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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Текст книги "Las aventuras de Huckleberry Finn"


Автор книги: Марк Твен



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—¡Gente que lo ayudara, hermano Marples! Bueno, de eso podrías estar seguro si hubieras estado en esta casa de un tiempo a esta parte. Pero si robaban todo lo que podían, y eso que nosotros estábamos atentos todo el tiempo. ¡Robaron esa camisa del tendedero!, y en cuanto a la sábana con la que hicieron la escala, Dios sabe cuántas veces la robaron; y harina y velas y candelabros y cucharas y el calentador antiguo y casi mil cosas que ya ni recuerdo, mi vestido nuevo de calicó, y eso que yo y Silas y mi Sid y mi Tom estábamos vigilando todo el día y toda la noche, como os estaba diciendo, y ninguno pudimos ver ni oír nada de lo que hacían, y ahora, en el último minuto, se nos escapan en nuestras narices y nos engañan, y no sólo nos engañan a nosotros, sino también a los ladrones del territorio indio, y van y se escapan con ese negro sin que nadie les toque un pelo, ¡y eso con dieciséis hombres y veintidós perros persiguiéndolos justo cuando se escapaban! Os digo que en mi vida he oído cosa igual. Ni unos espíritus podían haberlo hecho mejor ni con más inteligencia. Y calculo que tienen que haber sido espíritus, porque vosotros ya conocéis a vuestros perros y no los hay mejores; ¡y esos perros no les encontraron la pista ni una vez! ¡Que me lo explique quien lo entienda! ¡A ver quién sería capaz de entenderlo!

—Bueno, la verdad es que…

—Por Dios santo, jamás…

—Dios me bendiga, no lo hubiera cre…

—Ladrones de casas, además de…

—Por Dios y todos los santos, a mí me daría miedo vivir en una…

—¡Miedo vivir! Hombre, si yo tenía tanto miedo que casi ni me atrevía a acostarme, ni a tenderme, ni a sentarme, hermana Ridgeway. Pero si es que robaban hasta… Dios mío, podéis imaginaros en qué estado me encontraba yo ayer a medianoche. ¡Os juro que tenía miedo de que se llevaran a alguien de la familia! Había llegado a un punto en que ya no podía ni razonar. Ahora de día, parece una bobada, pero me decía: «Ahí están mis dos pobrecitos chicos dormidos, ellos solitos en el piso de arriba, en ese cuarto», y de verdad os digo que me daba tanto miedo que subí las escaleras y los cerré con llave. Eso fue lo que hice, y lo que haría cualquiera. Porque, sabéis, cuando tiene una tanto miedo cada vez es peor porque la cabeza empieza a dejar de funcionarle a una, se le ocurren las cosas más absurdas, y con el tiempo llega una a pensar: «Supongamos que yo fuera un muchacho y estuviera ahí arriba con la puerta sin cerrar y fuese…» —Se calló con un aire como asombrado, y después volvió la cabeza lentamente, y cuando me miró a mí… me levanté y me fui a dar un paseo.

Me dije: «Podré explicar mejor cómo es que no estábamos esta mañana en la habitación si me voy a un lado y lo pienso un poco», y así lo hice. Pero no me atreví a irme muy lejos, porque me había mandado a buscar. Se fue haciendo tarde, se marchó toda la gente y entonces yo entré y le dije que a Sid y a mí nos habían despertado los gritos y los ruidos, y como la puerta estaba cerrada y queríamos ver lo que pasaba, bajamos por el pararrayos y los dos nos hicimos un poco de daño, así que no podríamos hacerlo más. Después fui a contarle todo lo que le había dicho antes al tío Silas, y entonces ella dijo que nos perdonaba y que de todas formas era lo lógico y lo que cabía esperar de unos muchachos, porque todos los chicos éramos unos locos, que ella supiera, y con tal de que no nos hubiera pasado nada, creía que era mejor sentirse agradecida de que estuviéramos vivos y bien y de seguir queriéndonos, en lugar de preocuparse por cosas que ya habían pasado. Me besó, me acarició la cabeza, se quedó muy pensativa y al cabo de un momento pega un salto y dice:

—¡Dios me bendiga, casi es de noche y todavía no ha llegado Sid! ¿Qué le habrá pasado a ese chico?

Ahí vi mi oportunidad, así que también yo di un salto y voy y digo:

—Voy al pueblo, a traerlo —digo.

—No, ni hablar —dice ella—. Te quedas donde estás; ya basta con que se pierda uno. Si no llega para la hora de cenar, irá tu tío.

Bueno, no llegó a la hora de cenar, así que inmediatamente después salió el tío.

Volvió hacia las diez un poco intranquilo: no había encontrado ni rastro de Tom. Tía Sally está muy intranquila; pero el tío Silas dijo que no había motivo, que eran cosas de muchachos y que éste aparecería por la mañana sano y salvo. Así que ella tuvo que callarse, pero dijo que en todo caso se quedaría sentada a esperarlo y dejaría una luz encendida para que pudiera verla.

Y después, cuando me fui a la cama, subió conmigo y trajo su vela, me arropó y me trató tan bien que me sentí un ruin, como si no pudiera mirarla a los ojos. Se sentó en la cama para quedarse charlando un rato largo conmigo y dijo que qué chico más espléndido era Sid; parecía como si no quisiera dejar de hablar de él, venga de preguntarme de vez en cuando si yo creía que se podría haber perdido o hecho daño, o quizá ahogado, y que ahora mismo podría estar sufriendo en alguna parte, o muerto, sin tenerla a ella para ayudarlo, mientras le caían las lágrimas en silencio, y yo le decía que Sid estaba bien y que seguro que volvería a casa por la mañana. Ella me apretaba una mano, o me daba un beso, y me pedía que lo repitiera y que no parase, porque le hacía mucho bien y lo estaba pasando muy mal. Cuando se iba a marchar me miró a los ojos muy fija y muy afectuosa, y va y dice:

—Tom, no voy a cerrar la puerta con llave, y ahí están la ventana y el pararrayos, pero vas a ser bueno, ¿verdad? ¿Y no te vas a ir? Hazlo por mí.

Dios sabe cuánto quería yo salir a ver lo que pasaba con Tom, y que no pretendía otra cosa; pero después de aquello no me habría ido ni aunque me hubieran dado reinos enteros.

Pero no podía dejar de pensar en ella y en Tom, así que dormí muy inquieto. Aquella noche me bajé por el pararrayos dos veces y fui a la entrada principal, y allí la vi sentada con su vela a la ventana, mirando al camino sin parar de llorar, y pensé que ojalá pudiera hacer algo por ella, pero no podía, salvo jurar que jamás haría nada para volver a apenarla. La tercera vez que desperté fue al amanecer, bajé por el pararrayos y allí seguía ella, con la vela casi terminada, con la vieja cabeza apoyada en la mano; se había quedado dormida.


Capítulo 42


El viejo volvió al pueblo antes de desayunar, pero no encontró ni huellas de Tom, y los dos se quedaron sentados a la mesa, pensando sin decir nada, con un aire muy triste mientras se les enfriaba el café, y sin comer nada. Al cabo de un rato el viejo va y dice:

—¿Te he dado la carta?

—¿Qué carta?

—La que me dieron ayer en la oficina de correos.

—No, no me has dado ninguna carta.

—Bueno, se me debe de haber olvidado.

Se puso a buscar en los bolsillos y luego fue a alguna parte a buscar dónde la había dejado, la trajo y se la dio. Va ella y dice:

—Pero si es de Saint Petersburg, de mi hermana.

Decidí que otro paseo me sentaría bien, pero no podía ni moverme. Antes de que pudiera abrirla la dejó caer y se echó a correr, porque había visto algo. Y yo también. Era Tom Sawyer acostado en un colchón y el viejo médico y Jim con el vestido de calicó de ella, con las manos atadas a la espalda, y un montón de gente. Escondí la carta detrás de lo primero que se me ocurrió y salí corriendo. Ella se lanzó hacia Tom, llorando, y va y dice:

—¡Ay, ha muerto, ha muerto, seguro que ha muerto!

Tom volvió la cabeza un poco y dijo algo que demostraba que no estaba bien de la cabeza, y ella subió las manos al cielo y dijo:

—¡Está vivo, gracias a Dios! ¡Y con eso me basta! Le dio un beso y se fue corriendo a la casa a preparar la cama, dando órdenes a derecha y a izquierda a los negros y a todo el mundo, a toda la velocidad que podía y a cada paso que daba.

Seguí a los hombres para saber lo que iban a hacer con Jim, y el viejo médico y el tío Silas siguieron a Tom a la casa. Los hombres estaban rabiosos y querían ahorcar a Jim para dar un ejemplo a todos los demás negros de los alrededores, para que no trataran de escaparse como había hecho Jim ni organizaran tantos jaleos y tuvieran a toda una familia casi muerta del susto días y noches. Pero los otros dijeron: «No, eso no se puede hacer; ese negro no es nuestro, y seguro que aparece el dueño y nos hace que paguemos por él». Así que se enfriaron un poco, porque la gente que tiene más ganas de ahorcar a un negro que ha hecho algo es siempre la misma que no quiere pagar por él cuando ya les ha servido para lo que querían.

Llamaron de todo a Jim y le dieron de golpes en la cabeza de vez en cuando, pero Jim no decía nada; nunca se le escapó que me conocía. Se lo llevaron a la misma cabaña, le pusieron su propia ropa y lo volvieron a encadenar, pero esta vez no a la pata de un catre, sino a una argolla enorme clavada en el tronco de abajo, y también le encadenaron las manos y las dos piernas y dijeron que no le darían nada de comer más que pan y agua hasta que apareciese su dueño o lo vendieran en una subasta, si es que no llegaba al cabo de un cierto tiempo, y rellenaron el agujero que habíamos hecho y dijeron que todas las noches habría un par de agricultores con escopeta vigilando la cabaña y con un bulldog a la puerta. Para entonces ya habían terminado su trabajo, y estaban a punto de marcharse con una especie de maldición general de despedida cuando apareció el médico viejo, que vio todo aquello y va y dice:

—No lo tratéis peor de lo necesario, porque no es un mal negro. Cuando llegué donde encontré al muchacho vi que no podía sacarle la bala sin algo de ayuda y que tampoco estaba en condiciones de dejarlo para ir a buscarla, y fue empeorando y empeorando, y al cabo de un rato perdió la cabeza y ya no dejaba que me acercara; decía que si le marcaba la balsa con una tiza me mataría y todo género de absurdos. Cuando vi que no podía hacer nada por él, me dije: «Necesito que alguien me ayude», y justo entonces apareció ese negro no sé de dónde y dijo que me ayudaría, y bien que me ayudó. Claro que pensé que debía de ser un negro fugitivo, pero así estaban las cosas, y tuve que quedarme allí todo el resto del día y toda la noche. ¡Os aseguro que ha resultado dificil! Tenía un par de pacientes con las fiebres y naturalmente me habría gustado ir al pueblo a verlos, pero no me atrevía porque el negro podía escapar y entonces sería culpa mía; sin embargo, no se me acercó ni un esquife al que pudiera llamar. De manera que allí tuve que quedarme hasta que amaneció esta mañana, y nunca he visto un negro que supiera cuidar mejor de un enfermo ni fuera más fiel, aunque para eso tenía que poner en peligro su libertad, y encima estaba agotado y se veía claramente que en los últimos tiempos había tenido mucho que hacer. Por eso me gustó ese negro; y os aseguro, caballeros, que un negro así vale mil dólares y debe recibir buenos tratos. Yo no tenía todo lo que necesitaba y el muchacho iba recuperándose igual que si estuviera en casa, y quizá mejor porque había mucha tranquilidad, pero allí estaba yo con los dos en mis manos, y allí tuve que quedarme hasta que amaneció; entonces aparecieron unos hombres en un esquife, y la suerte fue que el negro estaba sentado junto al jergón con la cabeza apoyada en las rodillas, dormido como un tronco; así que les hice señales en silencio, y se acercaron, lo agarraron y lo ataron sin que él se enterase de lo que pasaba, y no hemos tenido ningún problema. Como el muchacho también estaba medio dormido, envolvimos los remos con unos trapos, enganchamos la balsa y la remolcamos en silencio, y el negro no armó ningún jaleo ni dijo ni una palabra desde el principio. No es un mal negro, caballeros; eso es lo que tengo que decir de él.

Alguien dijo:

—Bueno, eso dice mucho de él, doctor, todo hay que decirlo.

Entonces también los demás se ablandaron un poco, y me alegré mucho de que el viejo médico se portara así de bien con Jim, y también de que aquello coincidiera con lo que había pensado de él, porque me pareció que era un hombre de buen corazón desde que lo vi. Entonces todos decidieron que Jim había actuado muy bien y que merecía alguna compensación. Así que todos prometieron, inmediatamente y de todo corazón, que no volverían a maldecirlo.

Después salieron y lo encerraron. Esperé que dijeran que podían quitarle una o dos de las cadenas, porque eran pesadísimas, o que podría comer algo de carne y de verdura con el pan y el agua, pero ni se les ocurrió, y calculé que más me valía no meterme en el asunto, sino contarle la historia del médico a la tía Sally como pudiera en cuanto pasara la tormenta que se me echaba encima; me refiero a las explicaciones de cómo se me había olvidado mencionar que a Sid le habían pegado un tiro cuando me puse a contar cómo habíamos pasado aquella noche él y yo remando entre las islas en busca del negro fugitivo.

Pero tenía tiempo de sobra. La tía Sally se quedó con el enfermo todo el día y toda la noche, y cada vez que veía al tío Silas con aquella cara tan larga, me escapaba de él.

A la mañana siguiente me enteré de que Tom iba mucho mejor, y dijeron que la tía Sally había ido a echarse una siesta. Entonces fui a la habitación y, si lo encontraba despierto, calculé que podíamos inventarnos una historia que la familia se tragara. Pero estaba dormido y además muy pacífico, y pálido, no con la cara toda encendida como cuando llegó. Así que me senté y esperé a que despertara. Al cabo de una media hora llegó en silencio la tía Sally y allí estaba yo, ¡otra vez en un aprieto! Me hizo un gesto para que no dijera nada y se sentó a mi lado, y empezó a susurrar que ahora todos podíamos estar contentos, porque todos los síntomas iban muy bien y llevaba mucho tiempo durmiendo, cada vez mejor y más tranquilo, y que apostaba diez a uno a que cuando se despertara ya habría recuperado todo el sentido.

Nos quedamos allí mirándolo y al cabo dé un rato se movió un poco, abrió los ojos con toda naturalidad, miró alrededor y dijo:

—¡Hola! ¡Pero si estoy en casa! ¿Cómo ha sido? ¿Dónde está la balsa?

—Todo va bien —respondí yo.

—¿Y Jim?

—Igual —dije, pero sin mucho convencimiento. Pero él no se dio cuenta y dijo:

—¡Bien! ¡Espléndido! ¡Ahora estamos en orden y a salvo! ¿Se lo has dicho a la tita?

Iba a decir que sí, pero intervino ella y va y dice:

—¿El qué, Sid?

—Hombre, cómo lo organizamos todo.

—¿Qué todo?

—Hombre, todo lo que ha pasado. Es lo único que contar; cómo pusimos en libertad al negro entre Tom y yo.

—¡Dios mío! ¿Que lo pusisteis en …? ¡De qué habla este chico! ¡Dios mío, Dios mío, se le ha vuelto a ir la cabeza!

—No, no se me ha ido la cabeza; sé perfectamente lo que digo. Sí que lo pusimos en libertad entre Tom y yo. Decidimos hacerlo y lo hicimos. Y además con mucho estilo. —Se había puesto en marcha y ella no logró pararlo, sino que se quedó allí sentada mirándolo y mirándolo y dejó que siguiera adelante. Comprendí que no tenía ningún sentido que interviniera yo—. Pero, tita, nos ha costado muchísimo trabajo, semanas enteras, horas y horas todas las noches, mientras todos dormíais. Tuvimos que robar velas y la sábana y la camisa y tu vestido y las cucharas y los platos de estaño y los cuchillos de cocina y el calentador, la piedra de moler y la harina y todo género de cosas, y no puedes imaginarte el trabajo que nos costó hacer los serruchos y las plumas y las inscripciones y todo lo demás; no tienes ni idea de lo que nos divertimos. Tuvimos que hacer los dibujos de los ataúdes y lo demás, las cartas nónimas de los ladrones y subir y bajar por el pararrayos, y hacer el agujero de la cabaña y la escala de cuerda y meterla cocinada dentro de un pastel y enviarle cucharas y cosas para que trabajase, que te metíamos en los bolsillos del mandil…

—¡Dios me ampare!

—…Y llenarle la cabaña de ratas y de serpientes y todo lo demás para que le hicieran compañía a Jim, y después tú le hiciste a Tom quedarse tanto tiempo aquí con la mantequilla dentro del sombrero que casi lo estropeaste todo, porque los hombres llegaron antes de que hubiéramos salido de la cabaña y tuvimos que salir corriendo y nos oyeron y nos dispararon y a mí me dieron, y nos apartamos del camino y dejamos que pasaran, y cuando llegaron los perros no les parecimos interesantes, sino que se fueron adonde más ruido había; nosotros sacamos la canoa y fuimos a la balsa y estábamos a salvo y Jim era un hombre libre, ¡y lo hicimos todo solos y fue estupendo, tía!

—Bueno, ¡en mi vida he oído cosa igual! Así que fuisteis vosotros, granujas, los que organizasteis todo este jaleo y nos habéis dejado a todos sin saber qué pensar, casi muertos del susto. Me dan más ganas que nunca de hacéroslo pagar en este mismo momento. ¡Pensar que me he pasado aquí, noche tras noche… espera a ponerte bien del todo, bribón, y verás cómo te saco el diablo del cuerpo a palos!

Pero Tom estaba tan orgulloso y tan contento que no podía pararse, y siguió dándole a la lengua mientras ella intervenía y escupía fuego todo el tiempo, los dos a la vez, como una reunión de gatos, y al final ella dice:

—Bueno, pásatelo todo lo bien que puedas ahora, porque te aseguro que como vuelva a cogerte hablando con él…

—¿Hablando con quién? —pregunta Tom, dejando de sonreír y con aire sorprendido.

—¿Con quién? Pues con el negro fugitivo, claro. ¿Qué te creías?

Tom me miró muy grave, y va y dice:

—Tom, ¿no me acabas de decir que estaba bien? ¿No se ha escapado?

—¿Él? —dice la tía Sally– ¿el negro fugitivo? Claro que no. Aquí lo han vuelto a traer sano y salvo, y está en la misma cabaña, a pan y agua, ¡y cargado de cadenas hasta que vengan a reclamarlo o lo vendamos!

Tom se sentó de golpe en la cama, con la mirada encendida y abriendo y cerrando las ventanillas de la nariz como si fueran agallas, y me grita:

—¡No tienen derecho a tenerlo encerrado! ¡Largo!, y no pierdas un minuto. ¡Suéltalo! No es ningún esclavo. ¡Es tan libre como el que más!

—¿De qué habla este chico?

—Lo digo de verdad, tía Sally, y si no va nadie iré yo. Lo he conocido toda la vida igual que aquí Tom. La vieja señorita Watson murió hace dos meses y sintió vergüenza de haber pretendido venderlo río abajo y lo dijo, y le dio la libertad en su testamento.

—Entonces, ¿para qué demonios querías ponerlo en libertad, si ya era libre?

—¡Bueno, ésa sí que es una pregunta, he de decirlo, típicade una mujer! Hombre, pues porque quería probar la aventura, y habría sido capaz de meterme en sangre hasta el cuello para… ¡Dios santo, TÍA POLLY!

¡Que me muera ahora mismo si no estaba allí, justo al lado de la puerta, con un aire tan complaciente y satisfecho como un ángel que se acabase de hartar de pastel!

La tía Sally saltó hacia ella y casi le arrancó la cabeza de un abrazo. Se puso a llorar con ella, y yo encontré un buen sitio debajo de la cama, porque me dio la sensación de que aquello se estaba poniendo bastante difícil para nosotros. Miré por debajo y al cabo de un rato la tía Polly se soltó y se quedó contemplando a Tom por encima de las gafas, ya sabéis, como si estuviera haciéndolo pedacitos. Y después va y dice:

—Sí, más te vale mirar a otro lado; es lo que haría yo en tu caso, Tom.

—¡Ay Dios mío! —dice la tía Sally– ¿es que ha cambiado tanto? Pero si ése no es Tom, es Sid; Tom está… pero, ¿dónde está Tom? Estaba aquí hace un momento.

—Quieres decir dónde está Huck Finn.. . ¡a ése te refieres! Calculo que no he criado a un bribón como mi Tom todos estos años para no conocerlo cuando lo veo. Estaría bueno. Sal de debajo de la cama, Huck Finn.

Eso fue lo que hice. Pero no me sentía muy contento.

La tía Sally se convirtió en una de las personas que menos comprendía nada que yo haya visto en mi vida, salvo una, y ése fue el tío Silas, cuando vino y se lo contaron todo. Podría decirse que fue como si se emborrachase, y todo el resto del día se pasó sin comprender nada. Aquella noche predicó un sermón en la reunión de la iglesia que le dio una reputación fenómena, porque no lo habría entendido ni la persona más vieja del mundo. Así que la tía Polly le dijo a todo el mundo quién era yo, y tuve que confesar que estaba en una situación tan mala que cuando la señora Phelps me tomó por Tom Sawyer… —y entonces ella intervino y dijo: «Vamos, vamos, llámame tía Sally, ya estoy acostumbrada y no hay por qué cambiar las cosas»—, que cuando la tía Sally me tomó por Tom Sawyer tuve que aceptarlo, porque no podía hacer otra cosa, y yo sabía que a Tom no le importaría, al contrario, le encantaría por tratarse de un misterio y lo convertiría todo en una aventura y se quedaría contentísimo. Así salieron las cosas, y él hizo como que era Sid y me las facilitó todo lo que pudo.

Su tía Polly dijo que Tom tenía razón en lo que había dicho de que la vieja señorita Watson había declarado libre a Jim en su testamento, así que, claro, Tom Sawyer se había metido en todo aquel lío y toda aquella aventura para liberar a un negro que ya era libre, y por eso yo no lograba entender hasta aquel momento y aquella conversación cómo podía Tom ayudar alguien a poner en libertad a un negro con la forma en que lo habían educado a él.

Bueno, la tía Polly dijo que cuando la tía Sally le escribió que Tom y Sid habían llegado sanos y salvos se había dicho: «¡Vaya vaya! Era de esperar, por haber dejado que se marchara solo sin nadie que lo vigilase. Así que ahora tengo que ponerme a recorrer todo el río abajo, mil cien millas, y averiguar en qué está metido el muchacho esta vez, porque no había modo de que tú me contestaras».

—Pero si aquí no llegaban noticias tuyas —va y dice la tía Sally.

—¡Vaya, qué raro! Pero si te he escrito dos veces para preguntarte a qué te referías al decir que había llegado Sid.

—Bueno, hermana, pero nunca me llegaron.

La tía Polly se dio la vuelta muy lenta y severa, y va y dice:

—¡Tú, Tom!

—Bueno… ¿qué? —contesta él, como enfadado.

—No me vengas preguntando qué, insolente; dame esas cartas.

—¿Qué cartas?

—Esas cartas. Te aseguro que si tengo que echarte mano, te voy a…

—Están en el baúl. Ya está dicho. Y están igual que estaban cuando me las dieron en correos. No las he visto. No las he tocado. Pero sabía que iban a crear problemas y pensé que no te corrían prisa y que…

—Bueno, te mereces una paliza, de eso no hay duda. Te escribí otra para decirte que iba a venir, y supongo que… —No, llegó ayer; todavía no la he leído, pero llegó bien, ésa la tengo yo.

Yo hubiera apostado dos dólares a que no, pero calculé que quizá era más seguro no apostar. Así que no dije nada.

Capítulo último



La primera vez que pude ver a Tom a solas le pregunté en qué había pensado cuando lo de la evasión, qué pensaba hacer si la evasión salía bien y lograba poner en libertad al negro que ya antes era libre. Respondió que lo que había planeado desde un principio, si lográbamos sacar a Jim y ponerlo a salvo, era seguir con él por el río en la balsa y tener montones de aventuras allí, y después decirle que era libre y llevarlo de vuelta a casa en un barco de vapor, bien fino, y pagarle por todo el tiempo que había perdido y escribir por adelantado para que todos los negros fueran a recibirlo y a llevarlo bailando al pueblo con una procesión de antorchas y una banda de música. Entonces sería un héroe y nosotros también. Pero yo calculé que ya estaba bien tal como estaban las cosas.

No tardamos nada en quitarle las cadenas a Jim, y cuando la tía Polly, el tío Silas y la tía Sally se enteraron de lo bien que había ayudado al médico a cuidar de Tom, le hicieron muchas zalemas y lo mimaron mucho y le dieron de comer todo lo que quería para que lo pasara bien y no tuviese que hacer nada. Le hicimos subir al cuarto del enfermo, donde estuvimos charlando mucho tiempo, y Tom le dio a Jim cuarenta dólares por haber hecho de prisionero con nosotros con tanta paciencia y haberlo hecho todo tan bien, y Jim casi se murió de contento y se puso a gritar:

—Vaya, Huck, ¿qué te decía? ¿Lo que te dije en la isla de Jackson? Te dije que tengo muchos pelos en el pecho y que eso es una buena señal, y te dije que había sido rico una vez y que iba a volver a ser rico otra vez, y ahora se ha cumplido, ¡míralo! ¿Te enteras? No me digas que no: las señales son señales y no lo olvides; ¡yo sabía que iba a volver a ser rico, tan seguro como que el sol sale por el Este!

Después Tom se puso a hablar y hablar y dijo que una de aquellas noches nos podíamos escapar los tres y reunir una banda en busca de aventuras estupendas entre los indios, en su territorio, durante dos semanas o tres. Yo dije que muy bien, que me iba perfectamente, pero no tenía dinero para comprarme la ropa y calculaba que no me lo iban a mandar de casa, porque probablemente padre ya habría vuelto y el juez Thatcher se lo habría dado todo y él se lo habría bebido.

—No, nada de eso —y va y dice Tom—; ahí sigue todito: seis mil dólares y más; tu padre no volvió nunca. Por lo menos hasta que me vine yo aquí.

Jim dijo, como muy solemne:

—No va a volver más, Huck.

Y yo voy y digo:

—¿Por qué, Jim?

—No importa por qué, Huck, pero no va a volver más.

Pero yo insistí, así que al final él va y dice:

—¿No te acuerdas de aquella casa que estaba flotando río abajo y había dentro un hombre, todo tapado, y yo entré y lo destapé y no te dejé que pasaras? Bueno, pues ya puedes pedir tu dinero cuando quieras, porque era él. Tom ya está casi bien y lleva la bala colgada al cuello con una caja de reloj, y siempre mira qué hora es, así que ya no hay nada más que escribir. Yo me alegro cantidad, porque si hubiera sabido lo difícil que era escribir un libro, no me habría puesto a ello, y no pienso volver a hacerlo. Pero calculo que tengo que marcharme al territorio antes que naide, porque la tía Sally va a adoptarme y a cevilizarme, y no lo aguanto. Ya sé lo que es pasar por eso.





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