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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Автор книги: Марк Твен



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—¡Bien! —dice el abogado—. Así están las cosas. Aquí tengo también algunas de las cartas de William, de manera que si puede usted decirle que escriba una linea o dos, entonces podemos compa…

—No puede escribir con la mano izquierda —dice el caballero anciano—. Si pudiera utilizar la mano derecha, verían que escribía sus propias cartas y también las mías. Por favor, compárelas usted y verá que están escritas con la misma letra.

El abogado las comparó, y dice:

—Creo que sí, y si no es así, en todo caso hay un parecido mucho más grande de lo que yo había advertido hasta ahora. ¡Bien, bien, bien! Creía que estábamos en la pista de una solución, pero ahora ha desaparecido, al menos en parte. Pero, en todo caso, hay una cosa que está demostrada: ninguno de esos dos es un Wilks —con un gesto de la cabeza hacia el rey y el duque.

Bueno, ¿qué os voy a contar? El tozudo del viejo idiota no estaba dispuesto a confesar ni entonces. De verdad que no. Dijo que aquella prueba no era justa. Dijo que su hermano William se pasaba el tiempo bromeando y no había intentado escribir, y que estaba seguro de que William iba a gastar una de sus bromas en cuanto cogiera el papel. Y se fue calentando y dándole a la lengua hasta el punto de que empezaba a creerse él mismo lo que decía; pero en seguida el nuevo caballero lo interrumpió, y dice:

—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Hay alguien aquí que ayudase a vestir a mi her.. que ayudase a vestir al difunto señor Peter Wilks para el entierro?

—Sí —dijo alguien—, Ab Turner y yo. Aquí estamos los dos.

Entonces el anciano se vuelve hacia el rey y dice:

—¿Podría este caballero decirme lo que llevaba tatuado en el pecho?

Que me ahorquen si el rey no tuvo que reaccionar a toda velocidad, o se habría hecho pedazos como un terrón de tierra cuando se cae al río, de lo repentino que fue; y os aseguro que era algo que habría hecho pedazos a cualquiera si le hubieran dado un golpe así sin ninguna advertencia; porque, ¿cómo iba él a saber lo que llevaba tatuado aquel hombre? Palideció un poco; no pudo evitarlo; y se hubiera podido oír el vuelo de una mosca, porque todo el mundo se inclinó un poco hacia adelante a ver qué decía. Yo me dije: «Ahora va a tener que tirar la esponja; ya no tiene nada que hacer». ¿Nada que hacer? ¡la! Casi resulta imposible creerlo, pero allí siguió. Calculo que su idea era seguir adelante con aquello hasta cansar a la gente para que fuera marchándose y entonces él y el duque pudieran fugarse y escapar. En todo caso, allí siguió, y al cabo de un momento empezó a sonreír y dice:

—¡Hum! ¡Vaya una pregunta más difícil! Sí, señor, puedo decirle lo que llevaba tatuado en el pecho. Era una flecha pequeña, muy fina, de color azul… Eso era; y si no se mira muy de cerca no se ve. Y ahora, ¿qué me dice usted?

La verdad es que en mi vida he visto a nadie con tanta cara dura como aquel desaprensivo.

El anciano, con la mirada encendida, se da la vuelta inmediatamente hacia Ab Turner y su compañero, como pensando que esta vez sí que tiene atrapado al rey, y va y dice:

—¡Bien, ya han oído lo que ha dicho! ¿Había un tatuaje así en el pecho de Peter Wilks?

Los dos respondieron:

—No vimos nada parecido.

—¡Bien! —dice el anciano caballero—. Lo que sí vieron que llevaba tatuado en el pecho era una P mayúscula pequeña medio borrada y una B mayúscula (que es una inicial que dejó de usar cuando era joven) y una W mayúscula, con guiones entre ellas puestas así: P—B—W. Y lo escribió en una hoja de papel. Vamos, ¿no fue eso lo que vieron?

Los otros dos volvieron a hablar y dijeron:

—No, no lo vimos. No vimos ningún tatuaje en absoluto.

Bueno, ahora todo el mundo estaba de pésimo humor y empezaron a gritar:

—¡Son todos unos estafadores! ¡Al estanque con ellos! ¡Vamos a ahogarlos! ¡Vamos a sacarlos en un raíl! —Todo el mundo gritaba a la vez, con un escándalo imponente. Pero el abogado se sube a la mesa de un salto y dice a gritos:

—¡Caballeros… Caballeros! Permítanme un palabra: una sola palabra… ¡POR FAVOR! Todavía podemos verlo: vamos a desenterrar el cadáver para ver el tatuaje.

Aquello los convenció.

—¡Hurra! —gritaron todos, y se pusieron en marcha, pero el abogado y el médico exclamaron:

—¡Calma, calma! Agarrad fuerte a estos cuatro hombres y al muchacho para que también vengan ellos.

—¡Eso es! —gritaron todos—, y si no encontramos el tatuaje vamos a linchar a toda la banda.

Os aseguro que ahora yo tenía miedo. Pero no había forma de escaparse. Nos agarraron a todos y nos hicieron ir con ellos directamente al cementerio, que estaba a una milla y media río abajo, y nos seguía todo el pueblo, porque hacíamos mucho ruido y no eran más que las nueve de la noche.

Al pasar junto a nuestra casa sentí haber mandado fuera del pueblo a Mary Jane, porque si ahora le pudiera hacer una seña vendría a salvarme y podría denunciar a nuestros estafadores.

Bueno, llegamos en masa al camino del río, armando más ruido que unos gatos salvajes, y para que diera más miedo el cielo se estaba oscureciendo y empezaban a verse unos relámpagos temblorosos, y el viento hacía temblar las hojas. Era la situación más terrible y más peligrosa en que me había visto en mi vida, y me sentía como atontado; todo iba muy diferente de lo que yo había pensado; en lugar de ocurrir de forma que yo pudiera tomarme el tiempo necesario y divertirme con lo que pasaba, con Mary Jane respaldándome para salvarme y devolverme la libertad cuando las cosas se pusieran feas, ahora no había nada en el mundo que se interpusiera entre la muerte repentina y yo, salvo aquellos tatuajes. Si no los encontraban…

No podía soportar pensar en aquello y, sin embargo, no sé por qué no podía pensar en otra cosa. Cada vez se iba poniendo más oscuro y era un momento estupendo para escaparme de aquella gente, pero el fortachón (Hines) me tenía agarrado de la muñeca y era como tratar de escaparse de Goliás. Prácticamente me llevaba a rastras, de nervioso que estaba, y para no caerme tenía que correr tras él.

Cuando llegaron se metieron en el cementerio y lo llenaron de una oleada. Y al llegar a la tumba vieron que tenían cien veces más palas de las que necesitaban, pero a nadie se le había ocurrido traer un farol. Pero de todos modos se pusieron a cavar a la luz de los relámpagos y enviaron a alguien a la casa más cercana, que estaba a media milla, a buscar una luz.

Así que cavaron y siguieron cavando como forzados, y la noche se puso negra como boca de lobo y empezó a llover y el viento silbaba y rugía y los relámpagos se veían cada vez más claros mientras tamborileaban los truenos; pero aquella gente no hacía ni caso de entusiasmada que estaba con el asunto; y tan pronto se veía todo y las caras de todo el mundo en aquella multitud con las paletadas de tierra que salían de la tumba, como al segundo siguiente la oscuridad lo borraba todo y no se veía nada en absoluto.

Por fin sacaron el ataúd y empezaron a desatornillar la tapa, y la gente se amontonó tanto dándose codazos y empujones para coger sitio y mirar lo que pasaba como nunca he visto en mi vida, y aquello, en medio de la oscuridad, resultaba terrible. Hines me hizo mucho daño en la muñeca a fuerza de tirar de ella, y calculo que se había olvidado de mi existencia, de nervioso y jadeante que estaba.

De pronto, los relámpagos lo iluminaron todo con una luz blanca y alguien gritó:

—¡Por Dios vivo, ahí está la bolsa de oro, en el pecho!

Hines lanzó un aullido, igual que todos los demás, y me soltó la muñeca mientras pegaba un empujón para abrirse camino a mirar, y os aseguro que nunca se ha visto a nadie salir disparado como yo en busca del camino en la oscuridad.

Tenía el camino para mí solo y prácticamente fui volando; por lo menos lo tenía para mí solo, salvo aquellas tinieblas densas y los relámpagos de vez en cuando y el golpeteo de la lluvia y las ráfagas de viento y el cañonazo de los truenos, ¡y podéis creerme si digo que corrí con toda mi alma!

Cuando llegué al pueblo, vi que no había nadie con aquella tormenta, así que no busqué callejas escondidas, sino que seguí corriendo por la calle principal, y cuando empecé a llegar hacia donde estaba nuestra casa guiñé los ojos y la vi. Ni una luz; la casa estaba toda oscura, lo que me hizo sentir triste y desencantado, no sé por qué. Pero por fin, justo cuando pasaba al lado, ¡se enciende de repente la luz en la ventana de Mary Jane! Y me empezó a palpitar el corazón como si me fuera a reventar, y un segundo después la casa y todo lo demás habían quedado detrás de mí en la oscuridad y ya nunca volvería a verla en este mundo. Era la mejor chica que he visto en mi vida, y la más valiente.

En cuanto estuve lo bastante lejos del pueblo para ver que podía llegar al banco de arena, empecé a buscar atentamente un bote que tomar prestado, y al primero que vi a la luz de un relámpago que no estaba encadenado, me metí en él y empujé. Era una canoa y sólo estaba atada con una cuerda. El banco de arena estaba bastante lejos, allá en medio del río, pero no perdí el tiempo, y cuando por fin llegué a la balsa estaba tan agotado que si hubiera podido me habría quedado allí tumbado a recuperar el aliento. Pero no podía. Al saltar a bordo, grité:

—¡Sal, Jim, y suelta amarras! ¡Bendito sea Dios, nos hemos librado de ellos!

Jim salió corriendo y se me acercaba con los brazos abiertos de alegría, pero cuando lo vi a la luz de un relámpago se me subió el corazón a la boca y me caí al agua de espaldas, pues se me había olvidado que era el rey Lear y un árabe ahogado, todo al mismo tiempo, y me dio un susto mortal. Pero Jim me sacó del agua e iba a abrazarme y a bendecirme, y todo eso de alegría al ver que había vuelto y que nos habíamos librado del rey y el duque, pero voy y digo:

—Ahora no, dejémoslo para el desayuno, ¡para el desayuno! ¡Corta amarras y deja que se deslice la balsa!

Así que en dos segundos fuimos bajando por el río y la verdad era que daba gusto volver a ser libres y estar solos en el gran río sin nadie que nos molestase. Me puse a dar saltos y carreritas y a chocar los talones en el aire unas cuantas veces, porque no podía evitarlo; pero hacia la tercera vez oí un ruido que conocía muy bien, y contuve el aliento y escuché a ver qué pasaba, y claro, cuando estalló el siguiente relámpago encima del agua, ¡ahí llegaban!, ¡venga de darle a los remos de forma que su bote corría como una bala! Eran el rey y el duque.

Así que me caí deshecho entre los troncos y renuncié a todo; tuve que aguantarme mucho para no echarme a llorar.

Capítulo 30



Cuando subieron a bordo, el rey se me echó encima, me agarró del cuello de la camisa y dijo:

—¡Conque tratando de huir, muchachito! Te habías cansado de nosotros, ¿verdad?

Y yo respondí:

—No, majestad, no es así… ¡Por favor, pare, majestad!

—Entonces, ¡cuéntanos rápido qué pensabas hacer, o te saco las tripas a pedazos!

—De verdad, le voy a decir justo lo que pasó, majestad. El hombre que me sujetaba se portó muy bien conmigo y no hacía más que decir que tenía un hijo de mi edad que se había muerto el año pasado y que le resultaba muy triste ver a un muchacho en una situación tan peligrosa, y cuando se quedaron sorprendidos al encontrar el oro y se abalanzaron hacia el ataúd, me soltó y me dijo: «Vete corriendo, o seguro que te cuelgan», y yo me largué. No parecía que valiese de nada quedarme… Yo no podía hacer nada y no quería que me ahorcasen si podía evitarlo. Así que no paré de correr hasta encontrar la canoa, y cuando llegué aquí le dije a Jim que se diera prisa o todavía podrían venir a agarrarme y ahorcarme, y dije que temía que el duque y usted ya no estuvieran vivos y me puse muy triste, igual que Jim; por eso me he alegrado mucho al verles llegar; pregúntele a Jim si no es verdad.

Jim dijo que así era, y el rey le mandó cerrar la boca y añadió: «¡Ah, sí, seguro!» , y me volvió a dar de sacudidas y a decir que estaba pensando en ahogarme. Pero el duque va y dice:

—¡Suelta al muchacho, viejo idiota! ¿Habrías hecho tú otra cosa? ¿Preguntaste tú por él cuando te largaste? Yo no lo recuerdo.

Así que el rey me soltó y empezó a maldecir a aquel pueblo y a todos sus habitantes. Pero el duque va y dice: —Más vale que te maldigas a ti mismo porque eres el que más lo merece. Desde el principio no has hecho ni una cosa con sentido, salvo cuando te inventaste tan tranquilo aquello del tatuaje de la flecha azul. Aquello sí que estuvo bien; estuvo fenómeno. Y fue lo que nos salvó. Porque de no haber sido por eso nos habrían metido en la cárcel hasta que llegara el equipaje de los ingleses, y entonces, ¡te apuesto a que de allí a la penitenciaría! Pero aquel truco les hizo ir al cementerio y lo del oro nos vino todavía mejor, pues si no se hubieran puesto tan nerviosos y nos hubieran soltado cuando se abalanzaron a mirar lo que había, esta noche habríamos dormido con las corbatas puestas, y corbatas de las que duran para siempre, o sea, más de lo que nos convenía.

Se quedaron callados un momento pensándolo; después el rey va y dice, como recordando algo:

—¡Vaya! ¡Y nosotros creíamos que lo habían robado los negros! ¡Yo me puse nerviosísimo!

—Sí —dice el duque, así como lentamente y sarcástico—, eso pensábamos.

Al cabo de medio minuto el rey suelta:

—Por lo menos, eso pensaba yo.

El duque dice, con el mismo tono:

—Por el contrario, lo pensaba yo.

El rey se irrita y dice:

—Mira, Aguassucias, ¿a qué te refieres?

Y el duque contesta, muy firme:

—Si nos ponemos en eso, quizá me permitas preguntarte a qué te referías tú.

—¡Caray! —dice el rey, muy sarcástico—, pues no lo sé: a lo mejor estabas dormido y no sabías lo que hacías.

Entonces el duque se enfadó de verdad y contestó:

—Bueno, basta ya de estupideces. ¿Me tomas por un imbécil? ¿Te crees que no sé quién escondió el dinero en el ataúd?

—¡Sí, señor! ¡Sé que lo sabes porque lo hiciste tú mismo!

—¡Mentira! —y el duque se le echa encima. El rey grita:

—¡Quita esas manos! ¡Suéltame el cuello! ¡Lo retiro todo!

El duque va y dice:

—Bueno, primero tienes que confesar que escondiste aquel dinero, y que te proponías separarte de mí un día de éstos y volver y desenterrarlo para quedártelo todo.

—Hombre, un minuto, duque: respóndeme a esta pregunta, con toda sinceridad: si no pusiste tú allí el dinero, dilo y te lo creo y retiro todo lo que he dicho.

—Viejo sinvergüenza, no fui yo y tú lo sabes. ¡Que quede claro!

—Bueno, entonces te creo. Pero contéstame sólo una cosa más, y no te enfades. ¿No se te ocurrió llevarte el dinero y esconderlo?

El duque se quedó un momento en silencio y respondió:

—Bueno, no importa que se me ocurriera o no, porque en todo caso no lo hice yo. Pero a ti no sólo se te ocurrió, sino que lo hiciste.

—Que me muera si fui yo, duque, y te lo digo de verdad. No te digo que no fuera a hacerlo, porque sería mentira, pero tú —o quien fuera– te me adelantaste.

—¡Mentira! Fuiste tú y tienes que decirlo o…

El rey empezó a gorgotear y luego jadeó:

—¡Basta! ¡Confieso!

Me alegré mucho cuando lo dijo; me hizo sentir mucho más tranquilo que antes. Así que el duque le quitó las manos de encima y dice:

—Si lo vuelves a negar, te ahogo. Está muy bien que te quedes ahí sentado llorando como un niño. Es lo que te corresponde después de lo que has hecho. En mi vida he visto ni a un avestruz que se lo tragara todo, y yo confiando en ti todo el tiempo, como si fueras mi propio padre. Debería darte vergüenza haberte quedado ahí y oír cómo le echaban la culpa a un montón de pobres negros, sin decir ni una palabra por ellos. Me siento ridículo recordando que fui tan imbécil que me creí aquella estupidez. Maldito seas, ahora entiendo por qué estabas tan dispuesto a arreglar lo del dénficit: querías quedarte con el dinero que yo había sacado del «sin par» y con una cosa y otra quedarte con todo.

El rey va y dice, todo tímido y todavía con voz jadeante:

—Pero, duque, fuiste tú el que dijiste lo de compensar el dénficit, no yo.

—¡Cállate! ¡No quiero oírte ni una palabra! —dice el duque—. Y ahora mira lo que has conseguido. Han recuperado todo el dinero, y encima el nuestro, salvo unas perras. ¡Vete a dormir y no me vuelvas a hablar de dénficit ni no dénficit en toda tu vida!

Así que el rey volvió al wigwam y buscó compañía en su botella, y poco después el duque empezó a darle a la suya, y al cabo de una media hora volvían a estar tan amigos, y cuanto más amigos más cariñosos, hasta que quedaron roncando, abrazados el uno al otro. Los dos se pusieron muy parlanchines, pero vi que el rey no lo estaba tanto como para olvidarse de que no tenía que repetir que no había sido él quien había escondido la bolsa con el dinero. Aquello me hizo sentir tranquilo y satisfecho. Naturalmente, cuando se pusieron a roncar nosotros estuvimos hablando mucho rato y se lo conté todo a Jim.

Capítulo 31



Durante días y días no nos atrevimos a parar en ningún otro pueblo, sino que seguimos bajando por el río. Ya habíamos llegado al Sur, donde hacía calor y estábamos muy lejos de casa. Empezamos a encontrar árboles llenos de musgo negro, que les caía de las ramas como grandes barbas grises. Era la primera vez que los veía, y aquello daba al bosque un aspecto solemne y triste. Los sinvergüenzas calcularon que ya estaban fuera de peligro y empezaron a trabajar otra vez en los pueblos.

Primero dieron una conferencia sobre la templanza; pero no sacaron lo suficiente para emborracharse los dos. Después, en otro pueblo pusieron una escuela de baile, pero bailaban peor que un canguro, así que a la primera pirueta el público se les echó encima y los expulsó del pueblo. Otra vez quisieron dar lecciones de locución, pero no «locucionaron» mucho, porque el público se levantó y los empezó a maldecir e hizo que se marchasen. Probaron a hacer de misioneros, hipnotizadores, médicos, echadores de la buenaventura y un poco de todo, pero parecía que no tenían suerte. Así que, por fin, se quedaron prácticamente sin dinero y no hacían más que estar tumbados en la balsa mientras ésta bajaba flotando, pensando y pensando, sin decir ni una palabra en todo el día, tristísimos y desesperados.

Por fin empezaron a cambiar y se pusieron a hablar en el wigwamen tono bajo y confidencial dos o tres horas seguidas. Jim y yo nos pusimos nerviosos. No nos gustaba aquello. Pensamos que estarían estudiando alguna faena peor que las anteriores. Lo hablamos muchas veces y por fin decidimos que iban a atracar la casa o la tienda de alguien o que pensaban falsificar dinero, o algo parecido. Entonces nos dio mucho miedo y decidimos que no tendríamos nada que ver con aquello, y que si se presentaba la menor oportunidad nos despediríamos a la francesa y los abandonaríamos. Bueno, una mañana a primera hora escondimos la balsa en un buen sitio a seguro, a unas dos millas por debajo de una aldea que se llamaba Pikesville, y el rey fue a tierra y nos dijo a todos que siguiéramos escondidos mientras él iba al pueblo a ver si alguien se había enterado ya de lo que era «La Realeza Sin Par» («una casa que robar, a eso te refieres», me dije yo, «y cuando termines de robarla vas a volver y te vas a preguntar qué ha sido de mí y de Jim y de la balsa, y ya puedes esperarnos sentados»). Y dijo que si no volvía al mediodía, el duque y yo sabríamos que todo iba bien y tendríamos que reunirnos con él.

Así que nos quedamos donde estábamos. El duque estaba nervioso, sudoroso y de pésimo humor. Nos reñía por todo y nada de lo que hacíamos le parecía bien; todo lo encontraba mal. Desde luego que estaban preparando algo. Me alegré mucho cuando llegó el mediodía y no había vuelto el rey; ahora iban a cambiar las cosas, y a lo mejor encima se presentaba una oportunidad. Así que el duque y yo fuimos al pueblo y nos pusimos a buscar al rey; al cabo de un rato lo encontramos en la trastienda de una taberna de mala muerte, medio bebido, con un montón de borrachos que lo provocaban para divertirse mientras él los maldecía y los amenazaba con todas sus fuerzas, tan bebido que no podía ni andar ni hacerles nada. El duque se metía con él por ser un viejo idiota y el rey le respondía, así que en cuanto vi que aquello se calentaba, me fui a toda mecha y corrí por el camino del río abajo como un ciervo, porque había visto nuestra oportunidad y decidí que ya podían esperarnos sentados antes de volver a vernos a Jim y a mí. Llegué sin aliento pero contentísimo y grité:

—¡Suelta amarras, Jim; todo está arreglado!

Pero nadie me respondió ni salió del wigwam. ¡Jim había desaparecido! Pegué un grito y luego otro y otro, y me puse a correr por el bosque arriba y abajo pegando voces y gritos, pero para nada: Jim había desaparecido. Entonces me senté y me eché a llorar; no pude evitarlo. Pero no me pude quedar sentado mucho tiempo. Al cabo de un rato volví al camino tratando de pensar lo que tendría que hacer, me encontré con un muchacho que iba andando y le pregunté si había visto a un negro desconocido vestido de tal y tal forma, y él va y dice:

—Sí.

—¿Dónde? —pregunté.

—Por la casa de Silas Phelps, dos millas más abajo. Es un esclavo fugitivo y lo han pescado. ¿Lo estabas buscando?

—¡Y tanto! Me lo encontré en el bosque hace una o dos horas y me dijo que si gritaba me iba a sacar los hígados y que me quedase quieto, donde estaba, que es lo que he hecho. Allí he estado desde entonces, porque me daba miedo salir.

—Bueno —va y dice él—, ya no tienes que tenerle miedo porque lo han pescado. Se fugó de no sé dónde en el Sur.

—Menos mal que lo han agarrado.

—¡Hombre, y tanto! Daban una recompensa de doscientos dólares por él. Es como encontrarse dinero en el suelo.

—Sí, es verdad, y podría haber sido mío si yo hubiera sido mayor. Yo lo vi primero. ¿Quién lo pescó?

—Un tipo raro, un desconocido, que vendió su derecho a él por cuarenta dólares porque tiene que ir río arriba y no puede esperar. ¡Imagínate! Pues yo sí que esperaría aunque fueran siete años.

—Lo mismo digo yo —respondí—. Pero a lo mejor es que sus derechos no valen tanto si los vende por tan poco. A lo mejor es que ahí hay algo que no es legal.

—Pues te digo que no, que es de lo más legal. Yo mismo he visto el anuncio de la recompensa. Da todos los detalles de él, hasta el último, como si fuera en un cuadro, y dice de qué plantación viene, más allá de Nueva Orleans. No, señor, ya puedes apostar a que no hay nada raro. Oye, dame tabaco para mascar, ¿tienes?

No me quedaba nada, así que se marchó. Fui a la balsa y me senté en el wigwam a pensar. Pero no se me ocurría nada. Pensé hasta que me dolió la cabeza, pero no veía forma de salir de aquel problema. Después de todo el viaje y lo que habíamos hecho por aquellos desalmados, todo se había terminado, todo se había deshecho y destrozado, porque habían tenido la mala sangre de jugarle una pasada así a Jim y volver a convertirlo en un esclavo para toda su vida, y encima entre desconocidos, por cuarenta sucios dólares.

Una vez me dije que sería mil veces mejor que Jim fuera esclavo en casa, donde estaba su familia, si es que tenía que ser esclavo, así que mejor sería escribirle una carta a Tom Sawyer para que dijese a la señorita Watson dónde estaba. Pero en seguida renuncié a la idea por dos cosas: estaría indignada y enfadada por su mala fe y su ingratitud al escaparse de ella, así que lo volvería a vender río abajo, y si no, todo el mundo desprecia naturalmente a un negro ingrato y se lo recordarían a Jim todo el tiempo, para que se sintiera desgraciado y deshonrado. Y, ¡qué pensarían de mí! Todo el mundo se enteraría de que Huck Finn había ayudado a un negro a conseguir la libertad, y si volvía a ver a alguien del pueblo tendría que ser para agacharme a lamerle las botas de vergüenza. Así son las cosas: alguien hace algo que está mal y después no quiere cargar con las consecuencias. Se cree que mientras pueda esconderse no tendrá que pasar vergüenza. Y ésa era mi situación. Cuanto más lo estudiaba más me remordía la conciencia, y más malvado, rastrero y desgraciado me sentía. Y, por fin, cuando de repente me di cuenta del todo de que era la mano de la Providencia que me daba en la cara y me decía que mi maldad era algo conocido de siempre allá en el cielo, porque le había robado su negro a una pobre vieja que nunca me había hecho nada malo, y ahora me demostraba que siempre hay Alguien que lo ve todo y que no permite que se hagan esas maldades más que hasta un punto determinado, casi me caí al suelo de miedo que me dio. Bueno, hice todo lo que pude para facilitarme las cosas diciéndome que me habían criado mal, de manera que no era todo culpa mía, pero dentro de mí había algo que repetía: «Estaba la escuela dominical y podrías haber ido; y si hubieras ido te habrían enseñado que a la gente que hace las cosas que tú has hecho por ese negro le espera el fuego eterno».

Aquello me hizo temblar. Y decidí ponerme a rezar y ver si podía dejar de ser un mal chico y hacerme mejor. Así que me arrodillé. Pero no me salían las palabras. ¿Por qué no? No valía de nada tratar de disimulárselo a Él. Ni a mí tampoco. Sabía muy bien por qué no salían de mí. Era porque mi alma no estaba limpia; era porque no me había arrepentido; era porque estaba jugando a dos paños. Hacía como si fuera a renunciar al pecado, pero por dentro seguía empeñado en el peor de todos. Trataba de obligar a mi boca a decir que iba a hacer lo que estaba bien y lo que era correcto y escribir a la dueña de aquel negro para comunicarle dónde estaba; pero en el fondo sabía que era mentira, y Él también. No se pueden rezar mentiras, según comprendí entonces.

De manera que estaba lleno de problemas, todos los problemas del mundo, y no sabía qué hacer. Por fin tuve una idea y me dije: «Voy a escribir la carta y después intentaré rezar». Y, bueno, me quedé asombrado de cómo me volví a sentir ligero como una pluma inmediatamente, y sin más problemas. Así que agarré una hoja de papel y un lápiz, sintiéndome muy contento y animado, y me senté a escribir:


«Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas abajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar.


»HUCK FINN»


Me sentí bien y limpio de pecado por primera vez en toda mi vida y comprendí que ahora ya podía rezar. Pero no lo hice inmediatamente, sino que puse la hoja de papel a un lado y me quedé allí pensando: pensando lo bien que estaba que todo hubiera ocurrido así y lo cerca que había estado yo de perderme y de ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje río abajo yvi a Jim delante de mí todo el tiempo: de día y de noche, a veces a la luz de la luna, otras veces en medio de tormentas, y cuando bajábamos flotando, charlando y cantando y riéndonos. Pero no sé por qué parecía que no encontraba nada que me endureciese en contra de él, sino todo lo contrario. Le vi hacer mi guardia además de la suya, en lugar de despertarme, para que yo pudiera dormir más, y vi cómo se alegró cuando yo volví en medio de la niebla, y cuando volvimos a encontrarnos otra vez en el pantano, allá lejos donde la venganza de sangre, y todos aquellos momentos, y cómo siempre me llamaba su niño y me acariciaba y hacía todo lo que podía por mí, y lo bueno que había sido siempre, hasta que llegué al momento en que lo había salvado cuando les dije a los hombres que teníamos la viruela a bordo y lo agradecido que estuvo y que había dicho que yo era el mejor amigo que tenía en el mundo el viejo Jim, y el único que tiene ahora, y después, cuando miraba al azar de un lado para el otro, vi la hoja de papel.

Me costó trabajo decidirme. Agarré el papel ylo sostuve en la mano. Estaba temblando, porque tenía que decidir para siempre entre dos cosas, y lo sabía. Lo miré un minuto, como conteniendo el aliento, y después me dije:

«¡Pues vale, iré al infierno!», y lo rompí.

Eran ideas y palabras terribles, pero ya estaba hecho. Así lo dejé, y no volví a pensar más en lo de reformarme. Me lo quité todo de la cabeza y dije que volvería a ser malo, que era lo mío, porque así me habían criado, y que lo otro no me iba. Para empezar, iba a hacer lo necesario para sacar a Jim de la esclavitud, y, si se me ocuría algo peor, también lo haría, porque una vez metidos en ello, igual daba ocho que ochenta.

Después me puse a pensar en cómo conseguirlo y le di un montón de vueltas en la cabeza, hasta que encontré un plan que me iba bien. Así que vi cuál era la posición de una isla arbolada que estaba un poco río abajo, y en cuanto empezó a oscurecer un poco salí a escondidas con mi balsa y la escondí allí, y después me acosté. Dormí toda la noche y me levanté antes de que amaneciera, desayuné, me puse la ropa de la tienda y el resto en un hatillo y tomé la canoa para ir a tierra. Llegué a donde me pareció que debía de estar la casa de Phelps y escondí el hatillo en los bosques; después llené la canoa de agua y de piedras y la hundí donde pudiera volver a encontrarla cuando quisiera, más o menos un cuarto de milla abajo de un pequeño molino de vapor que había en la orilla.

Después me puse en camino, y cuando pasé por el molino vi un letrero que decía «Serrería de Phelps», y cuando llegué a las casas, dos o trescientas yardas más allá, estuve muy atento, pero no se veía a nadie, aunque ya había amanecido del todo. Pero no me importó porque todavía no quería encontrarme con nadie: sólo quería ver cómo era todo aquello. Según mi plan iba a aparecer allí, viniendo del pueblo, y no desde el río. Así que eché un vistazo y me encaminé derecho al pueblo. Bueno, al primero que vi al llegar fue al duque. Estaba poniendo un cartel de «La Realeza Sin Par» (tres representaciones), igual que la otra vez. ¡Qué cara más dura tenían aquellos dos sinvergüenzas! Me planté a su lado antes de que él pudiera ni moverse. Pareció asombrarse y dijo:

—¡Hola! ¿De dónde sales tú? —y después añade, como si estuviera muy contento—: ¿Dónde está la balsa? ¿La has puesto en buen sitio?

Y yo contesté:

—Hombre, eso era lo que iba a preguntar yo a vuestra gracia.

Entonces no pareció estar tan contento y preguntó:

—¿Por qué me lo ibas a preguntar a mí?

—Bueno —voy y digo yo—, cuando vi al rey ayer en aquella taberna me dije que tardaríamos horas en llevárnoslo a casa hasta que se hubiera serenado, así que me puse a dar vueltas por el pueblo para hacer tiempo y esperar. Vino un hombre que me ofreció diez centavos si lo ayudaba a llevar un bote al otro lado del río y a volver con una oveja, así que me fui con él; pero cuando la estábamos llevando al bote y el hombre me dio la cuerda y fue detrás del bote para empujar, la oveja resultó demasiado para mí solo y se soltó y se echó a correr, y nosotros detrás de ella. No teníamos perro, así que tuvimos que correr tras ella por todo el campo hasta que se cansó. No la pescamos hasta el anochecer; después la llevamos al otro lado y yo me fui hacia la balsa. Cuando llegué y vi que había desaparecido me dije: «Se han metido en líos y se han tenido que ir, y se han llevado a mi negro, que es el único negro que tengo en el mundo, y ahora estoy en un país extraño y no tengo nada mío, no me queda nada de nada ni tengo forma de ganarme la vida», así que me senté a llorar. Me quedé dormido en el bosque toda la noche. Pero, entonces, ¿qué ha pasado con la balsa? … Y Jim. ¡Pobre Jim!


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