Текст книги "Las aventuras de Huckleberry Finn"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
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—¿Goshen, chico? Esto no es Goshen. Esto es Saint Petersburg. Goshen está diez millas río arriba. ¿Quién te dijo que esto era Goshen?
—Bueno, un hombre con el que me encontré al amanecer esta mañana, justo cuando iba a meterme en el bosque para dormir, como siempre. Me dijo que los caminos se dividían y que debía seguir el de la derecha y al cabo de cinco millas estaría en Goshen.
—Debía de estar borracho. Te dijo exactamente lo contrario de lo que es.
—Bueno, sí que parecía que estuviera borracho, pero ya no importa. Tengo que seguir. Llegaré a Goshen antes de que amanezca.
—Espera un momento. Voy a darte algo de comer. A lo mejor te hace falta.
Así que me preparó algo de comer y dijo:
—Oye, cuando una vaca se echa, ¿por qué parte se levanta? Responde rápido, vamos; no te pares a pensarlo. ¿Por qué lado se levanta?
—Por el de atrás, señora.
—Bueno, ¿y un caballo?
—Por el de delante, señora.
—¿De qué lado de un árbol crece el musgo?
—Del norte.
—Si hay quince vacas pastando en una cuesta, ¿cuántas de ellas comen con las cabezas mirando en la misma dirección?
—Las quince, señora.
—Bueno, supongo que es cierto que has vivido en el campo. Creí que a lo mejor pensabas engañarme otra vez. ¿Y cómo te llamas de verdad?
—George Peters, señora.
—Bueno, George, trata de recordarlo. No te vayas a olvidar y a decirme que es Elexander antes de irte y luego quieras arreglarlo diciendo que es George Elexander cuando te pesque. Y no te acerques a mujeres con ese vestido viejo. Haces bastante mal de chica, pero quizá puedas engañar a los hombres. Y recuerda, hijo, que cuando te pongas a enhebrar una aguja no tienes que sostener el hilo quieto y llevar la aguja hacia él: ten quieta la aguja y pasa el hilo por ella; así es como lo hacen prácticamente todas las mujeres, pero los hombres siempre lo hacen al revés. Y cuando le tires algo a una rata o algo así, recuerda que te tienes que poner de puntillas y levantar la mano por encima de la cabeza lo más torpe que puedas y fallarle a la rata por seis o siete pies. Tira con el brazo tieso a partir del hombro, como si tuvieras un eje, como las chicas, y no con la muñeca y el codo con el brazo a un lado, como hacen los chicos. Y recuerda que cuando una chica trata de recoger algo en el regazo separa las rodillas, no las junta como hiciste tú cuando te tiré la barra de plomo. Pero hombre, si me di cuenta de que eras un chico en cuanto te pusiste a enhebrar la aguja, y las demás cosas las hice para estar segura. Ahora, vete corriendo con tu tío, Sarah Mary Williams George Elexander Peters, y si te metes en algún lío manda un recado a la señora Judith Loftus, que soy yo, y haré lo que pueda por sacarte de él. Sigue siempre por el camino del río, y la próxima vez que te eches a andar lleva zapatos y calcetines. La carretera del río tiene muchas piedras y calculo que vas a tener los pies hechos polvo cuando llegues a Goshen.
Fui por la ribera unas cincuenta yardas y deshice el camino para volver donde estaba mi canoa, bastante lejos por debajo de la casa. Me metí de un salto y salí corriendo. Fui río arriba lo bastante lejos para llegar a la punta de la isla, y después empecé a cruzar. Me quité el bonete, porque no quería ir como con orejeras. Cuando estaba hacia la mitad del camino oí que el reloj empezaba a dar las horas, así que me paré a escuchar; el ruido se oía débil por encima del agua, pero con claridad: las once. Cuando llegué a la punta de la isla no me paré a descansar, aunque estaba sin aliento, sino que me metí directamente donde estaba mi antiguo campamento y encendí una buena hoguera, en un sitio alto y seco.
Después salté a la canoa y fui a nuestro sitio, una milla y media más abajo, todo lo rápido que pude. Desembarqué y avancé entre los árboles hasta el cerro y llegué a la cueva. Allí estaba Jim, dormido como un tronco en el suelo. Lo desperté y le dije:
—¡Levántate y prepárate, Jim! No hay ni un minuto que perder. ¡Nos están buscando!
Jim no hizo ninguna pregunta ni dijo una palabra; pero por la forma en que trabajó la media hora siguiente se veía que estaba asustadísimo. Para entonces teníamos en la balsa todo lo que poseíamos en el mundo y estábamos listos para sacarla de entre los sauces donde estaba escondida. Lo primero que hicimos fue apagar la hoguera de la cueva, y después ya no encendimos ni una vela.
Aparté la canoa de la orilla un poco y me puse a mirar; pero si por allí había un bote no podía verlo, porque las estrellas y las sombras no valen para ver mucho. Luego sacamos la balsa y bajamos entre las sombras, hasta el pie de la isla en total silencio, sin decir ni una palabra.
Capítulo 12
Debía de ser casi la una cuando por fin pasamos el final de la isla y la balsa parecía avanzar muy lenta. Si se acercaba un bote, el plan era meternos en la canoa y avanzar hacia la orilla de Illinois, y menos mal que no llegó ninguno, porque no se nos había ocurrido poner la escopeta en la canoa, ni un sedal para pescar, ni nada que comer. Teníamos demasiada prisa para pensar en tantas cosas. No había sido muy inteligente ponerlo todo en la balsa.
Si los hombres iban a la isla, supongo que encontrarían la hoguera que había hecho yo y que esperarían toda la noche a que llegara Jim. En todo caso no se nos acercaron, y si aquella hoguera no los engañó, no era culpa mía. Yo había hecho todo lo posible por despistarlos.
Cuando se empezó a ver la primera luz del día amarramos a una barra de arena que había en una gran curva del lado de Illinois, cortamos ramas de alamillo con el hacha y tapamos la balsa con ellas para que pareciese que había habido un corrimiento de tierras por aquella orilla. En esas barras de arena hay alamillos tan apretados como los dientes de un rastrillo.
Veíamos montañas en el lado de Missouri y mucho bosque en el de Illionois, y el canal, por aquella parte, corría del lado de Missouri, de forma que no teníamos miedo de encontrarnos con nadie. Nos quedamos allí todo el día viendo las balsas y los barcos de vapor que bajaban por el lado de Missouri y los barcos de vapor que subían río arriba peleando contra la corriente en el centro. Le conté a Jim todo lo que había pasado cuando estuve hablando con la mujer y Jim dijo que era muy lista y que si fuese ella quien nos buscara no iba a quedarse sentada vigilando una hoguera; no, señor, iría con un perro. Bueno, entonces, dije yo, ¿por qué no podía decirle a su marido que buscara un perro? Jim dijo que seguro que se le ocurría cuando los hombres se pusieran en marcha, y que suponía que debía de haber ido a la parte de arriba del pueblo a buscar un perro, de forma que habían perdido todo aquel tiempo, o si no, no estaríamos allí en la barra de arena a dieciséis o diecisiete millas por debajo del pueblo; no, señor, estaríamos otra vez en el pueblo. Así que yo dije que no me importaba por qué no llegaban, mientras no llegaran.
Cuando empezó a oscurecer asomamos las cabezas entre los alamillos y miramos arriba y abajo y a los lados pero no vimos nada, así que Jim sacó algunos de los troncos de arriba de la balsa y construyó un wigwam muy cómodo para refugiarnos cuando hiciese mucho calor o lloviera y para tener las cosas en seco. Jim preparó un suelo para el wigwam y lo levantó un pie más por encima del nivel de la balsa, de forma que las mantas y las trampas estaban fuera del alcance del oleaje de los barcos de vapor. Justo en medio del wigwam pusimos una capa de polvo de cinco o seis pulgadas de grueso y la rodeamos con un bastidor para que no se saliera; era para hacer fuego cuando lloviese o hiciera frío; con el wigwam no se podría ver. También preparamos un timón de repuesto, porque uno de los que teníamos podía romperse o engancharse o lo que fuera. Preparamos un palo con una horquilla del que colgar el viejo farol, porque siempre tendríamos que encenderlo cuando viéramos un barco de vapor que venía río abajo, para que no nos pasara inadvertido, pero no teníamos que encenderlo para los que iban río arriba salvo que nos viéramos en lo que ellos llaman «entre corrientes», porque el río seguía muy alto y las riberas bajas continuaban sumergidas, de forma que los barcos que lo remontaban no subían siempre por el canal, sino que iban buscando aguas más fáciles.
La segunda noche navegamos entre siete y ocho horas, con una corriente que iba a más de cuatro millas por hora. Pescamos y charlamos y de vez en cuando nos echamos a nadar para no quedarnos dormidos. Era bastante solemne aquello de bajar por el gran río silencioso, echados de espaldas y mirando a las estrellas, y no nos daban ganas de hablar en voz alta ni nos reímos mucho, sólo alguna risa en voz baja. En general nos hizo muy buen tiempo y no nos pasó nada, ni aquella noche ni la siguiente ni la otra.
Todas las noches pasábamos junto a pueblos, algunos de ellos a lo lejos en cerros negros, sin ver nada más que el resplandor de unas luces, y ni una sola casa. La quinta noche pasamos junto a Saint Louis y era como si el mundo entero estuviera iluminado. En Saint Petersburg decían que Saint Louis tenía veinte o treinta mil habitantes, pero yo nunca me lo creí hasta que vi aquella maravillosa cantidad de luces a las dos de una noche silenciosa. No se oía ni un ruido: todo el mundo dormía.
Todas las noches yo me iba ala orilla junto a alguna aldea y compraba diez o quince centavos de harina o de tocino salado u otras cosas que comer, y a veces me llevaba prestado un pollo que no parecía sentirse cómodo. Padre siempre decía que había que llevarse un pollo cuando se tenía la oportunidad, porque si no lo quiere uno es fácil encontrar a alguien que lo quiera, y una buena obra nunca se olvida. No vi ni una sola vez que no lo quisiera padre, pero en todo caso eso es lo que decía.
Por las mañanas, antes del amanecer, me metía en los campos de maíz y me llevaba prestada una sandía, o un melón, o una calabaza, un poco de maíz nuevo o cosas así. Padre siempre decía que no tenía nada de malo llevarse prestadas cosas si se tenía la intención de pagarlas alguna vez; pero la viuda decía que aquello no era más que robar, por mucho que se disfrazara con palabras, y que las personas decentes no lo hacían. Jim dijo que calculaba que la viuda tenía una parte de razón y papá otra, así que lo mejor sería que escogiéramos dos o tres cosas de la lista y no las volviéramos a tomar prestadas, y entonces calculaba que no tendría nada de malo tomar prestadas las otras. Así que nos pasamos toda una noche hablando de eso, mientras íbamos río abajo, tratando de decidir si eliminábamos las sandías, las cantalupas, los melones, o qué. Pero para el amanecer lo teníamos todo resuelto satisfactoriamente y concluimos que eliminaríamos las reinetas y los caquis. Antes no nos habíamos sentido bien del todo, pero ahora ya estábamos tranquilos. Yo me alegré de haberlo resuelto así, porque las reinetas nunca están buenas y los caquis no estarían maduros hasta dentro de dos o tres meses.
De vez en cuando matábamos un ave acuática que se levantaba demasiado temprano por las mañanas o no se acostaba lo bastante temprano por las tardes. En general, vivíamos muy bien.
La quinta noche, río abajo de Saint Louis, hubo una gran tormenta después de medianoche, con montones de truenos y de relámpagos, y la lluvia caía como una sábana. Nos quedamos en el wigwam y dejamos que la balsa se manejara sola. Cuando brillaba un relámpago veíamos el río enorme y recto por delante y grandes acantilados a los dos lados. Y una vez voy yo y digo:
—Caray, Jim, ¡mira ahí!
Era un barco de vapor que había naufragado contra una roca. Nosotros íbamos directos hacia él. Con los relámpagos se veía muy claro. Estaba todo escorado, con una parte de la cubierta superior por encima del agua, y se veía cada uno de los cables de la chimenea con toda claridad y una silla junto a la campana grande, con un viejo chambergo que colgaba en el respaldo, cuando llegaban los relámpagos.
Bueno, como era tan tarde, había aquella tormenta y todo parecía tan misterioso, se me ocurrió lo mismo que a cualquier otro chico cuando vi aquel barco embarrancado tan triste y solitario en medio del río. Quería abordarlo y explorarlo un poco a ver lo que tenía dentro. Así que dije:
—Vamos a abordarlo, Jim.
Pero al principio Jim estaba totalmente en contra. Va y dice:
—No quiero andar metiendo las narices en un barco muerto. Nos va muy bien y más vale dejar que siga así, como dice el Libro. Seguro que hay un vigilante en ese barco.
—Vigilante, tu abuelita —dije yo—; no hay nada que vigilar más que la timonera y la camaretas superiores y, ¿te crees que nadie va a arriesgar la vida por una timonera y unas camaretas en una noche así, cuando lo más probable es que se parta en dos y se vaya río abajo en cualquier momento?
Jim no podía responder a aquello, así es que no lo intentó.
—Y además —dije yo—, podríamos tomar algo prestado que mereciese la pena en el camarote del capitán. Seguro que hay puros, de los que cuestan cinco centavos cada uno y en dinero contante. Los capitanes de barco de vapor siempre son ricos y cobran sesenta dólares al mes y les importa un pito lo que cuesten las cosas, ya lo sabes, si les apetecen. Ponte una vela en el bolsillo, Jim; no me puedo aguantar hasta que lo hayamos registrado. ¿Te crees que Tom Sawyer se iría sin más de un sitio así? Ni hablar. Diría que era una aventura, eso es lo que diría, y abordaría ese barco aunque fuera lo último de su vida. Y seguro que lo haría con estilo; o, ¿no te crees que organizaría una de las buenas? Hombre, te creerías que era Cristóbal Colón descubriendo el Otro Mundo. Ojalá estuviera aquí Tom Sawyer.
Jim gruñó un poco, pero cedió. Dijo que no teníamos que hablar más que lo inevitable, y eso en voz muy baja. Los relámpagos volvieron a mostrarnos el barco naufragado justo a tiempo y nos agarramos a la cabria de estribor y amarramos allí.
La cubierta estaba muy alta de aquel lado. Bajamos despacio por la pendiente hacia babor, en la oscuridad, hacia las camaretas altas, tanteando el camino muy despacio con los pies y con los brazos muy abiertos para apartar las cuerdas, porque estaba tan oscuro que no veíamos nada. En seguida llegamos a la parte de delante de la claraboya y nos subimos a ella, y al paso siguiente nos quedamos enfrente de la puerta del capitán, que estaba abierta, y, ¡qué diablos, al otro extremo de las camaretas vimos una luz! ¡Y en el mismo momento pareció que oímos voces bajas a lo lejos!
Jim me susurró que se sentía muy mal y me dijo que nos fuéramos. Yo dije que de acuerdo, e íbamos a volver a la balsa cuando oí una voz que lloriqueaba y decía:
—¡Ay, por favor, no, muchachos! ¡Juro que no lo diré nunca!
Otra voz dijo, muy alta:
—Es mentira, Jim Turner. Ya has hecho lo mismo antes de ahora. Siempre quieres más que tu parte del botín, y siempre te la has llevado, porque juraste que si no nos delatarías. Pero ahora lo has dicho una vez de más. Eres el perro más asqueroso y más traidor de este país.
Para entonces, Jim se había ido a la balsa. Yo estaba hirviendo de curiosidad. Y me dije que Tom Sawyer no se echaría atrás ahora, así que yo tampoco, y que iba a ver lo que pasaba. Así que me puse a cuatro patas en el pasillo y avancé en la oscuridad hasta que no había más que un camarote entre el cruce de las camaretas y yo. Entonces vi un hombre tirado en el suelo y atado de pies y manos y otros dos encima de él, y uno de ellos llevaba una linterna sorda en la mano y el otro tenía una pistola. Éste no hacía más que apuntar la pistola a la cabeza del que estaba en el suelo y decía:
—¡Ya me gustaría, y es lo que tendría que hacer, chivato de porquería!
El hombre del suelo se encogía, diciendo:
—Ay, por favor, no, Bill; no voy a delataros nunca.
Y cada vez que decía aquello el del farol se reía y decía:
—¡Desde luego que no! En tu vida has dicho una verdad mayor, te lo aseguro —y una vez dijo—: ¡Escuchad cómo suplica! Pero si no lo tuviéramos dominado y atado, nos habría matado a los dos. ¿Y por qué? Por nada. Sólo porque defendimos nuestros derechos, por eso. Pero te apuesto, Jim Turner, a que no vas a volver a amenazar a nadie. Deja esa pistola, Bill.
Bill dice:
—No me apetece, Jake Packard. Estoy de acuerdo con matarlo, ¿no mató él al viejo Hatfield así, y no se lo merece?
—Pero yo no quiero matarlo, y tengo mis motivos.
—¡Bendito seas por esas palabras, Jake Packard! ¡No las olvidaré mientras viva! —dice el hombre del suelo, como tartamudeando.
Packard no hizo caso, sino que colgó el farol de un clavo y avanzó hacia donde estaba yo en la oscuridad y le hizo un gesto a Bill para que se le acercara. Yo retrocedí unas dos yardas lo más rápido que pude, pero el barco estaba tan escorado que no podía ir muy deprisa, así que para que no tropezase conmigo y me cogieran me metí en un camarote de la parte alta. El hombre vino a tientas en la oscuridad, y cuando Packard llegó a mi camarote dijo:
—Aquí, ven aquí.
Y allí entró, con Bill detrás. Pero antes de que entrasen ellos yo me había subido a la litera de arriba, arrinconado y lamentando haber ido. Entonces se quedaron allí con las manos en el borde de la litera, hablando. Yo no podía verlos, pero sabía dónde estaban por el olor a whisky que habían tomado. Me alegré de no beber whisky, aunque tampoco habría importado mucho, porque era casi imposible que me olieran porque no respiraba. Estaba demasiado asustado. Y además, uno no podía respirar mientras oía aquello. Hablaban en voz baja y muy serios. Bill quería matar a Turner. Dice:
—Ha dicho que nos delataría y lo hará. Si le diéramos ahora a él nuestras partes, ya no importaría después de la pelea y de lo que le hemos hecho. Puedes estar seguro de que haría de testigo de cargo; ahora, escúchame. Yo soy partidario de quitarle las penas para siempre.
—Y yo también —dijo Packard, muy tranquilo.
—Maldita sea, había empezado a creer que no. Bueno, entonces no hay problema. Vamos con ello.
—Aguarda un momento; todavía no he dicho mi parte. Escúchame. Está bien pegarle un tiro, pero hay formas más discretas si es necesario hacerlo. Pero lo que yo digo es esto: no tiene sentido andar buscando que nos pongan una soga al cuello cuando puede uno conseguir lo mismo y no correr ningún peligro. ¿No es verdad?
—Seguro que sí. Pero, ¿cómo te las vas a arreglar esta vez?
—Bueno, he pensado lo siguiente: buscamos por todas partes y recogemos lo que se nos haya olvidado en los camarotes, nos vamos a la orilla y escondemos el botín. Después esperamos. Yo digo que no van a pasar más de dos horas antes de que esta ruina se parta en dos y baje flotando río abajo. ¿Entiendes? Se ahogará y no podrá denunciar a nadie. Me parece que es mucho mejor que matarlo. Yo no soy partidario de matar a alguien mientras se pueda evitar; no tiene sentido y no es moral. ¿Tengo razón o no?
—Supongo que sí. Pero, ¿y si no se rompe ybaja flotando?
—Bueno, de todas formas podemos esperar dos horas a ver qué pasa, ¿no?
—Está bien; vamos.
Así que se pusieron en marcha y yo me largué, empapado de sudor frío, tambaleándome hasta la proa. Estaba oscuro como boca de lobo pero dije en una especie de susurro ronco: «Jim!» Respondió justo a mi lado con una especie de gemido y dije:
—Rápido, Jim, no hay tiempo que perder con quejidos; ahí hay una banda de asesinos, y si no encontramos su bote y lo echamos al río para que no se puedan marchar del barco, uno de ellos va a pasarlo muy mal. Pero si encontramos el bote podemos dejarlos a todos muy mal: los va a encontrar el sheriff. ¡Rápido… aprisa! Yo busco por el lado de babor y tú por el de estribor. Empieza por la balsa, y…
—Ay, señor mío, señor mío. ¿Balsa? Ya no queda balsa. ¡Se ha roto o ha desaparecido! ¡Y nosotros aquí!
Capítulo 13
Bueno, pegué un respingo y me desmayé. ¡Encerrados en un barco naufragado con una banda de asesinos! Pero no quedaba tiempo para andar con lloriqueos. Ahora teníamos que encontrar el bote y quedarnos nosotros con él. Bajamos temblando y tiritando por el lado de estribor y tardamos mucho: pareció que pasaba una semana antes de llegar a popa. No se veía ni señal del bote. Jim dijo que él no creía tener fuerzas para seguir: tenía tanto miedo que ya no podía más, dijo. Pero yo le dije: «Adelante, si nos quedamos aquí, seguro que lo pasamos mal». Así que seguimos buscando. Fuimos a la popa de la cubierta superior y lo encontramos; luego subimos como pudimos por la claraboya, agarrándonos a cada hierro, porque el borde de la claraboya ya estaba metido en el agua. Cuando estábamos bastante cerca del vestíbulo encontramos el bote, ¡por fin! Yo apenas si lo vi. Me sentí muy contento. Un segundo más y me habría subido a bordo, pero justo entonces se abrió la puerta. Uno de los hombres asomó la cabeza a sólo un par de pies de mí y creí que había llegado mi hora final, pero volvió a meterla y va y dice:
—¡Bill, esconde ese maldito farol!
Tiró al bote un saco con algo y después se subió y se sentó. Era Packard. Entonces salió Bill y se metió en el bote. Packard va y dice:
—Listos… ¡empuja!
Yo apenas si me podía agarrar a los hierros, de débil que me sentía. Pero Bill va y dice:
—Espera… ¿le has registrado?
—No. ¿Y tú?
—No. O sea que todavía tiene su parte de dinero.
—Bueno, pues vamos allá. No tiene sentido llevarnos las cosas y dejar el dinero.
—Oye, ¿no sospechará lo que estamos preparando?
—A lo mejor, no.
Así que desembarcaron y volvieron a entrar. La puerta se cerró de un portazo porque estaba del lado escorado y al cabo de medio segundo yo me encontraba en el bote y Jim se metió a tumbos detrás de mí. Saqué la navaja, corté la cuerda, ¡y nos fuimos!
No tocamos ni un remo ni hablamos ni susurramos, y casi ni siquiera respiramos. Bajamos deslizándonos muy rápido, en total silencio, más allá del tambor de la rueda y de la popa, y después, en un segundo o dos más, estábamos cien yardas por debajo del barco y la oscuridad lo escondió sin que se pudiera ver ni señal de él; estábamos a salvo y lo sabíamos.
Cuando nos encontrábamos a trescientas o cuatrocientas yardas río abajo vimos la linterna como una chispita en la puerta de la cubierta superior durante un segundo y supimos por eso que los bandidos habían visto que se habían quedado sin el bote y empezaban a comprender que ellos mismos tenían tantos problemas como Jim Turner.
Después Jim se puso a los remos y comenzamos a buscar nuestra balsa. Fue entonces cuando empecé a preocuparme por los hombres: calculo que antes no había tenido tiempo. Empecé a pensar lo terrible que era, incluso para unos asesinos, estar en una situación así. Me dije que no sabía si yo mismo llegaría alguna vez a ser un asesino y entonces qué me parecería. Así que voy y le digo a Jim:
—La primera luz que veamos, desembarcamos cien yardas por debajo o por encima de ella, en un sitio donde os podáis esconder bien tú y el bote, y después yo iré a contarles algún cuento y conseguir que alguien vaya a buscar a esa banda y sacarlos de su situación, para que puedan ahorcarlos cuando llegue el momento.
Pero la idea fracasó, porque la tormenta volvió a empezar en seguida, y aquella vez peor que antes. La lluvia caía a chuzos y no se veía ni una luz; calculo que todo el mundo estaría en la cama. Bajamos por el río buscando luces y atentos a nuestra balsa. Al cabo de mucho rato, escampó la lluvia pero continuó nublado y seguían viéndose relámpagos, y uno de ellos nos indicó algo negro que flotaba por delante y nos dirigimos allí.
Era la balsa, y nos alegramos mucho de volver a subir a ella. Entonces vimos una luz hacia abajo, en la orilla, a la derecha. Así que dije que fuéramos allí. El bote estaba medio lleno del botín que había robado aquella banda en el barco naufragado. Lo pusimos en la balsa todo amontonado y le dije a Jim que bajara a la deriva y sacara una luz cuando creyera que había recorrido dos millas y la tuviera encendida hasta que llegara yo; después me puse a los remos y fui hacia la luz. Cuando me acerqué vi tres o cuatro más en un cerro. Era un pueblo. Fui derecho a la luz de la orilla, dejé de remar y seguí flotando. Al pasar vi que era un farol que colgaba del mástil de un transbordador de doble casco. Me puse a buscar al vigilante, preguntándome dónde dormiría, y al cabo de un rato lo vi recostado en el bitón de proa, con la cabeza apoyada en las rodillas. Le di dos o tres golpecitos en el hombro y empecé a llorar.
Se empezó a desperezar como alarmado, pero cuando vio que era sólo yo, bostezó y se estiró bien y después dice:
—Eh, ¿qué pasa? No llores, chico. ¿Qué te pasa?
Y yo digo:
—Padre y madre y mi hermanita…
Y volví a echarme a llorar. Va él y dice:
—Vamos, dita sea, no te pongas así; todos tenemos nuestros problemas y éste ya se arreglará. ¿Qué les pasa?
—Están… están… ¿es usted el vigilante del barco?
—Sí —dice, con un aire muy satisfecho—. Soy el capitán y el propietario y el segundo y el piloto y el vigilante y el marinero jefe, y a veces soy la carga y los pasajeros. No soy tan rico como Jim Hornback y no puedo ser tan generoso con todo el mundo y tirar el dinero como él, pero le he dicho muchas veces que no me cambiaría por él; porque, digo yo, lo mío es la vida de marinero, y que me cuelguen si iba a vivir a dos millas del pueblo, donde nunca pasa nada, con todos sus dineros y muchos más que tuviera. Digo yo…
Le interrumpo y digo:
—Están en una situación horrible, y…
—¿Quiénes?
—Pues padre y madre y mi hemanita y la señorita Hooker, y si fuera usted allí con su transbordador…
—¿Adónde? ¿Dónde están?
—En el barco que ha naufragado.
—¿Qué barco?
—Pues el único que hay.
—¿Cómo? ¿No te referirás al Walter Scott?
—Sí.
—¡Cielo santo! ¿Qué hacen ahí, por el amor de Dios?
—Bueno, no fueron a propósito.
—¡Seguro que no! Pero, Dios mío, ¡si no tienen ni una oportunidad si no se marchan a toda velocidad! Pero, ¿cómo diablos se han metido en eso?
—Es muy fácil. La señorita Hooker estaba de visita allá en el pueblo…
—Sí, en el desembarcadero de Booth… sigue.
—Estaba allí de visita en el desembarcadero de Booth y justo a media tarde se puso en marcha con su negra en el transbordador de caballos para pasar la noche en casa de su amiga, la señorita como se llame —no lo recuerdo—, y perdieron el timón y empezaron a dar vueltas y bajaron flotando, de popa, y se quedaron enganchadas en el barco naufragado, y el del transbordador y la negra y los caballos se perdieron, pero la señorita Hooker se agarró y se subió al barco. Bueno, como una hora después llegamos nosotros en nuestra gabarra de mercancías y estaba tan oscuro que no vimos el barco hasta que chocamos con él y nos quedamos enganchados, pero nos salvamos todos salvo Bill Whipple, con lo bueno que era… casi hubiera preferido ser yo, de verdad.
—¡Por Dios! Es lo más raro que he oído en mi vida. Y entonces, ¿qué hicisteis?
—Bueno, gritamos y armamos mucho ruido, pero ahí el río es tan ancho que no nos oía nadie. Así que padre dijo que alguien tenía que ir a la costa a buscar ayuda. Yo era el único que sabía nadar, por eso me vine, y la señorita Hooker dijo que si no encontraba ayuda antes, que viniese aquí a buscar a su tío, que él lo arreglaría todo. Llegué a tierra una milla más abajo y vengo andando desde entonces, tratando de que la gente haga algo, pero todos dicen: «¿Qué? ¿con una noche así y con esta corriente? No tiene sentido; vete a buscar el transbordador de vapor». Si quisiera usted ir y…
—Por Dios que me gustaría y, dita sea, no sé si voy a ir, pero, ¿quién diablo lo va a pagar? ¿Crees que tu papá…?
—Bah, eso está arreglado. La señorita Hooker dijo que su tío Hornback…
—¡Diablos! ¿Ése es tío suyo? Mira, ve a esa luz que ves allá y gira al oeste al llegar, y aproximadamente un cuarto de milla después llegas a la taberna; diles que te lleven a toda prisa a casa de Jim Hornback y que él lo pagará todo. Y no pierdas el tiempo, porque querrá tener la noticia. Dile que tendré a su sobrina a salvo antes de que él pueda llegar al pueblo. Ahora vete rápido; voy ahí a la vuelta a despertar a mi maquinista.
Salí hacia la luz, pero en cuanto él se dio la vuelta retrocedí, me metí en el bote, achiqué el agua y luego me introduje en la parte tranquila del río a unas seiscientas yardas y me escondí entre algunos botes de madera, porque no podía quedarme tranquilo hasta ver que el transbordador se ponía en marcha. Pero, en general, me sentía bastante bien por haberme preocupado tanto de la banda, aunque mucha gente no lo hubiera hecho. Ojalá lo hubiera sabido la viuda. Pensé que estaría orgullosa de mí por ayudar a aquellos sinvergüenzas, porque los sinvergüenzas y los tramposos son la gente por la que más se interesan la viuda y la gente buena.
Bueno, en seguida apareció el barco naufragado, todo oscuro y apagado, que iba deslizándose a la deriva. Me recorrió el cuerpo un sudor frío y me dirigí hacia él. Estaba muy hundido, y al cabo de un momento vi que no había muchas posibilidades de que quedara nadie vivo a bordo. Le di una vuelta entera y grité un poco, pero no respondió nadie; había un silencio sepulcral. Me sentí un poco triste por los de la banda, aunque no mucho, pues calculé que si ellos podían aguantarlo yo también.
Entonces va y aparece el transbordador, así que me fui hacia la mitad del río, en una larga deriva aguas abajo, y cuando me pareció que ya no se me podía ver levanté los remos para mirar hacia atrás y vi que el transbordador daba vueltas y buscaba en torno al barco los restos de la señorita Hooker, porque el capitán sabría que su tío Hornback querría verlos, y después en seguida el transbordador abandonó y se dirigió a la costa; yo me puse a mi trabajo y bajé a toda velocidad por el río.
Me pareció que pasaba muchísimo tiempo hasta ver la luz de Jim, y cuando por fin apareció daba la sensación de estar a mil millas. Cuando llegué, el cielo estaba empezando a ponerse un poco gris hacia el este, así que nos dirigimos hacia una isla y escondimos la balsa, hundimos el bote, nos acostamos y nos quedamos dormidos como troncos.
Capítulo 14
Después, cuando nos levantamos, miramos en qué consistía el botín que había robado la banda en el barco naufragado y encontramos botas y mantas y ropa y toda clase de cosas distintas, un montón de libros y un catalejo y tres cajas de cigarros. Ninguno de los dos habíamos sido nunca así de ricos en la vida. Los cigarros eran de primera. Nos pasamos todo el principio de la tarde en el bosque, charlando, y yo leyendo los libros y en general pasándolo bien. Le conté a Jim todo lo ocurrido en el barco y en el transbordador y dijo que esas cosas eran aventuras, pero que no quería más. Dijo que cuando yo me metí en la cubierta superior y él se volvió a rastras a la balsa y vio que había desaparecido casi se muere, porque pensó que pasara lo que pasara para él ya había acabado todo, pues si no se salvaba se ahogaría, y si se salvaba el que lo viera lo devolvería a casa para cobrar la recompensa y entonces seguro que la señorita Watson lo vendía en el Sur. Bueno, tenía razón; casi siempre tenía razón; tenía una cabeza de lo más razonable para un negro.