Текст книги "Las aventuras de Huckleberry Finn"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
,сообщить о нарушении
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—¡Diablo, ésta sí que es buena! —dice el rey, y los dos se quedaron con un gesto desesperado y bastante tonto. Se quedaron allí pensando y rascándose las cabezas, y el duque soltó una especie de risita carraspeante y dijo:
—Es fabuloso cómo han jugado su baza esos negros. ¡Hicieron como que estaban tan tristes por marcharse de esta región! Y yo creí que lo estaban de verdad, igual que tú e igual que todo el mundo. Que nadie me vuelva a decir que los negros no tienen talento histriónico. Han hecho una interpretación que engañaría a cualquiera. Para mí que valen una fortuna. Si yo tuviera capital y un teatro no querría mejores actores… Y los hemos vendido por una ganga. Sí, y ni siquiera podemos tocar esa ganga todavía. Oye, ¿dónde está esa ganga… esa letra?
—En el banco esperando al cobro. ¿Dónde iba a estar?
—Bueno, entonces no importa, gracias a Dios.
Yo pregunté, como tímido:
—¿Ha pasado algo?
El rey se volvió hacia mí y exclamó:
—¡No es asunto tuyo! Tú cierra la boca y métete en tus cosas… Si es que las tienes. Y mientras estés en este pueblo, que no se te olvide, ¿entiendes? —y después dice al duque—: tenemos que aguantar y no decir nada; tenemos que mantenernos callados.
Cuando empezaron a bajar la escalera, el duque volvió a reírse y dijo:
—¡Ventas rápidas y pequeños beneficios! Es un buen negocio. Sí.
El rey le soltó un bufido y le dijo:
—Cuando los vendí tan rápido estaba tratando de hacer lo que más nos convenía. Si resulta que no hay beneficios, que no sacamos nada y no nos llevamos nada, ¿tengo más culpa yo que tú?
—Bueno, si se me hubiera escuchado, ellos seguirían en esta casa y nosotros no.
El rey le respondió lo mejor que pudo y después se dio la vuelta y volvió a meterse conmigo. Me pegó un rapapolvo por no decirle que había visto a los negros salir de su habitación de aquella manera, que hasta un idiota habría comprendido que pasaba algo. Y después volvió a cambiar y se maldijo sobre todo a sí mismo durante un rato, y dijo que todo había pasado por no haberse quedado en la cama hasta tarde y haber descansado todo lo que necesitaba aquella mañana, y que maldito si volvía a hacerlo en su vida. Así que se marcharon de charla y yo me sentí contentísimo de haberle echado toda la culpa a los negros sin por eso haberles hecho ningún daño.
Capítulo 28
Poco a poco fue llegando la hora de que se levantaran todos. Así que descendí las escaleras hacia el piso de abajo, pero al llegar frente a la habitación de las chicas la puerta estaba abierta y vi a Mary Jane sentada junto a su viejo baúl de crin, que estaba abierto y en el que había estado metiendo cosas, preparándose para ir a Inglaterra. Pero ahora se había parado con un vestido doblado en el regazo y tenía la cara entre las manos mientras lloraba. Me sentí muy mal al ver aquello; naturalmente, lo mismo que habría sentido cualquiera. Entré y dije:
—Señorita Mary Jane, usted no soporta ver cómo sufre la gente y yo tampoco: casi nunca. Cuéntemelo todo. Así que me lo contó y eran los negros, lo que yo esperaba. Dijo que aquel viaje tan maravilloso a Inglaterra ya no le hacía casi ilusión; no sabía cómo iba a ser feliz allí, sabiendo que la madre y los niños no volverían a verse jamás, y después se puso a llorar más fuerte que nunca, y abrió las manos y dijo:
—¡Ay, Dios mío, Dios mío, pensar que no volverán a verse nunca jamás!
—Pero sí que se verán, y dentro dedos semanas, ¡y yo lo sé! —respondí.
¡Dios mío, se me había escapado sin pensarlo! Y antes de que pudiera ni moverme me había echado los brazos al cuello pidiéndome que lo repitiera, otra vez, lo repitiera otra vez, ¡lo repitiera otra vez!
Comprendí que había hablado demasiado y antes de tiempo y que me había metido en una encerrona. Le pedí que me dejara pensarlo un minuto; ella se quedó sentada, muy impaciente y nerviosa, tan guapa, pero con un aire feliz y tranquilo, como una persona a quien le acaban de sacar un diente. Entonces me puse a estudiarlo. Me dije: «Calculo que alguien que va y dice la verdad cuando está en una encerrona está corriendo un riesgo considerable, aunque yo no tengo experiencia y no lo puedo afirmar con seguridad, pero en todo caso es lo que me parece, y de todas formas ésta es una ocasión en que me ahorquen si no parece que la verdad es mejor y de hecho más segura que la mentira. Tengo que recordarlo y volverlo a pensar cuando tenga tiempo, porque es de lo más extraño e irregular. En mi vida he visto cosa igual. Bueno», me dije por fin, «voy a correr el riesgo; esta vez voy a decir la verdad aunque esto es como sentarse encima de un barril de pólvora y encenderlo para ver qué pasa después». Entonces fui y dije:
—Señorita Mary Jane. ¿Hay algún sitio fuera del pueblo, no muy lejos, donde pudiera pasar usted tres o cuatro días?
—Sí; en casa del señor Lothrop. ¿Por qué?
—Todavía no importa el porqué. Si le digo cómo sé que los negros van a volver a verse, dentro de dos semanas aquí en esta casa, y demuestro cómo lo sé, ¿irá usted a casa del señor Lothrop a quedarse cuatro días?
—¡Cuatro días! —respondió—. ¡Un año me quedaría!
—Muy bien —añadí—, lo único que le pido es su palabra: me vale más que el juramento de otra persona por la Biblia. —Sonrió y se ruborizó un poco, muy linda, y continué—: Si no le importa, voy a cerrar la puerta, y con el candado.
Después volví a sentarme y dije:
—No grite. Quédese ahí sentada y tómeselo como un hombre. Tengo que decir la verdad y tiene usted que prepararse bien, señorita Mary, porque es una mala cosa y le va a resultar dificil, pero no hay forma de evitarlo. Esos tíos de usted no son tíos en absoluto; son un par de farsantes, impostores de toda la vida. Bueno, ya hemos pasado lo peor, y el resto lo podrá soportar usted con más facilidad.
Naturalmente, aquello la dejó absolutamente pasmada, pero ahora ya había dicho lo más difícil, así que continué mientras a ella se le encendían los ojos cada vez más y le conté absolutamente todo, desde la primera vez que nos encontramos con el muchacho idiota que iba al buque de vapor hasta cuando ella se había lanzado a los brazos del rey en la puerta principal y él la había besado dieciséis o diecisiete veces, y entonces saltó, con la cara llameante como un atardecer, y dijo:
—¡Malvado! Vamos, no pierdas un minuto, ni un segundo, ¡vamos a hacer que los pinten de brea, los emplumen ylos tiren al río!
Yo contesté:
—Claro. ¿Pero quiere usted decir antes de ir a casa del señor Lothrop o…?
—¡Ah —respondió ella—, en qué estaré yo pensando! —y volvió a sentarse—. No hagas caso de lo que he dicho, te lo ruego. ¿No lo harás, verdad?
Me puso la manita suave en la mía de tal forma que respondí que antes preferiría morirme.
—No me he parado a pensarlo de enfadada que estaba —añadió—; ahora sigue y te prometo que no volveré a actuar así. Cuéntame lo que tengo que hacer y haré todo lo que me digas.
—Bueno —dije yo—, estos dos estafadores son unos tipos duros y no me queda más remedio que seguir viajando con ellos algo más, quiéralo o no; prefiero no decirle a usted por qué; y si los denunciara usted, este pueblo me liberaría de sus garras y yo quedaría perfectamente; pero habría otra persona que usted no sabe y que tendría unos problemas terribles. Bueno, ¿tenemos que salvar a esa persona, no? Claro. Bueno, entonces no podemos denunciarlos.
Al decir aquello se me ocurrió una buena idea. Vi cómo podría conseguir que Jim y yo nos liberásemos de los farsantes; hacer que se quedaran en la cárcel de allí y luego marcharnos. Pero no quería navegar en la balsa de día sin nadie más que yo a bordo para responder las preguntas, así que no quería que el plan empezase a funcionar hasta bien entrada la noche. Seguí diciendo:
—Señorita Mary Jane, le voy a decir lo que vamos a hacer y tampoco tendrá usted que quedarse tanto tiempo en casa del señor Lothrop. ¿A qué distancia está?
—A poco menos de cuatro millas, justo ahí en el campo.
—Bueno, está bien. Ahora vaya usted allí y quédese sin decir nada hasta las nueve o las nueve y media de la noche y después haga que la vuelvan a traer a casa: dígales que se le ha olvidado algo. Si llega antes de las once, ponga una vela en esta ventana y espere hasta las once; si después no aparezco, significa que me he ido y que está usted a salvo. Entonces sale, da la noticia y hace que metan en la cárcel a esos desgraciados.
—Muy bien —respondió—, eso haré.
—Y si da la casualidad de que no logro escaparme, pero me pescan con ellos, tiene usted que decir que se lo había dicho todo antes y defenderme en todo lo que pueda.
—¡Defenderte! Desde luego. ¡No te van a tocar ni un pelo! —dijo, y vi que se le abrían las aletas de la nariz y le brillaban los ojos al decirlo.
—Si me escapo, no estaré aquí —señalé– para demostrar que esos sinvergüenzas no son los tíos de usted, y si estuviera aquí, no podría demostrarlo. Podría jurar que eran unos tramposos y unos vagabundos, y nada más, aunque eso ya es algo. Bueno, hay otros que pueden hacerlo mejor que yo, y son personas de las que no dudarán con tanta facilidad como de mí. Le voy a decir cómo encontrarlas. Déme un lápiz y un trozo de papel. Eso es: «La Realeza Sin Par, Bricksville». Guárdelo y no lo pierda. Cuando el juez quiera saber algo de esos dos, que manden a alguien a Bricksville y digan que tienen a los hombres que actuaron en «La Realeza Sin Par», y en cuanto a testigos, conseguirá usted que venga todo el pueblo en un abrir y cerrar de ojos, señorita Mary. Y dispuestos a todo, además.
Calculé que ya lo teníamos todo encaminado y dije:
—Déjelos usted con su subasta y no se preocupe. Nadie tendrá que pagar lo que compre hasta un día después de la subasta, al haberse anunciado con tantas prisas, y no se van a marchar hasta que consigan ese dinero; tal como lo hemos arreglado la venta no va a contar y no van a conseguir ningún dinero. Es igual que lo que pasó con los negros: no vale la venta y los negros volverán dentro de muy poco. Fíjese que todavía no pueden cobrar el dinero de los negros… Están en una situación malísima, señorita Mary.
—Bueno —respondió ella—, voy a bajar a desayunar y después me iré directamente a casa del señor Lothrop. —Eso no puede ser, señorita Mary Jane —le indiqué—, en absoluto; váyase antes del desayuno.
—¿Por qué?
—¿Por qué cree usted que quería yo que hiciera todo esto, señorita Mary Jane?
—Bueno, no se me había ocurrido… Y ahora que lo pienso, no lo sé. ¿Por qué?
—Pues porque no es usted una caradura. A mí me gusta su cara tal como es. Puede uno sentarse a leerla como si estuviera escrita en letras mayúsculas. ¿Cree usted que puede ir a ver a sus tíos cuando vayan a darle los buenos días con un beso y no…?
—¡Vamos, vamos, no sigas! Sí, me marcharé antes del desayuno y muy contenta. ¿Y dejo a mis hermanas con ellos?
—Sí, no se preocupe por ellas. Tienen que seguir aguantando un tiempo. Podrían sospechar algo si desaparecieran todas ustedes. No quiero que usted los vea a ellos, ni a sus hermanas ni a nadie del pueblo; si un vecino le pregunta cómo están sus tíos esta mañana, a lo mejor usted les revelaba algo con un gesto. No, váyase inmediatamente, señorita Mary Jane, y ya lo arreglaré yo con todos ellos. Le diré a la señorita Susan que salude afectuosamente a sus tíos y que diga que se ha marchado usted unas horas a descansar un poco y cambiarse, o a ver a una amiga, y que volverá esta noche o a primera hora de la mañana.
—Está bien lo de que he ido a ver a unos amigos, pero no quiero que los salude de mi parte.
—Bueno, pues que no les diga nada.
Aquello se lo podía decir a ella, porque no hacía daño a nadie, era algo sin importancia y que no traía problemas, y son las cosas sin importancia las que le facilitan la vida a la gente aquí abajo; Mary Jane se quedaría tranquila, y no costaba nada. Después añadí:
—Queda otra cosa: la bolsa con el dinero.
—Bueno, eso ya lo tienen, y me siento muy tonta al pensar cómo la han conseguido.
—No, ahí se equivoca. No la tienen.
—Pues, ¿quién la tiene?
—Ojalá lo supiera, pero no lo sé. La tuve yo, porque se la robé, y se la robé para dársela a usted, y sé dónde la escondí pero me temo que ya no está allí. Lo siento muchísimo, señorita Mary Jane, no lo puedo sentir más; pero hice todo lo que pude; de verdad que sí. Casi me pillaron y tuve que meterla en el primer sitio que encontré y echar a correr, pero no era un buen sitio.
—Bueno, deja de echarte la culpa; te hace sentir mal y no te lo consiento; no pudiste evitarlo; no fue culpa tuya. ¿Dónde la escondiste?
No quería que volviera a pensar en sus problemas y no podía conseguir que mi boca le dijera algo que volvería a hacer que viese aquel cadáver con la bolsa de dinero en el estómago. Así que durante un momento no dije nada y después respondí:
—Prefiero no decirle dónde la puse, señorita Mary Jane, si no le importa perdonarme; pero se lo escribiré en un trozo de papel y puede leerlo camino de casa del señor Lothrop, si quiere. ¿Le parece bien así?
—Ah, sí.
Así que escribí: «La puse en el ataúd. Allí estaba cuando se pasó usted la noche llorando. Yo estaba detrás de la puerta y me sentía muy triste por usted, señorita Mary Jane».
Se me saltaron un poco las lágrimas al recordar cómo se había quedado llorando allí sola toda la noche mientras aquellos diablos dormían bajo su propio techo, engañándola y robándola, y cuando doblé la nota y se la di vi que también a ella se le habían saltado las lágrimas, y me agarró de la mano muy fuerte y me dijo:
—Adiós. Voy a hacer todo exactamente como me has dicho, y si no vuelvo a verte, jamás te olvidaré y pensaré en ti muchas, muchísimas veces, ¡y siempre rezaré por ti! —y se fue.
¡Rezar por mí! Pensé que si me conociera se habría impuesto una tarea más digna de ella. Pero apuesto a que de todos modos lo hizo: ella era así. Tenía fuerzas para rezar por judas si se le ocurría, y nunca se echaba atrás. Pueden decir lo que quieran, pero para mí era la chica más valiente que había conocido; para mí que estaba llena de valor. Parece un halago, pero no lo es. Y en cuanto a belleza —y también a bondad—, tenía más que nadie en el mundo. No la he vuelto a ver desde aquella vez que salió por la puerta; no, no la he vuelto a ver desde entonces, pero creo que he pensado en ella muchos, muchísimos millones de veces y en cómo dijo que iba a rezar por mí, y si alguna vez se me hubiera ocurrido que valdría de algo el que yo rezase por ella, seguro que o rezo o reviento.
Bueno, calculo que Mary Jane se fue por la puerta de atrás, porque nadie la vio salir. Cuando me encontré con Susan y la del labio leporino les dije:
—¿Cómo se llama esa familia del otro lado del río que vais a ver a veces?
Contestaron:
—Hay varias; pero sobre todo la familia Proctor.
—Ése es el nombre —dije—; casi se me olvidaba. Bueno, la señorita Mary Jane me encargó que os dijera que había tenido que irse a toda prisa: hay alguien enfermo.
—¿Cuál?
—No lo sé: o si lo sé se me ha olvidado; pero creo que es…
—Dios mío. ¡Espero que no sea Hanna!
—Siento decirlo —añadí—, pero es precisamente ella. —¡Dios mío, con lo bien que estaba la semana pasada! ¿Está muy enferma?
—No tengo ni idea. Se quedaron sentados con ella toda la noche, dijo la señorita Mary Jane, y no creen que dure muchas horas.
—¡Quién iba a pensarlo! ¿Qué le pasa?
No se me ocurrió nada razonable que decir inmediatamente, así que contesté:
—Tiene paperas.
—¡Paperas tu abuela! La gente no se queda a acompañar a las personas con paperas.
—¿Conque no, eh? Pues apuesto a que sí cuando son paperas como las suyas. Estas paperas son diferentes. Son de un tipo nuevo, me dijo la señorita Mary Jane.
—¿Qué tipo nuevo?
—Mezcladas con otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—Bueno, sarampión, tos ferina, erisipela y consunción y la inciricia y fiebre cerebral y no sé qué más.
—¡Dios mío! ¿Y a eso lo llaman paperas?
—Es lo que dijo la señorita Mary Jane.
—Bueno, y, ¿por qué diablo lo llaman paperas?
—Bueno, porque son las paperas. Empieza por ahí.
—Bueno, pues no tiene sentido. Alguien podría pin charse en el pie, infectarse, caerse por un pozo y romperse el cuello y que se le salieran los sesos y entonces vendría un imbécil a decir que se había muerto porque se había cortado en un pie. ¿Tendría sentido eso? No, y esto tampoco tiene sentido. ¿Es contagioso?
—¿Que si es contagioso? Qué cosas decís. ¿Se puede uno enganchar con un rastrillo en la oscuridad? Si no le pega uno en un diente le pega en el otro, ¿no? Y no se puede uno quitar el diente sin arrastrar todo el rastrillo, ¿no? Bueno, pues las paperas de este tipo son como una especie de rastrillo, como si dijéramos, y no un rastrillito de juguete, sino que cuando te quedas con él te quedas enganchado de verdad.
—Bueno, pues me parece horrible —dijo la del labio leporino—; voy a ver al tío Harvey y…
—Ah, sí —dije—. Es lo que haría yo. Naturalmente que sí. No perdería ni un momento.
—Bueno, ¿por qué no?
—No tienes más que pensarlo un minuto y a lo mejor lo entiendes. ¿No están vuestros tíos obligados a volver a Inglaterra lo antes que puedan? ¿Y creéis que van a ser lo bastante mezquinos como para marcharse y dejaros que hagáis todo ese viaje solas? Sabéis que os esperarán. Muy bien. Vuestro tío Harvey es predicador, ¿no? Muy bien, entonces. ¿Va un predicador a engañar a un empleado de la línea de barcos? ¿Va a engañar al sobrecargo de un barco? ¿Para conseguir que dejen embarcar a la señorita Mary Jane? Sabéis perfectamente que no. ¿Entonces qué va a hacer? Pues dirá: «Es una pena, pero las cosas de mi iglesia tendrán que arreglárselas como puedan, porque mi sobrina ha estado expuesta a esas horribles paperas pluribusunum, de manera que tengo la obligación de quedarme aquí esperando los tres meses que hacen falta para ver si le han contagiado». Pero no importa, si creéis que es mejor decírselo a vuestro tío Harvey…
—Eso, y quedarnos aquí haciendo el tonto cuando podríamos estar divirtiéndonos en Inglaterra mientras esperábamos si a Mary Jane le habían dado o no. Qué tonterías dices.
—Bueno, en todo caso, a lo mejor tendríais que decírselo a alguno de los vecinos.
—Mira ahora lo que dice. Eres lo más estúpido que he visto. ¿No entiendes que ellos lo contarían todo? Lo único que hay que hacer es no decírselo a nadie.
—Bueno, a lo mejor tienes razón… Sí, creo que tienes razón.
—Pero creo que de todas formas tendríamos que decirle al tío Harvey que se ha ido un tiempo para que no se intranquilice por ella.
—Sí, la señorita Mary Jane quería que se lo dijerais. Me ha dicho: «Decidle que saluden al tío Harvey y al tío William de mi parte y que les den un beso y les digan que he ido al otro lado del río a ver al señor… Al señor…» ¿Cómo se llama esa familia tan rica a la que estimaba tanto vuestro tío Peter?… Me refiero a la que…
—Hombre, debes referirte a los Apthorp, ¿no?
—Naturalmente, malditos nombres, no sé por qué pero la mitad del tiempo se me olvidan. Sí, me encargó que dijerais que ha ido a ver a los Apthorp para decirles que estén seguros de que vienen a la subasta y de que compran esta casa, porque sabe que su tío Peter preferiría que la tuvieran ellos mejor que nadie, y que va a quedarse con ellos hasta que digan que van a venir, y después, si no está demasiado cansada, volverá a casa, y si está cansada volverá por la mañana de todas formas. Me encargó que no dijese nada de los Proctor, y que no hablase más que de los Apthorp, lo cual es perfectamente verdad, porque va a ir allí a hablar de la compra de la casa; lo sé porque me lo dijo ella misma.
—Muy bien —dijeron, y se marcharon a buscar a sus tíos y a darles los saludos y los besos y contarles el recado.
Ahora todo estaba en orden. Las chicas no dirían nada porque querían ir a Inglaterra, y el rey y el duque preferirían que Mary Jane se hubiera ido a trabajar para que saliera bien la subasta y no estuviera al alcance del doctor Robinson. Yo me sentía estupendo, y calculaba que lo había hecho muy bien… Calculaba que ni el mismo Tom Sawyer lo podría haber hecho mejor. Naturalmente, él lo habría hecho con más estilo, pero eso a mí no me sale fácil, porque no me he educado de esa forma.
Bueno, organizaron la subasta en la plaza pública, hacia media tarde, y duró y duró; y allí estaba el viejo, con sus aires de santurrón, justo al lado del subastador, citando de vez en cuando algo de las Escrituras o algún dicho piadoso, y el duque iba de un lado a otro haciendo «gu—gu» para que todo el mundo sintiera compasión, y sonriéndoles a todos.
Pero poco a poco fueron acabándose las cosas y vendiéndose todas, salvo unas pocas que quedaban en el cementerio. Entonces se pusieron a tratar de vender aquello; en mi vida he visto ni siquiera una jirafa como el rey, tan dispuesta a tragárselo todo. Y cuando estaban en ésas atracó un barco de vapor y unos dos minutos después llegó un grupo pegando gritos y chillidos, riéndose y armando jaleo y gritando:
—¡Aquí llega la oposición! Ahora tenemos dos grupos de herederos de Peter Wilks: ¡Pasen, paguen y vean!
Capítulo 29
Traían a un caballero anciano de muy buen aspecto y a otro más joven también de buen aspecto, con el brazo derecho en cabestrillo. ¡Dios mío, cómo gritaba y reía aquella gente, sin parar un momento! Pero yo no le veía la gracia y supuse que al duque y al rey también les costaría trabajo verla. Me daba la sensación de que se iban a poner pálidos. Pero no, ellos no palidecieron. El duque no dejó ver que sospechaba lo que pasaba, sino que siguió haciendo «gu—gu» a la gente, feliz y contento, como un cántaro del que se vierte la leche, y en cuanto al rey, no hizo más que mirar con pena a los recién llegados, como si le doliese el estómago sólo de pensar que podía haber en el mundo gente con tan poca vergüenza. ¡Ah!, lo hizo admirablemente. Muchos de los personajes del pueblo fueron junto al rey para demostrarle que estaban de su parte. El viejo caballero que acababa de llegar parecía muerto de confusión. En seguida empezó a hablar y vi inmediatamente que tenían un acento igual que el de un inglés, no al estilo del rey, aunque el rey hacía muy bien las imitaciones. No sé escribir exactamente lo que dijo el anciano, ni puedo imitarlo, pero se volvió hacia la gente y va y dice algo así:
—Ésta es una sorpresa que no me esperaba, y reconozco con toda sinceridad que no estoy muy bien preparado para reaccionar a ella y responder, pues mi hermano y yo hemos sufrido algunas desgracias; él se ha roto el brazo y anoche dejaron nuestro equipaje en un pueblo más arriba por equivocación. Soy Harvey, el hermano de Peter Wilks, y éste, su hermano William, que es sordomudo, y ahora ni siquiera puede hablar mucho por señas, dado que sólo tiene una mano libre. Somos quienes decimos que somos, y dentro de un día o dos, cuando llegue el equipaje, podré demostrarlo. Pero hasta entonces no voy a decir más, sino que me voy al hotel a esperar.
Así que él y el nuevo mudo se pusieron en marcha, y el rey se echa a reír y suelta:
—Conque se ha roto el brazo, vaya, justo a tiempo, ¿no? Y muy cómodo para un mentiroso que tiene que hablar por señas y que no se las ha aprendido. ¡Han perdido su equipaje! ¡Ésa sí que es buena! Y resulta muy ingenioso, en estas circunstancias.
Así que volvió a reírse, igual que todo el mundo, salvo tres o cuatro, o quizá media docena. Uno de ellos era el médico, otro un caballero de aspecto astuto, con una bolsa de tela de esas anticuadas, hecha de tejido para alfombra, que acababa de desembarcar del barco de vapor y que hablaba con el médico en voz baja, mientras miraban al rey de vez en cuando y hacían gestos con la cabeza: era Levi Bell, el abogado que había ido a Louisville, y otro era un tipo alto y robusto que se había acercado a oír lo que decía el anciano y que ahora escuchaba al rey. Y cuando terminó el rey, el tipo robusto va y dice:
—Oiga, una cosa: si es usted Harvey Wilks, ¿cuándo llegó usted al pueblo?
—El día antes del funeral, amigo mío —dice el rey.
—Pero, ¿a qué hora?
—Por la tarde, una hora o dos antes del anochecer.
—¿Cómo Legó?
—Vine en el Susan Powelldesde Cincinnati.
—Entonces, ¿cómo es que estaba usted aquella mañana en la Punta, en una canoa?
—Aquella mañana yo no estaba en la Punta.
—Miente.
Unos cuantos se le echaron encima y le dijeron que no hablara así a un viejo que además era predicador.
—De predicador, nada; es un mentiroso y un estafador. Aquella mañana estaba en la Punta. Yo vivo allí, ¿no? Bueno pues allí estaba yo y allí estaba él, y yo lo vi. Llegó en una canoa, con Tim Collins y un muchacho.
El médico va y dice:
—¿Reconocería usted al muchacho si volviera a verlo, Hines?
—Calculo que sí, pero no lo sé. Vaya, ahí está. Lo reconozco perfectamente.
Y me señaló. El médico dice:
—Vecinos, no sé si estos nuevos son dos mentirosos o no, pero si no lo son, es que yo soy idiota, es lo que digo. Creo que tenemos que impedir que se vayan de aquí hasta que lo hayamos aclarado todo. Vamos, Hines; venid todos vosotros. Vamos a llevar a estos tipos a la taberna a enfrentarlos con los otros dos y seguro que antes de terminar habremos averiguado algo.
A la gente le encantó aquello, aunque quizá no a los amigos del rey; así que nos pusimos en marcha. Era hacia el atardecer. El médico me llevó de la mano y estuvo muy amable, pero nunca me soltó.
Entramos todos en una gran habitación del hotel y encendieron unas velas e hicieron venir a los dos nuevos. Primero el médico dice:
—No quiero ser demasiado duro con estos dos hombres, pero yo creo que son unos estafadores y quizá tengan cómplices de los que no sabemos nada. En tal caso, ¿no se escaparán los cómplices con el saco de oro que dejó Peter Wilks? No sería raro. Si estos hombres no son estafadores, no se opondrán a que vayamos a buscar el dinero y lo guardemos hasta que demuestren que no lo son; ¿no os parece?
Todo el mundo estuvo de acuerdo. Así que pensé que desde el primer momento habían metido a nuestra banda en un apuro bien serio. Pero el rey no hizo más que poner cara de pena y decir:
—Caballeros, ojalá estuviera ahí el dinero, pues yo no soy de los que ponen obstáculos a una investigación justa, abierta y a fondo de este triste asunto; pero, por desgracia, el dinero no está; pueden enviar a buscarlo, si quieren.
—¿Dónde está, pues?
—Bueno, cuando mi sobrina me lo dio para que se lo guardara, lo escondí en el colchón de mi cama, porque no quería llevarlo al banco sólo para unos días y pensé que la cama sería un lugar seguro, pues no estamos acostumbrados a los negros y supuse que eran honestos, igual que los criados ingleses. Los negros lo robaron ala mañana siguiente, cuando yo bajé, y cuando los vendí todavía no me había dado cuenta de que faltaba, así que se fueron con él. Aquí mi criado se lo puede confirmar, caballeros.
El médico y varios dijeron «¡vaya!», y vi que nadie se lo creía del todo. Un hombre me preguntó si había visto a los negros robarlo. Dije que no, pero que los había visto salir a escondidas de la habitación y marcharse y que nunca había pensado nada malo, porque creí que se habían asustado de haber despertado a mi amo y trataban de marcharse antes de que él los reprendiera. No me preguntaron nada más. Entonces el médico se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Tú también eres inglés?
Dije que sí y él y otros se echaron a reír y dijeron: «¡Bobadas!»
Bueno, entonces siguieron con la investigación general, que continuó con sus altibajos, hora tras hora, y nadie dijo ni palabra de cenar, parecía que ni siquiera se acordaban de ello, así que siguieron y siguieron y resultó de lo más complicado. Hicieron que el rey contara su versión, y después que el anciano contara la suya, y cualquiera que no hubiera sido una mula llena de prejuicios habría visto que el caballero anciano decía la verdad y el otro mentiras. Y luego me obligaron a contar lo que yo sabía. El rey me miró de reojo y me di cuenta de qué era lo que me convenía decir. Empecé a hablar de Sheffield y de cómo vivíamos allí y de todos los Wilks que había en Inglaterra, y todo eso; pero no había dicho gran cosa cuando el médico se echó a reír y después Levi Bell, el abogado, va y dice:
—Siéntate, muchacho; yo que tú no me cansaría. Calculo que no estás acostumbrado a mentir y no te resulta fácil; te falta práctica. Lo haces bastante mal.
Aquel cumplido no me agradó mucho, pero en todo caso celebré que me dejaran en paz.
El médico empezó a decir algo y luego se da la vuelta y dice:
—Si hubieras estado en el pueblo desde el principio, Levi Bell…
El rey interrumpió, alargó la mano y dijo:
—Pero, ¿éste es el viejo amigo de mi pobre hermano que en paz descanse, del que me decía tantas cosas en sus cartas?
El abogado y él se dieron la mano y el abogado sonrió con aire satisfecho y estuvieron charlando un rato y después se apartaron a un lado y hablaron en voz baja, y por fin el abogado habla en voz alta y dice:
—Así se arreglarán las cosas. Hacemos el pedido y lo enviamos, junto con el de su hermano, y así verán que todo está en orden.
Así que trajeron un papel y una pluma, y el rey se sentó, hizo la cabeza a un lado, se mordió la lengua y garrapateó algo; después le pasaron la pluma al duque, y por primera vez puso cara de apuro. Pero tomó la pluma y escribió. Entonces el abogado se vuelve al anciano recién llegado y le dice:
—Usted y su hermano escriban, por favor, una línea o dos y firmen con su nombre.
El anciano caballero escribió, pero nadie logró leer lo que decía. El abogado pareció asombradísimo y dijo:
—Bueno, no lo entiendo —y se sacó del bolsillo un montón de cartas antiguas y las examinó; después examinó lo que había escrito el anciano y después otra vez las cartas, y va y dice—: Estas cartas antiguas son de Harvey Wilks, y aquí vemos estas dos letras; todos podéis ver que ninguno de los dos escribió las cartas (el rey y el duque pusieron cara de tontos engañados, os aseguro, al ver cómo les había hecho morder el cebo el abogado), y ésta es la letra de ese caballero, y todos podéis ver sin dificultad que tampoco las escribió él; de hecho, los garabatos que hace ni siquiera pueden calificarse de escritura. Aquí tenemos unas cartas de…
El anciano nuevo va y dice:
—Por favor, permítanme explicarlo. Mi letra no la entiende nadie, pero aquí mi hermano me copia las cartas. Lo que está usted enseñando es su letra, no la mía.