Текст книги "Las aventuras de Huckleberry Finn"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
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—¡Pardillos, paletos! Ya sabía yo que los de la primera sesión no dirían nada y dejarían que engañásemos al resto del pueblo, y sabía que se iban a vengar la tercera noche, pensando que les había llegado la vez a ellos. Bueno, ya les llegó, y daría algo por saber cómo se lo van a tomar. Ya me gustaría saber cómo van a aprovechar la oportunidad. Siempre se pueden ir de merienda si quieren. Llevaron bastantes provisiones.
Aquellos sinvergüenzas habían sacado cuatrocientos sesenta y cinco dólares en tres noches. Yo nunca había visto entrar el dinero así, a carretadas.
Después, cuando ya se habían dormido y roncaban, Jim va y dice:
—¿No te extraña cómo se porta ese rey, Huck?
—No —respondí—, nada.
—¿Por qué no, Huck?
—Bueno, pues no, porque lo llevan en la sangre. Calculo que son todos iguales.
—Pero, Huck, estos reyes nuestros son unos sinvergüenzas; eso es lo que son, unos sinvergüenzas.
—Bueno, eso es lo que decía; todos los reyes son prácticamente unos sinvergüenzas, que yo sepa.
—¿Es verdad?
—No tienes más que leer lo que han hecho para enterarte. Fíjate en Enrique VIII; este nuestro es un superintendente de escuela dominical a su lado. Y fíjate en Carlos II y Luis XIV, y Luis XV y Jacobo II y Eduardo II y Ricardo III y cuarenta más; además de todas aquellas heptarquías sajonas que andaban por ahí en la antigüedad armando jaleos. Pero tendrías que haber visto al tal Enrique VIII cuando estaba en forma. Era una joya. Se casaba con una mujer nueva cada día y le cortaba la cabeza a la mañana siguiente. Y le importaba tanto como si estuviera pidiendo un par de huevos. «Que traigan a Nell Gwynn», decía. Se la traían. A la mañana siguiente: «¡Que le corten la cabeza!» Y se la cortaban. «Que traigan a Jane Shore», decía, y ahí llegaba. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y se la cortaban. «Que traigan a la bella Rosamun», y la bella Rosamun respondía ala campana. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y hacía que cada una de ellas le contase un cuento cada noche y así hasta que reunió mil y un cuentos, y entonces los metió todos en un libro y lo llamó el Libro del juicio, que es un buen título, y que lo aclara todo. Tú no conoces a los reyes, Jim, pero yo sí; este pícaro nuestro es uno de los más decentes que me he encontrado en la historia. Bueno, al tal Enrique le da la idea de que quiere meterse en líos con este país. Y, ¿qué hace… avisa de algo? ¿Se lo dice al país? No. De golpe va y tira por la borda todo el té que hay en el puerto de Boston y se inventa una declaración de independencia y les dice que a ver si se atreven. Así era como hacía él las cosas. Nunca le daba una oportunidad a nadie. Sospechaba algo de su padre, que era el duque de Wellington. Y, ¿qué hace? ¿Le dice que se presente? No: lo ahoga en una barrica de malvasía, como si fuera un gato. Imagínate que alguien dejase dinero olvidado donde estaba él; ¿qué hacía? Se lo guardaba. Imagínate que tenía un contrato para hacer algo y le pagabas y no te quedabas ahí sentado a ver cómo lo hacía; ¿qué hacía él? Siempre lo contrario. Imagínate que abría la boca; ¿qué pasaba? Si no la cerraba inmediatamente, soltaba una mentira por minuto. Así era de bicho el tal Enrique, y si hubiera estado él con nosotros en lugar de nuestros reyes, habría estafado a ese pueblo mucho más que los nuestros. No digo que los nuestros sean unos corderitos, porque no lo son y sería mentir, pero no son nada en comparación con aquel viejo cabrón. Lo único que te digo es que los reyes son los reyes y hay que dejarles un margen. Así, en bloque, son bastante gentuza. Es por cómo los crían.
—Pero éste apesta como un maldito, Huck.
—Pues igual que todos, Jim. Nosotros no podemos evitar que los reyes huelan así; la historia no nos dice cómo evitarlo.
—Pero el duque resulta como más simpático en algunas cosas.
—Sí, los duques son diferentes. Pero no mucho. Éste es una cosa media para duque. Cuando está borracho, un miope no podría distinguirlo de un rey.
—Bueno, en todo caso, no me apetece conocer a más tipos de éstos, Huck. Con éstos me basta y me sobra.
—Igual me pasa a mí, Jim. Pero nos han caído encima y tenemos que recordar lo que son y tener en cuenta las cosas. Ya me gustaría enterarme de que en algún país ya no quedan reyes.
¿Para qué contarle a Jim que no eran reyes ni duques de verdad? No habría valido de nada; además, era lo que yo había dicho: no se los podía distinguir de los de verdad.
Me quedé dormido y Jim no me llamó cuando me tocaba el turno. Lo hacía muchas veces. Cuando me desperté, justo al amanecer, estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, gimiendo y lamentándose. No le hice caso ni me di por enterado. Sabía lo que pasaba. Estaba pensando en su mujer y sus hijos, allá lejos, y se sentía desanimado y nostálgico, porque nunca había estado fuera de casa en toda su vida, y creo, de verdad, que quería tanto a su gente como los blancos a la suya. No parece natural, pero creo que es así. Muchas veces gemía y se lamentaba así por las noches, cuando creía que yo estaba dormido, y decía: «¡Probecita Lizabeth! ¡Probecito John! Es muy difícil; ¡creo que nunca os voy a ver más, nunca más!» Era un negro muy bueno, el Jim.
Pero aquella vez no sé cómo me puse a hablar con él de su mujer y sus hijos y después de un rato va y dice:
—Me siento tan mal porque he oído allá en la orilla algo así como un golpe, o un portazo, hace un rato, y me recuerda la vez que traté tan mal a mi pequeña Lizabeth. No tenía más que cuatro años y le dio la ascarlatina y las pasó muy mal; pero se puso güena y un día voy y digo, dije:
»—Cierra esa puelta.
»Y no la cerró; se quedó allí, como sonriéndome. Me cabreé y le vuelvo a decir muy alto, voy y digo, dije:
»—¿No me oyes? ¡Cierra esa puelta!
»Y ella seguía allí, como sonriéndome. ¡Y yo con un cabreo! Yvoyydigo, dije:
»—¡Te vas a enterar!
»Y voy y le pego una bofetá que la tiro de espaldas. Entonces fui a la otra habitación y tardé en volver unos diez minutos, y cuando volví allí estaba la puelta todavía abierta, y la niña allí mismo, mirando al suelo y quejándose y llorando. ¡Dios, qué cabreo! Iba a darle otra vez, pero justo entonces, porque era una puelta que se abría hacia adentro, justo entonces va el viento y la cierra de un portazo detrás de la niña, ¡baaam! ¡Y te juro que la niña ni se movió! Casi me quedo sin aliento; y me sentí tan… no sé cómo me sentí. Salí de allí todo temblando y voy y abro la puelta mu despacio y meto la cabeza justo detrás de la niña, sin hacer ni un ruido, y de repente digo: «¡Baaam! lo más alto que puedo. ¡Y ni se movió! Ay, Huck. Me eché a llorar y la agarré en brazos diciendo: «¡Ay, probecita! ¡Que el Señor y todos los santos perdonen al pobre Jim, porque él nunca se va a perdonar mientras viva!» Ay, se había quedado sordomuda, Huck, sordomuda del todo, ¡y yo tratándola así!
Capítulo 24
Al día siguiente, hacia la noche, amarramos a un islote de sauces en el medio, donde había un pueblo a cada lado del río, y el duque y el rey empezaron a hacer planes para trabajar en aquellos pueblos. Jim habló con el duque y dijo que esperaba que no les llevara más que unas horas, porque le resultaba muy pesado tener que quedarse todo el día en el wigwam, atado con las cuerdas. Entendéis, cuando lo dejábamos teníamos que atarlo, porque si alguien se lo encontraba solo y sin atar parecería que era un negro fugitivo, ya sabéis. Así que el duque dijo que efectivamente resultaba muy duro pasarse atado todo el día y que iba a pensar alguna forma de solucionarlo.
El tal duque era de lo más listo, y pronto se le ocurrió una idea. Vistió a Jim con el disfraz del rey Lear: una bata larga de calicó de cortina y una peluca blanca de crin de caballo, con sus barbas, y después sacó el maquillaje del teatro y le pintó la cara y las manos, las orejas y el cuello todo de un azul apagado y continuo, como un hombre que llevara ahogado nueve días. Que me cuelguen si no era la visión más horrible que se pueda uno imaginar. Después el duque escribió en una pizarra un letrero que decía:
ÁRABE ENFERMO;
INOFENSIVO CUANDO NO SE VUELVE LOCO.
Y clavó el letrero en un poste y puso el poste a cuatro o cinco pies por delante del wigwam. Jim se quedó muy contento. Dijo que era mucho mejor que estarse atado años y años todos los días y echarse a temblar cada vez que oía algo. El duque le dijo que hiciera lo que le apeteciese y que si alguien venía a meter las narices, saliera saltando del wigwam y armase un poco de jaleo y pegase un aullido o dos como si fuera un animal salvaje, y calculaba que se irían y lo dejarían en paz. Lo cual era una idea bastante buena; pero la verdad es que un hombre normal no esperaría a que se pusiera a aullar. ¡Pero si no sólo parecía que se hubiera muerto, sino algo mucho peor todavía!
Aquellos sinvergüenzas querían volver a probar con el Sin Par porque dejaba mucho dinero, pero calcularon que no convenía, porque quizá se hubiera corrido ya la noticia. No se les ocurría ningún proyecto que resultara perfecto, así que al final el duque dijo que lo dejaba y que iba a pensarlo una hora o dos y ver si podía organizar algo en el pueblo de Arkansaw, y el rey dijo que él iría al otro pueblo sin ningún plan, pero confiaría en la Providencia para que le diese alguna idea lucrativa, o sea, que calculo que se refería al teatro. Todos habíamos comprado ropa en la tienda de la última parada, y ahora el rey se puso la suya y me dijo a mí que me pusiera la mía. Naturalmente lo hice. La ropa del rey era toda negra y tenía un aire muy elegante y almidonado. Hasta entonces nunca había comprendido yo cómo podía la ropa cambiar a la gente. Antes tenía el aire de ser el viejo sinvergüenza que era en realidad, pero ahora, cuando se quitaba su sombrero nuevo de castor y hacía una reverencia y sonreía, parecía tan elegante y tan piadoso que diría uno que acababa de salir del arca de Noé y que podía haber escrito el Levítico en persona. Jim limpió la canoa y me preparó el remo. En la costa había atracado un barco de vapor más allá del cabo, unas tres millas arriba del pueblo, que llevaba allí un par de horas, cargando material. Y el rey va y dice:
—Ya que voy vestido así, calculo que más vale llegar a Saint Louis o Cincinatti, o alguna otra gran ciudad. Vamos hacia el barco de vapor, Huckleberry; llegaremos al pueblo en él.
No hacía falta que me ordenasen dos veces dar un paseo en barco de vapor. Llegué a la ribera media milla más arriba del pueblo y después bajamos deslizándonos junto al acantilado, en el agua tranquila. En seguida nos encontramos con un joven campesino de aire inocente sentado en un tronco y quitándose el sudor de la cara, pues hacía mucho calor, con un par de maletones de tela en el suelo.
—Vamos a atracar —dijo el rey. Obedecí—. ¿A dónde va usted, joven?
—Al barco de vapor; tengo que ir a Orleans.
—Suba abordo —dijo el rey—. Un momento, mi criado le ayudará con las maletas. Salta a tierra y échale una mano al caballero, Adolfus —y vi que ése era yo.
Obedecí, y los tres volvimos a ponernos en marcha. El muchacho estaba muy agradecido; dijo que el andar con equipaje con aquel tiempo resultaba muy cansado. Preguntó al rey dónde iba él y el rey le dijo que había bajado por el río y desembarcado en el otro pueblo aquella mañana, y que ahora iba a recorrer unas millas para ver a un viejo amigo en una finca que había allí. El muchacho dijo:
—Cuando lo vi a usted me dije: «Seguro que es el señor Wilks que llega justo a tiempo». Pero luego me volví a decir: «No, calculo que no, pues no estaría remando río arriba». ¿No es usted, verdad?
—No, yo me llamo Blodgett; Elexander Blodgett; reverendo Elexander Blodgett, supongo que debería decir, dado que soy uno de los pobres fámulos del Señor. Pero también puedo lamentar que el señor Wilks no haya llegado a tiempo, si es que eso le causa algún perjuicio, aunque espero que no.
—Bueno, no es que vaya a perder sus bienes, porque ésos le corresponden de todas formas, pero no podrá ver morir a su hermano Peter, cosa que a él quizá no le importe, nadie puede saberlo, pero su hermano habría dado cualquier cosa por verlo a él antes de morir; en estas tres semanas no ha hablado de otra cosa; no lo ve desde que eran niños y a su hermano William no lo ha visto en su vida, es decir, ése es el sordomudo, William, que no tiene más que treinta o treinta y cinco años. Peter y George fueron los únicos que vinieron aquí; George era el casado; él y su mujer murieron el año pasado. Ahora sólo quedan Harvey y William y, como le decía, no van a llegar a tiempo.
—¿Les ha avisado alguien?
—Ah, sí; hace uno o dos meses, cuando se puso enfermo Peter, porque Peter dijo entonces que le parecía como que esta vez no se iba a poner bueno. Ya ve usted, era muy viejo y las chicas de George eran demasiado jóvenes para hacerle mucha compañía, salvo Mary Jane, la pelirroja; así que se sentía muy solo cuando se murieron George y su mujer, y no parecía tener muchas ganas de vivir. Estaba desesperado por ver a Harvey, y de hecho también a William, porque era de esos que no soportan hacer testamento. Dejó una carta para Harvey y dijo que en ella le contaba dónde estaba escondido el dinero y cómo quería que se dividiese el resto de la propiedad para que las chicas de George quedaran bien, porque George no había dejado nada. Y aquella carta fue lo único que lograron que escribiese.
—¿Por qué cree usted que no ha venido Harvey? ¿Dónde vive?
—Ah, vive en Inglaterra, en Sheffield; es predicador y no ha vuelto nunca a este país. No ha tenido demasiado tiempo, y además, ya sabe, a lo mejor ni siquiera le ha llegado la carta.
—Una pena, una pena que no pudiera vivir para ver a sus hermanos, pobrecillo. ¿Y dice usted que va a Orleans?
—Sí, pero eso no es más que el principio. El miércoles que viene tomo un barco para Río Janero, donde vive mi tío.
—Es un viaje bastante largo. Pero será muy bonito; ojalá pudiera ir yo. ¿Es Mary Jane la mayor? ¿Qué edad tienen las otras?
—Mary Jane, diecinueve años; Susan, quince, y Joanna unos catorce… ésa es la que se dedica a las buenas obras y tiene un labio leporino.
—¡Pobrecitas! Quedarse así solas en este frío mundo…
—Bueno, peor podrían estar. El viejo Peter tenía amigos, y no van a permitir que les pase nada. Están Hobson, el predicador baptista, y el diácono Lot Hovey, y Ben Rucker y Abner Shackleford y Levi Bell, el abogado, y el doctor Robinson y sus mujeres, y la viuda Bartley y… bueno, montones; pero ésos eran los más amigos de Peter y de los que hablaba a veces cuando escribía a casa. Así que Harvey sabrá dónde buscar amigos cuando llegue.
Bueno, el viejo siguió haciendo preguntas hasta que prácticamente se lo sacó todo al muchacho. Maldito si no preguntó por todos y por todo de aquel pobre pueblo, todo lo relativo a los Wilks y cuál era el negocio de Peter, que era curtidor; y el de George, que era carpintero; y el de Harvey, que era pastor de una iglesia disidente, etcétera, etcétera. Después dijo:
—¿Por qué quería ir usted a pie todo el camino hasta el barco de vapor?
—Porque es uno de los barcos grandes de Orleans y temía que no parase allí. Los grandes no paran cuando se los llama. Los de Cincinnati sí, pero éste es de Saint Louis.
—¿Era rico Peter Wilks?
—Ah, sí, bastante rico. Tenía casas y tierras, y se calcula que dejó tres o cuatro mil dólares en efectivo escondidos en alguna parte.
—¿Cuándo dijo usted que había muerto?
—No lo dije, pero fue anoche.
—Entonces el funeral será mañana.
—Sí, hacia mediodía.
—Bueno, es todo muy triste, pero todos tenemos que irnos en un momento u otro. Así que lo que hemos de hacer es estar preparados y entonces la paz será con nosotros.
—Sí, señor, es lo mejor. Mi madre siempre decía lo mismo.
Cuando llegamos al barco casi había terminado de cargar y en seguida zarpó. El rey no dijo nada de subir a bordo, así que después de todo me quedé sin paseo. Cuando hacía rato que se había ido el barco, el rey me hizo remar otra milla río arriba, a un sitio solitario, y después bajó ala ribera y dijo:
—Ahora vuelve corriendo y tráete al duque con las maletas de lona nuevas. Y si se ha ido al otro lado, vete allí a buscarlo. Dile que se prepare para venir pase lo que pase. Vamos, vete.
Comprendí lo que estaba preparando él, pero, naturalmente, no dije nada. Cuando volví con el duque escondimos la canoa y ellos se sentaron en un tronco y el rey se lo contó todo, igual que se lo había contado el joven: hasta la última palabra. Y todo el tiempo tratando de hablar como un inglés, y le salía bastante bien, para ser un vagabundo. No puedo imitarlo, así que no lo voy a intentar, pero de verdad que lo hacía muy bien. Después dijo:
—¿Qué tal te sale el sordomudo, Aguassucias?
El duque dijo que podía confiar en él. Dijo que había hecho el papel de sordomudo en el escenario. Así que se quedaron esperando a que llegase un barco de vapor.
Hacia la primera hora de la tarde aparecieron dos barcas, pero no venían de demasiado lejos río arriba; por fin apareció una grande y la llamaron. Envió la yola y embarcamos; era de Cincinnati, y cuando se enteraron de que sólo queríamos recorrer cuatro o cinco millas se pusieron furiosos y nos maldijeron y dijeron que no nos desembarcarían. Pero el rey dijo muy tranquilo:
—Si los caballeros se pueden permitir un dólar por milla cada uno para que los suban y los bajen en una yola, entonces un barco de vapor puede permitirse transportarlos, ¿no?
Así que se ablandaron y dijeron que bueno, y cuando llegamos al pueblo nos llevaron a la ribera en la yola. Cuando la vieron llegar, unas dos docenas de hombres bajaron a verla, y cuando el rey dijo:
—¿Puede alguno de ustedes, caballeros, decirme dónde vive el señor Peter Wilks? —se miraron entre sí, asintiendo con las cabezas, como diciendo: «¿qué te había dicho?» Entonces uno de ellos dice, con voz muy amable:
—Lo siento, caballero, pero lo máximo que podemos hacer es decirle dónde vivía hasta ayer noche.
En un abrir y cerrar de ojos el viejo caradura se puso a temblar, se dejó caer contra el hombre, apoyándole la barbilla en el hombro y llorándole en la espalda, y dijo:
—¡Ay, ay, nuestro pobre hermano… Se ha ido y nunca logramos verlo! ¡Ay, esto es demasiado, demasiado!
Y se da la vuelta lloriqueando y hace una serie de señales idiotas al duque con las manos, y que me cuelguen si el duque no dejó caer una de las maletas y se echó a llorar. De verdad que eran la pareja de estafadores más siniestra que he visto en mi vida.
Bueno, los hombres formaron un grupo y les dieron el pésame, les dijeron todo género de cosas y les subieron las maletas por la cuesta y les dejaron que se apoyaran en ellos y llorasen, y cuando le contaron al rey todos los detalles de los últimos momentos de su hermano, él se lo volvió a contar todo con las manos al duque y los dos lloraban por aquel curtidor muerto como si hubieran perdido a los doce discípulos. Bueno, es que si me vuelvo a encontrar algo así, es que yo soy un negro. Aquello bastaba para sentir vergüenza del género humano.
Capítulo 25
La noticia circuló por todo el pueblo en dos minutos y se veía a gente que llegaba corriendo de todas partes, algunos poniéndose la chaqueta. En seguida nos encontramos en medio de una multitud y el ruido de las pisadas era como el de la marcha de un regimiento. Las ventanas y las puertas estaban llenas, y a cada minuto alguien preguntaba, por encima de una valla:
—¿Son ellos?
Y alguien que llegaba trotando con el grupo respondía:
—Apuesto a que sí.
Cuando llegamos a la casa, la calle estaba llena de gente y en la puerta estaban las tres muchachas. Mary Jane era pelirroja, pero eso no importa: era la más guapa, y tenía la cara y los ojos encendidos por la alegría de ver llegar a sus tíos. El rey abrió los brazos y Mary Jane saltó a ellos, y la del labio leporino se lanzó a los del duque, ¡y allí se armó! Casi todo el mundo, por lo menos las mujeres, se echó a llorar de alegría al verlos reunidos otra vez por fin, y tan a gusto todos.
Después el rey le hizo una seña en privado al duque (yo lo vi) y miró a su alrededor para ver el ataúd, colocado en un rincón sobre dos sillas; entonces él y el duque, cada uno apoyado con una mano en el hombro del otro y la otra en los ojos, se acercaron lentos y solemnes y todo el mundo retrocedió para hacerles sitio y dejó de hablar y de hacer ruido mientras se oía «¡chisss!» y todos los hombres se quitaban los sombreros y bajaban las cabezas, de modo que se habría oído caer un alfiler. Y cuando llegaron se inclinaron y miraron el ataúd, y a la primera mirada se echaron a llorar que se los podía haber oído hasta en Orleans, o casi, y después se echaron el brazo al cuello el uno del otro, apoyando las barbillas en el hombro del otro, y durante tres minutos, o quizá cuatro, en mi vida he visto a dos hombres gimplar como aquéllos. Y, cuidado, que todo el mundo hacía lo mismo, y aquello empezó a rezumar humedad como nunca he visto nada igual. Después uno de ellos se puso a un lado del ataúd y el otro al otro, y se arrodillaron y apoyaron las frentes en el ataúd y empezaron a hacer como que rezaban en silencio. Bueno, cuando pasó aquello, la gente se emocionó como no he visto en mi vida, todo el mundo rompió a llorar y siguió llorando en voz alta; también las pobres muchachas, y casi todas las mujeres fueron hacia ellas, sin decir una palabra, y las besaron, muy solemnes, en la frente, y después les llevaron las manos a las cabezas mirando hacia el cielo, todas llenas de lágrimas, y salieron gimiendo y tambaleándose para dejar el turno a otras. Nunca he visto nada igual de asqueroso.
Bueno, al cabo de un rato el rey se levanta, se adelanta un poco, coge fuerzas y empieza a soltar un discurso temblequeante, todo lleno de lágrimas y de bobadas, diciendo lo duro que les resulta a él y a su pobre hermano perder al muerto, y no haber logrado verlo vivo después de un largo viaje de cuatro mil millas, pero es una prueba que se ve suavizada y santificada por esta gran solidaridad y por estas lágrimas sagradas, así que les da las gracias de todo corazón, el suyo y el de su hermano, porque con la boca no pueden, porque las palabras son demasiado débiles y frías, y todo ese género de bobadas y tonterías, hasta que resulta estomagante, y después gimotea un piadoso amén, amén, Señor, y se deja ir y se pone otra vez a llorar como un loco.
Y en el momento en que soltó aquello, alguien del grupo empezó a cantar el Gloria Patri, y todo el mundo se sumó con todas sus fuerzas, de forma que confortaba mucho y se sentía uno como en la iglesia. La música es una cosa tan buena que después de todas aquellas bobadas y mentiras, nunca he visto cosa que limpiara más el ambiente y que sonara más honrado y más animado.
Después el rey empezó a darle otra vez a la sin hueso diciendo que él y sus sobrinas celebrarían que algunos de los principales amigos de la familia cenaran con ellos allí esa noche y les ayudaran a velar los restos del difunto, y que si su pobre hermano allí yacente pudiera hablar él sabe quién diría, porque eran nombres que les resultaban muy queridos y que mencionaba a menudo en sus cartas, así que los dirá él mismo, o sea, los siguientes: el reverendo señor Hobson y el diácono Lot Hovey, y el señor Ben Rucker, y Abner Shackleford, y Levi Bell, y el doctor Robinson y sus esposas y la viuda Bartley.
El reverendo Hobson y el doctor Robinson estaban en el otro extremo del pueblo, cazando juntos; o sea, quiero decir que el médico estaba enviando a un enfermo al otro mundo y el predicador le estaba enseñando el camino más recto para llegar. El abogado Bell estaba en Louisville por cuestión de trabajo. Pero los demás estaban todos allí, así que vinieron a estrechar la mano del rey y le dijeron las gracias y hablaron con él, y después estrecharon la mano al duque y no dijeron nada, sino que se quedaron sonriendo y asintiendo con la cabeza como un montón de idiotas mientras él hacía todo genero de signos con la mano y decía: «Guu—guuu—guu—guuu» todo el tiempo, como un bebé que no sabe hablar.
Así que el rey siguió parloteando y se las arregló para preguntar prácticamente por toda la gente y hasta por los perros del pueblo; sabía cómo se llamaban todos, y mencionó todo género de cosas que habían pasado una vez u otra en el pueblo o que les había ocurrido a la familia de George o a la de Peter. Y siempre sugería que Peter se las había dicho en sus cartas, pero era mentira; todo se lo había sacado a aquel pobre idiota con el que fuimos en canoa hasta el barco de vapor.
Después Mary Jane trajo la carta que había dejado su padre y el rey la leyó en voz alta y se echó a llorar con ella. Dejaba la vivienda y tres mil dólares en oro a las muchachas, y la fábrica de curtidos (que era un buen negocio), junto con otras casas y tierras (por valor de unos siete mil) y tres mil dólares en oro a Harvey y William, y decía dónde estaban escondidos en el sótano los seis mil dólares en monedas. Así que los dos estafadores dijeron que iban a buscarlo para que todo quedase bien claro y me mandaron que fuese yo con una vela. Cerramos la puerta del sótano al entrar, y cuando se encontraron con la bolsa, la abrieron en el suelo y fue un espectáculo maravilloso ver tanto oro junto: ¡Cómo le brillaban los ojos al rey! Le da una palmada en el hombro al duque y dice:
—¡Esto sí que vale la pena! ¡Ay, sí, claro que sí! Bueno, Biljy, es mejor que el Sin Par, ¿no?
El duque reconoció que sí. Acariciaron las monedas y se las dejaron resbalar entre los dedos y resonar en el suelo, y el rey dice:
—No hay que darle vueltas; lo que nos conviene a ti y a mí, Aguassucias, es ser hermanos de un muerto rico y representantes de los únicos herederos extranjeros que quedan. Esto se lo debemos a la Providencia. A la larga, lo mejor es confiar en ella. Lo he probado todo, y no hay mejor solución.
Casi cualquiera se hubiera quedado contento con aquel montón y se habría fiado de la cuenta, pero no, ellos tenían que contarlo. Así que lo cuentan y resulta que faltan cuatrocientos quince dólares. Y va y dice el rey:
—Dita sea, ¿qué habrá hecho con esos cuatrocientos quince dólares?
Se quedaron pensándolo un rato, buscándole una explicación. Después el duque dice:
—Bueno, estaba bastante enfermo y probablemente se equivocó… Calculo que eso fue lo que pasó. Lo mejor es dejarlo y no decir nada. No nos hace falta.
—Ah, claro, sí, no nos hace falta. A mí eso no me importa. En lo que estoy pensando es en la cuenta. En este caso tenemos que actuar con mucha claridad, ya sabes. Lo que necesitamos es llevar este dinero arriba y contarlo delante de todo el mundo para que no puedan sospechar nada. Pero cuando el muerto dice que hay seis mil dólares, ya sabes que no nos conviene…
—Un momento —dice el duque—. Podemos poner lo que falta —y empieza a sacar monedas de oro del bolsillo.
—Esa idea es de lo más acertada, duque… Tienes la cabeza muy bien puesta —dice el rey—. Bendito sea el Sin Par que vuelve a ayudarnos —y empieza a sacarse monedas de oro del bolsillo y a amontonarlas.
Casi se quedan sin dinero, pero llegaron a los seis mil dólares exactos.
—Oye —dice el duque—, se me ocurre otra idea. Vamos arriba, contamos el dinero y después se lo damos a las chicas.
—¡Por Dios santo, duque, deja que te dé un abrazo! Es la idea más brillante del mundo. Desde luego, tienes la cabeza pero que muy bien puesta. Ahora que sospechen lo que quieran… Así se convencerán.
Cuando subimos, todo el mundo se reunió en torno a la mesa y el rey lo contó y lo amontonó, a trescientos dólares por montón: veinte montoncitos muy elegantes. Todo el mundo los miró con envidia, relamiéndose los labios. Después volvieron a meterlo todo en la bolsa y vi que el rey empezaba a inflarse para lanzar otro discurso. Va y dice:
—Amigos todos, mi pobre hermano que ahí yace ha sido generoso con los que quedamos detrás en este valle de lágrimas. Ha sido generoso con estas corderitas que ha amado y protegido y que ahora quedan sin padre ni madre. Sí, y los que lo conocíamos sabemos que él habría sido más generoso con ellas de no haber temido herirnos a su querido William y a mí. ¿No es verdad? A mí no me cabe duda. Bueno, entonces, ¿qué clase de hermanos serían los que se opusieran a su voluntad en un momento así? ¿Y qué clase de tíos serían los que robarían, sí, robarían, a unas pobres corderitas como éstas, que él tanto amaba, en un momento así? Si conozco a William, y creo que sí … él … bueno, voy a preguntárselo.
Y se da la vuelta y empieza a hacerle un montón de señales al duque con las manos y el duque lo contempla con gesto estúpido e inexpresivo un rato, y luego de repente parece comprender lo que dice y salta encima del rey, diciendo «guu—guuu» de alegría con todas sus fuerzas y le da unos quince abrazos antes de soltarlo. Después, el rey va y dice:
—Ya lo sabía; calculo que esto convencerá a todo el mundo de lo que él piensa. Vamos, Mary Jane, Susan, Joanna, tomad el dinero… tomadlo todo. Es el regalo de quien ahí yace, frío pero contento.
Mary Jane se lanzó hacia él y Susan y la del labio leporino hacia el duque y se pusieron a darles tales besos y abrazos como nunca he visto. Y todo el mundo se amontonó con los ojos llenos de lágrimas y dándoles las manos a aquellos estafadores, diciendo todo el tiempo:
—¡Almas bondadosas! ¡Qué buenos! ¡Cómo han podido!
Bien, en seguida todos volvieron a hablar del difunto y de lo bueno que era y qué gran pérdida representaba y todo eso, y un poco después llegó un hombretón de mandíbula cuadrada que se quedó escuchando y mirando sin decir nada, y nadie le decía tampoco nada a él, porque el rey estaba hablando y todos estaban ocupados en escuchar. El rey seguía diciendo, en mellio de algo que ya había empezado:
—…amigos en especial del difunto. Por eso están invitados aquí en esta tarde, pero la verdad queremos que vengan todos… todo el mundo; pues él respetaba a todo el mundo, quería a todo el mundo, y por eso procede que sus orgías funerarias sean públicas.
Y siguió diciendo estupideces, porque le gustaba escucharse. Y a cada rato volvía a sacar otra vez lo de las orgías funerarias, hasta que el duque ya no lo pudo aguantar y escribió en un trocito de papel: «Exequias, viejo idiota», y lo dobló y fue haciendo «guu—guu» y se lo pasó por encima de la cabeza de los demás. El rey lo leyó, se lo metió en el bolsillo y dijo: