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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Автор книги: Марк Твен



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—Pobre William, pese a su aflicción, su corazón siempre acierta. Me pide que invite a todos a venir al funeral… quiere que le dé la bienvenida a todos. Pero no necesita preocuparse, era justo eso lo que estaba haciendo.

Y después continuó con su discurso, tan tranquilo, y vuelve a hablar de sus orgías funerarias una vez tras otra, exactamente igual que antes. Ya la tercera vez dice:

—Digo orgías, no porque sea el término vulgar, que no lo es, el término vulgar es exequias, sino porque orgías es el término exacto. En Inglaterra ya no se dice exequias… Esa palabra ha caído en desuso. En Inglaterra ahora decimos orgías. Orgías es mejor porque significa con más exactitud lo que uno quiere decir. Es una palabra compuesta del griego orgo, fuera, abierto, al aire libre, y el hebreo geesum, plantar, cubrir; de ahí en-terrar. De manera que como ven ustedes, las orgías funerarias son un funeral público, ejem, abierto.

Era lo más caradura que he visto. Bueno, el de la mandíbula cuadrada se le rió en la cara. Todo el mundo se escandalizó. Todo el mundo dijo: «¡Pero, hombre, doctor!», y Abner Shackleford dijo:

—Pero, Robinson, ¿no has oído la noticia? Éste es Harvey Wilks.

El rey sonrió de oreja a oreja, le alargó la pezuña y dijo:

—¿Es el querido amigo y médico de mi pobre hermano? Yo…

—¡No me toque! —respondió el médico—. Pretende usted hablar como un inglés, ¿no? Es la peor imitación que he oído en mi vida. ¿Usted el hermano de Peter Wilks? Es usted un estafador, ¡eso es lo que es!

¡Bueno, la que se armó! Se agruparon en torno al médico y trataron de tranquilizarlo explicándoselo todo y contándole que Harvey había demostrado de cuarenta formas que era Harvey y conocía a todo el mundo por su nombre y hasta cómo se llamaban los perros, y le suplicaron una vez tras otra que no hiriese los sentimientos de Harvey ni los de las pobres chicas y todo eso. Pero de nada valió; siguió pegando gritos y diciendo que si alguien pretendía ser inglés y no sabía imitar la forma en que hablaban los ingleses mejor que aquél es porque era un estafador y un mentiroso. Las pobres chicas se agarraban al rey y lloraban, y de pronto el médico va y se vuelve contra ellas. Va y dice:

—Yo era amigo de vuestro padre y soy vuestro amigo, y os advierto como amigo, y amigo honesto que quiere protegeros y evitaros disgustos y sufrimientos, que volváis las espaldas a ese sinvergüenza y no tengáis nada que ver con él, con ese vagabundo ignorante, con esas idioteces de griego y de hebreo, dice él. Es el impostor más evidente: ha llegado aquí con un montón de nombres vacíos y de datos que ha conseguido en alguna parte, y creéis que son pruebas. Y esos amigos bobos que deberían ser más inteligentes os ayudan a engañaros. Mary Jane Wilks, sabes que soy amigo vuestro, y que no soy un amigo egoísta. Ahora escuchadme; echad a patadas a este sinvergüenza sin escrúpulos… Os ruego que lo hagáis. ¿Estáis dispuestas?

Mary Jane se irguió y, ¡caray qué guapa era!, respondió:

—Ésta es mi respuesta —agarró la bolsa del dinero, se la puso al rey en las manos y dijo—: Tome estos seis mil dólares e inviértalos por mí y mis hermanas como usted quiera, y no nos hace falta que nos dé ningún recibo.

Después tomó al rey de un brazo y Susan y la del labio leporino hicieron lo mismo del otro. Todo el mundo aplaudió y pateó en el suelo, con un ruido como una tormenta, mientras el rey levantaba la cabeza con una sonrisa arrogante. El médico dijo:

—Muy bien; yo me lavo las manos. Pero os advierto que llegará el momento en que os sentiréis mal cada vez que recordéis este día —y se fue.

—Muy bien, doctor —dijo el rey, como burlándose de él—; entonces alguien irá a buscarlo a usted —con lo cual todos se rieron mucho y dijeron que era muy ingenioso.

Capítulo 26



Bueno, cuando se hubieron ido todos, el rey preguntó a Mary Jane si había alguna habitación libre y ella le dijo que tenía una, que serviría para el tío William, y que le dejaría la suya al tío Harvey, que era un poco más alto, porque ella se iría al cuarto de sus hermanas a dormir en una cama turca, y que en la buhardilla había un cuartito con un jergón. El rey dijo que el jergón le bastaría a su vale, o sea, a mí.

Así que Mary Jane nos hizo subir y nos enseñó sus habitaciones, que eran sencillas pero agradables. Dijo que mandaría sacar de su habitación sus vestidos y demás cosas si molestaban al tío Harvey, pero él dijo que no. Los vestidos estaban colgados junto a una pared, tapados por una cortina de calicó que llegaba hasta el suelo. En un rincón había un viejo baúl de crin, y en otro, un estuche de guitarra; el resto estaba lleno de adornos y de esas cosas con las que les gusta a las muchachas alegrar una habitación. El rey dijo que resultaba mucho más hogareño y agradable con aquellos adornos, así que no había que cambiarlos. La habitación del duque era muy pequeña, pero más que suficiente, igual que mi cubículo.

Aquella noche celebraron una gran cena en la que estuvieron todos los hombres y las mujeres, yo me quedé detrás de las sillas del rey y del duque para servirlos y los negros se encargaron de todos los demás. Mary Jane se sentó a la cabecera de la mesa, con Susan a su lado, comentando lo malos que eran los bollos y lo pobres que eran las conservas y lo ordinarios y duros que resultaban los pollos fritos, y todo ese género de bobadas, como hacen siempre las mujeres en busca de cumplidos, pero la gente sabía que estaba todo magnífico y se lo dijo: «¿Cómo consigues que los bollos te salgan tan tostaditos y tan bien?», y «¿dónde has conseguido estos encurtidos tan estupendos?» y todas esas bobadas que la gente dice por decir en las cenas, ya se sabe.

Y cuando todo se acabó, la del labio leporino y yo nos comimos las sobras en la cocina, mientras los demás ayudaban a los negros a limpiar las cosas. La del labio leporino se puso a preguntarme cosas de Inglaterra, y que me cuelguen si no me pareció que a veces las cosas se estaban poniendo difíciles. Va y dice:

—¿Has visto al rey alguna vez?

—¿A quién? ¿A Guillermo IV? Hombre, y tanto que sí: va a nuestra iglesia. —Yo sabía que había muerto hacía años, pero no hice comentarios. Así que cuando dije que iba a nuestra iglesia ella preguntó:

—¿Cómo… siempre va?

—Sí, siempre. Tiene el banco frente al nuestro, al otro lado del púlpito.

—Creía que vivía en Londres.

—Hombre, claro. ¿Dónde iba a vivir?

—Pero yo creía que vosotros vivíais en Sheffield.

Vi que me tenía acorralado. Tuve que hacer como que me atragantaba con un hueso de pollo, para pensar en cómo salir de aquélla. Entonces dije:

—Quiero decir que siempre va a nuestra iglesia cuando está en Sheffield. Eso es sólo en verano, cuando va a darse baños de mar.

—Pero qué cosas dices… Sheffield no está en el mar.

—Bueno, ¿y quién ha dicho que sí?

—Pues tú.

—Eso no es verdad.

—¡Sí!

—No.

—Sí.

—Yo no he dicho nada parecido.

—Bueno, entonces, ¿qué has dicho?

—Dije que iba a tomar los baños de mar; eso es lo que dije.

—Bueno, entonces, ¿cómo va a tomar los baños de mar si no está en el mar?

—Mira —respondí—, ¿has tomado alguna vez agua mineral?

—Sí.

—Bueno, ¿y tuviste que ir a una mina a buscarla?

—Pues no.

—Bueno, pues tampoco tiene Guillermo IV que ir al mar para darse un baño de mar.

—Entonces, ¿cómo se los da?

—Hace lo mismo que la gente de aquí para beber agua mineral: en barricas. Allí en el palacio de Sheffield tienen unos hornos bien calientes y le gusta que el agua esté caliente. No se puede hervir toda el agua que hay en el mar. Allí no hay máquinas suficientes.

—Ah, ya entiendo. Podías haberlo dicho para empezar y habríamos ahorrado tiempo.

Cuando dijo aquello, vi que me había librado del asunto, así que me sentí más cómodo y contento. Después preguntó:

—¿Tú también vas a la iglesia?

—Sí, siempre.

—¿Dónde te sientas?

—Hombre, en nuestro banco.

—¿El banco de quién?

—Pues el nuestro; el de tu tío Harvey.

—¿El suyo? ¿Y para qué necesita él un banco?

—Para sentarse en él. ¿Para que creías que lo necesitaba?

—Hombre, creí que estaba en el púlpito.

Maldita sea, se me había olvidado que era predicador. Vi que me había vuelto a atrapar, así que volví a atragantarme para pensármelo, y después dije:

—Caramba, ¿te crees que no hay más que un predicador en una iglesia?

—Pero, ¿para qué necesitan más?

—¡Cómo! ¡Para predicar cuando va el rey! Nunca he visto una chica así. Tienen nada menos que diecisiete.

—¡Diecisiete! ¡Dios mío! Pues yo no aguantaría oír a tantos, aunque nunca fuese al paraíso. Debe de llevarles una semana.

—Caramba, no predican todos el mismo día: sólo uno de ellos.

—Bueno, y ¿qué hace el resto?

—Bah, no mucho. Se pasean, pasan la bandeja, y cosas así. Pero en general no hacen nada.

—Bueno, entonces, ¿para qué están allí?

—Hombre, es cuestión de clase. ¿Es que no sabes nada?

—Bueno, no quiero saber cosas tontas. ¿Cómo tratan a los criados en Inglaterra? ¿Los tratan mejor que nosotros a nuestros negros?

—¡No! Allí un criado no es nada. Los tratan peor que a perros.

—¿No les dan días de fiesta como nosotros, por la semana de Navidad y Año Nuevo y el 4 de j ulio?

—¡Qué cosas dices! Sólo con eso se nota que nunca has estado en Inglaterra. Pero, labio le …; pero, Joanna, si no tienen ni un día de fiesta al año; nunca van al circo, ni al teatro, ni a espectáculos para negros, ni a ninguna parte.

—¿Ni a la iglesia?

—Ni a la iglesia.

—Pero tú siempre vas a la iglesia.

Bueno, me había vuelto a agarrar. Se me había olvidado que yo era el criado del viejo. Pero al momento siguiente se me ocurrió una especie de explicación de que un vale era diferente de un criado corriente y tenía que ir a la iglesia quisiera o no y sentarse con la familia, porque eso decía la ley. Pero no me salió muy bien y cuando terminé no la vi convencida. Dijo:

—La verdad, ahora, ¿no me has estado contando mentiras?

—De verdad que no —repliqué.

—¿Ni una sola?

—Ni una sola. No te he contado ni una mentira.

—Pon la mano en este libro y repítelo.

Vi que no era más que un diccionario, así que puse la mano encima y lo repetí. Entonces pareció un poco más convencida y dijo:

—Bueno, entonces creeré algo de lo que has dicho, pero la verdad es que no me voy a creer el resto.

—¿Qué es lo que no te vas a creer, Jo? —preguntó Mary Jane, que entraba con Susan detrás—. No está bien ni es nada amable que le hables así a un forastero que está tan lejos de su casa. ¿Qué te parecería a ti que te trataran así?

—Eso es lo que dices siempre, Maim: siempre vas en ayuda de alguien antes de que le pase nada. No le he hecho nada. Calculo que ha contado algunas exageraciones y dije que no me las iba a tragar todas, es todo lo que he hecho. Supongo que podrá aguantarlo, ¿no?

—No me importa que le hayas dicho mucho o poco; está en nuestra casa y es un forastero, y no está bien que digas esas cosas. Si estuvieras tú en su lugar, te daría vergüenza, así que no tienes que decir a otros cosas que les den vergüenza a ellos.

—Pero, Maim, ha dicho…

—No importa lo que haya dicho; no es eso. Lo que importa es que lo trates con amabilidad, y no andes diciendo cosas que le recuerden que no está en su propio país y entre su propia gente.

Me dije para mis adentros: «¡Y ésta es la muchacha a la que voy a dejar que ese viejo reptil le robe todo su dinero!» Entonces entró Susan en el asunto, y podéis creerme que le puso a labio leporino las peras al cuarto.

Y yo me dije: «¡Y ésta es otra a la que voy a dejar que le robe su dinero!»

Después Mary Jane pasó a otras cosas y se volvió a poner toda encantadora, que era su verdadero estilo. Pero cuando terminó, la pobre labio leporino estaba prácticamente deshecha. Así que se puso a gritar.

—Muy bien, pues entonces —dijeron las otras chicasno tienes más que pedirle perdón.

Y fue lo que hizo, y lo hizo muy bien, tan bien que daba gusto escucharla, y ojalá pudiera volverle a contar mil mentiras para que lo repitiese otra vez.

Y me dije: «Ésta es otra a la que le estoy dejando que le robe el dinero». Y cuando terminó se pusieron todas ellas a hacer que me sintiera en casa y que supiera que estaba entre amigos. Me sentí tan bajo y tan vil que me dije: «Está decidido; o les consigo ese dinero o reviento».

Así que me largué; a dormir, dije, sin especificar el momento. Cuando me quedé solo me puse a pensar las cosas. Me pregunté: «¿Voy a ver a ese médico, en secreto, y delato a estos sinvergüenzas? No, eso no saldría bien. Podría decir quién se lo había dicho y entonces el rey y el duque se encargarían de mí. ¿Iré a decírselo en secreto a Mary Jane? No… No me atrevo. Seguro que lo revelaría con algún gesto; ellos ya tienen el dinero y se largarían con él. Si fuera en busca de ayuda, seguro que me encontraría metido en el asunto. No, no hay más que una forma. Tengo que robar ese dinero como pueda y de forma que no sospechen de mí. Aquí han encontrado un buen filón y no van a irse hasta que le hayan sacado a esta familia y a este pueblo todo lo que puedan, así que tengo tiempo suficiente para buscar una solución. Voy a robarlo y a esconderlo y después, cuando esté río abajo, escribiré una carta y le diré a Mary Jane dónde está escondido. Pero más vale que lo saque esta noche si puedo, porque a lo mejor el médico no ha renunciado como ha dicho y todavía puede que les meta el miedo en el cuerpo y los eche».

«Así que —pensé– voy a buscar en sus habitaciones.» Aunque el pasillo de arriba estaba oscuro, encontré la habitación del duque y empecé a rebuscar con las manos, pero recordé que tal como era el rey, no dejaría que nadie más que él se hiciera cargo del dinero, así que fui a su habitación y empecé a rebuscar. Pero vi que no podía hacer nada sin una vela y, naturalmente, no me atreví a encender una. Así que pensé en hacer lo otro: quedarme a la espera y escuchar lo que decían. Casi en aquel momento oí que subían y decidí esconderme debajo de la cama; fui hacia ella, pero no estaba donde yo creía, toqué la cortina detrás de la que estaban los vestidos de Mary Jane, así que salté detrás, me arrebujé entre los vestidos y me quedé allí muy calladito.

Entraron, cerraron la puerta y lo primero que hizo el duque fue agacharse a mirar debajo de la cama. Entonces me alegré de no haberla encontrado cuando la buscaba. Y eso que, ya sabéis, parece que lo natural es esconderse debajo de la cama cuando uno quiere que no lo encuentren. Después se sentaron y el rey dice:

—Bueno, ¿qué pasa?, y no te alargues, porque más vale que nos levantemos bien tempranito por la mañana para que no tengan oportunidad de hablar de nosotros.

—Bueno, se trata de lo siguiente, Capeto. No es fácil; no me siento tranquilo. No logro olvidarme de ese médico. Quería saber qué planes tenías. Tengo una idea y me parece que está bien.

—¿Cuál es, duque?

—Que más nos vale largarnos de aquí antes de las tres de la mañana y bajar al río con lo que ya tenemos. Sobre todo, dado que lo hemos conseguido tan fácilmente que nos lo han dado, podría decirse que nos lo han metido a la fuerza, cuando nosotros pensábamos que tendríamos que volverlo a robar. Creo que más vale que nos marchemos cuanto antes.

Aquello me hizo sentir bastante mal. Una hora o dos antes habría sido algo distinto, pero ahora hacía que me sintiera mal y desencantado. El rey pega un grito y dice:

—¡Cómo! ¿Y no vender el resto de la herencia? ¿Marcharnos como un par de idiotas y dejar ocho o nueve mil dólares en tierras esperando a que alguien se las lleve?; ¡cuando todo se puede vender en un momento!

El duque se puso a gruñir, dijo que con la bolsa de oro ya bastaba y que no quería meterse en más jaleos; que no quería robar a unas huérfanas todo lo que tenían.

—¡Qué cosas dices! —replicó el rey—. No les vamos a robar más que este dinero. Perderán los que compren esas propiedades, porque en cuanto se averigüe que no eran nuestras, que será al poco de habernos ido, la venta no será válida y todo volverá al patrimonio. Estas huérfanas se quedarán otra vez con su casa, y a ellas les basta con eso; son jóvenes y fuertes, y se pueden ganar la vida fácilmente. No van a perder nada. Pero, hombre, piénsalo; hay miles y miles de personas que no tienen ni la mitad. Te aseguro que éstas no tienen ningún motivo de queja.

El rey le dio tantos argumentos que acabó por ceder y dijo que bueno, pero que creía que era una estupidez seguir allí, con aquel médico sospechando de ellos. Pero el rey dice:

—¡Al diablo con el médico! ¿Qué nos importa ése? ¿No tenemos de nuestra parte a todos los tontos del pueblo? ¿Y no es una mayoría suficiente en cualquier pueblo?

Así que se prepararon a volver a bajar. El duque dice:

—No creo que hayamos dejado el dinero en un buen sitio.

Aquello me animó. Había empezado a pensar que no me iban a dar ni una pista que me ayudara. El rey dice:

—¿Por qué?

—Porque a partir de ahora Mary Jane estará de luto y lo primero que va a hacer es decirle al negro que limpie las habitaciones, que meta esa ropa en una caja y se la lleve; y, ¿te crees tú que un negro va a encontrarse con el dinero y no tomar prestado algo?

—Vuelves a tener la cabeza bien puesta, duque —dice el rey.

Se puso a buscar debajo de la cortina a dos o tres pies de donde estaba yo. Me apreté contra la pared sin hacer ningún ruido, aunque temblaba, y me pregunté lo que me dirían aquellos tipos si me pescaban tratando de pensar lo que tendría que hacer entonces. Pero el rey encontró la bolsa antes de que se me ocurriera ni media idea, y nunca se sospechó que anduviera yo por allí. Agarraron la bolsa y la metieron por un desgarrón que había en el jergón de paja, debajo del colchón de plumas, y la dejaron metida como un pie o dos entre la paja y dijeron que ya estaba bien, porque los negros sólo hacen el colchón de plumas y no le dan la vuelta al jergón más que una o dos veces al año, así que ahora ya no había peligro de que se lo robaran.

Pero no contaban conmigo. Lo saqué antes de que hubieran llegado al final de la escalera. Fui a tientas hasta mi cubículo y lo escondí allí hasta que se me ocurriera algo mejor. Pensé que más valía esconderlo fuera de la casa en alguna parte, porque si lo echaban de menos iban a registrar la casa a fondo; de eso estaba convencido. Después me acosté con toda la ropa puesta, pero no podría quedarme dormido aunque lo quisiera, de ganas que tenía de terminar con todo aquel asunto. Al cabo de un rato oí que subían el rey y el duque, así que me bajé del petate y me quedé con la barbilla apoyada en el último peldaño de la escalera para ver si pasaba algo. Pero no pasó nada.

Así me quedé hasta que dejaron de oírse los últimos ruidos y todavía no habían empezado los primeros, y después baje la escalera en silencio.

Capítulo 27



Fui en silencio hasta sus puertas a escuchar; estaban roncando. Así que seguí de puntillas y bajé las escaleras. No se oía un ruido por ninguna parte. Miré por una rendija de la puerta del comedor y vi a los hombres que velaban el cadáver, todos dormidos en sus sillas. La puerta daba a la sala donde estaba el cuerpo y había una vela en cada habitación. Seguí adelante hasta la puerta de la sala, que estaba abierta, pero vi que allí no había nadie más que los restos de Peter, así que continué: la puerta principal estaba cerrada y no se veía la llave. Justo entonces oí que alguien bajaba las escaleras detrás de mí. Corrí a la sala, miré rápidamente por allí y el único sitio que vi donde esconder la bolsa fue en el ataúd. La tapa estaba corrida como un pie y dejaba al descubierto la cara del muerto con un paño húmedo por encima y la mortaja. Metí la bolsa del dinero debajo de la tapa, justo más allá de donde tenía las manos cruzadas, cosa que me dio repelús; estaban heladas, y después volví a cruzar corriendo la habitación y me escondí detrás de la puerta.

La que entró fue Mary Jane. Fue junto al ataúd, andando despacito, se arrodilló y miró dentro; después sacó el pañuelo y vi que empezaba a llorar, aunque no la podía oír y me daba la espalda. Salí de mi escondite y al pasar junto al comedor pensé en asegurarme de que los del velatorio no me habían visto, así que miré por una rendija y todo estaba en orden. No se habían ni movido.

Me fui a la cama, bastante triste, por cómo estaban saliendo las cosas después de haberme preocupado yo tanto y haber corrido tantos peligros. Me dije: «Si pudiera quedarse donde está, muy bien; porque cuando lleguemos al río, a cien o doscientas millas, podría escribir a Mary Jane y ella podría desenterrarlo y sacarlo, pero eso no es lo que va a pasar; lo que va a pasar es que encontrarán el dinero cuando vayan a cerrar la tapa. Entonces el rey volverá a quedarse con él y no va a darle a nadie otra oportunidad de que se lo birle». Naturalmente, yo quería bajar y sacarlo de allí, pero no me atrevía a intentarlo. A cada minuto se acercaba el amanecer y dentro de muy poco algunos de los del velorio empezarían a moverse y quizá me pescaran con seis mil dólares en las manos cuando nadie me había encargado a mí del dinero. «Maldita la falta que me hace verme metido en una cosa así», me dije.

Cuando bajé por la mañana, el salón estaba cerrado y los del velorio se habían ido. No quedaba nadie más que la familia, la viuda Bartley y nuestra tribu. Les miré a las caras a ver si había pasado algo, pero no logré ver nada.

Hacia el mediodía llegó el enterrador con su ayudante y colocaron el ataúd en medio del salón apoyado en un par de sillas; luego pusieron todas nuestras sillas en filas y pidieron más prestadas a los vecinos hasta que el recibidor, el comedor y el salón estuvieron llenos. Vi que la tapa del ataúd estaba igual que antes, pero no me atreví a mirar lo que había debajo de ella, con tanta gente delante.

Entonces empezó a llegar la gente y las autoridades y las chicas ocuparon asientos en la fila de delante, junto a la cabecera del ataúd, y durante media hora la gente fue pasando en fila india y contemplando un momento la cara del muerto, y algunos derramaron una lágrima, todo muy en silencio y muy solemne, y las chicas y las autoridades eran los únicos que se llevaban pañuelos a los ojos, mantenían la cabeza baja y gemían un poco. No se oía ningún otro ruido, salvo el roce de los pies en el suelo y las narices que sonaban, porque la gente siempre se suena más las narices en un funeral que en ningún otro sitio, salvo en la iglesia.

Cuando la casa estuvo llena, el enterrador se paseó por todas partes con sus guantes negros y sus modales blandos y tranquilizantes, añadiendo los últimos toques, poniendo todas las cosas en orden y haciendo que la gente se sintiera cómoda, sin hacer ruido, como un gato. No decía ni una palabra; cambiaba a la gente de sitio, encontraba lugar para los últimos en llegar, abría pasillos, y todo ello con gestos de la cabeza y de las manos. Después ocupó su puesto apoyado en la pared. Era el hombre más blando, resbaladizo y untuoso que he visto en mi vida; y nunca sonreía, era como un pedazo de carne.

Habían pedido prestado un armonio que estaba bastante mal; cuando todo estuvo dispuesto una joven se sentó a él y lo empezó a tocar, pero no soltaba más que chirridos y ventosidades, y todo el mundo se puso a cantar. Peter era el único que se lo pasó bien, según me pareció. Después le tocó el turno al reverendo Hobson, que empezó a hablar lento y solemne, e inmediatamente se oyó en el sótano el ruido más horroroso que se pueda imaginar: no era más que un perro, pero armaba un escándalo de miedo y no paraba; el cura tuvo que quedarse allí junto al ataúd y esperar: no se podía oír otra cosa. Era verdaderamente terrible y pareció que nadie sabía qué hacer. Pero en seguida vieron que aquel enterrador tan alto hacía una señal al cura como para decirle: «No se preocupe; aquí estoy yo». Después se inclinó y empezó a deslizarse junto a la pared; no se veían más que sus hombros por encima de las cabezas de la gente. Así que siguió deslizándose, con aquel escándalo cada vez más horroroso, y por fin, cuando recorrió dos lados de la habitación, desapareció hacia el sótano. Después, al cabo de unos dos segundos, oímos un golpetazo y el perro terminó con un ladrido o dos de lo más raro, y después todo el mundo se quedó quieto y el cura retomó su charla solemne donde la había interrumpido. Al cabo de un minuto o dos reaparecen la espalda y los hombros del enterrador deslizándose otra vez junto a la pared, y siguió deslizándose por tres lados de la habitación; después se levantó, hizo bocina con las manos y, alargando el cuello hacia el cura, dijo con una especie de susurro ronco, por encima de las cabezas de la gente: «¡Tenía una rata!» Después volvió a deslizarse junto a la pared para volver a su sitio. Se notaba que aquello resultaba muy satisfactorio para la gente, porque naturalmente quería saber de qué se trataba. Esas cosillas no cuestan nada y son las que le consiguen admiración y respeto a un hombre. En todo el pueblo no había nadie más popular que aquel enterrador.

Bueno, el sermón funerario resultó muy bien, pero horriblemente largo y cansado; después se metió el rey y soltó unas cuantas de sus tonterías de costumbre, y por fin terminó el asunto y el enterrador se acercó al ataúd con su destornillador. Yo me puse a sudar y lo miré muy atento. Pero no vio nada, se limitó a correr la tapa, suave como si estuviera engrasada, y la atornilló bien atornillada. ¡Así estábamos! No sabía si el dinero estaba allí dentro o no. Entonces me dije: «¿Y si alguien se ha llevado la bolsa a escondidas? ¿Como sé yo si escribir a Mary Jane o no? ¿Y si lo desentierra y no encuentra nada, qué va a pensar de mí? Dita sea», me dije, «lo mismo me buscan y me encierran: más me vale quedarme bien calladito y no escribir nada; ahora todo está hecho un lío y por tratar de mejorarlo lo he dejado cien veces peor que antes; ojalá lo hubiera dejado todo en paz. ¡Maldito sea todo el asunto!»

Lo enterraron, volvimos a casa y me dediqué otra vez a mirar las caras a todos; no podía evitarlo ni quedarme tranquilo. Pero no pasó nada; las caras no me decían nada.

El rey estuvo viendo a mucha gente aquella tarde, tranquilizando a todos, muy amistoso, y les dio a entender que en Inglaterra sus feligreses estarían preocupados por él, así que tenía que darse prisa y resolver inmediatamente lo de la herencia antes de marcharse. Lamentaba mucho tener tantas prisas, y lo mismo les pasaba a los demás; querían que se quedara más tiempo, pero decían que entendían que era imposible. Y dijo que naturalmente William y él se llevarían a las chicas a casa con ellos, lo cual también agradó mucho a todos, porque entonces las chicas estarían bien protegidas y entre sus propios parientes, y también agradó a las chicas; les gustó tanto que prácticamente se olvidaron de que tenían algún problema en el mundo y le dijeron que lo vendiera todo en cuanto quisiera, que ellas estaban dispuestas. Las pobrecillas estaban tan contentas y felices que me dolía el corazón de ver cómo las engañaban y las mentían tanto, pero no veía una forma segura de intervenir y hacer que cambiara el estado general de cosas.

Bueno, maldito si el rey no puso inmediatamente la casa y los negros y todas las tierras en subasta inmediatamente, dos días después del funeral; pero todo el mundo que quisiera podía comprar en privado antes si quería.

Así que el día después del funeral, hacia el mediodía, las muchachas se llevaron la primera sorpresa. Apareció un par de tratantes de esclavos y el rey les vendió los negros a precio razonable, por letras a tres días, según dijeron ellos, y se los llevaron: los dos hijos río arriba, a Menphis, y su madre río abajo, a Orleans. Creí que aquellas pobres muchachas y los negros se iban a quedar con el corazón roto de la pena; lloraban juntos y estaban tan tristes que casi me puse malo de verlo. Las chicas dijeron que jamás habían soñado con ver a aquella familia separada o vendida lejos del pueblo. Nunca me podré borrar de la memoria la visión de aquellas pobres chicas y los negros tan tristes, abrazados y llorando; creo que no lo habría podido soportar, sino que habría reventado y delatado a nuestra banda de no haber sabido que aquella venta no valía y que los negros estarían de vuelta a casa dentro de una o dos semanas.

Aquello también llamó mucho la atención en el pueblo y muchos vinieron corriendo a decir que era un escándalo separar así a la madre y los hijos. Les sentó mal a los farsantes, pero el viejo se empeñó en seguir adelante, pese a lo que dijera o hiciese el duque, y os aseguro que el duque se sentía muy incómodo.

Al día siguiente era el de la subasta. Ya bien entrada la mañana, el rey y el duque subieron a la buhardilla a despertarme y por su gesto vi que había problemas. El rey va y dice:

—¿Estuviste en mi habitación anteanoche?

—No, vuestra majestad —que era como siempre lo llamaba cuando no había delante más que gente de nuestra banda.

—¿Estuviste allí ayer o anoche?

—No, vuestra majestad.

—Tu palabra de honor; sin mentir.

—Mi palabra de honor, vuestra majestad. Le digo la verdad. No he estado cerca de su habitación desde que la señorita Mary Jane le llevó allí con el duque para enseñársela.

El duque va y dice:

—¿Has visto entrar en ella a otra persona?

—No, vuestra gracia, no que yo recuerde, creo.

—Piénsalo con calma.

Estuve pensándolo un momento y al ver mi oportunidad dije:

—Bueno, he visto entrar allí varias veces a los negros. Los dos dieron un saltito, como si jamás se lo hubieran esperado, y después como si pareciera que sí. Después el duque va y dice:

—¿Cómo, todos ellos?

—No, o sea, por lo menos no todos de una vez; creo que nunca los vi salir juntos, más que una vez.

—¡Vaya! ¿Cuándo fue eso?

El día del funeral, por la mañana. No fue temprano porque yo dormí hasta tarde. Estaba empezando a bajar las escaleras cuando los vi.

—Bueno, sigue, ¡sigue! ¿Qué hicieron? ¿Qué pasó después?

—No hicieron nada. Y tampoco pasó nada especial, que yo viera. Se marcharon de puntillas; así que vi muy bien que habían ido a hacer la habitación de vuestra majestad, o algo así, si es que ya se había levantado, y al ver que no se había levantado, esperaban desaparecer y no meterse en jaleos en lugar de despertarle, si es que ya no le habían despertado.


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