Текст книги "Las aventuras de Huckleberry Finn"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
,сообщить о нарушении
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Después hablamos del dinero. No estaba nada mal: veinte dólares cada uno. Jim dijo que ahora podíamos tomar pasajes de cubierta en un barco de vapor y el dinero nos duraría hasta donde quisiéramos llegar en los estados libres. Dijo que veinte millas más no era mucha distancia para la balsa, pero que ojalá ya hubiéramos llegado.
Hacia el amanecer amarramos y Jim actuó con mucho cuidado para esconder bien la balsa. Después trabajó todo el día organizando las cosas en paquetes y preparándolo todo para seguir adelante sin la balsa.
Aquella noche, hacia las diez, llegamos a la vista de las luces de un pueblo en una curva del lado izquierdo.
Fui en la canoa a preguntar. En seguida me encontré con un hombre que había salido al río con un bote y estaba preparando unos sedales. Me acerqué y le pregunté:
—Caballero, ¿ese pueblo es El Cairo?
—¿El Cairo? No. Debes de ser idiota perdido.
—¿Cómo se llama ese pueblo, caballero?
—Si quieres enterarte, ve a preguntarlo. Si te quedas aquí molestándome medio minuto más, te vas a llevar una torta.
Volví a remo a la balsa. Jim se sintió muy desilusionado, pero le dije que no importaba, que según mis cálculos, El Cairo sería el pueblo siguiente.
Pasamos otro pueblo antes del amanecer, y yo iba a volver a preguntar, pero estaba muy alto, así que no salí. «El Cairo no está en alto», dijo Jim. A mí se me había olvidado. Nos quedamos parados el día entero en un islote de hierba bastante cerca de la orilla izquierda. Empecé a sospechar algo. Jim también. Yo dije:
—A lo mejor pasamos junto a El Cairo aquella noche de niebla.
Y él contestó:
—No hablemos de eso, Huck. Los pobres negros nunca tenemos suerte. Siempre he sospechado que aquella piel de serpiente de cascabel no había terminado su trabajo.
—Ojalá no hubiera visto nunca aquella piel de serpiente, Jim… ojalá no le hubiera echado nunca la vista encima.
—No es culpa tuya, Huck; tú no lo sabías. No te eches la culpa de eso.
Cuando amaneció vimos el agua clara del Ohio junto a la costa, sin duda alguna, y al lado venía el gran río como siempre. Así que nada que ver con El Cairo.
Hablamos del asunto. No valía de nada ir a tierra; naturalmente, no podíamos llevar la balsa río arriba. No había nada que hacer más que esperar a que anocheciera, volvernos con la canoa y ver si teníamos suerte. Así que nos pasamos el día durmiendo entre los alamillos, para estar descansados para el trabajo, y cuando volvimos a la balsa al oscurecer, la canoa había desaparecido.
No dijimos ni una palabra durante un buen rato. No había nada que decir. Los dos sabíamos perfectamente bien que era otra vez cosa de la piel de la serpiente de cascabel, así que, ¿de qué valía hablarlo? Aquello no sería más que como si estuviéramos buscando algo a que echar la culpa, y sin duda nos traería todavía más mala suerte, y seguiría trayéndola hasta que comprendiésemos que lo mejor era no hablar del tema.
Después de un rato hablamos de lo que tendríamos que hacer y vimos que no había otra cosa que seguir adelante con la balsa hasta que pudiéramos comprar una canoa para deshacer el camino en ella. No íbamos a tomarla prestada cuando no había nadie por allí, como haría padre, porque entonces quizá nos persiguiera alguien.
Así que después de oscurecer salimos en la balsa.
Y el que no se crea todavía que es una estupidez andar manejando pieles de serpiente después de todo lo que aquella piel de serpiente nos hizo a nosotros lo creerá ahora si continúa leyendo y ve lo que nos siguió haciendo.
El sitio donde comprar canoas es donde haya balsas atracadas en la ribera. Pero no vimos ninguna balsa atracada, así que seguimos adelante tres horas o más. Bueno, la noche se puso gris y el aire muy denso, que es lo peor que puede haber después de una niebla. No se ve la forma en el río ni se aprecia la distancia. Se hizo muy tarde en medio del silencio, y entonces, de pronto, apareció un barco de vapor río arriba. Encendimos la farola y creímos que la vería. Los barcos que remontan generalmente no se nos acercaban; iban buscando las barras de arena en busca del agua fácil bajo los arrecifes; pero en noches así suben por medio del canal enfrentándose con todo el río.
Podíamos oír su motor, pero no lo vimos bien hasta que se acercó. Venía directo hacia nosotros. Muchas veces hacen eso y tratan de ver hasta dónde pueden acercarse sin tocarlo a uno; a veces la rueda arranca un tablón, y entonces el piloto asoma la cabeza y se echa a reír y se cree muy listo. Bueno, aquí viene, y decidimos que iba a tratar de afeitarnos, pero no parecía desviarse ni un poco. Era grande y venía a toda velocidad, como una nube negra con filas de luciérnagas a los lados; pero de pronto se vio entero, enorme que daba miedo, con una fila larga de portezuelas de hornos abiertas y brillantes como dientes al rojo y con los costados y las barandillas monstruosos justo encima de nosotros. Alguien nos gritó, y se oyó un ruido de campanas para frenar las máquinas, un montón de juramentos y el silbido del vapor, y justo cuando Jim saltaba de un lado y yo del otro, arremetió contra la balsa y la hizo añicos.
Salté y me propuse llegar hasta el fondo, porque me iba a pasar por encima una rueda de treinta pies y yo quería tener mucho margen. Siempre he podido aguantar un minuto debajo del agua; creo que aquella vez aguanté un minuto y medio. Después salí rápido a la superficie, porque estaba a punto de reventar. Saqué bastante la cabeza y me soplé el agua de la nariz, jadeando un poco. Naturalmente, había una corriente enorme, y naturalmente aquel barco volvió a ponerse en marcha diez segundos después de haber parado las máquinas, porque nunca se preocupaban mucho por los balseros, de forma que seguía chapaleando río arriba, invisible en medio de aquel aire denso, aunque todavía se podía oír el ruido que producía.
Llamé a Jim media docena de veces, pero sin recibir respuesta; así que agarré un tablón que me tocó mientras yo pedaleaba en el agua y me dirigí hacia tierra, bien agarrado a él. Pero logré ver que la corriente llevaba hacia la ribera de la izquierda, lo cual significaba que yo estaba en medio de un cruce de corrientes, así que cambié y seguí por allí.
Era uno de aquellos cruces largos, y regulares, de dos millas; así que tardé mucho en recorrerlo. Llegué bien a tierra y trepé por la orilla. Sólo podía ver a muy poca distancia, pero fui tanteando por un terreno pedregoso un cuarto de milla o más, y después me tropecé con una de esas casonas anticuadas de troncos que ni había visto. Iba a pasar corriendo lejos de allí, pero salió una jauría de perros que se puso a aullar y a ladrarme y comprendí que era mejor no moverme.
Capítulo 17
Al cabo de un minuto alguien dijo por la ventana, sin sacar la cabeza:
—¡Basta, chicos! ¿Quién va?
Y respondí:
—Soy yo.
—¿Quién es yo?
—George Jackson, caballero.
—¿Qué quieres?
—No quiero nada, caballero. No hacía más que pasar, pero los perros no me dejan.
—Y, ¿qué haces merodeando por aquí a estas horas de la noche, eh?
—No estaba merodeando, caballero; me he caído del barco de vapor.
—¿De verdad? ¡No me digas! Que alguien encienda una luz, ¿cómo has dicho que te llamabas?
—George Jackson, caballero. Soy un muchacho.
—Mira, si dices la verdad, no tienes por qué tener miedo: nadie va a hacerte nada. Pero no intentes moverte; quédate donde estás. Que alguien despierte a Bob y a Tom y que traigan las armas. George Jackson, ¿hay alguien contigo?
—No, caballero, nadie.
Ahora se oía a gente que se movía por la casa y vi una luz. El hombre gritó:
—Aparta esa luz, Betsy, vieja idiota… ¿no tienes sentido común? Ponla en el suelo detrás de la puerta principal. Bob, si tú y Tom estáis listos, a vuestros puestos.
—Listos.
—Y ahora, George Jackson, ¿sabes quiénes son los Shepherdson?
—No, señor, nunca he oído hablar de ellos.
—Bueno, quizá digas la verdad y quizás mientas. Ahora, todos listos. Da un paso adelante, George Jackson. Y cuidadito, sin prisas… muy despacio. Si hay alguien contigo, que se quede ahí; si lo vemos, le pegamos un tiro. Ahora, adelante. Ven despacio; abre la puerta tú mismo. .. justo lo suficiente para entrar, ¿me oyes?
No corrí; no podría aunque hubiera querido. Fui dando un paso lento tras otro y no se oía un ruido, sólo que a mí me pareció que oía los latidos de mi corazón. Los perros estaban igual de callados que las personas, pero me pisaban los talones. Cuando llegué a los tres escalones de troncos, oí que quitaban el cerrojo y la barra de la puerta. Puse la mano en la puerta, empujé un poco y después un poco más hasta que alguien dijo: «Vale, ya basta; enséñanos la cabeza». Lo hice, pero pensando que me la iban a arrancar.
La vela estaba en el suelo, y allí estaban todos, mirándome, y yo a ellos, y nos quedamos así un cuarto de minuto: tres hombrones apuntándome con sus armas, lo cual os aseguro que me dio escalofríos; el mayor era canoso y tendría unos sesenta años, y los otros dos treinta o más (todos ellos muy finos y muy guapos) y una señora anciana de pelo gris y con un aspecto de lo más bondadoso, que tenía detrás dos mujeres jóvenes a las que no logré ver bien. El señor mayor dijo:
—Vale; supongo que está bien. Entra.
En cuanto entré, el caballero anciano cerró la puerta y le echó el cerrojo y la barra, dijo a los jóvenes que entrasen con sus escopetas y todos fueron al gran salón que tenía una alfombra nueva de paño y se reunieron en un rincón apartado de las ventanas de la fachada: a los lados no había ni una. Agarraron la vela, me miraron bien y todos dijeron: «Pues no es un Shepherdson, no; no tiene nada de Shepherdson». Después el anciano dijo que esperaba que no me importase que me registrasen para ver si llevaba armas, porque no lo hacían con mala intención; era sólo para asegurarse. Así que no me metió las manos en los bolsillos, sino que únicamente me tocó por los lados con las manos y aseguró que estaba bien. Me dijo que me pusiera cómodo y me sintiera en mi propia casa y les hablase de mí, pero la señora vieja dijo:
—Pero, hombre, Saúl, pobrecito; está calado hasta los huesos y, ¿no crees que quizá tenga hambre?
—Tienes razón, Rachel; se me olvidaba.
Así que la vieja dice:
—Betsy (era una negra), ve corriendo y trae algo de comer a toda prisa, pobrecito; y una de vosotras, las chicas, id a despertar a Buck y le decís… ah, aquí viene. Buck, llévate a este muchachito y quítale la ropa húmeda y dale algo tuyo que esté seco para que se lo ponga.
Buck parecía de la misma edad que yo más o menos: trece o catorce años, aunque era un poco más alto. No llevaba más que una camisa, y tenía el pelo todo revuelto. Llegó bostezando y pasándose una mano por los ojos, con una escopeta en la otra. Respondió:
—¿No hay Shepherdson por aquí?
Dijeron que no, que era una falsa alarma.
—Bueno —dice—, si hubieran venido, seguro que me llevo a uno por delante.
Todos se echaron a reír, y Bob dice:
—Pero Buck, nos podrían haber quitado el cuero cabelludo a todos, con lo que has tardado en llegar.
—Bueno, es que no me ha avisado nadie, y eso no está bien. Nunca me decís nada; no me dejáis hacer nada. —No importa, Buck, hijo mío —dice el viejo—, ya podrás hacer lo suficiente a su debido tiempo, no te preocupes por eso. Ahora vete a hacer lo que te ha dicho tu madre.
Cuando subimos las escaleras hasta su cuarto me dio una camisa gruesa, una cazadora y unos pantalones, y me lo puse todo. Entre tanto me preguntó cómo me llamaba, pero antes de que se lo pudiera decir empezó a contarme que anteayer había cogido en el bosque un estornino y un conejito y me preguntó dónde estaba Moisés cuando se apagó la vela. Dije que no lo sabía; no lo había oído nunca, de verdad.
—Bueno, pues supón —sugirió.
—¿Cómo voy a suponer —respondí– cuando nunca me lo ha dicho nadie antes?
—Pero puedes suponer, ¿no? Es igual de fácil.
—¿Qué vela? —pregunté.
—Pues cualquier vela —contestó.
—No sé dónde estaba —respondí—; ¿dónde estaba?
—Hombre, ¡estaba en tinieblas! ¡Ahí es donde estaba!
—Bueno, pues si ya sabías dónde estaba, ¿para qué me lo preguntas?
—Pero, hombre, es una adivinanza, ¿no entiendes? Oye, ¿cuánto tiempo vas a quedarte? Tienes que quedarte para siempre. Lo podemos pasar fenómeno… Ahora no hay escuela. ¿Tienes perro? Yo tengo un perro que sabe meterse en el río a traerte las cosas que le tiras. ¿Te gusta eso de peinarte los domingos y todas esas tonterías? Te aseguro que a mí no, pero madre me obliga. ¡Malditos pantalones! Supongo que tendré que ponérmelos, pero preferiría que no, con este calor. ¿Estás listo? Vale. Baja conmigo, compañero.
Pan de borona frío, carne salada fría, mantequilla y leche con abundante nata: eso es lo que me tenían preparado abajo, y en mi vida he comido nada mejor. Buck y su madre y todos los demás fumaban pipas de maíz, salvo la negra, que se había ido, y las dos mujeres jóvenes. Todos fumaban y hablaban, y yo comía y hablaba. Las dos mujeres jóvenes estaban envueltas en colchas y llevaban la melena suelta. Todos me hacían preguntas, y les dije que padre y yo y toda la familia vivíamos en una granja pequeña allá al otro lado de Arkansas y que mi hermana Mary Ann se había escapado para casarse y no habíamos vuelto a saber de ella, y que Bill fue a buscarlos y tampoco habíamos vuelto a saber de él, y que Tom y Mort habían muerto y ya no quedaba nadie más que yo y padre, y que él se había ido consumiendo con tantos problemas, así que cuando se murió me llevé lo que quedaba, porque la granja no era nuestra, y empecé a remontar el río con pasaje de cubierta y me había caído por la borda y que por eso estaba allí. Entonces me dijeron que ahí tenía mi casa mientras yo quisiera. Después se hizo casi de día y todo el mundo se fue a acostar y yo me fui con Buck, y cuando me desperté por la mañana, maldita sea, se me había olvidado cómo me llamaba. Así que me quedé allí tumbado una hora tratando de pensarlo, y cuando Buck se despertó le pregunté:
—¿Estás bien de ortografía, Buck?
—Sí —respondió.
—Seguro que no sabes escribir cómo me llamo —le dije.
—Te apuesto lo que quieras a que sí —contestó.
—Vale —dije—; vamos a verlo.
—G—e—o—r—g—e J—a—x—o—n, para que te enteres —dijo.
—Vale —respondí—, sí que has sabido, pero no me lo creía. No te creas que es un nombre fácil de escribir así, sin estudiárselo.
Me lo apunté a escondidas, porque a lo mejor alguien quería que fuera yo quien lo escribiera, así que quería hacerlo de golpe, y soltarlo como si ya estuviera muy acostumbrado.
Era una familia muy simpática y la casa también era estupenda. Nunca había visto yo una casa tan buena y con tanto estilo. No tenía un pasador de hierro en la puerta principal, ni de madera con una cuerda de piel, sino un pomo de latón para darle la vuelta, igual que las casas de la ciudad. En el salón no había camas ni señales de ellas, aunque hay montones de salones en las ciudades donde se ven camas. Había una chimenea muy grande, revestida de ladrillos por abajo, que mantenían limpios a base de agua y de frotarlos con otro ladrillo; a veces los lavaban con una pintura de agua roja que llaman tierra de España, igual que en la ciudad. Tenían unos hierros de chimenea de bronce con los que se podía coger todo un tronco. En medio de la repisa había un reloj con la pintura de un pueblo en la parte de abajo de la tapa de cristal, y una apertura redonda en el medio para la esfera, y por detrás se veía el péndulo que oscilaba. Daba gusto oír el tictac de aquel reloj, y a veces cuando pasaba por allí un quincallero que lo limpiaba y lo ponía a punto comenzaba a sonar y daba ciento cincuenta campanadas antes de cansarse. No lo hubieran vendido por nada del mundo.
Y a cada lado del reloj había un loro muy raro hecho como de tiza y pintado de muchos colores. Al lado de uno de los loros había un gato de porcelana y al lado del otro un perro también de porcelana, y cuando se los apretaba chirriaban, pero no abrían la boca ni parecían distintos ni interesados. Detrás de ellos había dos abanicos de alas de pavo silvestre. En la mesa, en medio de la habitación, había una especie de cesto precioso de porcelana que tenía manzanas, naranjas, melocotones y uvas, todo amontonado, y mucho más rojo y amarillo y más bonito que la fruta real, pero no era de verdad porque se veía dónde habían saltado pedazos y por debajo la tiza blanca o lo que fuera.
Aquella mesa tenía un mantel de un hule precioso, con un águila roja y azul y una cenefa pintada todo alrededor. Decían que había llegado de Filadelfia. También había algunos libros, en montones muy ordenados a cada esquina de la mesa. Uno de ellos era una gran Biblia familiar llena de ilustraciones. Otro era el Progreso del peregrino, de un hombre que dejaba a su familia, pero no decía por qué. De vez en cuando me leía un montón de páginas. Lo que decía era interesante, pero difícil. Otro era la Ofrenda de la amistad, lleno de cosas muy bonitas y poesías, pero la poesía no me la leí. Otro eran los Discursos de Henry Clay y otro la Medicina en familiadel doctor Gunn, donde decía todo lo que había que hacer si alguien se ponía malo o se moría. Había un libro de himnos y un montón de libros más. Y había unas sillas de rejilla muy bonitas, y además muy resistentes, no hundidas por el medio y rotas, como una cesta vieja.
En las paredes tenían colgados cuadros sobre todo de Washington y Lafayette y batallas y María reina de Escocia y otro que se llamaba La firma de la Declaración. Había algunos que llamaban pasteles, que había hecho una de las hijas, muerta cuando sólo tenía quince años. Eran diferentes de todos los cuadros que había visto yo antes: casi todos más oscuros de lo que se suele ver. Uno era de una mujer con un vestido negro ajustado, con un cinturón debajo de los sobacos y con bultos como una col en medio de las mangas y un gran sombrero negro en forma como de cofia, con un velo negro y los tobillos blancos y delgados vendados con una cinta negra y unas zapatillas negras muy pequeñas, como espátulas, y estaba inclinada pensativa sobre una losa de cementerio apoyándose en el codo derecho, bajo un sauce llorón, con la otra mano caída a un lado y en ella un pañuelo blanco y un ridículo, y debajo del cuadro un letrero que decía «Nunca volveré a verte, ay». Otro era de una señorita joven con el pelo todo peinado en tupé y hecho un moño y atado por detrás a un peine grande como una espalda de silla que lloraba en un pañuelo y en la otra mano tenía un pájaro muerto de espaldas y patas arriba, y debajo del cuadro decía «Nunca volveré a oír tu dulce trino, ay». Había otro en que una señorita miraba a la luna por una ventana y se le caían las lágrimas por las mejillas, y en una mano tenía una carta abierta en cuyo borde se veía un sello de lacre negro, y se llevaba a la boca un guardapelos con una cadena y debajo del cuadro decía «Y te has ido, sí, te has ido, ay». Calculo que aquellos cuadros eran de mucho mérito, pero no sé por qué no me gustaban, porque cuando yo estaba algo desanimado siempre me daban canguelo. Todo el mundo estaba muy triste porque se había muerto, porque le quedaban muchos cuadros más por pintar, y por los que ya había pintado se veía lo que habían perdido. Pero yo calculaba que con aquel estado de ánimo lo estaría pasando mucho mejor en el cementerio. Estaba pintando el que decían que iba a ser su mejor cuadro cuando se puso mala, y todos los días y todas las noches rezaba para seguir viva hasta haberlo terminado, pero no tuvo la oportunidad. Era un cuadro de una muchacha con un vestido blanco largo, subida a la barandilla de un puente y lista para saltar, con la melena suelta a la espalda mirando la luna, con la cara bañada en lágrimas, que tenía dos brazos cruzados sobre el pecho, dos brazos alargados por delante y dos brazos que se dirigían a la luna, y de lo que se trataba era de ver qué par de brazos quedaría mejor y después borrar todos los demás, pero como estaba diciendo, se murió antes de decidirse y ahora tenían aquel cuadro encima de la cabecera de la cama en su habitación y cada vez que llegaba su cumpleaños le ponían flores todo alrededor. El resto del tiempo estaba tapado con una cortinilla. La muchacha del cuadro tenía una especie de cara simpática y agradable, pero a mí me parecía que tantos brazos le daban un aire un poco de araña.
Cuando la chica vivía había ido haciendo un libro de recortes en el que pegaba las noticias necrológicas y los accidentes y los casos de sufrimientos pacientes que habían ido saliendo en el Observador presbiteriano, con poesías que le habían inspirado y que ella escribía con su propia imaginación. Eran unas poesías muy buenas. Ésta es la que escribió sobre un chico que se llamaba Stephen Dowling Bots, que se cayó a un pozo y se ahogó:
ODA A STEPHEN DOWLING BOTS, DIFUNTO
¿Fue Stephen y enfermó?
¿De eso Stephen se murió?
¿Padeció su corazón?
¿La gente se entristeció?
No; no fue ése el destino
de Stephen Dowling Bots;
aunque su triste muerte a muchos nos afligió,
no fue la enfermedad la que se lo llevó.
No fue la tos ferina la que nos lo arrebató,
tampoco fue el culpable el horrible sarampión;
ninguno de ellos doblegó
a Stephen Dowling Bots.
Tampoco fue la pena de un no compartido amor
la que arrugara su frente de rabia y de dolor;
no fueron las angustias de la mala digestión
las que acabaron por siempre con Stephen Dowling Bots.
¡Ay, no! Escuchad atentos, tan llorosos como yo,
el horrible destino que aquel pobre sufrió.
Cómo su alma el mundo frío y triste abandonó
porque nuestro muchacho a hondo pozo se cayó.
En seguida acudieron a vaciarle el pulmón,
mas era ya muy tarde, ay, para el pobre corazón;
su alma se elevaba en tres nubes de algodón
adonde se celebra la celestial Reunión.
Si Emmeline Grangerford era capaz de escribir poesías así antes de cumplir los catorce años, Dios sabe lo que podría haber hecho con el tiempo. Buck decía que le salía la poesía con toda la facilidad. Ni siquiera tenía que pararse a pensar. Decía que escribía una línea y si no encontraba nada que rimase la tachaba y escribía otra y seguía adelante. No era nada exigente; podía escribir de cualquier cosa que le diera uno como tema, con tal de que fuera triste. Cada vez que se moría un hombre, o una mujer, o un niño, allí estaba ella con su «homenaje» antes de que se hubiera enfriado el cadáver. Los llamaba homenajes. Los vecinos decían que primero llegaba el médico, después Emmeline y después el de la funeraria; el de la funeraria nunca se le adelantó a Emmeline más que una vez, y fue porque ella no encontró forma de rimar con el nombre de alguien que se llamaba Whistler. A partir de entonces nunca volvió a ser la misma; nunca se quejó, pero empezó a ponerse melancólica y ya no vivió mucho tiempo. Pobrecita; yo subía muchas veces al cuartito que había sido el suyo y sacaba su pobre cuaderno de recortes y lo iba leyendo cuando sus cuadros me habían irritado y me sentía un poco enfadado con ella. Me gustaba toda aquella familia, los muertos y todo, y no iba a dejar que nada se interpusiera entre nosotros. La pobre Emmeline escribía poesías de todos los muertos cuando ella estaba viva y no me parecía bien que no hubiese nadie que le escribiese una ahora que se había muerto ella; así que traté de escribirle una o dos, pero no sé por qué no me salían. Siempre tenían el cuarto de Emmeline ordenado y limpio, con todas las cosas exactamente como le gustaban a ella cuando estaba viva, y allí nunca dormía nadie. La señora vieja se encargaba ella misma del cuarto, aunque había muchos negros, y se pasaba muchos ratos cosiendo y leyendo la Biblia, sobre todo.
Bueno, como iba diciendo del salón, en las ventanas había unas cortinas muy bonitas: blancas, con pinturas de castillos con hiedras por todas las murallas y ganado que iba a beber. También había un piano pequeño y viejo que sonaba como una carraca, y pasábamos unos ratos estupendos cuando las señoras jóvenes cantaban «El último vínculo se ha roto» y tocaban en él «La batalla de Praga». Todas las habitaciones tenían las paredes enyesadas y casi todas tenían alfombras, y toda la casa estaba encalada por fuera.
Era una casa doble, y el gran espacio abierto entre las dos partes tenía techo y estaba ensolado; a veces ponían allí la mesa al mediodía y era un sitio fresco y agradable. Era lo mejor del mundo. ¡Y encima guisaban muy bien y había montones de todo!
Capítulo 18
El coronel Grangerford era un caballero, ¿comprendéis? Era un caballero en todo, y lo mismo pasaba con su familia. Era de buena cuna, como dicen, y eso vale tanto en un hombre como en un caballo, como decía la viuda Douglas, y nadie ha negado que ella era de la primera aristocracia de nuestro pueblo, y padre siempre lo decía, también, aunque lo que es él no era de mejor familia que un gato callejero. El coronel Grangerford era muy alto y delgado y tenía la piel de un color moreno pálido, sin una sola mancha roja; todas las mañanas se afeitaba la cara entera, que tenía muy delgada, igual que los labios y las ventanillas de la nariz; tenía la nariz muy alta y unas cejas pobladas y ojos negrísimos, tan hundidos que parecía, como si dijéramos, que le miraba a uno desde el fondo de una caverna. Tenía la frente despejada y el pelo canoso y liso, que le llegaba hasta los hombros. Tenía las manos largas y delgadas, y todos los días se ponía una camisa limpia y un terno entero de lino tan blanco que dolían los ojos al mirarlo, y los domingos, una levita azul con botones de cobre. Llevaba un bastón de caoba con pomo de plata. No era nada frívolo, ni un pelo, y nunca gritaba. Era de lo más amable y se notaba, de forma que se fiaba uno de él. A veces sonreía y daba gusto verlo, pero cuando se ponía tieso como un mástil de bandera y empezaba a echar relámpagos por los ojos, primero pensaba uno en subirse a un árbol y después en enterarse de lo que pasaba. Nunca tenía que decirle a nadie que tuviera buenos modales: donde estaba él, todo el mundo siempre se comportaba bien. Y a todos les encantaba tenerlo cerca; casi siempre era como un rayo de sol: quiero decir, que con él parecía que hacía buen tiempo. Cuando se convertía en un nubarrón, se oscurecía medio minuto y con eso bastaba; en una semana nadie volvería a hacer nada mal.
Cuando él y la señora anciana bajaban por la mañana, toda la familia se levantaba de las sillas para darles los buenos días y no volvía a sentarse hasta que sentaban ellos. Después Tom y Bob iban al aparador donde estaba el frasco de cristal y servían una copa de licor de hierbas y se lo daban, y él se quedaba con la copa en la mano, esperando hasta que Tom y Bob se servían la suya, y ellos hacían una reverencia y decían: «A la salud de ustedes, señor y señora», y ellos se inclinaban también una chispa y daban las gracias y bebían los tres, y Tom y Bob echaban una cucharada de agua en el azúcar y el poco de whisky o de licor de manzana que quedaba en el fondo de sus copas y nos lo daban a mí y a Buck, y nosotros también bebíamos a la salud de los mayores.
Bob era el mayor y después venía Tom: dos hombres altos y guapos con hombros muy anchos y caras curtidas, pelo negro largo y ojos negros. Iban vestidos de lino blanco de la cabeza a los pies, igual que el anciano caballero, y llevaban sombreros anchos de Panamá.
Después venía la señorita Charlotte; tenía veinticinco años y era alta, orgullosa y estupenda, pero buenísima cuando no estaba enfadada; aunque cuando lo estaba echaba unas miradas que le dejaban a uno helado, igual que su padre. Era guapísima.
También lo era su hermana, la señorita Sophia, pero de tipo distinto. Era tranquila y pacífica como una paloma, y sólo tenía veinte años.
Cada persona tenía su propio negro para servirla, y Buck también. Mi negro se lo pasaba la mar de bien, porque yo no estaba acostumbrado a que nadie me hiciera las cosas, pero el de Buck se pasaba el tiempo corriendo de un lado para otro.
Ésa era la familia que quedaba, pero antes eran más: tres hijos a los que habían matado y Emmeline, que había muerto.
El anciano caballero tenía un montón de granjas y más de cien negros. A veces llegaba un montón de gente a caballo, de diez o quince millas a la redonda, y se quedaban cinco o seis días, todo el tiempo divirtiéndose en el río o al lado, con bailes y picnics en los bosques durante el día y bailes en la casa por la noche. Casi todos eran parientes de la familia. Los hombres llegaban con sus armas. Os aseguro que aquella sí que era gente distinguida.
Por allí cerca había otro clan de aristócratas —cinco o seis familias– casi todos ellos llamados Shepherdson. Eran de tan buena cuna y tan finos, ricos y grandiosos como la tribu de los Grangerford. Los Shepherdson y los Grangerford utilizaban el mismo embarcadero, que estaba unas dos millas río arriba de nuestra casa, de forma que a veces cuando yo iba allí con muchos de los nuestros veía a un montón de Shepherdson que ya habían llegado con sus caballos de raza.
Un día Buck y yo estábamos en el bosque de caza y oímos que llegaba un caballo. Estábamos cruzando el camino, y Buck va y grita:
—¡Rápido! ¡Correa los árboles!
Nos echamos a correr y después miramos entre las hojas de los árboles. En seguida llegó un joven espléndido galopando por el camino, muy aplomado en la silla y con aire de soldado. Llevaba la escopeta cruzada encima del pomo de la silla. Ya lo había visto antes. Era el joven Harney Shepherdson. Oí que Buck disparaba la escopeta junto a mi oreja y a Harney se le cayó el sombrero de la cabeza. Agarró su arma y fue derecho adonde estábamos escondidos nosotros. Pero no esperamos. Echamos a correr por el bosque. El bosque no era muy poblado, así que miré por encima del hombro por si disparaba, y dos veces vi que Harney cubría a Buck con la escopeta y después daba la vuelta, supongo que para recoger el sombrero, pero no lo pude ver. No dejamos de correr hasta que llegamos a casa. Al anciano le relampaguearon los ojos un minuto —creo que sobre todo de placer– y después suavizó algo el gesto y dijo con voz amable:
—No me gusta que hayas disparado desde detrás de un árbol. ¿Por qué no saliste al camino, hijo?
—Los Shepherdson no lo hacen, padre. Siempre se aprovechan.