendrá que enfrentarse a los múltiples obstáculos profesionales que la aguardan.

Ahora los lápices de colores en movimiento. El verde, con un simple giro de la muñeca, era capaz de engendrar un encrespado árbol, o el remolino dejado por un cocodrilo al sumergirse. El azul trazaba una sencilla línea horizontal en la página: y ya teníamos el horizonte de todos los mares. Un indeterminado lápiz despuntado siempre se empeñaba en fastidiarnos. Había un lápiz ocre que solía tener la punta rota, y lo mismo ocurría con el rojo, pero a veces, inmediatamente después de que se partiera, todavía podíamos utilizarlo cogiéndolo de forma que la punta suelta quedara sujeta, de forma bastante insegura, por una astilla sobresaliente. El diminuto señor de morado, uno de mis preferidos, se había reducido tanto por el uso que casi no había modo de cogerlo. Sólo el blanco, ese larguirucho albino de la familia de los lápices, conservaba su longitud original, o así fue al menos hasta que descubrí que, lejos de ser una estafa porque no dejaba marcas sobre la página, era la herramienta ideal que me permitía imaginar lo que yo quisiera mientras garabateaba con él.

Estos lápices, ay, también han sido distribuidos entre los personajes de mis libros a fin de mantener ocupados a diversos niños ficticios; ahora ya no son del todo míos. En algún lugar, el piso de un capítulo, la habitación realquilada de un párrafo, también he situado ese espejo inclinado, y la lámpara de petróleo y la araña con sus gotas. Quedan pocas cosas, muchas han sido despilfarradas. ¿He regalado también a Box (hijo y esposo de Youlou, el Perro del ama de llaves), ese viejo dachshundpardo que duerme en el sofá? No, creo que todavía es mío. Su canoso hocico, con esa verruga en la arrugada comisura de los labios, está embutido en la curva de su corvejón, y un suspiro hincha de vez en cuando sus costillas. Es tan viejo y tiene un dormir tan acolchado de sueños (zapatillas masticables y algunos olores recientes) que ni siquiera se mueve cuando suenan afuera leves tintineos. Después, una puerta neumática resopla y se cierra con estrépito en el vestíbulo. Al final, Mademoiselle ha llegado; yo había confiado en que no fuera así.



3


Otro perro, el amable semental de una feroz familia, un gran danés al que no se le permitía entrar en casa, tuvo un agradable papel en una aventura que ocurrió, si no al día siguiente, al cabo de muy pocos. Resultó que mi hermano y yo nos quedamos a cargo de la recién llegada. Según la reconstrucción que hago ahora, mi madre se había ido probablemente, con su doncella y la joven Trainy, a San Petersburgo (un viaje de unos setenta y cinco kilómetros), en donde mi padre estaba muy comprometido en los graves acontecimientos políticos de aquel invierno. Estaba embarazada y muy nerviosa. Miss Robinson, en lugar de quedarse y explicarle sus deberes a Mademoiselle, también se había ido, para trabajar de nuevo con la familia de un embajador, de la que nosotros llegamos a saber tantas cosas como las que ellos sabrían de nosotros a partir de ese momento. A fin de demostrar que ésta no era forma de tratarnos, concebí inmediatamente el proyecto de repetir nuestra excitante empresa del año anterior, cuando nos escapamos de Miss Hunt en Wiesbaden. El campo que nos rodeaba esta vez era un desierto nevado, y resulta difícil imaginar cuál podía ser exactamente el objetivo del viaje que planeé. Acabábamos de regresar de nuestro primer paseo vespertino con Mademoiselle, y yo palpitaba de frustración y odio. Bastaron unos leves estímulos para conseguir que el mojigato Sergey sintiera también parte al menos de mi rabia. Tener que habérselas con alguien que hablaba un idioma desconocido (todo el francés que sabíamos se reducía a unas pocas frases cotidianas), y, por si esto fuera poco, ver contrariados todos nuestros hábitos más queridos, era más de lo que nadie puede soportar. La bonne promenadeque ella nos había prometido se convirtió en un tedioso paseo, sólo por aquellos caminos cercanos a la casa en los que la nieve había sido retirada, y el helado suelo cubierto de arena. Nos hizo ponernos cosas que jamás usábamos, ni siquiera en los días más fríos (espantosas polainas y capuchas que entorpecían todos nuestros movimientos). Nos llamó a su lado cuando yo intenté seducir a Sergey para que explorase conmigo las cremosas y tersas ondulaciones de nieve que se habían formado sobre lo que en verano eran parterres floridos. Tampoco nos permitió caminar por debajo de aquel sistema de carámbanos enormes que, a modo de tubos de órgano, colgaban de los aleros y ardían esplendorosamente a la luz del bajo sol. Y había rechazado, tachándolo de ignoble, uno de mis entretenimientos preferidos (inventado por Miss Robinson): tenderme boca abajo en un pequeño trineo de felpa con un cabo de cuerda atado a un extremo, del que tiraba una mano refugiada en un mitón de cuero, y que me llevaba por un camino nevado bajo arcadas de árboles blancos, mientras Sergey iba, no tendido sino sentado, en un segundo trineo, tapizado de felpa roja, y sujeto a la parte trasera del mío, que era azul, y los tacones de un par de botas de fieltro, justo delante de mi cara, caminando bastante aprisa, con las punteras vueltas hacia dentro, y, de vez en cuando, haciendo saltar un fragmento de hielo con una u otra suela. (La mano y los pies eran los de Dmitri, nuestro más antiguo y bajito jardinero, y el camino, la avenida de jóvenes robles que parece haber sido la principal arteria de mi infancia.)

Expliqué a mi hermano mi malvado plan, y le convencí de que lo aceptara. En cuanto regresamos de aquel paseo, dejamos a Mademoiselle resoplando en la escalera de la entrada y corrimos hacia el interior de la casa como si pretendiéramos escondernos en alguna habitación remota. De hecho, no paramos de correr hasta llegar al otro extremo de la casa y, una vez allí, cruzamos la terraza y volvimos a salir al jardín. El gran danés al que me he referido más arriba estaba acomodándose alborotadamente en un montón de nieve, pero mientras se preguntaba cuál de sus dos piernas traseras debía levantar primero, nos vio y nos siguió galopando alegremente.

Seguimos los tres un sendero sin mayores dificultades, y tras haber recorrido unas zonas en las que la nieve era más espesa, llegamos al camino que conducía al pueblo. A estas horas el sol ya se había puesto. La noche llegó con temible rapidez. Mi hermano declaró que tenía frío y estaba cansado, pero yo le apremié a que siguiera, y finalmente le hice montar en la grupa del perro (que era el único miembro del grupo que seguía pasándoselo en grande). Habíamos recorrido más de tres kilómetros, y la luna era fantásticamente luminosa, y mi hermano, en completo silencio, había empezado a caerse de vez en cuando de su montura, cuando Dmitri, provisto de una lámpara, nos alcanzó y nos llevó de vuelta a casa. «Giddy-eh, giddy-eh?», gritaba frenéticamente Mademoiselle desde el porche. Yo pasé rozándola sin decir palabra. Mi hermano rompió a llorar, y se entregó. El gran danés, que se llamaba Turka, volvió a sus interrumpidas ocupaciones relacionadas con los útiles e informativos montones de nieve que había alrededor de la casa.


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