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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Автор книги: Марк Твен



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—Ahora ya sé cómo organizarlo. Te enviaremos algunas cosas con ellos.

—Ni se te ocurra; es una de las ideas más idiotas que he oído en mi vida —dije yo, pero no me hizo caso y siguió adelante. Era lo que pasaba cuando había hecho un plan.

Entonces le dijo a Jim que tendríamos que pasarle el pastel con la escala de cuerda y otras cosas de buen tamaño con Nat, el negro que le llevaba la comida, y tenía que estar alerta y no sorprenderse ni dejar que Nat lo viera cuando las abría, y que las cosas pequeñas las meteríamos en los bolsillos de la chaqueta del tío y tenía que robárselas, y que si teníamos la oportunidad ataríamos cosas en las cintas del mandil de la tía o se las pondríamos en el bolsillo del mandil, y le dijo lo que serían y para qué. También le pidió que llevase un diario escrito con sangre en la camisa y todas esas cosas. Se lo dijo todo. Jim no entendía la mayor parte, pero reconoció que como éramos blancos sabíamos más que él, así que se quedó tan contento y afirmó que lo haría todo tal como se lo había dicho Tom.

Jim tenía bastantes pipas de maíz y tabaco, así que lo pasamos muy bien en su compañía; después salimos a cuatro patas por el agujero y fuimos a acostarnos, con las manos en carne viva. Tom estaba muy animado. Dijo que aquello era lo más divertido de su vida y lo más intelectual, y que si pudiera arreglárselas nos pasaríamos la vida en ello y dejaríamos a Jim para que lo sacaran nuestros hijos, pues creía que a Jim le gustaría cada vez más a medida que se fuera acostumbrando. Dijo que de seguir así duraría por lo menos ochenta años y batiría todos los récords de tiempo. Y añadió que nos haría famosos a todos los que hubiéramos intervenido en aquello.

Por la mañana fuimos al montón de leña, partimos el candelabro de cobre en varios pedazos más manejables y Tom se los metió en el bolsillo con la cuchara de peltre. Después fuimos adonde estaban las cabañas de los negros, y mientras yo distraía a Nat, Tom metió un trozo del candelabro en medio del pan de borona que había en la escudilla para Jim y fuimos con Nat a ver cómo salía el asunto, que funcionó estupendamente; cuando Jim le dio un mordisco casi se rompió todos los dientes, y aquello era señal de lo bien que marchaba todo. Lo dijo el propio Tom. Jim no dijo de qué se trataba, sino que hizo como que era una piedrecita o alguna de esas cosas que se meten siempre en el pan, ya sabéis; pero a partir de entonces nunca le pegó un mordisco a nada sin antes haberle clavado el tenedor tres o cuatro veces.

Y mientras estábamos de pie en aquella penumbra, aparecieron dos de los perros que se habían metido en el agujero debajo del catre de Jim y siguieron llegando y llegando hasta que hubo once de ellos y apenas quedaba sitio ni para respirar. ¡Diablos, se nos había olvidado cerrar la puerta del cobertizo! El negro Nat no hizo más que gritar «Brujas» una sola vez y se arrodilló en el suelo entre los perros y empezó a gemir como si se estuviera muriendo. Tom abrió la puerta de golpe, tiró por ella un trozo de la carne de Jim y los perros se lanzaron a buscarla, y en dos segundos él mismo salió, volvió y cerró la puerta, y comprendí que también había cerrado la otra. Después se puso a hablarle al negro, en plan muy comprensivo y cariñoso, preguntándole si se había imaginado que había vuelto a ver algo. El negro levantó la cabeza, parpadeó y dijo:

—Sito Sid, se va usted a creer que soy un tonto, pero que me muera aquí mismo si no me ha parecido ver casi un millón de perros, o de diablos o de algo. Le aseguro que sí, sito Sid. Los toqué… Los toqué, señorito; estaban por todas partes. Dita sea, ojalá pudiera echarle la mano encima a una de esas brujas sólo una vez, una vez nada más, es lo único que pido. Pero sobre todo que me dejen en paz, eso sería lo mejor.

Tom va y dice:

—Bueno, te voy a decir lo que pienso. ¿Por qué vienen aquí precisamente a la hora del desayuno de este negro fugitivo? Es porque tienen hambre, y nada más. Tienes que hacerles un pastel de brujas. Eso es.

—Pero, por Dios, sito Sid, ¿cómo voy a hacerles un pastel de brujas? No sé cómo se hace. En mi vida había oído hablar de nada semejante.

—Bueno, entonces tendré que hacerlo yo mismo.

—¿Querrá usted hacerlo, mi niño? ¿Querrá de verdad? ¡Besaré el suelo que pisa usted, de verdad!

—Muy bien, te lo haré porque se trata de ti y porque te has portado bien con nosotros y nos has enseñado al negro fugitivo. Pero tienes que andarte con mucho cuidado. Cuando aparezcamos tienes que volverte de espaldas, y entonces, pongamos lo que pongamos en la escudilla, tienes que hacer como que no lo ves. Y no tienes que mirar cuando Jim vacíe la cazuela, porque puede pasar algo. No sé qué. Sobre todo, no toques las cosas de las brujas.

—¿Tocarlas, sito Sid? ¿Qué me dice usted? No les pondría ni un dedo encima, aunque tuviera cien mil millones de dólares, de verdad.

Capítulo 37



Aquello quedó arreglado. Entonces nos fuimos al vertedero del patio de atrás, donde tienen las botas viejas, los trapos, las botellas rotas y las cosas gastadas y todo eso, y estuvimos buscando hasta que encontramos una palangana vieja de estaño, tapamos los agujeros lo mejor que pudimos para hacer el pastel en ella y la bajamos al sótano para llenarla de harina robada, y cuando íbamos a desayunar encontramos un par de clavos que, según Tom, vendrían muy bien para que un prisionero escribiera su nombre y sus penas en las paredes de la mazmorra, y dejamos uno de ellos en el bolsillo del mandil de la tía Sally, que estaba colgado en una silla, y el otro lo clavamos en la cinta del sombrero del tío Silas, que estaba en el escritorio, porque oímos decir a los niños que su padre y su madre pensaban ir aquella mañana a ver al negro fugitivo, y después fuimos a desayunar y Tom dejó la cuchara de peltre en el bolsillo de la chaqueta del tío Silas, pero como tía Sally todavía no había llegado tuvimos que esperar un rato.

Cuando llegó estaba toda acalorada, colorada y de mal humor, y casi no pudo esperar a la bendición de la mesa, sino que se puso a servir el café con una mano y a darle con el dedal en la cabeza al niño que tenía más cerca, mientras decía:

—He buscado por todas partes y no entiendo qué ha pasado con tu otra camisa.

Se me hundió el corazón entre los pulmones y los hígados y todo eso y se me clavó en la garganta un trozo duro de corteza de maíz, así que me puse a toser, la eché por toda la mesa y le di a uno de los niños en un ojo, de forma que se retorció como si fuera un gusano en el anzuelo y soltó un grito como un indio en pie de guerra, y Tom se puso rojo como una amapola, y entonces se armó un buen lío durante un cuarto de minuto o así y yo por mí lo habría confesado todo allí mismo a las primeras de cambio. Pero después todo se volvió a arreglar, porque la sorpresa nos había agarrado a todos en frío. El tío Silas dijo:

—Resulta de lo más curioso. No puedo comprenderlo. Sé perfectamente que me la quité, porque…

—Porque ahora no tienes más que una puesta. ¡Qué cosas dices! Ya sabía yo que te la habías quitado y lo recuerdo mejor que tú, porque ayer estaba en el tendedero y la he visto yo misma. Pero ha desaparecido y no hay más que hablar, así que tendrás que ponerte una roja de franela hasta que encuentre el tiempo para hacerte otra. Y será la tercera que te haga en dos años. Sólo en coserte camisas me paso la mitad del tiempo, y lo que no entiendo es qué diablo haces con ellas. Lo lógico sería que a tu edad ya hubieras aprendido a cuidarlas un poco.

—Ya lo sé, Sally, y lo intento todo lo que puedo. Pero no debe de ser todo culpa mía, porque ya sabes que no las veo ni tengo nada que ver con ellas salvo cuando las llevo puestas, y no creo que haya perdido ninguna llevándola encima.

—Bueno, eso no es culpa tuya; ya las habrías perdido si pudieras, creo yo. Además no ha desaparecido sólo la camisa. También falta una cuchara, y no es eso todo. Había diez y ahora sólo quedan nueve. A lo mejor la ternera se ha comido la camisa, pero lo que te aseguro es que la ternera no se ha comido la cuchara.

—¿Qué más falta, Sally?

—Faltan seis velas, eso es lo que falta. Las velas se las pueden haber comido las ratas, y calculo que eso es lo que ha pasado; me pregunto por qué no se lo llevan ya todo, porque tú te pasas la vida diciendo que les vas a tapar los agujeros y nunca lo haces, y si no fueran idiotas se dormirían en tu cabeza, Silas, y ni te enterarías; pero no les puedes echar a las ratas la culpa de lo de la cuchara, de eso estoy segura.

—Bueno, Sally, será culpa mía y lo reconozco; lo he dejado pasar, pero te aseguro que mañana tapono todos los agujeros.

—No corre prisa; con que los tapes el año que viene basta. ¡Matilda Angelina Araminta Phelps!

Golpe de dedal y la niña saca los dedos del azucarero sin decir ni palabra. Justo entonces llega al pasaje la negra y dice:

—Señora, falta una sábana.

—¡Falta una sábana! ¡Bueno, qué pasa aquí!

—Hoy mismo taparé los agujeros —dice el tío Silas, con cara de arrepentimiento.

—¡Vamos, cállate! ¿Te crees que las ratas se han llevado la sábana? ¿Dónde ha desaparecido, Lize?

—Le juro por Dios que no tengo ni idea, sita Sally. Ayer estaba en el tendedero pero ha desaparecido; ya no está ahí.

—Esto parece el fin del mundo. Jamás he visto cosa así. Una camisa, una sábana, una cuchara y seis ve…

—Sita —llega diciendo una negra clara—, falta un candelabro de bronce.

—Fuera de aquí, descarada, ¡o te doy con una sartén!

Bueno, estaba hecha una furia. Empecé a esperar una oportunidad. Pensé que lo mejor era irme al bosque hasta que mejorase el tiempo. Siguió gritando, organizando una insurrección ella sola, mientras todos los demás estábamos mansos y callados, hasta que el tío Silas, con aire muy sorprendido, se sacó la cuchara del bolsillo. La tía se calló, con la boca abierta y alzando las manos, y lo que es yo, ojalá hubiera estado en Jerusalén o donde fuera. Pero no mucho tiempo, porque va ella y dice:

—Ya me lo esperaba. Así que la tenías en el bolsillo, y seguro que tienes todas las demás cosas. ¿Cómo ha llegado ahí?

—De verdad que no lo sé, Sally—dice él, como pidiendo excusas—, o sabes muy bien que te lo diría. Estaba estudiando mi texto de Hechos 17 antes de desayunar y calculo que la metí allí, sin darme cuenta, cuando lo que quería era poner mi Nuevo Testamento, y debe de ser eso porque lo que no tengo es el Nuevo Testamento, pero lo comprobaré, y si el Nuevo Testamento está donde estaba antes, sabré que no lo guardé y eso demostrará que dejé el Nuevo Testamento en la mesa y que agarré la cuchara y

—¡Bueno, por el amor de Dios! ¡Déjame en paz! Ahora fuera todos y no volváis a acercaros a mí hasta que me haya tranquilizado un poco.

Yo la habría oído aunque estuviera hablando sola, y tanto más cuanto que lo dijo en voz alta, y me habría levantado para obedecerla aunque me hubiera muerto. Mientras pasábamos por la sala, el viejo agarró el sombrero y se le cayó el clavo, pero él se limitó a recogerlo y dejarlo en la repisa sin decir ni palabra, y se marchó. Tom lo vio, se acordó de la cuchara y dijo:

—Bueno, ya no vale de nada enviar cosas con él, porque no es de fiar —y añadió—, pero en todo caso nos ha hecho un favor con lo de la cuchara, sin saberlo, así que vamos a hacerle uno nosotros sin que lo sepa él: vamos a tapar los agujeros de las ratas.

Había montones de ellos en el sótano y nos llevó toda una hora, pero hicimos el trabajo bien, sin olvidar nada. Después oímos unos pasos en las escaleras, apagamos la luz, nos escondimos y apareció el viejo, con una vela en una mano y un montón de estopa en la otra, igual de distraído que siempre. Empezó a buscar por todas partes, primero uno de los agujeros y luego otro, hasta verlos todos. Después se quedó inmóvil unos cinco minutos, quitándole el sebo a la vela y pensando, hasta que se dio la vuelta lento y pensativo hacia las escaleras diciendo:

—Bueno, la verdad es que no recuerdo cuándo lo hice. Ahora podría demostrarle que no es culpa mía lo de las ratas. Pero no importa: dejémoslo así. Calculo que no valdría de nada.

Subió las escaleras hablando solo y después nos marchamos nosotros. Era un viejo muy simpático, y sigue siéndolo.

A Tom le preocupaba mucho cómo encontrar otra cuchara, porque decía que la necesitábamos; así que se puso a pensar. Cuando se decidió, me dijo lo que teníamos que hacer; después fuimos a esperar adonde estaba el cesto de las cucharas hasta que vimos que llegaba la tía Sally y Tom se puso a contar las cucharas y a ponerlas a un lado mientras yo me escondía una en la manga, y Tom va y dice:

—Oye, tía Sally, sigue sin haber más que nueve cucharas.

Y ella responde:

—Vamos, seguid jugando y no me molestéis. Yo sé las que hay. Las he contado yo misma.

—Bueno, yo las he contado dos veces, tía, y no me salen más que nueve.

Ella pareció perder la paciencia, pero naturalmente vino a contarlas, como hubiera hecho cualquiera.

—¡Por el amor del cielo, no hay más que nueve! —dijo—. Pero, qué demonio, ¿qué pasa con estas cosas? Voy a volver a contarlas.

Entonces yo volví a meter la que había escondido y cuando terminó de contar dijo:

—Por todos los demonios, ¡ahora hay diez! —dijo, muy irritada e inquieta al mismo tiempo. Pero Tom va y dice:

—Pero, tía, yo no creo que haya diez.

—No seas tonto, ¿no me has visto contarlas?

—Ya lo sé, pero…

—Bueno, voy a volverlas a contar.

Así que yo mangué una y no salieron más que nueve, igual que la otra vez. Ella se puso nerviosísima y se echó a temblar por todas partes de enfadada que estaba. Pero siguió contando y contando hasta que se confundió tanto que contó también el cesto como si fuera una cuchara, así que tres veces le salió bien la cuenta y tres veces le salió mal. Entonces agarró el cesto, lo tiró al otro lado de la habitación y le pegó una patada al gato, y dijo que nos fuéramos y la dejáramos en paz, y que si volvíamos a fastidiarla, nos iba a despellejar vivos. Así que nos quedamos con la cuchara que faltaba y se la dejamos en el bolsillo del mandil mientras ella nos ordenaba que nos marcháramos, y a Jim le llegó junto con el clavo antes del mediodía. Estábamos muy contentos con todo aquello, y Tom dijo que valía el doble de los problemas que nos había causado, porque ahora no podría volver a contar las cucharas dos veces sin confundirse ni aunque le fuese la vida; y aunque las contara bien, no se lo iba a creer, y dijo que cuando se le hubiera cansado la cabeza de contar, renunciaría y amenazaría con matar a cualquiera que le pidiese que volviera a contarlas otra vez.

Así que aquella noche volvimos a poner la sábana en el tendedero y le robamos una del armario, y seguimos metiéndola y sacándola un par de días hasta que ya no sabía cuántas sábanas tenía y ni siquiera le importaba porque no se iba a amargar la vida con aquello ni a contarlas otra vez aunque le costara la vida; antes preferiría morir.

Así que ahora todo estaba en orden en cuanto a la camisa y la sábana, la cuchara y las velas, con la ayuda de la ternera; las ratas y las cuentas que no salían, y en cuanto a lo del candelabro no importaba, con el tiempo se olvidarían de él.

Pero lo del pastel nos dio mucho trabajo; no nos creaba más que problemas. Lo preparamos en el bosque y lo cocinamos allí, y por fin lo tuvimos hecho y muy satisfactorio; pero nos llevó más de un día y hubo que utilizar tres palanganas llenas de harina antes de terminar con él, y nos quemamos por todas partes y el humo se nos metía en los ojos; porque la cuestión es que no queríamos sacar más que una costra y no lográbamos que se mantuviera bien, porque siempre se hundía. Pero, naturalmente, por fin se nos ocurrió algo que saldría bien, que era cocinar la escala también con el pastel. Así que aquella noche fuimos a ver a Jim, rasgamos la sábana en tiritas y las retorcimos todas juntas, y antes de que amaneciera teníamos una cuerda estupenda que bastaría para ahorcar a alguien. Hicimos como que nos había llevado nueve meses trenzarla.

Por la mañana la llevamos al bosque, pero no entraba en el pastel. Como estaba hecha de toda una sábana, había cuerda suficiente para cuarenta pasteles si hubiéramos querido, y encima quedaría para la sopa, para salchichas o para lo que quisiera uno. Podríamos haberla utilizado para toda una cena.

Pero no necesitábamos tanta. Lo único que necesitábamos era suficiente para el pastel, así que el resto lo tiramos. No cocinamos ninguno de los pasteles en la palangana, porque temíamos que se fundiera la parte soldada, pero el tío Silas tenía un calentador de cobre estupendo que estimaba mucho, porque había pertenecido a uno de sus antepasados, y que tenía un mango largo de madera que había llegado de Inglaterra con Guillermo el Conquistador en el Mayflower oen uno de esos barcos de los peregrinos y estaba escondido en el desván, con un montón de cacharros antiguos y de cosas valiosas, no porque valiesen para nada, que no lo valían, sino porque eran como reliquias, ya sabéis, y lo sacamos en secreto y lo llevamos al bosque, pero nos falló en los primeros pasteles porque no sabíamos usarlo bien, aunque en el último funcionó estupendo. Pusimos pasta por todos los bordes, la llenamos con una cuerda de trapos y luego lo cubrimos todo con pasta y cerramos la tapa, y encima le pusimos unas ascuas y nos apartamos cinco pies, con el mango largo, tan tranquilos y tan cómodos, y al cabo de quince minutos nos salió un pastel que daba gusto verlo. Pero quien se lo comiera tendría que llevarse un par de barriles de palillos para los dientes, porque si aquella escala de cuerda no se los tapaba todos es que yo no sé de lo que estoy hablando, y encima le iba a quedar un dolor de estómago para los restos.

Nat no miró cuando pusimos el pastel de brujas en la escudilla de Jim y colocamos los tres platos de estaño en el fondo de la cazuela debajo de la escudilla, así que a Jim le llegó todo perfectamente, y en cuanto se quedó solo rompió el pastel y escondió la escala de cuerda en el colchón de paja, marcó unos garabatos en un plato de estaño y lo tiró por el agujero de la ventana.

Capítulo 38



Lo de preparar las plumas fue un trabajo bien difícil, igual que pasó con el serrucho, y Jim dijo que lo de la inscripción iba a ser lo más difícil de todo. Era lo que tenía que grabar el prisionero en la pared. Pero era necesario; Tom dijo que tenía que hacerlo; no había ni un solo caso de un prisionero de Estado que no dejara una inscripción, con su escudo de armas.

—¡Mira lady Jane Grey —va y dice—; mira Gilford Dudley; mira el tal Northumberland! Pero, Huck, digamos que es mucho trabajo. ¿Qué vas a hacerle? ¿Cómo te las vas a arreglar? Jim tiene que dejar su inscripción y su escudo de armas. Es lo que hacen todos.

Y Jim va y dice:

—Pero, sito Tom, yo no tengo escudo de armas; no tengo nada más que esta vieja camisa y ya sabe usted que ahí tengo que escribir el diario.

—Bueno, Jim, es que no comprendes; un escudo de armas es muy diferente.

—Bueno —dije yo—, en todo caso Jim tiene razón cuando dice que no tiene escudo de armas, porque no lo tiene.

—Eso ya lo sabía yo —dice Tom—, pero te apuesto a que ya lo tendrá antes que salga de aquí, porque va a salir como está mandado, sin ninguna mancha en su historial.

Así que mientras Jim y yo íbamos afilando las plumas en un ladrillo, Jim la suya con el cobre y yo la mía con la cuchara, Tom se puso a trabajar pensando en el escudo de armas. Al cabo de un rato dijo que se le habían ocurrido tantos que no sabía cuál escoger, pero había uno que le parecía su favorito. Va y dice:

—En el escudo pondremos una barra de oro en la base diestra, un aspa morada en el falquín, con un perro, couchant, en franquís, y bajo el pie, una cadena almenada, por—la esclavitud, con un chevron vertcon una punta dentada y tres líneas vectoras en campo de azur, con las puntas de los dientes rampantes en una dancette; de timbre, un negro fugitivo, sable, con el hatillo al hombro sobre barra de bastardía, y un par de gules de apoyo, que somos tú y yo; de lema, Maggiore fretta, minore atto. Lohe sacado de un libro; significa que no por mucho madrugar amanece más temprano.

—Recontradiablo —dije yo—, pero, ¿qué significa todo el resto?

—No tenemos tiempo que perder con eso —va y dice él—; hay que ponerse a cavar como condenados.

—Bueno, en todo caso —pregunté—; por lo menos dime algo, ¿qué es un falquín?

—Un falquín… Un falquín es… Tú no necesitas saber qué es un falquín. Ya le enseñaré yo a hacerlo cuando llegue el momento.

—Caramba, Tom —dije yo—; creí que lo podrías contar. ¿Qué es una barra de bastardía?

—Ah, no lo sé. Pero es necesaria. La tiene toda la nobleza.

Así era él. Si no le venía bien explicar una cosa, no la explicaba. Ya podía uno pasarse una semana preguntándosela, que no importaba.

Como tenía arreglado todo aquello del escudo de armas, empezó a rematar aquella parte de la tarea, que consistía en planear una inscripción muy triste, porque decía que Jim tenía que dejarla, igual que habían hecho todos. Se inventó muchas, que escribió en un papel, y cuando las leyó, decían:


«1. Aquí se le rompió el corazón a un cautivo.

»2. Aquí un pobre prisionero, abandonado por el mundo y los amigos, sufrió una vida de penas.


»3. Aquí se rompió un corazón solitario y un espíritu deshecho marchó a su eterno descanso, al cabo de treinta y siete años de cautiverio en solitario.

»4. Aquí, sin casa ni amigos, al cabo de treinta y siete años de amargo cautiverio, pereció un noble extranjero, hijo natural de Luis XIV.»


A Tom le temblaba la voz al leerlo, y casi se echó a llorar. Cuando terminó no había forma de que decidiera cuál tenía que escribir Jim en la pared, porque todas eran estupendas, pero por fin decidió que dejaría que las escribiese todas. Jim dijo que le llevaría un año escribir tantas cosas en los troncos con un clavo, porque además él no sabía hacer letras; pero Tom le prometió dibujárselas para que Jim no tuviera más que seguir el dibujo. Y poco después dijo:

—Ahora que lo pienso, esos troncos no valen; en las mazmorras no tienes troncos; tenemos que hacer las inscripciones en una piedra. Tenemos que traer una piedra.

Jim dijo que la piedra era peor que los troncos; que le llevaría tantísimo tiempo escribirlas en la piedra que jamás se escaparía. Pero Tom dijo que me dejaría ayudarle. Después echó un vistazo para ver cómo nos iba a mí y a Jim con las plumas. Era un trabajo de lo más latoso, duro y lento, no me venía nada bien para quitarme las llagas de las manos, y casi no parecíamos avanzar, así que Tom va y dice:

—Ya sé cómo arreglarlo. Necesitamos una piedra para el escudo de armas y las inscripciones melancólicas, y podemos matar dos pájaros de un tiro. Donde el molino hay una piedra enorme de moler que podemos traer para escribir las cosas en ella y además afilar las plumas y el serrucho.

No era mala idea, y tampoco era mala piedra de moler, pero decidimos intentarlo. Todavía no era medianoche, así que nos fuimos al molino y dejamos a Jim con su trabajo. Agarramos la piedra y empezamos a llevarla rodando a casa, pero resultaba de lo más difícil. A veces, hiciéramos lo que hiciéramos, no podíamos impedir que se cayera, y a cada momento estaba a punto de aplastarnos. Tom dijo que seguro que se llevaba a uno de nosotros por delante antes de que lográsemos terminar. Llegamos a medio camino y ya estábamos agotados y casi ahogados de sudor. Vimos que no había nada que hacer; teníamos que ir a buscar a Jim. Así que levantó la cama, sacó la cadena de la pata del catre, se la puso al cuello y salimos a rastras por el agujero hasta donde estaba la piedra, y Jim y yo nos pusimos a empujarla y la hicimos correr de lo más fácil, mientras Tom supervisaba. Era el chico que mejor supervisaba del mundo. Sabía hacer de todo.

Nuestro agujero ya era bastante grande, pero no lo suficiente para meter por él la piedra; entonces Jim agarró el pico y en seguida lo agrandó. Después Tom dibujó las frases en ella con el clavo y puso a Jim a trabajar, con el clavo haciendo de buril y un perno de martillo; dijo que trabajara hasta que se acabara la vela y que después podía acostarse y esconder la piedra de molino debajo del colchón y dormir encima de ella. Luego le ayudamos a volver a poner la cadena en la pata del catre y nos preparamos para acostarnos. A Tom se le ocurrió algo, y va y dice:

—Ah, ¿hay arañas aquí?

—No, señor, gracias a Dios que no, sito Tom.

—Muy bien, ya te traeremos algunas.

—Pero, por Dios, mi niño, no quiero arañas. Me dan miedo. Prefiero hasta las serpientes de cascabel.

Tom se quedó pensando un momento, y va y dice:

—Es una buena idea. Y calculo que ya se ha hecho alguna vez. Tiene que haberse hecho; es lógico. Sí, es una idea fenómena. ¿Dónde la tendrías?

—¿Tener qué, sito Tom?

—Hombre, una serpiente de cascabel.

—¡Por todos los santos del cielo, sito Tom! Pero es que yo si veo que entra aquí una serpiente de cascabel salgo volando por esa pared de troncos, aunque tenga que romperla a cabezazos.

—Hombre, Jim, al cabo de un tiempo ya no le tendrías miedo. Podrías domesticarla.

—¡Domesticarla!

—Sí, es fácil. Todos los animales agradecen los gestos de cariño y las caricias; ni se les ocurriría hacer daño a una persona que las acaricia. Lo puedes ver en cualquier libro. Inténtalo, es lo único que digo; inténtalo dos o tres días. Puedes hacer que al cabo de poco tiempo te quiera, que duerma contigo y no se separe de ti ni un momento; que te deje ponértela en el cuello y meterte la cabeza en la boca.

—Por favor, sito Tom… ¡No diga esas cosas! ¡No puedo aguantarlo! Me dejaría que le metiera la cabeza en mi boca, ¿como un favor, verdad? Apuesto a que tendría que esperar mucho tiempo antes de que se lo pidiera yo. Y, además, no quiero que duerma conmigo.

—Jim, no seas tonto. Un prisionero tiene que tener un animalito de compañía, y si nunca se ha probado con una serpiente de cascabel, puedes alcanzar más gloria por ser el primero en intentarlo que de cualquier otra forma que se te pueda ocurrir de salvar la vida.

—Pero, sito Tom, yo no quiero esa gloria. La serpiente va y le muerde en la barbilla a Jim, y entonces, ¿dónde está la gloria? No, señor, no quiero hacer nada de eso.

—Maldita sea, ¿no puedes intentarlo? Sólo quiero que lo intentes… No necesitas seguir adelante si no sale bien.

—Pero el problema se acaba si la serpiente me muerde mientras yo lo estoy intentando. Sito Tom, yo estoy dispuesto a intentar casi cualquier cosa que parezca razonable, pero si usted y Huck me traen una serpiente para que la domestique, me largo, eso se lo aseguro.

—Bueno, entonces déjalo, déjalo, ya que te pones tan terco. Podemos conseguirte unas culebras y atarles unos botones en las colas y hacer como que son serpientes de cascabel; supongo que tendremos que contentarnos con eso.

—Eso lo podría aguantar, sito Tom, pero maldito si no podría arreglármelas sin ellas, le aseguro. Nunca había comprendido que esto de estar preso fuera tanto lío.

—Bueno, siempre lo es cuando se hacen bien las cosas. ¿Hay ratas por qui?

—No, señor, no he visto ninguna.

—Bueno, te traeremos algunas ratas.

—Pero, sito Tom, yo no quiero tener ratas. Son los bichos más asquerosos que hay, y se le suben a uno encima y le muerden en los pies cuando está tratando de dormirse. No, señor, prefiero las culebras, si es que hace falta, pero nada de ratas; no me gustan para nada, y lo digo de verdad.

—Pero, Jim, tiene que haber ratas… Lo dice en todos los libros. Así que no armes más jaleo con eso. A los prisioneros nunca les faltan ratas. No hay ni un solo caso. Y las domestican, las acarician y les enseñan trucos, y así aprenden a ser de lo más sociable. Pero hay que tocarles algo de música. ¿Tienes algo para tocar música?

—No tengo más que un peine de madera, un pedazo de papel y un birimbao, y no creo que vaya a gustarles mucho un birimbao.

—Seguro que sí. A ellas les da igual la clase de música. Un birimbao resulta fenómeno para una rata. A todos los animales les gusta la música, y en las cárceles les encanta. Sobre todo, la música triste, y con un birimbao es la única música que se puede tocar. Siempre les interesa; salen a ver qué te pasa. Sí, te va a ir muy bien, lo tienes todo. Lo que hace falta es que te sientes en la cama por las noches antes de dormirte, y que por la mañana hagas lo mismo y toques el birimbao; toca «Se ha roto el último eslabón», que es lo que les encanta a las ratas, y cuando lleves tocando dos minutos verás que todas las ratas, las serpientes y las arañas y todo eso empiezan a preocuparse por ti y salen. Y vendrán todas a hacerte compañía, y lo pasarán estupendo.

—Sí, supongo que ellas sí, sito Tom, pero, ¿cómo se lo va a pasar Jim? Que me ahorquen si lo entiendo. Pero si es necesario lo haré. Calculo que más vale tener a los animales contentos y no andar con problemas en casa.

Tom se quedó pensando si faltaba algo, y al cabo de un momento va y dice:

—Ah, se me ha olvidado una cosa. ¿Crees que podrías criar una flor aquí?

—No sé, pero a lo mejor sí, sito Tom, aunque aquí está bastante oscuro y no me vale de mucho una flor, y me iba a resultar muy difícil.

—Bueno, inténtalo de todas formas. Ya lo han hecho algunos otros prisioneros.

—Calculo que aquí podría crecer uno de esos barbascos que echan colas como un gato, sito Tom, pero no merecería la pena ni la mitad del trabajo que daría.

—No lo creas. Te traeremos una pequeñita y la plantas en ese rincón y la vas cultivando. Y no la llamas barbasco, sino pitchiola, que es un nombre que hace muy bonito en una cárcel. Lo mejor es que la riegues con tus lágrimas.

—Pero si tengo montones de agua de la fuente, sito Tom.

—No necesitas agua de la fuente; lo que hace falta es que la riegues con tus lágrimas. Es lo que hacen todos.

—Pero, sito Tom, yo puedo criar un barbasco así de grande con agua de la fuente, mientras que con las lágrimas apenas crecerá.

—No se trata de eso. Hay que hacerlo con lágrimas.

—Se me morirá, sito Tom, seguro que sí; porque yo casi nunca lloro.

Así que Tom no sabía qué hacer. Pero lo pensó y dijo que Jim tendría que llorar todo lo que pudiera con una cebolla. Prometió que iría a las cabañas de los negros y le pondría una en secreto en el café de Jim por la mañana. Jim dijo que prefiriría que pusiera tabaco en el café, y puso tantos problemas con aquello, y con lo del trabajo y el problema de cultivar el barbasco, lo del birimbao y las ratas y lo de acariciar a las serpientes y las arañas y todo lo demás, encima de lo que tenía que hacer con las plumas y las inscripciones y los diarios y todo aquello, que dijo que estar prisionero era lo más difícil que había hecho en su vida, hasta que Tom perdió la paciencia con él y le respondió que había recibido más oportunidades que ningún prisionero del mundo para hacerse famoso y sin embargo no sabía agradecerlo, y que con él no se podía hacer más que perder el tiempo. Así que Jim dijo que lo sentía y que no volvería a portarse igual, y después Tom y yo nos fuimos a la cama.


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