Текст книги "Las aventuras de Huckleberry Finn"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
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—Que me ahorquen si lo sé; me refiero a lo que ha pasado con la balsa. El viejo imbécil hizo un negocio y sacó cuarenta dólares, y cuando lo encontramos en la taberna, unos patosos se habían puesto a jugarse medios dólares con él y le habían sacado hasta el último centavo salvo lo que se había gastado en whisky, y cuando fui a llevarlo a casa a última hora de la noche y vimos que había desaparecido la balsa nos dijimos: «Ese pequeño sin vergüenza nos ha robado la balsa y se nos ha escapado río abajo».
—No me iba a escapar sin mi negro, ¿no? El único negro que tenía en el mundo, mi única propiedad.
—Eso no se nos había ocurrido. La verdad es que calculo que habíamos llegado a considerarlo como nuestro negro; sí, eso es; Dios sabe que nos habíamos molestado bastante por él. Así que cuando vimos que había desaparecido la balsa y nosotros sin un centavo, no quedaba más remedio que intentar otra vez «La Realeza Sin Par». Y aquí ando desde entonces, más seco que un desierto. ¿Dónde están esos diez centavos? Dámelos.
Yo tenía bastante dinero, así que le di diez centavos, pero le rogué que se lo gastara en algo que comer y que me diera algo, porque no tenía más dinero y no comía desde ayer. No dijo ni palabra. Al momento siguiente se me echó encima diciendo:
—¿Crees que ese negro se va a chivar de nosotros? ¡Como se chive le sacamos la piel a tiras!
—¿Cómo va a chivarse? ¿No se ha escapado?
—¡No! El viejo imbécil lo vendió y no lo repartió conmigo y ahora ya no queda nada.
—¿Que lo ha vendido? —dije, y me eché a llorar—; pero si era mi negro, así que era mi dinero. ¿Dónde está? Quiero a mi negro.
—Bueno, no te va a llegar tu negro y se acabó, así que basta de lloriquear. Vamos: ¿crees que te atreverías a chivarte de nosotros? Que me cuelguen si me fío de ti. Caray, si fueras a chivarte de nosotros…
Se calló, pero nunca había visto al duque lanzar una mirada tan horrible. Yo seguí llorando y dije:
—No quiero chivarme de nadie, y además no tengo tiempo de hacerlo; tengo que buscar a mi negro.
Parecía como molesto y se quedó con los programas revoloteándole encima del brazo, pensando y arrugando la frente. Por fin dijo:
—Te voy a decir una cosa. Tenemos que pasar aquí tres días. Si prometes que no te vas a chivar y que no vas a dejar que se chive el negro, te digo dónde está.
Así que se lo prometí y él continuó:
—Un campesino que se llama Silas Ph…
Y después se calló. O sea, que había empezado a contarme la verdad, pero cuando se calló y empezó a pensar y a reflexionar, calculé que estaba cambiando de opinión. Y eso era. No se fiaba de mí; quería asegurarse de que no le iba a crear problemas los tres días enteros. Así que al cabo de un momento va y dice:
—El hombre que lo compró se llama Abram Foster, Abram G. Foster, y vive cuarenta millas campo a través, en el camino de Lafayette.
—Muy bien —dije yo—. Eso lo puedo recorrer en tres días. Y me marcho esta misma tarde.
—No, ni hablar, te marchas ahora mismo, y no pierdas el tiempo ni te pongas por ahí a charlar. Ten la boca bien cerrada y ponte en marcha; así no tendrás ningún problema con nosotros, eme oyes?
Ésa era la orden que quería yo recibir y la que estaba esperando. Quería libertad para llevar a cabo mis planes.
—Así que largo —dice—, y puedes contarle al señor Foster lo que quieras. A lo mejor consigues que se crea que Jim es tu negro, porque hay idiotas que no exigen documentos, o por lo menos eso me han dicho que pasa aquí en el Sur. Y cuando le digas que la octavilla y la recompensa son falsos, a lo mejor te cree cuando le expliques por qué se repartieron. Ahora largo y dile lo que quieras, pero cuidado con darle a la sin hueso en ninguna parte, hasta que llegues allí.
Así que eché a andar hacia el campo. No miré atrás, pero tuve la sensación de que me estaba vigilando. Pero sabía que podía conseguir que se cansara de mirarme. Seguí andando hacia el campo lo menos una milla antes de pararme; después deshice el camino por el bosque hacia la casa de Phelps. Calculé que más valía empezar con mi plan sin pérdida de tiempo porque quería evitar que Jim dijera nada hasta que se marcharan aquellos tipos. No quería problemas con gente así. Ya estaba harto de ellos y quería perderlos de vista para siempre.
Capítulo 32
Cuando llegué estaba todo en calma, como si fuera domingo, hacía calor y brillaba el sol; los esclavos se habían ido a los campos y no se oía más que ese zumbido de los insectos y las moscas en el aire que le hace a uno sentir tan solo como si todo el mundo se hubiera muerto y desaparecido, y si sopla una brisa y hace temblar las hojas, se siente uno triste porque es como si fueran los espíritus que dicen algo, unos espíritus que llevan muertos muchos años, y siempre piensas que están hablando de ti. En general, le dan a uno ganas de estar muerto, y de haber acabado con todo.
La casa de Phelps era una de esas plantaciones de algodón muy pequeñas, que son todas iguales. Una valla de troncos en torno a un patio de dos acres; una entrada hecha de troncos aserrados y puestos en el suelo, como escalones de diferentes alturas para pasar por encima de la valla y para que se suban en ella las mujeres cuando van a montar a caballo; unos matojos de hierba en el patio, pero en general todo muy árido yliso, como un sombrero viejo y desgastado; una casa grande de troncos dobles para los blancos: troncos acabados con los agujeros tapados con adobe o mortero y con esas separaciones que se encalan de vez en cuando; una cocina de troncos redondos con un pasillo ancho y abierto pero techado que llevaba a la casa, una cabaña de troncos para ahumar carnes detrás de la cocina, tres pequeñas cabañas de troncos para los negros, puestas en una fila al otro lado de la cabaña para ahumar, otra cabaña aislada contra la valla de atrás y unas casetas del otro lado; un depósito para la cal viva y un gran caldero en el que hervir el jabón junto a la caseta; un banco junto a la puerta de la cocina, un cubo de agua y una calabaza; un perro dormido al sol; más perros dormidos a un lado y al otro, arbustos y moreras en un sitio junto a la valla; al otro lado de la valla, un huerto y un plantel de sandías, y después los campos de algodón y más allá los bosques.
Di la vuelta y trepé por encima de la portezuela de atrás junto a donde estaba la cal viva, y fui a la cocina. Al cabo de unos pasos oí el zumbido sordo de una rueca y entonces comprendí que más me valdría estar muerto, porque es el ruido más solitario de todo el mundo.
Seguí adelante, sin hacerme ningún plan concreto, confiando sólo en que la Providencia me pusiera las palabras acertadas en la boca cuando llegara el momento, pues había advertido que la Providencia siempre me ponía en la boca las palabras exactas si la dejaba en paz.
Cuando estaba a mitad de camino, primero un perro y después otro se levantaron, así que naturalmente me paré frente a ellos, totalmente inmóvil. ¡Y menudo jaleo armaron! Al cabo de un cuarto de minuto se podría decir que yo era como el eje de una rueda y que los radios eran los perros, un círculo de quince de ellos que me daba vueltas, con los cuellos y las narices apuntados hacia mí, ladrando y aullando, y llegaban cada vez más; se los veía saltar las vallas y salir de las esquinas por todas partes.
De la cocina salió corriendo una negra con un rodillo de amasar en la mano gritando: «¡Fuera! ¡Tú, Tige! ¡Tú, Spot! ¡Fuera, digo!» Y les dio un golpe primero a uno y luego a otro, que se fueron aullando, y después siguió el resto, y al cabo de un segundo la mitad de ellos volvieron, meneando las colas y haciéndose amigos míos. La verdad es que los perros no son malos bichos.
Y detrás de la mujer aparecieron una niña negra y dos niños negros que no llevaban nada puesto más que unas camisas de lino y se agarraban al vestido de su madre y me miraban desde detrás de las faldas muy tímidos, como hacen todos. Entonces salió corriendo de la casa la mujer blanca, que tendría cuarenta y cinco o cincuenta años, sin sombrero y con el huso de la rueca en la mano, y detrás de ella sus hijos blancos, que eran igual de tímidos que los negros. Sonreía de oreja a oreja, y va y dice:
—¡Eres tú por fin! ¿Verdad?
Solté un «sí, señora» antes de pensármelo.
Me abrazó y después me tomó de las dos manos y me las estrechó muchas veces, sin parar de decir: «No te pareces tanto a tu madre como yo creía, pero la verdad es que no me importa nada. ¡Me alegro tanto de verte! ¡Dios mío, Dios mío, si es que podría comerte! ¡Niños, es vuestro primo Tom! A ver si lo saludáis.
Pero agacharon las cabezas, se llevaron los dedos a la boca y se escondieron detrás de las faldas de su madre. Entonces ella siguió diciendo:
—Lize, deprisa, prepárale un desayuno caliente ahora mismo. ¿O ya desayunaste en el barco?
Dije que había desayunado en el barco. Entonces ella fue hacia la casa agarrándome de la mano, y los niños vinieron detrás. Cuando llegamos me hizo sentar en una silla de rejilla y ella se sentó en un taburete bajo frente a mí, agarrándome de las dos manos, y va y dice:
—Ahora puedo mirarte bien y, Dios me bendiga, tenía tantísimas ganas de verte todos estos años, y ¡por fin has llegado! Llevábamos esperándote dos días o más. ¿Por qué has tardado tanto? ¿Es que embarrancó el barco?
—Sí, señora… es que…
—No me digas sí señora; dime tía Sally. ¿Dónde embarrancó?
No sabía exactamente qué decir, porque no sabía si el barco vendría río arriba o río abajo. Pero hago muchas cosas por instinto, y mi instinto decía que vendría río arriba desde Orleans más o menos. Pero aquello tampoco me servía de mucho, porque no sabía cómo se llamaban las barras de esa parte. Vi que tendría que inventarme una barra u olvidarme de cómo se llamaba en la que habíamos embarrancado o… Entonces se me ocurrió una idea y la solté.
—No fue lo de embarrancar… Aquello no nos hizo retrasar casi. Fue que reventó la cabeza de un cilindro.
—¡Dios mío! ¿Algún herido?
—No, señora. Mató a un negro.
—Bueno, menos mal; porque a veces esas cosas matan a alguien. Las Navidades pasadas hizo dos años que tu tío Silas venía de Nueva Orleans en el viejo Lally Rooky reventó la cabeza de un cilindro y dejó inválido a un hombre. Y creo que después murió. Era baptista. Tu tío Silas conocía a una familia de Baton Rouge que conocía muy bien a la suya. Sí, ahora recuerdo que efectivamente se murió. Le dio la galgrena y le tuvieron que amputar. Pero ni así se salvó. Sí, fue la galgrena, eso fue. Se puso todo azul y se murió con la esperanza de una resurrección gloriosa. Dicen que daba miedo verlo. Tu tío ha ido al pueblo todos los días a buscarte, y acaba de volver a salir hace sólo una hora; debe de estar a punto de volver. Debes de habértelo encontrado por la carretera, ¿no? Ya mayor, con una…
—No, no he visto a nadie, tía Sally. El barco llegó justo al amanecer, dejé mi equipaje en el muelle y fui a darme una vuelta por el pueblo y también por el campo para hacer tiempo y no llegar demasiado temprano; por eso he llegado por la parte de atrás.
—¿A quién le diste el equipaje?
—A nadie.
—¡Pero, niño, te lo van a robar!
—No, donde lo escondí no lo creo —dije.
—¿Cómo es que desayunaste tan temprano en el barco?
Aquello se estaba poniendo dificil, pero respondí.
—El capitán me vio levantado y pensó que más valía que comiese algo antes de desembarcar, así que me llevó a las camaretas de arriba, donde comen los oficiales, y me dio todo lo que quería.
Me estaba poniendo tan nervioso que no estaba atento. Pensaba todo el tiempo en los niños; quería llevármelos a sacarles algo de información para averiguar quién era yo. Pero no había forma. La señora Phelps no hacía más que hablar. Al cabo de un rato me dieron escalofríos por todo el cuerpo porque dijo:
—Pero aquí estamos venga de hablar y todavía no me has dicho nada de mi hermana ni de los demás. Ahora pararé de darle a la lengua y te toca a ti; cuéntamelo todo, dime cómo están todos hasta el último de ellos, cómo les va y lo que hacen y lo que te han dicho que me digas y todo lo que recuerdes.
Bueno, comprendí que estaba en un auténtico apuro. La Providencia me había apoyado hasta ese momento, pero ahora me tocaba arreglármelas como pudiera. Vi que no valía de nada tratar de empezar: tenía que confesar la verdad. Así que me dije: «Ahora tengo que arriesgarme otra vez a decir la verdad». Abrí la boca para empezar a hablar, pero ella me agarró, me escondió detrás de la cama, y va y dice:
—¡Aquí llega!, agacha más la cabeza; bueno, así está bien, ahora no te puede ver. Que no note que estás aquí. Quiero gastarle una broma. Niños, no digáis ni una palabra.
Vi que me estaba metiendo en otra buena pero no valía de nada preocuparse; no había nada que hacer más que quedarme callado y tratar de escapar cuando estallara la tormenta.
Apenas pude ver al viejo cuando entró porque después me lo tapó la cama. La señora Phelps dio un salto y preguntó:
—¿Ha llegado?
—No —respondió su marido.
—¡Santo cielo! —dijo ella—, ¿qué puede haberle pasado?
—No me lo puedo imaginar —dijo el anciano—, y debo confesar que no me siento nada tranquilo.
—¡Tranquilo! —dijo ella– ¡Yo estoy a punto de volverme loca! Tiene que haber llegado, lo que pasa es que no lo has visto por el camino. Estoy segura de que ha sido eso. Algo me lo dice.
—Pero, Sally, es imposible que no lo haya visto, y lo sabes.
—Pero, ay Dios mío, Dios mío, ¿qué dirá mi hermana? Tiene que haber llegado. Tiene que ser que no lo has visto. Tiene…
—Bueno, no me preocupes más de lo que ya estoy. No sé cómo demonio entenderlo. Ya no se qué pensar y no me importa reconocer que estoy asustadísimo. Pero no es posible que haya llegado porque no podría llegar sin que lo hubiera visto yo. Sally, esto es horrible, sencillamente horrible… ¡Seguro que le ha pasado algo al barco!
—¡Mira, Silas! ¡Mira allí! ¡Por el camino! ¿No viene alguien?
Él saltó a la ventana junto a la cabecera de la cama y le dio a la señora Phelps la oportunidad que buscaba ella. Se inclinó a los pies de la cama y me dio un tirón para hacerme salir; y cuando su marido se volvió de la ventana allí estaba ella, toda sonriente y radiante como un sol, y yo a su lado, calladito y sudoroso. El anciano me contempla y dice:
—Pero, ¿quién es ése?
—¿Quién te crees que es?
—No tengo ni idea. ¿Quién es?
—¡Es Tom Sawyer!
¡Os juro que casi me caigo al suelo! Pero no tuve tiempo de cambiar de táctica; el viejo me agarró de la mano y me la estrechó una y otra vez, y todo el tiempo la mujer bailaba en torno a nosotros riéndose y llorando; después se pusieron los dos a preguntarme montones de cosas acerca de Sid y de Mary y del resto de la tribu.
Pero si ellos se alegraron, aquello no era nada en comparación conmigo, porque era como volver a nacer. Me alegré montones de enterarme de quién era. Bueno, se me quedaron pegados dos horas, y por fin, cuando tenía la lengua tan cansada que casi no podía ni moverla, les había dicho ya más cosas de mi familia (quiero decir de la familia Sawyer) de las que hubieran podido ocurrir a seis familias Sawyer juntas. Y les expliqué todos los detalles de cómo se había reventado la cabeza de un cilindro en la desembocadura del río Blanco y nos había llevado tres días arreglarlo. Lo cual estaba muy bien y funcionó estupendamente, porque ellos no sabían si hacían falta tres días para arreglarlo. Si les hubiera dicho que habíamos reventado un perno les habría dado igual.
Ahora yo me sentía muy tranquilo por una parte y muy intranquilo por la otra. El ser Tom Sawyer me resultaba fácil y cómodo y lo siguió siendo hasta que al cabo de un rato oí que bajaba por el río un barco de vapor. Entonces me dije: «¿Y si viene Tom Sawyer en ese barco? ¿Y si llega en cualquier momento y me llama por mi nombre antes de que pueda hacerle un guiño para que no diga nada?»
Bueno, no podía dejar que pasara, porque lo fastidiaría todo. Tenía que ir al camino y pararlo a tiempo. Así que le dije a aquellos dos que iría al pueblo a buscar mi equipaje. El anciano quería venir conmigo, pero le dije que no, que podía conducir yo mismo el caballo y que prefería que no se molestara por mí.
Capítulo 33
Así que me puse en marcha hacia el pueblo con la carreta, y cuando estaba a mitad de camino vi que venía otra carreta, y efectivamente era Tom Sawyer, así que me paré y esperé hasta que llegó. Le dije: «¡Frena!», y se paró a mi lado, abrió una boca de a palmo, y así se quedó; tragó saliva dos o tres veces, igual que un cura cuando se le seca la garganta, y después dijo:
—Yo nunca te hice nada malo. Y tú lo sabes. Así que, ¿por qué has vuelto a perseguirme?
Le respondí:
—No he vuelto… Nunca me fui.
Cuando oyó mi voz se tranquilizó algo, pero todavía no estaba convencido del todo. Dijo:
—No me hagas nada malo, porque yo no te lo haría a ti. ¿Me juras que no eres un fantasma?
—Te lo juro —respondí.
—Bueno… Yo… Bueno, claro que debería bastar con eso, pero la verdad es que no entiendo nada. Mira, ¿es que nunca te asesinaron?
—No. Nunca me asesinaron… Fue un truco mío. Acércate a tocarme si no me crees.
Eso fue lo que hizo, y se quedó convencido, y se puso tan contento de volver a verme que no sabía que hacer. Quería enterarse de todo inmediatamente, porque era una gran aventura misteriosa, de manera que era lo que le gustaba. Pero yo le dije que dejara todo aquello para más tarde y le dije a su cochero que esperase, y nos apartamos algo y le conté el problema que tenía y le pregunté qué le parecía mejor hacer. Dijo que se lo dejara pensar un momento y no le dijera nada. Así que se quedó pensando y pensando, y al cabo de un momento va y dice:
—Está bien; ya lo tengo. Pon mi baúl en tu carreta y di que es el tuyo; y vuelve despacito, para llegar a la casa hacia la hora calculada; yo voy a deshacer un poco de camino para volver a empezar y llegar un cuarto de hora o media hora después que tú, y al principio no tienes que decir que me conoces.
Respondí:
—Muy bien, pero espera un momento. Queda algo más: algo que no sabe nadie más que yo, y es que ahí hay un negro que quiero robar para liberarlo, y se llama Jim; el Jim de la vieja señorita Watson.
Y él va y dice:
—¡Cómo! pero si Jim ya…
Se paró y siguió pensándolo, y luego voy yo y digo:
—Ya sé lo que vas a decir. Vas a decir que es un asunto sucio y ruin, pero, ¿qué me importa a mí? Yo soy ruin y voy a robarlo y quiero que te quedes callado y no digas nada. ¿Quieres?
Se le iluminó la mirada y dijo:
—¡Te voy a ayudar a robarlo!
Me quedé como de piedra, como si me hubieran pegado un tiro. Aquello era lo más asombroso que había oído en mi vida, y tengo que decir que Tom Sawyer decayó mucho en mi estima. Sólo que no podía creérmelo. ¡Tom convertido en un ladrón de negros!
—¡Bueno, vamos! —dije—. Estás de broma.
—De broma, nada.
—Bueno, pues —dije yo—, bromas o no, si oyes decir algo de un negro fugitivo no olvides que tú no sabes nada de él y yo tampoco.
Entonces él sacó su baúl y lo puso en mi carreta, y se marchó por su camino y yo por el mío. Pero, naturalmente, se me olvidó que tenía que ir despacio de lo contento y lo lleno de ideas que estaba, así que llegué a casa demasiado temprano para un viaje tan largo. El viejo estaba en la puerta y dice:
—¡Hombre, qué maravilla! ¡Quién habría pensado que esa yegua era capaz de correr tanto! Ojalá le hubiéramos tomado el tiempo. Y no ha sudado ni una gota, ni un gota. Es una maravilla. Hombre, ahora no aceptaría ni cien dólares por esa yegua, de verdad que no, y sin embargo antes la habría vendido por quince y me habría quedado tan contento.
No dijo nada más. Era la persona más inocente y más buena que he visto en mi vida. Pero no era de sorprender, porque no sólo era agricultor, sino también predicador, y tenía una iglesita de troncos en la trasera de la plantación que había construido él de su propio bolsillo para que sirviera de iglesia y de escuela, y nunca cobraba nada por predicar, y la verdad era que lo hacía muy bien. Allá en el Sur había muchos agricultores—predicadores, como él, que también hacían lo mismo.
Al cabo de una media hora apareció la carreta de Tom en la puerta principal y la tía Sally la vio por la ventana, porque sólo estaba a unas cincuenta yardas, y dijo:
—¡Vaya, ha venido alguien! ¿Quién será? Pues parece que es un desconocido. Jimmy —que era uno de sus hijos—, ve corriendo a decirle a Lize que ponga otro plato para la comida.
Todo el mundo echó a correr a la puerta principal porque, naturalmente, no llegan desconocidos todos los años, así que resultan más interesantes que la fiebre amarilla. Tom ya había cruzado la puerta e iba hacia la casa; la carreta se volvía hacia el pueblo y todos estábamos amontonados a la entrada. Tom llevaba la ropa comprada en la tienda y tenía un público, que era lo que más le gustaba en el mundo a Tom Sawyer. En circunstancias así no le resultaba nada difícil darse todos los aires que hiciera falta. No era un chico para llegar manso como una oveja; no, llegaba con calma y con aires de importancia, como un carnero. Cuando llegó delante de nosotros se quitó el sombrero muy elegante y muy fino, como si fuera la tapadera de una caja dentro de la que hubiera mariposas durmiendo y no quisiera molestarlas, y va y dice:
—¿El señor Archibald Nichols, supongo?
—No, muchacho —dijo el anciano—. Siento decirte que tu conductor te ha engañado; la casa de Nichols está unas tres millas más allá. Pasa, pasa.
Tom echó una mirada por encima del hombro y dice:
—Demasiado tarde, ya no se ve.
—Sí, se ha ido, hijo mío, y debes entrar y comer con nosotros, y después engancharemos la yegua y te llevamos a casa de Nichols.
—Ah, no puedo causarles tanta molestia; ni pensarlo. Iré a pie… No me importa la distancia.
—Pero no te vamos a dejar que vayas a pie; eso no sería la hospitalidad del Sur. Pasa sin más.
—Sí, por favor —dijo la tía Sally—; no es ninguna molestia. Debes quedarte. Son tres millas largas y hay mucho polvo; no podemos dejar que vayas a pie. Y, además ya les he dicho que pongan otro plato cuando te vi llegar, así que no debes desilusionarnos. Pasa adentro, que estás en tu casa.
Así que Tom les dio las gracias con mucha animación y cortesía y se dejó persuadir; una vez dentro dijo que era de Hicksville, Ohio, y que se llamaba William Thompson, e hizo otra reverencia.
Bueno, no dejó de hablar y de hablar y de hablar inventándose cosas de Hicksville y de toda clase de gente que se le iba ocurriendo, y yo me iba poniendo nervioso y preguntándome cómo me iba a ayudar aquello a salir del apuro; por fin, mientras seguía hablando, se levantó y le dio a tía Sally un beso en plena boca y después volvió a sentarse en su silla tan tranquilo e iba a seguir hablando; pero la tía Sally dio un salto, se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo:
—¡Atrevido, maleducado!
Él pareció dolerse, y va y dice:
—Me sorprende, señora.
—Te sorpre… Pero, ¿quién te crees que soy? Me dan buenas ganas de agarrar y… Pero, ¿qué es eso de darme un beso?
Él pareció encogerse, y dijo:
—No era con mala intención, señora. No quería disgustarla, yo … yo… Creí que le gustaría.
—¡Menudo idiota! —agarró el huso de la rueca y pareció que iba a darle un golpe con él—. ¿Por qué iba a gustarme?
—Bueno, no sé. Es que… Es que… Me dijeron que así sería.
—Te dijeron que así sería. Pues el que te lo dijera es otro lunático. Nunca he oído nada igual. ¿Quiénes te lo dijeron?
—Bueno, todo el mundo. Eso fue lo que dijeron, señora.
Ella apenas podía aguantarse, echaba fuego por los ojos y movía los dedos como si quisiera arañarlo, y dijo:
—¿Quién es todo el mundo? Dame sus nombres o habrá un idiota menos en este mundo.
Tom se levantó, con aire apurado, dándole vueltas al sombrero, y dijo:
—Lo siento, y no me lo esperaba. Me lo dijeron. Me lo dijeron todos. Todos me dijeron «dale un beso», y dijeron que le gustaría. Lo dijeron todos, hasta el último, pero lo siento, señora, y no volveré a hacerlo. De verdad que no.
—¿Conque no volverás a hacerlo, verdad? ¡Hombre, te lo aseguro!
—No, lo digo de verdad; no volveré a hacerlo jamás hasta que me lo pida usted.
—¡Hasta que te lo pida yo! ¡Bueno, no he oído cosa igual en toda mi vida! Te aseguro que vas a ser el Matusalén más tonto de la creación antes de que yo te pida nada semejante. .. Ni a ti ni a nadie como tú.
—Bueno —dice Tom—, me sorprende muchísimo. No sé por qué, pero no lo entiendo. Dijeron que le gustaría y yo también lo creí. Pero… —se calló y miró lentamente a un lado y a otro, como si quisiera encontrar una mirada amistosa en alguna parte, y por fin se detuvo en el anciano y le preguntó—: ¿No creía usted, caballero, que le gustaría que la besara?
—Pues no; yo… yo… creo que no.
Entonces siguió mirando hasta que se detuvo en mí y preguntó:
—Tom, ¿no creías tú que la tía Sally abriría los brazos y diría: «Sid Sawyer…»?
—¡Dios mío! —dijo ella, interrumpiéndole y dando un salto hacia él—, criatura insolente, mira que engañarla a una así… —e iba a darle un abrazo pero él la apartó y dijo:
—No, primero me lo tiene que pedir.
Así que ella no perdió el tiempo, sino que se lo pidió y lo llenó de abrazos y de besos una y otra vez, y después se lo pasó al viejo, que hizo lo propio. Y cuando volvieron a tranquilizarse un poco dijo ella:
—Pero Dios mío, nunca he visto una sorpresa igual. No te estábamos esperando a ti en absoluto, sino únicamente a Tom. Mi hermana nunca me dijo que fuera a venir más que él.
—Porque sólo pensó enviar a Tom —dijo él—, pero yo le supliqué y le supliqué y a última hora me dejó venir también; así que cuando bajábamos por el río, Tom y yo pensamos que sería una gran sorpresa que llegase él primero a la casa y después apareciera yo como de repente, haciéndome el desconocido. Pero nos equivocamos, tía Sally. Esta casa no es sana para los desconocidos.
—No, ni para los niños insolentes, Sid. Tendría que haberte dado una bofetada; sabe Dios desde cuándo no me llevaba una sorpresa así. Pero no importa, no me importa la forma: estoy dispuesta a aguantar mil bromas así con tal de que estéis aquí. ¡Menuda función habéis representado! No voy a negarlo, casi me quedo putrificada de asombro cuando me diste el beso.
Cenamos en aquel ancho pasaje abierto entre la casa y la cocina, y en la mesa había suficiente para siete familias y todo estaba caliente; nada de esa carne fibrosa y dura que se guarda en una fresquera en un sótano húmedo toda la noche y que por la mañana sabe igual que un pedazo de caníbal viejo y frío. El tío Silas rezó una acción de gracias muy larga, pero mereció la pena, y las cosas no se enfriaron ni pizca, como he visto que pasa montones de veces con ese tipo de interrupciones.
Pasamos toda la tarde hablando; Tom y yo estuvimos alerta todo el tiempo, pero no valió de nada, porque no dijeron ni palabra del negro fugitivo y nos daba miedo ser nosotros quienes sacáramos el tema. Pero aquella noche, a la hora de cenar, uno de los muchachos va y dice:
—Padre, ¿no podemos Tom y Sid y yo ir a ver la función?
—No —contestó el viejo—. Creo que no va a haberla, y aunque la hubiera no podríais ir, porque el negro fugitivo nos ha contado a Burton y a mí todo lo que pasa en esa función escandalosa, y Burton dijo que se lo iba a decir a la gente, así que creo que hemos echado del pueblo a esos gandules presumidos.
¡Así estaban las cosas! Pero no podíamos hacer nada. Tom y yo teníamos que dormir en la misma habitación y en la misma cama, así que como estábamos cansados nos despedimos y nos fuimos a acostar inmediatamente después de cenar, salimos por la ventana y bajamos por el pararrayos para ir al pueblo, pues no creía que nadie fuera a decirles ni palabra al reyy al duque, así que si no corría yo a avisarles, seguro que se iban a meter en un buen jaleo.
Por el camino Tom me contó que todo el mundo se había creído lo de mi asesinato y que padre había desaparecido en seguida y no había vuelto, y el jaleo que se armó cuando Jim se escapó, y yo le conté a Tom toda la historia de nuestros caraduras de «La Realeza Sin Par», y todo lo que me dio tiempo a contarle de nuestro viaje en balsa, y cuando llegamos al pueblo, hacia la parte del centro (serían ya las ocho y media), apareció un montón de gente corriendo con antorchas, dando gritos y aullidos y golpeando cacerolas y soplando en cuernos; nos hicimos a un lado para dejarlos pasar y vi que llevaban al rey y el duque montados en un rail, es decir, supe que eran el rey y el duque, aunque los habían embadurnado de alquitrán y plumas y no parecían seres de este mundo, sino una especie de plumeros monstruosos. Bueno, lamenté verlos y lo sentí por aquellos pobres sinvergüenzas, como si ya no pudiera tener nada contra ellos. Resultaba horrible contemplarlo. Los seres humanos pueden ser terriblemente crueles unos con otros.
Vimos que habíamos llegado tarde, que no podíamos hacer nada ya. Preguntamos a algunos de los rezagados qué había pasado y dijeron que todo el mundo había ido a la función con caras de inocentes y se habían quedado tan tranquilos y en silencio hasta que el pobre del rey estaba en medio de sus piruetas en el escenario; entonces alguien dio una señal y todo el público se levantó y se lanzó contra ellos.
Así que volvimos a casa y yo ya no me sentí tan orgulloso como antes, sino como encogido y avergonzado y como si tuviera la culpa, aunque no había hecho nada. Pero es lo que pasa siempre; no importa que uno haga las cosas bien o mal, porque la conciencia no tiene sentido común y siempre se le echa a uno encima pase lo que pase. Si yo tuviera un perro amarillo que no fuera más inteligente que la conciencia de las personas, lo envenenaría. Ocupa más espacio que todo lo demás, y sin embargo, no sé por qué, no vale para nada. Tom Sawyer dice lo mismo.
Capítulo 34
Dejamos de hablar y nos pusimos a pensar. Al cabo de un rato Tom dice:
—Oye, Huck, ¡somos tontos de no haberlo pensado antes! Te apuesto a que sé dónde está Jim.
—¡No! ¿Dónde?
—En aquella cabaña que hay junto a la de la cal viva. Escucha una cosa: cuando estábamos comiendo, ¿no viste que un negro iba a llevar algo de comida?
—Sí.
—¿Para quién te crees que era la comida?
—Para un perro.
—Yo también. Bueno, no era para un perro.
—¿Por qué?
—Porque también llevaba una sandía.