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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Автор книги: Марк Твен



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—Dito sea tu pobre corazón destrozao —dice el calvo—; ¿de qué corazón destrozao nos hablas? Nosotros no hemos hecho na.

—No, ya sé que no. No os culpo, caballeros. Yo solo me he rebajado; sí, yo solo. Es justo que ahora sufra, perfectamente justo; no puedo quejarme.

—¿Rebajao de qué? ¿De qué te has rebajao?

—Ah, no me creeríais; el mundo nunca cree… pero dejadlo; no importa. El secreto de mi nacimiento…

—¡El secreto de tu nacimiento! ¿Nos vas a decir…?

—Caballeros —dice el joven muy solemne—, os lo revelaré, pues considero que puedo tener confianza en vosotros. ¡En realidad, soy duque!

A Jim se le saltaron los ojos cuando lo oyó, y creo que a mí también. Entonces el calvo va y dice:

—¡No! ¡No lo dirás de verdad!

—Sí. Mi bisabuelo, hijo mayor del duque de Aguasclaras, huyó a este país a fines del siglo pasado, para respirar el aire puro de la libertad; casó aquí y falleció, dejando a un hijo en el mismo momento en que moría su propio padre. El segundo hijo del finado duque se apoderó de los títulos y de las fincas, y el verdadero duque, recién nacido, quedó desheredado. Yo soy el descendiente directo de aquel niño: soy el auténtico duque de Aguasclaras, ¡y aquí estoy, olvidado, arrancado de mis propios bienes, perseguido por los hombres, despreciado por el frío mundo, harapiento, gastado, con el corazón roto y rebajado a la compañía de unos delincuentes en una balsa!

Jim lo lamentó mucho por él y yo también. Tratamos de consolarlo, pero dijo que no valía de nada, que no se le podía consolar mucho; dijo que si queríamos reconocer su dignidad, ello le serviría más de consuelo que nada del mundo, así que prometimos hacerlo si nos decía cómo. Dijo que debíamos hacer una reverencia cuando hablásemos con él y decir «su gracia», o «milord», o «su señoría», y que tampoco le importaba si le llamábamos sencillamente «Aguasclaras», porque, según dijo, eso era un título y no un nombre, y uno de nosotros tendría que servirle a las horas de comer y hacerle todas las cosillas que él quisiera.

Bueno, aquello resultaba fácil, así que lo hicimos. Toda la cena Jim se la pasó de pie, sirviéndole y diciendo: «¿Quiere su gracia probar un poco de esto o de aquello?», y demás, y era fácil ver que le resultaba muy agradable.

Pero el viejo se quedó muy silencioso; no tenía mucho que decir y no parecía estar muy contento con tantas atenciones como se llevaba el duque. Parecía estar pensando en algo. Así que por la tarde va y dice:

—Mira, Aguassucias —va y dice—, yo lo siento cantidad por ti, pero no eres el único que ha tenido problemas de ese tipo.

—¿No?

—No, no eres el único. No eres el único a quien se ha echado por las malas de las alturas.

¡Ay!

—No, no eres el único que tiene un secreto de nacimiento —y juro que se echó a llorar.

—¡Espera! ¿A qué te refieres?

—Aguassucias, ¿puedo fiarme de ti? —pregunta el viejo todavía medio llorando.

—¡Hasta la más cruel de las muertes! —tomó al viejo de la mano, se la apretó y dijo—: Ese secreto tuyo: ¡habla!

—Aguassucias, ¡soy el delfín desaparecido!

Podéis apostar a que Jim y yo nos quedamos aquella vez con los ojos bien abiertos. Después el duque dice:

—¿Eres, qué?

—Sí, amigo mío, es cierto: estás mirando en este momento al pobre delfín desaparecido, Luis el 17, hijo de Luis el 16, y la María Antoñeta.

—¡Tú! ¡A tu edad! ¡No! Quieres decir que eres el difunto Carlomagno; por lo menos debes tener seiscientos o setecientos años.

—Han sido tantos los problemas, Aguassucias, tantos los problemas que han hecho encanecer el pelo y traído esta calvorota prematura. Sí, caballeros, ante vosotros veis, vestido de vaqueros y en la miseria, al vagabundo, el exiliado, el perseguido y el sufriente rey legítimo de la Francia.

Bueno, se echó a llorar y se puso de tal modo que ni Jim ni yo sabíamos qué hacer, de pena que nos daba, y al mismo tiempo de lo contentos y orgullosos que estábamos de que fuera en la balsa con nosotros. Así que pusimos manos a la obra, igual que habíamos hecho antes con el duque, y tratamos de consolarlo también a él. Pero dijo que no valía la pena, que lo único que lo podía consolar era morir de una vez y acabar con todo; aunque dijo que a veces se sentía más a gusto y mejor si la gente lo trataba conforme a sus derechos y bajaba una rodilla para hablar con él, le llamaba siempre «vuestra majestad» y le servía el primero en las comidas y no se sentaba en su presencia hasta que él lo decía. Así que Jim y yo nos pusimos a «majestearlo», a hacer por él todo lo que nos pedía y a estar de pie hasta que nos decía que nos podíamos sentar. Aquello le sentó la mar de bien y se puso muy animado y contento. Pero el duque como que se enfadó con él y no pareció nada satisfecho con la forma en que iban las cosas; pero el rey estaba muy amistoso con él y dijo que el bisabuelo del duque y todos los demás duques de Aguassucias contaban con la mejor opinión de su padre y podían ir muchas veces al palacio, pero el duque siguió enfadado un buen rato, hasta que por fin el rey va y dice:

—Lo más probable es que vayamos a pasar mucho tiempo en esta balsa, Aguassucias, así que, ¿de qué vale enfadarse? Sólo sirve para fastidiarnos. No es culpa mía no haber nacido duque y no es culpa tuya no haber nacido rey, así que, ¿para qué preocuparnos? Lo que yo digo es que hay que aprovechar las cosas tal como son: ése es mi lema. Y no es mala suerte haber caído aquí: bien de comer y una vida fácil; vamos, dame la mano, duque, y seamos amigos.

El duque se la dio, y Jim y yo nos alegramos mucho de ver aquello. Así que dejamos de sentirnos molestos y nos alegramos mucho porque habría sido una pena no llevarse bien en la balsa; porque lo primero que hace falta en una balsa es que todo el mundo esté contento, que se sienta bien y se lleve bien con los demás.

No me hizo falta mucho tiempo para comprender que aquellos mentirosos no eran reyes ni duques en absoluto, sino estafadores y farsantes de lo más bajo. Pero nunca dije nada ni lo revelé; me lo guardé para mis adentros; es lo mejor; así no hay peleas y no se mete uno en líos. Si querían que los llamáramos reyes y duques, yo no tenía nada que objetar, siempre que hubiera paz en la familia, y no valía de nada decírselo a Jim, así que no lo hice. Si algo aprendí de padre es que la mejor forma de llevarse bien con gente así es dejarla que vaya a su aire.

Capítulo 20



Nos hicieron un montón de preguntas; querían saber por qué escondíamos así la balsa y descansábamos de día en lugar de seguir adelante: ¿Es que Jim era un esclavo fugitivo? Contesté yo:

—¡Por Dios santo! ¿Iba un negro fugitivo a huir hacia el Sur?

No, reconocieron que no. Tenía que explicar las cosas de alguna forma, así que dije:

—Mi familia vivía en el condado de Pike, en Missouri, donde yo nací, y se murieron todos menos yo y padre y mi hermano Ike. Padre dijo que prefería marcharse e irse a vivir con el tío Ben, que tiene una casita junto al río, cuarenta y cuatro millas más abajo de Orleans. Padre era muy pobre y teníamos algunas deudas, así que cuando lo arregló todo no quedaban más que dieciséis dólares y nuestro negro, Jim. Con aquello no bastaba para viajar mil cuatrocientas millas, ni en cubierta ni de ninguna otra forma. Bueno, cuando creció el río, padre tubo un golpe de suerte un día; se encontró con esta balsa, así que pensamos en ir a Orleans en ella. La suerte de padre no duró mucho; un barco de vapor se llevó la esquina de proa de la balsa una noche y todos caímos al agua y buceamos bajo la rueda; Jim y yo salimos bien, pero padre estaba borracho e Ike sólo tenía cuatro años, así que nunca volvieron a salir. Durante unos días tuvimos muchos problemas, porque no hacía más que llegar la gente en botes y trataba de llevarse a Jim, diciendo que creían que era un negro fugitivo. Por eso ya no navegamos de día; por las noches no nos molestan.

El duque va y dice:

—Dejadme que piense una forma de que podamos navegar de día si lo deseamos. Voy a pensar en ello e inventar un plan para organizarnos. Hoy seguiremos así porque naturalmente no queremos pasar por ese pueblo de ahí a la luz del día, quiza no fuera saludable.

Hacia la noche empezó a nublarse y pareció que iba a llover; los relámpagos recorrían el cielo muy bajos y las hojas estaban empezando a temblar: iba a ser bastante fuerte, resultaba fácil verlo. Así que el duque y el rey se pusieron a preparar nuestro wigwam para ver cómo eran las camas. La mía era de paja, mejor que la de Jim, que tenía el colchón de hojas de maíz; en esos colchones de maíz siempre quedan granos que se le meten a uno en la piel y hacen daño, y cuando se da uno la vuelta, las hojas de maíz secas suenan como si estuviera uno aplastando un lecho de hojas muertas y hacen tanto ruido que te despiertan. Bueno, el duque prefería quedarse con mi cama, pero el rey dijo que no. Señaló:

—Diría yo que la diferencia de graduación te sugeriría que un colchón de maíz no es lo más adecuado para mí. Vuestra gracia se quedará con la cama de maíz.

Jim y yo volvimos a preocuparnos un momento, pues temíamos que fuera a haber más problemas entre ellos, así que nos alegramos mucho cuando el duque va y dice:

—Es mi eterno destino: verme aplastado siempre en el lado bajo el férreo talón de la presión. El infortunio ha quebrado mi talante, antaño altivo; cedo, me someto; es mi destino. Estoy solo en el mundo: tócame sufrir y soportarlo puedo.

Nos fuimos en cuanto estuvo lo bastante oscuro. El rey nos dijo que fuéramos hacia el centro del río y que no mostrásemos ni una luz hasta haber pasado bastante lejos del pueblo. En seguida llegamos a la vista del grupito de luces que era el pueblo y nos deslizamos como a media milla de distancia, todo perfectamente, todo perfectamente. Cuando estábamos tres cuartos de milla más abajo usamos nuestro farol de señales, y hacia las diez empezó a llover, a soplar y a tronar, y a relampaguear como un diablo; así que el rey nos dijo que nosotros dos quedáramos de guardia hasta que mejorase el tiempo; después él y el duque se metieron a cuatro patas en el wigwampara pasar la noche. A mí me tocaba la guardia hasta las doce, pero no me habría acostado aunque tuviera una cama, porque no todos los días se ve una tormenta así, ni mucho menos. ¡Cielo santo, cómo aullaba el viento! Y cada uno o dos segundos se veía un resplandor que iluminaba las olas en media milla a la redonda y las islas parecían polvorientas en medio de la lluvia y los árboles se agitaban el viento; después sonaba un ¡brrruuum!… ¡booom! ¡booom! ¡boom, boom, boom, boom, boom, boom! y los truenos se iban alejando gruñendo y zumbando hasta desaparecer, y después, ¡zas!, se veía otro relámpago y sonaba otra descarga. A veces las olas casi me tiraban de la balsa, pero como yo no llevaba nada puesto, no me importaba. No teníamos ningún problema con los troncos que bajaban; los relámpagos lo iluminaban todo, de forma que veíamos llegar los maderos con tiempo más que suficiente para aproar acá o allá y evitarlos.

Me tocaba la guardia en medio, ya sabéis, pero para esa hora tenía bastante sueño, así que Jim dijo que me haría la primera mitad; Jim siempre se portaba muy bien en ese sentido. Me metí a cuatro patas en el wigwam, pero el rey y el duque habían estirado tanto las piernas que no quedaba sitio, así que me quedé fuera; no me importaba la lluvia, porque hacía calor y ahora las olas no llegaban tan altas. Pero hacia las dos volvieron a levantarse y Jim me iba a llamar, aunque cambió de opinión porque calculó que no eran lo bastante altas para hacernos ningún daño, pero en eso se equivocó porque muy pronto llegó una de esas enormes y me tiró al agua. Jim casi se murió de la risa. De todas formas, era el negro que más se reía de todos los que he conocido.

Tomé la guardia y Jim se tendió y se puso a roncar; al cabo de un rato la tormenta amainó y se fue, y en cuanto se vio la primera luz de una cabaña lo desperté y metimos la balsa en nuestro escondrijo para aquel día.

Después de desayunar el rey sacó una baraja toda sobada y él y el duque jugaron a las siete y media a cinco centavos la partida. Después se aburrieron y dijeron que iban a «planear una campaña», como lo llamaban ellos. El rey fue a buscar en su bolsón, de donde sacó un montón de octavillas impresas y las leyó. Una de ellas decía que «El famoso doctor Armand de Montalban, de París», daría una «conferencia sobre la Ciencia de la Frenología» en tal y tal sitio y en tal y cual fecha, a diez centavos la entrada, y que iba a «trazar gráficos de la personalidad a veinticinco centavos cada uno». El duque dijo que ése era él. En otra octavilla era el «actor trágico shakesperiano de fama mundial, Garrick el joven, de Drury Lane, Londres». En otras octavillas tenía otros nombres y hacía otras cosas maravillosas, como encontrar agua y oro con una «varita mágica», «exorcizar los hechizos de brujas», etcétera. Después va y dice:

—Pero mi favorita es la musa histriónica. ¿Tienes experiencia en las tablas, realeza?

—No —respondió el rey.

—Pues la tendrás antes de que pasen tres días, grandeza caída —dice el duque—. En el primer buen pueblo al que lleguemos alquilamos una sala y hacemos el duelo de «Ricardo III» y la escena del balcón de «Romeo y Julieta». ¿Qué te parece?

—Yo hago lo que sea con tal de que dé dinero, Aguassucias; pero ya verás que no sé nada de interpretar ni nunca lo he visto hacer. Era demasiado pequeño cuando padre tenía teatro en el palacio. ¿Crees que me podrás enseñar?

—¡Fácil!

—Muy bien. De todas formas ya tengo ganas de hacer algo nuevo. Podemos empezar inmediatamente.

Así que el duque le contó quién era Romeo y quién era Julieta y dijo que él estaba acostumbrado a ser Romeo, así que el rey podía hacer de Julieta.

—Pero si Julieta es una muchacha tan joven, duque, con esta calva y esta barba blanca a lo mejor parece demasiado raro.

—No, no te preocupes; estos campuzos ni se enteran. Además, ya sabes, irás disfrazado y eso lo cambia todo; Julieta está en el balcón contemplando la luz de la luna antes de irse a la cama y lleva puesto el camisón y el gorro de dormir con encajes. Aquí tengo los dos disfraces.

Sacó dos o tres trajes hechos con calicó para cortinas, que dijo que eran las armaduras medievales de Ricardo III, y el otro tío, un camisón de algodón largo y blanco y un gorro de dormir de volantes a juego. El rey se quedó convencido, así que el duque sacó su libro y leyó los papeles con un entusiasmo espléndido, dando saltos y representando al mismo tiempo, para enseñar cómo había que hacerlo; después le dio el libro al rey para que se aprendiera su papel de memoria.

A la vuelta de una curva había un pueblecito de nada, y después de comer el duque nos comunicó que ya había pensado cómo navegar de día sin que hubiera peligro para Jim; así que dijo que iría al pueblo para arreglarlo todo. El rey dijo que también iría a ver si sacaba algo en limpio. Como nos habíamos quedado sin café, Jim y yo dijimos que también nos íbamos con ellos a comprar algo.

Cuando llegamos no había nadie; las calles estaban vacías y totalmente muertas y silenciosas, como si fuera domingo. Encontramos a un negro enfermo tomando el sol en un patio y nos dijo que todos los que no eran demasiado jóvenes ni estaban demasiado enfermos o eran demasiado viejos habían ido a una misión en el bosque, a unas tres millas. El rey preguntó cómo se llegaba y dijo que iba a trabajar con aquella gente tan religiosa a ver lo que sacaba, y que yo podía acompañarlo.

El duque dijo que iba a buscar una imprenta. La encontramos; un taller pequeñito encima de una carpintería; todos los carpinteros y los impresores habían ido al sermón y las puertas estaban abiertas. El sitio estaba muy sucio y desordenado, con las paredes llenas de manchas de tinta y de octavillas con dibujos de caballos y de negros fugitivos. El duque se quitó la chaqueta y dijo que ya estaba todo arreglado. Así que el rey y yo nos fuimos a la reunión religiosa.

Llegamos en una media hora y empapados, porque hacía un calor horrible. Habría por lo menos mil personas que habían llegado de veinte millas a la redonda. El bosque estaba lleno de animales de tiro y carretas, atados por todas partes, comiendo lo que había en las carretas y coceando para alejar a las moscas. Había cobertizos hechos de palo y techados con ramas, donde vendían limonada y pan de jengibre, con montones de sandías, maíz verde y cosas así.

Los predicadores estaban en cobertizos del mismo tipo, aunque mayores y llenos de gente. Los bancos estaban hechos de pedazos de troncos, con agujeros en el lado de abajo, para introducir unos palos que hacían de patas. No tenían respaldo. Los predicadores disponían de unas tarimas altas para subirse a un extremo de los cobertizos. Las mujeres llevaban pamelas, y algunas, vestidos de un tejido de lino y lana, otras de holanda, y algunas de las jóvenes, de calicó. Algunos de los muchachos iban descalzos, y había niños que no llevaban más ropa que una camisa de lino burdo. Algunas de las mujeres mayores tejían ylas más jóvenes flirteaban a escondidas.

En el primer cobertizo al que llegamos el predicador estaba cantando un himno. Recitaba dos líneas, todo el mundo las cantaba, y resultaba muy bonito oírlo, porque había mucha gente y cantaba muy animada; después les recitaba otras dos lineas para que las cantaran, y así sucesivamente. La gente se iba despertando cada vez más y cantando cada vez más alto, y hacia el final algunos empezaron a gemir y otros a gritar. Entonces el predicador empezó a predicar, y además en serio, y fue a zancadas primero a un lado de la tarima y después al otro, y luego se inclinó por encima de todos, moviendo los brazos y el cuerpo todo el tiempo y gritando con todas sus fuerzas, y de vez en cuando levantaba la Biblia, la abría y la pasaba de un lado para otro, gritando: «¡Es la serpiente de bronce del desierto! ¡Miradla y vivid!» Y la gente gritaba: «¡Gloria! ¡Amén!» El predicador seguía y la gente gemía, gritaba y decía amén:

—¡Ah, venid al banco de las lamentaciones! ¡Venid, ennegrecidos por el pecado! (¡Amén!) ¡Venid, los enfermos y los llagados! (¡Amén!) ¡Venid, los cojos y los tullidos y los ciegos! (¡Amén!) ¡Venid, los pobres y los necesitados, llenos de vergüenza! (¡Amén!) ¡Venid, todos los que os sentís cansados, sucios y sufrientes! ¡Venid con el ánimo destrozado! ¡Venid con el corazón contrito! ¡Venid con vuestros harapos, vuestros pecados y vuestra suciedad! ¡Las aguas que purifican son gratuitas, las puertas del cielo están abiertas, ah, entrad y descansad! (¡Amén!) (¡Gloria, gloria, aleluya!).

Y así sucesivamente. Con tantos gritos y llantos ya no se entendía lo que decía el predicador. En medio del grupo había personas que se levantaban y llegaban a codazos hasta el banco de las lamentaciones, con las caras bañadas en lágrimas, y cuando todos se hubieron reunido allí en grupo en los primeros bancos, se pusieron a cantar, a gritar y a tirarse en la paja, totalmente enloquecidos y sin control.

Bueno, antes de que pudiera yo darme cuenta, el rey se había puesto en marcha y se le veía por encima de todos los demás, y después se subió de un salto a la plataforma y el predicador le pidió que hablase al público y lo hizo. Les dijo que era un pirata, que había sido pirata treinta años en el océano indico, y que casi se había quedado sin tripulación la primavera pasada en un combate y ahora había vuelto a casa a llevarse a algunos marineros nuevos, pero gracias a Dios anoche le habían robado y lo habían desembarcado de un buque de vapor sin un centavo, y ahora se alegraba; era lo mejor que le había pasado en su vida, porque ahora era un hombre cambiado y se sentía feliz por primera vez en la vida, y pese a lo pobre que era iba a empezar inmediatamente a trabajar para volver al océano índico y pasarse el resto de la vida tratando de hacer que los piratas volvieran al camino de la verdad, pues lo podía hacer mejor que nadie, porque conocía a todas las tripulaciones piratas de aquel océano, y aunque le llevaría mucho tiempo llegar allí sin dinero, iría de todos modos, y cada vez que convenciera a un pirata le diría: «No me des las gracias a mí, no me adjudiques ningún mérito; todo corresponde a esa estupenda gente de la reunión religiosa de Pokeville, hermanos naturales y benefactores de la raza, ¡y a ese querido predicador que veis ahí, el amigo más verdadero que jamás ha tenido un pirata!»

Y después se echó a llorar, y todo el mundo igual. Entonces alguien gritó: «¡Vamos a hacer una colecta! ¡una colecta!» Media docena saltaron para hacerla, pero alguien gritó: «¡Que pase el sombrero él!» Todo el mundo dijo lo mismo, y también el predicador.

Así que el rey pasó entre la gente con el sombrero, enjugándose los ojos y bendiciendo a la gente, elogiándola y dándole las gracias por ser tan buena con los pobres piratas de allá lejos, y a cada momento, las más guapas de las chicas, todas llorosas, iban y le preguntaban si les dejaba besarlo para tener un recuerdo de él, y él siempre las besaba, y a algunas de ellas las besaba y abrazaba por lo menos cinco o seis veces, y lo invitaron a quedarse una semana, y todo el mundo quería que se quedara a dormir en sus casas porque decían que era un honor, pero él dijo que como era el último día de la misión, ya no podía hacer ningún bien, y además tenía prisa por llegar al océano índico lo antes posible y ponerse a trabajar con los piratas.

Cuando volvimos a la balsa e hizo el recuento se encontró con que había reunido ochenta y siete dólares y setenta y cinco centavos. Y además se había llevado una damajuana de whisky de tres galones que había encontrado debajo de una carreta cuando venía a casa por el bosque. El rey dijo que entre unas cosas y otras era el día que mejor le había salido en el trabajo de las misiones. Dijo que no había nada que hacer, que los paganos no valen nada al lado de los piratas si quiere uno sacarle el jugo a una misión religiosa.

El duque había creído que a él le había ido bastante bien hasta que apareció el rey, pero después no se lo pareció tanto. Había preparado e impreso dos trabajillos para agricultores en aquella imprenta (para venta de caballos) y le habían pagado cuatro dólares. Había cobrado anuncios en el periódico por valor de diez dólares, que dijo poder rebajar a cuatro dólares si se los pagaban por adelantado, cosa que hicieron. El precio del periódico era dos dólares al año, pero aceptó tres suscripciones por medio dólar, a condición de que se las pagaran por adelantado; iban a pagar en madera y cebollas, como de costumbre, pero él les dijo que acababa de comprar la empresa y rebajado los precios todo lo que podía, de manera que tenía que cobrarlo todo en efectivo. Había impreso un pequeño poema inventado por él mismo de tres versos, muy sentimental y triste, que se titulaba «Sí, rompe, frío mundo, este corazón transido», y lo había dejado preparado para imprimir en el periódico, sin cobrar nada a cambio. Bueno, había sacado nueve dólares y medio y dijo que no estaba mal por una jornada entera de trabajo.

Después nos enseñó otra octavilla que había impreso y que no había cobrado, porque era para nosotros. Tenía un dibujo de un negro fugitivo con un hatillo al hombro y escrito debajo «Recompensa de doscientos dólares». Todo trataba de Jim y lo describía exactamente. Decía que se había escapado de la plantación de Saint Jacques, cuarenta millas abajo de Nueva Orleans el invierno pasado, y probablemente se había ido al Norte, y quien lo capturase y lo devolviera podría cobrar la recompensa y los gastos.

—Y ahora —dijo el duque—, a partir de esta noche podemos navegar de día si queremos. Cuando veamos que llega alguien podemos atar a Jim de pies y manos con una cuerda y meterlo en el wigwam, enseñar esta octavilla y decir que lo capturamos río arriba y que éramos demasiado pobres para viajar en un barco de vapor, así que nuestros amigos nos dieron esta balsa a crédito y bajamos a cobrar la recompensa. Estaría mejor con esposas y cadenas, pero eso no encajaría con la historia de que somos tan pobres. Eso sería como ponerle joyas. Lo correcto son unas cuerdas: hay que mantener las unidades, como decimos en el escenario.

Todos dijimos que el duque era muy listo y que no habría problemas navegando de día. Pensamos que aquella noche podíamos recorrer bastantes millas para alejarnos del jaleo que calculábamos que el trabajo del duque iba a organizar en la imprenta de aquel pueblo; después podíamos navegar cuando quisiéramos.

Seguimos escondidos y en silencio y no salimos hasta casi las diez; después nos deslizamos, a bastante distancia del pueblo, y no izamos el farol hasta que lo hubimos perdido de vista.

Cuando Jim me llamó para que le tomase la guardia de las cuatro de la mañana me dijo:

—Huck, ¿crees que vamos a encontrarnos con más reyes de éstos en este viaje?

—No —respondí—. Supongo que no.

—Bueno —continuó él—, entonces vale. No me importan uno o dos reyes, pero no quiero más. Éste es un borrachuzo y el duque tampoco le va muy detrás.

Me enteré de que Jim había intentado hacerle hablar en francés para ver a qué sonaba, pero dijo que llevaba tanto tiempo en este país y había tenido tantos problemas que se le había olvidado.


Capítulo 21


Era después del amanecer, pero seguimos adelante sin echar amarras. El rey y el duque acabaron por levantarse, con aspecto muy cansado, pero después de saltar al agua y nadar un rato parecían bastante más animados. Después de desayunar el rey se sentó en un rincón de la balsa, se quitó las botas, se subió los pantalones y dejó las piernas metidas en el agua, para estar cómodo, encendió la pipa y se puso a aprender de memoria su «Romeo y Julieta». Cuando ya se lo sabía bastante bien, él y el duque empezaron a ensayarlo juntos. El duque tenía que enseñarle una vez tras otra cómo echar cada discurso, y le hacía suspirar y llevarse la mano al corazón. Al cabo de un rato dijo que lo había hecho bastante bien: «Sólo que no debes gritar ¡Romeo! como si fueras un toro; tienes que decirlo suavemente y con languidez, así: ¡Roomeeo!; de eso se trata, porque Julieta no es más que una niña encantadora, ya sabes, y no se pone a rebuznar como un burro.

Bueno, después sacaron un par de espadas largas que el duque había hecho con listones de roble y empezaron a ensayar el duelo: el duque decía que él era Ricardo III, y resultaba estupendo verlos saltar y brincar por la balsa. Pero entonces el rey tropezó y se cayó al agua, y después descansaron y se pusieron a hablar de todas las aventuras que habían tenido por el río en otros tiempos.

Después de comer el duque dijo:

—Bueno, Capeto, queremos que éste sea un espectáculo de primera calidad, ya sabes, así que vamos a añadirle algo más. De todos modos nos hace falta contar con algo para responder a los bises.

—¿Qué es eso de bises, Aguassucias?

El duque se lo contó y añadió:

—Yo puedo hacer un baile escocés o tocar la gaita del marinero y tú … vamos a ver… ah, ya lo sé: puedes hacer el monólogo de Hamlet.

—¿El qué de Hamlet?

—El monólogo de Hamlet, ya sabes: lo más famoso de Shakespeare. ¡Ah, es sublime, sublime! Siempre los vuelve locos. No está en este libro, porque sólo tengo un volumen, pero creo que lo puedo recordar de memoria. Voy a ver si paseando puedo extraerlo de las arcas del recuerdo.

Así que se dedicó a pasear arriba y abajo, pensando y frunciendo el ceño horriblemente a cada momento; después levantaba las cejas; luego se apretaba la frente con la mano y se echaba atrás, como gimiendo; después suspiraba y derramaba una lágrima. Era maravilloso verlo. Por fin lo recordó. Nos dijo que lo escucháramos. Adoptó una actitud nobilísima, con una pierna adelantada, los brazos alargados y la cabeza echada hacia atrás, mirando al cielo, y empezó a gritar, a gemir y a rechinar los dientes, y después de eso, a lo largo de todo su discurso, estuvo aullando y moviéndose e inflando el pecho y la verdad es que fue la interpretación más maravillosa que he visto en mi vida. Éste fue su discurso, que me aprendí con facilidad mientras se lo enseñaba al rey:


Ser o no ser; ahí está el diantre

que convierte en calamidad tan larga vida;

pues, ¿quién soportaría su carga hasta que el bosque de


Birnan llegue a Dunsinane,


salvo que el temor de algo tras la muerte

mate al inocente sueño,

segundo rumbo de la gran naturaleza.


Y nos haga preferir los dardosy flechas de la horrible

fortuna antes que huir hacia otros que no conocemos?

Ése es el respeto que nos debe calmar:


¡despierta a Duncan con tu llamada! Ojalá pudiera;

pues quien soporta el flagelo y el desprecio del tiempo,

el mal del opresor, la contumelia del orgulloso,

los retrasos de la ley y la relajación que sus dolores causan,

en el desierto muerto y en medio de la noche,

cuando bostezan los cementerios,

en sus galas acostumbradas de solemne luto,

salvo ese país no descubierto de cuyos confines ningún

viajero vuelve,

que esparce su contagio por el mundo,

y así el tono nativo de la resolución, cual el pobre gato del

adagio,

palidece de preocupación,

y todas las nubes que descendieron sobre nuestros pechos,

con esta mirada sus corrientes desvían,

y pierden el nombre de acción.

Es un final que desear ansiosamente. Pero calma, dulce

Ofelia:

no abras tus terribles mandíbulas de mármol,

sino vete a un convento… ¡vete!


Bueno, al viejo le gustó el discurso y en seguida se lo aprendió para hacerlo de primera. Parecía que lo hubieran hecho a su medida, y cuando fue dominándolo y metiéndose en él, era maravillosa la forma en que gritaba, saltaba y se erguía al pronunciarlo.

A la primera oportunidad el duque hizo imprimir unas cuantas octavillas, y después, durante dos o tres días, mientras íbamos flotando, la balsa estaba de lo más animada, porque no había más que duelos y ensayos —como los llamaba el duque– todo el tiempo. Una mañana, cuando ya llevábamos bastante tiempo por el estado de Arkansaw, llegamos a la vista de un villorrio en una gran curva del río; así que amarramos a tres cuartos de milla río arriba, en la desembocadura de un arroyo que estaba cerrado como un túnel por los cipreses, y todos menos Jim nos metimos en la canoa y fuimos a ver si allí había alguna posibilidad de montar nuestro espectáculo.


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