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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Автор книги: Марк Твен



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La señorita Charlotte había mantenido la cabeza alta como una reina mientras Buck contaba su historia, con las aletas de la nariz muy abiertas, y ahora parpadeó. Los dos hombres más jovenes tenían aire sombrío, pero no dijeron nada. La señorita Sophia palideció, pero recuperó el color cuando se enteró de que el hombre no estaba herido.

En cuanto pude llevarme a Buck donde se guardaba el maíz y estábamos solos bajo los árboles le pregunté:

—¿Querías matarlo, Buck?

—Hombre, claro que sí.

—¿Qué te había hecho?

—¿Él? Nunca me ha hecho nada.

—Bueno, entonces, Buck, ¿por qué querías matarlo?

—Pues por nada, no es más que por la venganza de sangre.

—¿Qué es una venganza de sangre?

—Pero, ¿dónde te has criado? ¿No sabes lo que es una venganza de sangre?

—Nunca había oído hablar de eso… dime lo que es.

—Bueno —dijo Buck—, una venganza de sangre es algo así: un hombre se pelea con otro y le mata, entonces el hermano de ese otro lo mata a él; después los demás hermanos de cada familia se van buscando unos a otros, después entran los primos y al cabo de un tiempo han muerto todos y se acabó la venganza de sangre. Pero es como muy lento y lleva mucho tiempo.

—¿Y ésta dura desde hace mucho tiempo, Buck?

—¡Pues claro! Empezó hace treinta años o así. Hubo una pelea por algo y después un pleito para solucionarla, y el pleito lo ganó uno de los hombres, así que el otro fue y mató al que lo había ganado, que es naturalmente lo que tenía que hacer, por supuesto. Lo que haría cualquiera.

—Y, ¿cuál fue el problema, Buck? ¿Fue por tierras?

—Supongo que sería… no lo sé.

—Bueno, ¿quién mató a quién? ¿Fue un Grangerford o un Shepherdson?

—¿Cómo diablo voy a saberlo yo? Fue hace mucho tiempo.

—¿No lo sabe nadie?

—Ah, sí, padre lo sabe, supongo, y alguno de los otros viejos; pero ya no saben por qué fue la primera pelea.

—¿Ha habido muchos muertos, Buck?

—Sí; ha habido muchos funerales. Pero no siempre matan. Padre lleva algo de metralla dentro, pero no le importa porque de todos modos no pesa mucho. Bob tiene uno o dos tajos de cuchillo de caza y a Tom lo han herido una o dos veces.

—¿Ha muerto alguien ya este año, Buck?

—Sí; nosotros nos apuntamos uno y ellos otro. Hace unos tres meses mi primo Bud, que tenía catorce años. Iba por el bosque del otro lado del río y no llevaba armas, lo que es una estupidez, y cuando estaba en un sitio solitario oyó un caballo que venía por detrás y vio al viejo Baldy Shepherdson que le perseguía con la escopeta en la mano y el pelo blanco flotando al viento, y en lugar de saltar del caballo y echarse a correr, Bud se creyó que podía ir más rápido, así que la persecución continuó cinco millas o más y el viejo ganaba cada vez más terreno; al final Bud vio que no merecía la pena y se paró y le hizo cara para que las heridas fueran de frente, ya sabes, y el viejo lo alcanzó y lo mató. Pero no tuvo mucho tiempo para disfrutar con su suerte, porque en menos de una semana los nuestros lo mataron a él.

—Para mí que ese viejo era un cobarde, Buck.

—Pues para mí que no era un cobarde. Ni mucho menos. No hay ni un solo Shepherdson que sea un cobarde; ni uno. Ni tampoco hay un solo Grangerford que sea un cobarde. Pero si una vez aquel viejo aguantó solo una pelea de media hora contra tres Grangerford y venció él. Estaban todos a caballo; él se apeó y se parapetó tras unas maderas y puso el caballo delante para que le dieran a él las balas; pero los Grangerford siguieron a caballo dando vueltas al viejo y disparándole y él disparándolos a ellos. Él y su caballo volvieron a casa bastante fastidiados y agujereados, pero a los Grangerford hubo que llevarlos a casa, uno de ellos muerto, y otro murió al día siguiente. No, señor; si alguien anda buscando cobardes, que no pierda el tiempo con los Shepherdson, porque ellos no crían de eso.

Al domingo siguiente fuimos todos a la iglesia, a unas tres millas, todos a caballo. Los hombres se llevaron las escopetas, y Buck también, y las mantuvieron entre las rodillas o las dejaron a mano apoyadas en la pared. Los Shepherdson hicieron lo mismo: fue un sermón de lo más corriente: todo sobre el amor fraterno y tonterías por el estilo; pero todo el mundo dijo que era un buen sermón y hablaron de él en el camino de vuelta, y tenían tantas cosas que decir de la fe y las buenas obras y la gracia santificante y la predeterminación y no sé qué más que me pareció uno de los peores domingos de mi vida.

Más o menos una hora después de comer todo el mundo dormía la siesta, algunos en sus sillas y otros en sus habitaciones, y resultaba todo muy aburrido. Buck y un perro estaban tirados en la hierba al sol, dormidos como troncos. Yo subí a nuestra habitación pensando en echarme también la siesta. Vi a la encantadora señorita Sophia de pie en su puerta, que estaba al lado de la nuestra, y me hizo pasar a su habitación, cerró la puerta sin hacer ruido y me preguntó si la quería, y yo le contesté que sí, y me preguntó si le haría un favor sin decírselo a nadie y le dije que sí. Entonces me contó que se había olvidado el Nuevo Testamento y lo había dejado en el asiento de la iglesia entre otros dos libros, y que si no querría yo salir en silencio e ir a buscárselo sin decirle nada a nadie. Le dije que sí. Así que me marché tranquilamente por el camino y en la iglesia no había nadie, salvo quizá un cerdo o dos, porque la puerta no tenía cerradura y a los cerdos les gustan los suelos apisonados en verano, porque están frescos. Si se fija uno, casi nadie va a la iglesia más que cuando es obligatorio, pero los cerdos son diferentes.

Me dije: «Algo pasa; no es natural que una chica se preocupe tanto por un Nuevo Testamento», por eso lo sacudí y se cayó un trocito de papel que tenía escrito a lápiz: «A las dos y media». Seguí buscando pero no encontré nada más. Aquello no me decía nada, así que volví a poner el papel en el libro y cuando regresé a casa y subí las escaleras la señorita Sophia estaba en su puerta esperándome. Me hizo entrar y cerró la puerta; después buscó en el Nuevo Testamento hasta que encontró el papel, y en cuanto lo leyó pareció ponerse muy contenta; y antes de que uno pudiera darse cuenta, me agarró y me dio un abrazo diciendo que yo era el mejor chico del mundo y que no se lo contara a nadie. Se le enrojeció mucho la cara un momento, se le iluminaron los ojos y estaba muy guapa. Yo me quedé muy asombrado, pero cuando recuperé el aliento le pregunté qué decía el papel, y ella me preguntó si lo había leído, y cuando dije que no, me preguntó si sabía leer manuscritos y yo respondí que sólo letra de imprenta, y entonces ella dijo que el papel no era más que para señalar hasta dónde había llegado y que ya podía irme a jugar.

Bajé al río pensando en todo aquello y en seguida me di cuenta de que mi negro me venía siguiendo. Cuando perdimos de vista la casa, miró atrás y todo en derredor un segundo, y después llegó corriendo y me dijo:

—Sito George, si viene usted al pantano le enseño un montón de culebras de agua.

A mí me pareció muy curioso; lo mismo había dicho ayer. Tenía que saber que a uno no le gustan tanto las culebras de agua como para ir a verlas. ¿Qué andaría buscando? Así que le dije:

—Bueno; ve tú por delante.

Lo seguí media milla; después llegó al pantano y lo vadeó con el agua hasta los tobillos otra media milla más. Llegamos a un trozo de tierra llana y seca, llena de árboles, arbustos y hiedras, y me dijo:

—Dé usted unos pasos por ahí dentro, sito George; ahí es donde están. Yo ya las he visto bastante.

Después se alejó y en seguida quedó tapado por los árboles. Anduve buscando por allí hasta llegar a un sitio abierto, del tamaño de un dormitorio, todo rodeado de hiedra, y allí vi a un hombre que estaba dormido; y ¡por todos los diablos, era mi viejo Jim!

Lo desperté y creí que él se iba a sorprender mucho al verme, pero no. Casi lloró de alegría, pero no estaba sorprendido. Dijo que había nadado por detrás de mí aquella noche que había oído todos mis gritos, pero no se había atrevido a responder, porque no quería que nadie lo recogiera y lo devolviese a la esclavitud. Y siguió diciendo:

—Me hice algo de daño y no podía nadar rápido, así que hacia el final ya estaba muy lejos de ti; cuando llegaste a tierra calculé que podía alcanzarte sin tener que gritar, pero cuando vi aquella casa empecé a ir más lento. Estaba demasiado lejos para oír lo que te decían; me daban miedo los perros, pero cuando todo volvió a quedarse tranquilo comprendí que estabas en la casa, así que me fui al bosque a esperar que amaneciese. A la mañana temprano llegaron algunos de los negros que iban a los campos y me llevaron con ellos y me trajeron aquí, donde no me pueden encontrar los perros gracias al agua, y me traen cosas de comer todas las noches y me dicen cómo te va.

—Pero, ¿por qué no le dijiste a mi Jack que me trajera antes, Jim?

—Bueno, no merecía la pena molestarte, Huck, hasta que pudiéramos hacer algo, pero ahora ya está bien. Me he dedicado a comprar cacharros y comida cuando he podido y a arreglar la balsa por las noches cuando…

—¿Qué balsa, Jim?

—Nuestra vieja balsa.

—¿Vas a decirme que nuestra vieja balsa no se quedó hecha pedazos?

—No, na de eso. Se quedó bastante destrozada por uno de los extremos, pero no pasó nada grave, sólo que perdimos casi todas las trampas. Y si no hubiéramos buceado tanto y nadado tan lejos por debajo del agua, si la noche no hubiera sido tan oscura, no hubiéramos estado tan asustados ni nos hubiéramos puesto tan nerviosos, como aquel que dice, habríamos visto la balsa. Pero más vale así, porque ahora está toda arreglada y prácticamente nueva y tenemos montones de cosas nuevas en lugar de las que perdimos.

—Pero, ¿cómo volviste a conseguir la balsa, Jim? ¿La fuiste a atrapar?

—¿Cómo voy a atraparla si estoy en el bosque? No; algunos de los negros la encontraron embarrancada entre unas rocas ahí donde la curva y la escondieron en un regato entre los sauces, y tanto discutieron para saber cuál se iba a quedar con ella que en seguida me enteré yo, así que arreglé el problema diciéndoles que no era de ninguno de ellos, sino tuya y mía; y les pregunté si iban a quedarse con la propiedad de un joven caballero blanco, sólo para llevarse unos latigazos. Entonces les di diez centavos a cada uno y se quedaron muy satisfechos pensando que ojalá llegasen más balsas para volver a hacerse ricos. Estos negros se portan muy bien conmigo, y cuando quiero que hagan algo no tengo que pedírselo dos veces, mi niño. Ese Jack es un buen negro, y listo.

—Sí, es verdad. Nunca me ha dicho que estabas aquí; me dijo que viniera y que me enseñaría un montón de culebras de agua. Si pasa algo, él no tiene nada que ver. Puede decir que nunca nos ha visto juntos, y dirá la verdad.

No quiero contar mucho del día siguiente. Creo que voy a resumirlo. Me desperté hacia el amanecer e iba a darme la vuelta para volverme a dormir cuando noté que no se oía ni un ruido; era como si nada se moviera. Aquello no era normal. Después vi que Buck se había levantado y se había ido. Bueno, entonces me levanté yo extrañado y bajé la escalera y no había nadie; todo estaba más silencioso que una tumba. E igual afuera. Pensé: «¿Qué significa esto?» Donde estaba la leña me encontré con mi Jack y le pregunté:

—¿Qué pasa?

Me contestó:

—¿No lo sabe usted, sito George?

—No. No sé nada.

—Bueno, ¡pues la sita Sophia se ha escapado! De verdad de la buena. Se ha escapado esta noche y nadie sabe a qué hora; se ha escapado para casarse con el joven ese Harney Shepherdson, ya sabe… por lo menos eso creen. La familia se enteró hace una media hora, a lo mejor algo más, y le aseguro que no han perdido tiempo; ¡en su vida ha visto manera igual de buscar escopetas y caballos! Las mujeres han ido a buscar parientes, el viejo señor Saul y los chicos se han llevado las escopetas y han salido a la carretera para tratar de cazar a ese joven y matarlo antes de que pueda cruzar el río con sita Sophia. Me paice que vienen tiempos muy malos.

—Y Buck se marchó sin decirme nada.

—¡Hombre, pues claro! No iban a mezclarlo a usted en eso. El sito Buck cargó la escopeta y dijo que volvería a casa con un Shepherdson muerto. Bueno, seguro que va a haber muchos de ellos y que se trae a uno si tiene la oportunidad.

Eché a correr por el camino del río a toda la velocidad que pude. En seguida empecé a oír disparos bastante lejos. Cuando llegué al almacén de troncos y el montón de leña donde atracan los barcos de vapor, me fui metiendo bajo los árboles y las matas hasta llegar a un buen sitio y después me subí a la cruz de un alamillo donde no alcanzaban las balas, y miré. Había madera apilada a cuatro pies de alto un poco por delante de mi árbol, y primero me iba a esconder allí detrás, pero quizá fue una suerte que no lo hiciera.

En el campo abierto delante del almacén de troncos había cuatro o cinco hombres que daban vueltas en sus caballos, maldecían y gritaban y trataban de alcanzar a un par de muchachos que estaban detrás del montón de madera junto al desembarcadero, pero no podían llegar. Cada vez que uno de ellos se asomaba del lado del río del montón de leña, le pegaban un tiro. Los dos chicos se daban la espalda detrás de las maderas, para poder disparar en todos los sentidos.

Pasó un rato y los hombres dejaron de dar vueltas y gritar. Echaron a correr hacia el almacén, y entonces uno de los muchachos apuntó fijo por encima de las maderas y apeó a uno de la silla. Todos los hombres desmontaron de sus caballos, agarraron al herido y empezaron a llevarlo hacia el almacén, y en aquel momento los dos chicos echaron a correr. Se encontraban a mitad de camino del árbol en el que estaba yo antes de que los hombres se dieran cuenta. Entonces los vieron y saltaron a sus caballos y se lanzaron tras ellos. Fueron ganando terreno a los muchachos, pero no les valió de nada porque éstos les llevaban bastante ventaja; llegaron al montón de maderos que había delante de mi árbol y se metieron detrás de él, de forma que volvían a estar protegidos contra los hombres. Uno de los muchachos era Buck y el otro era un chico delgado de unos diecinueve años. Los hombres dieron vueltas un rato y después se marcharon. En cuanto se perdieron de vista llamé a Buck para que me viese. Al principio no comprendía por qué le llegaba mi voz desde un árbol. Estaba la mar de sorprendido. Me dijo que permaneciera muy atento y que se lo dijera cuando volvieran a aparecer los hombres; dijo que estaban preparando alguna faena y que no iban a tardar. Yo prefería marcharme de aquel árbol, pero no me atrevía a bajar. Buck empezó a gritar y a maldecir, y juró que él y su primo Joe (que era el otro muchacho) iban a vengarse aquel mismo día. Dijo que habían matado a su padre y sus dos hermanos y que habían muerto dos o tres de los enemigos. Dijo que los Shepherdson los esperaban en una emboscada. Buck añadió que su padre y sus hermanos tenían que haber esperado a sus parientes, porque los Shepherdson eran demasiados para ellos. Le pregunté qué iba a pasar con el joven Harney y la señorita Sophia. Respondió que ya habían cruzado el río y estaban a salvo. Me alegré, pero Buck estaba enfadadísimo por no haber matado a Harney el día que le había disparado; en mi vida he oído a nadie decir cosas así.

De pronto, ¡bang! ¡bang! ¡bang!, sonaron tres o cuatro escopetas. ¡Los hombres habían avanzado juntos entre los árboles y venían por atrás con sus caballos! Los chicos corrieron hacia el río (heridos los dos), y mientras nadaban en el sentido de la corriente, los hombres corrían por la ribera disparando contra ellos y gritando: «¡Matadlos, matadlos!» Me sentí tan mal que casi me caí del árbol. No voy a contar todo lo que pasó porque si lo contara volvería a ponerme malo. Hubiera preferido no haber llegado nunca a la orilla aquella noche para ver después cosas así. Nunca las voy a olvidar: todavía sueño con ellas montones de veces.

Me quedé en el árbol hasta que empezó a oscurecer, porque me daba miedo bajar. A veces oía disparos a lo lejos, en el bosque, y dos veces vi grupitos de hombres que galopaban junto al almacén de troncos con escopetas, así que calculé que continuaba la pelea. Me sentía tan desanimado que decidí no volver a acercarme a aquella casa, porque pensaba que por algún motivo yo tenía la culpa. Pensaba que aquel trozo de papel significaba que la señorita Sophia tenía que reunirse con Harney en alguna parte a las dos y media para fugarse, y que tendría que haberle contado a su padre lo del papel y la forma tan rara en que actuaba, y que entonces a lo mejor él la habría encerrado y nunca habría pasado todo aquel horror.

Cuando me bajé del árbol, me deslicé un rato por la orilla, encontré los dos cadáveres al borde del agua y tiré de ellos hasta dejarlos en seco; después les tapé la cara y me marché a toda la velocidad que pude. Lloré un poco mientras tapaba a Buck, porque se había portado muy bien conmigo.

Acababa de oscurecer. No volví a acercarme a la casa, sino que fui por el bosque hasta el pantano. Jim no estaba en su isla, así que fui corriendo hacia el arroyo y me metí entre los sauces, listo para saltar a bordo y marcharme de aquel sitio tan horrible. ¡La balsa había desaparecido! ¡Dios mío, qué susto me llevé! Me quedé sin respiración casi un minuto. Después logré gritar. Una voz, a menos de veinticinco pies de mí, dice:

—¡Atiza! ¿Eres tú, mi niño? No hagas ruido.

Era la voz de Jim, y nunca había oído nada tan agradable. Corrí un poco por la ribera y subí a bordo; Jim me agarró y me abrazó de contento que estaba de verme y dice:

—Dios te bendiga, niño, estaba seguro que habías vuelto a morir. Ha estado Jack y dice que creía que te habían pegado un tiro porque no habías vuelto a casa, así que en este momento iba a bajar la balsa por el arroyo para estar listo para marcharme en cuanto volviese Jack y me dijera que seguro que habías muerto. Dios mío, cuánto me alegro de que hayas vuelto, mi niño.

Y voy yo y digo:

—Está bien; está muy bien; no me van a encontrar y creerán que he muerto y que he bajado flotando por el río… Allí arriba hay algo que les ayudará a creérselo, así que no pierdas tiempo, Jim, vamos a buscar el agua grande lo más rápido que puedas.

No me quedé tranquilo hasta que la balsa bajó dos millas por el centro del Mississippi. Después colgamos nuestro farol de señales y calculamos que ya volvíamos a estar libres y a salvo. Yo no había comido nada desde ayer, así que Jim sacó unos bollos de maíz y leche con nata, y carne de cerdo con col y berzas (no hay nada mejor en el mundo cuando está bien guisado) y mientras yo cenaba charlamos y pasamos un buen rato. Yo me alegraba mucho de alejarme de las venganzas de sangre, y Jim del pantano. Dijimos que no había casa como una balsa, después de todo. Otros sitios pueden parecer abarrotados y sofocantes, pero una balsa no. En una balsa se siente uno muy libre y tranquilo.

Capítulo 19



Pasaron dos o tres días con sus noches; creo que podría decir que nadaron, de lo tranquilos, suaves y estupendos que se deslizaron. Voy a contar cómo pasábamos el rato. Por allí el río era monstruosamente grande: había sitios en que medía milla y media de ancho; navegábamos de noche, y descansábamos y nos escondíamos de día; en cuanto estaba a punto de acabar la noche dejábamos de navegar y amarrábamos, casi siempre en el agua muerta bajo un atracadero, y después cortábamos alamillos y sauces y escondíamos la balsa debajo. Luego echábamos los sedales. Más adelante nos metíamos en el río a nadar un rato, para lavarnos y refrescarnos; después nos sentábamos en la arena del fondo, donde el agua llegaba hasta las rodillas, y esperábamos a que llegara la luz del día. No se oía ni un ruido por ninguna parte, todo estaba en el más absoluto silencio, como si el mundo entero se hubiera dormido, salvo quizá a veces el canto de las ranas. Lo primero que se veía, si se miraba por encima del agua, era una especie de línea borrosa que eran los bosques del otro lado; no se distinguía nada más; después un punto pálido en el cielo y más palidez que iba apareciendo, y luego el río, como blando y lejano, que ya no era negro sino gris; se veían manchitas negras que bajaban a la deriva allá a lo lejos: chalanas y otras barcas, y rayas largas y negras que eran balsas; a veces se oía el chirrido de un remo, o voces mezcladas en medio del silencio que hacía que se oyeran los ruidos desde muy lejos; y al cabo de un rato se veía una raya en el agua, y por el color se sabía que allí había una corriente bajo la superficie que la rompía y que era lo que hacía aparecer aquella raya; y entonces se ve la niebla que va flotando al levantarse del agua y el Oriente se pone rojo, y el río, y se ve una cabaña de troncos al borde del bosque, allá en la ribera del otro lado del río, que probablemente es un aserradero, y al lado, los montones de madera con separaciones hechas por unos vagos, de forma que puede pasar un perro por el medio; después aparece una bonita brisa que le abanica a uno del otro lado, fresca y suave, que huele muy bien porque llega del bosque y de las flores; pero a veces no es así porque alguien ha dejado peces muertos tirados, lucios y todo eso, y huelen mucho, y después llega el pleno día y todo sonríe al sol, y los pájaros se echan a cantar.

A esa hora no importaba hacer un poco de humo por que no se veía, así que sacábamos los peces de los sedales y nos preparábamos un desayuno caliente. Y después contemplábamos la soledad del río y hacíamos el vago, y poco a poco nos íbamos quedando dormidos. Nos despertábamos, y cuando mirábamos para averiguar por qué, a veces veíamos un barco de vapor que venía jadeando río arriba, a tanta distancia al otro lado que lo único que se podía ver de él era si llevaba la rueda a popa o a los costados; después, durante una hora no había nada que oír ni que ver: sólo la soledad. Luego se veía una balsa que se deslizaba a lo lejos, y a veces uno de los tipos de a bordo cortando leña, porque es lo que hacen casi siempre en las balsas y se ve cómo el hacha brilla y baja, pero no se oye nada; se ve que el hacha vuelve a subir y cuando ya ha llegado por encima de la cabeza del hombre entonces se oye el hachazo, que ha tardado todo ese rato en cruzar el agua. Y así pasábamos el día, haciendo el vago, escuchando el silencio. Una vez bajó una niebla densa y las balsas y todo lo que pasaba hacían ruido con sartenes para que los buques de vapor no las pasaran por alto. Una chalana o una balsa pasaban tan cerca que oíamos lo que decía la gente de a bordo, sus maldiciones y sus risas, los oíamos perfectamente, pero no veíamos ni señal de ellos; era una sensación muy rara, como si fuesen espíritus hablando en el aire. Jim dijo que creía que lo eran, pero yo dije:

—No; los espíritus no dirían: «Maldita sea la maldita niebla».

En cuanto era de noche nos echábamos al río; cuando llevábamos la balsa aproximadamente el centro ya no hacíamos nada y dejábamos que flotase hacia donde la llevase la corriente; después encendíamos las pipas y metíamos las piernas en el agua y hablábamos de todo tipo de cosas; siempre íbamos desnudos, de día y de noche, cuando nos dejaban los mosquitos; la ropa nueva que me había hecho la familia de Buck era demasiado buena para resultar cómoda; de todos modos, a mí tampoco me gustaba mucho andar vestido.

A veces teníamos el río entero para nosotros solos durante ratos larguísimos. A lo lejos se veían las riberas y las islas, al otro lado del agua, y a veces una chispa que era una vela en la ventana de una cabaña, y a veces en medio del agua se veía una chispa o dos: ya se sabe, una balsa o una chalana, y se podía oír un violín o una canción que llegaba de una de aquellas embarcaciones. Es maravilloso vivir en una balsa. Arriba teníamos el cielo, todo manchado de estrellas, y nos echábamos de espaldas, las mirábamos y discutíamos si alguien las había hecho o habían salido porque sí. Jim siempre decía que las habían hecho, pero yo sostenía que habían salido; rne parecía que llevaría demasiado tiempo hacer tantas. Jim dijo que la luna podría haberlas puesto; bueno, aquello parecía bastante razonable, así que no dije nada en contra, porque he visto ranas poner casi tantos huevos, así que desde luego era posible. También mirábamos las estrellas que caían y veíamos la estela que dejaban. Jim decía que era porque se habían portado mal y las habían echado del nido.

Por las noches veíamos uno o dos barcos de vapor que pasaban en la oscuridad, y de vez en cuando lanzaban todo un mundo de chispas por una de las chimeneas, que caían al río y resultaban preciosas; después el barco daba la vuelta a una curva y las luces guiñaban y el ruido del barco desaparecía y volvía a dejar el río en silencio, y luego nos llevaban las olas que había levantado, mucho rato después de que hubiera desaparecido el barco, que hacían moverse un poco la balsa, y después ya no se oía nada durante no se sabe cuánto tiempo, salvo quizá las ranas o cosas así.

Después de medianoche la gente de la costa se iba a la cama y durante dos o tres horas las riberas estaban en tinieblas: no había más chispas en las ventanas de las cabañas. Aquellas chispas eran nuestro reloj: la primera que se volvía a ver significaba que llegaba el amanecer, así que inmediatamente buscábamos un sitio donde escondernos y amarrar.

Una mañana, hacia el amanecer, vi una canoa y yo crucé por un canal a la costa principal (no había más que doscientas yardas) y remé una milla hacia un arroyo entre los cipreses, para ver si conseguía unas moras. Justo cuando estaba pasando por un sitio donde una especie de senda de vacas cruzaba el arroyo apareció un par de hombres corriendo a toda la velocidad que podían. Pensé que me había llegado la hora, pues siempre que alguien buscaba a alguien me parecía que era a mí, o quizá a Jim. Estaba a punto de marcharme a toda prisa, pero ya estaban muy cerca de mí, y gritaron y me pidieron que les salvara la vida: dijeron que no habían hecho nada y que por eso los perseguían, que venían hombres con perros. Querían meterse directamente en mi canoa, pero les dije:

—No, ahora no. Todavía no oigo a los caballos y los perros; tienen ustedes tiempo para pasar por los arbustos y subir un poco arroyo arriba; después se meten en el agua y bajan vadeando hasta donde estoy yo y se vienen; así los perros perderán la pista.

Eso fue lo que hicieron, y en cuanto estuvieron a bordo salí hacia nuestro atracadero; al cabo de cinco minutos oímos a los perros y los hombres que gritaban a lo lejos. Los oímos ir hacia el arroyo, pero no podíamos verlos; parecieron dejarlo y ponerse a dar vueltas un rato, y después, mientras nos íbamos alejando todo el tiempo, ya casi no podíamos oírlos; cuando dejamos el bosque una milla atrás y llegamos al río todo estaba en calma y fuimos remando hasta la barra de arena y nos escondimos entre los alamillos, ya a salvo.

Uno de aquellos tipos tenía unos setenta años o más, y era calvo con una barba muy canosa. Llevaba un viejo chambergo y una camisa grasienta de lana azul, con pantalones vaqueros azules y viejos metidos en las botas, con tirantes hechos en casa; pero no, sólo le quedaba uno. Llevaba al brazo un viejo capote también de tela azul, con botones de cobre brillantes, y los dos llevaban bolsones de viaje grandes y medio desgastados.

El otro tipo tendría unos treinta años e iba vestido igual de ordinario. Después de desayunar nos tumbamos todos a charlar y lo primero que salió es que aquellos tipos no se conocían.

—¿Qué problema has tenido tú? —preguntó el calvo al otro.

—Bueno, estaba vendiendo un producto para quitarle el sarro a los dientes, y es verdad que lo quita, y generalmente también el esmalte, pero me quedé una noche más de lo que hubiera debido y estaba a punto de marcharme cuando me encontré contigo en el sendero de este lado del pueblo, me dijiste que venían y me pediste que te ayudara a escapar. Así que te dije que yo también esperaba problemas y que me marcharía contigo. Eso es todo. ¿Y tú?

—Bueno, yo llevaba una semana predicando sermones sobre la templanza y me llevaba muy bien con las mujeres, viejas y jóvenes, porque se lo estaba poniendo difícil a los bebedores, te aseguro, y sacaba por lo menos cinco o seis dólares por noche, a diez centavos por cabeza, niños y negros gratis, y hacía cada vez más negocio, cuando no sé cómo, anoche, empezaron a decir que no me desagradaba pasar un rato a solas con una jarra. Un negro me despertó esta mañana y me dijo que la gente se estaba reuniendo en silencio, con los perros y los caballos, y que iban a venir en seguida, me darían una ventaja de una media hora y después intentarían agarrarme, y que si me pescaban pensaban emplumarme y sacarme del pueblo en un rail. Así que no esperé al desayuno… no tenía hambre.

—Viejo —dijo el joven—, me parece que podríamos formar equipo; ¿qué opinas tú?

—No me parece mal. ¿A qué te dedicas tú, sobre todo?

—De oficio, soy oficial de imprenta; trabajo de vez en cuando en medicinas sin receta; actor de teatro: tragedia, ya sabes; de vez en cuando algo de mesmerismo y frenología, cuando hay una posibilidad; maestro de canto y de geografía para variar; una charla de vez en cuando… Bueno, montones de cosas; prácticamente todo lo que se presenta, siempre que no sea trabajo. ¿En qué te especializas tú?

—He trabajado bastante el aspecto de la medicina. Lo que mejor me sale es la imposición de manos para el cáncer, la parálisis y cosas así, y no me sale mal lo de echar la buenaventura cuando tengo a alguien que me averigüe los datos. También trabajo lo de los sermones, la prédica al aire libre y las misiones.

Durante un rato todos guardaron silencio; después el joven suspiró y dijo:

¡Ay!

—¿De qué te quejas? —preguntó el calvo.

—Pensar que yo podría haber tenido tan regalada vida y verme rebajado a esta compañía —y empezó a secarse un ojo con un trapo.

—¡Dito seas! ¿No te parece buena esta compañía? —pregunta el calvo, muy digno y enfadado.

—Sí, es lo suficientemente buena; es lo más que merezco, pues, ¿quién me hizo descender tan bajo cuando yo nací tan alto? Yo mismo. No os culpo a vosotros, caballeros, lejos de mí; no culpo a nadie, lo merezco todo. Que el frío mundo perpetúe su venganza; una sola cosa sé: en algún lugar me espera una tumba. El mundo puede continuar como siempre lo ha hecho y arrebatármelo todo: los seres queridos, los bienes, todo; pero eso no me lo puede quitar. Algún día yaceré en ella y lo olvidaré todo, y mi pobre corazón destrozado podrá descansar —y siguió secándose un ojo.


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