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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Автор книги: Марк Твен



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—Es verdad, ya lo vi. Mira que no habérseme ocurrido que los perros no comen sandías. Eso demuestra que uno puede ver las cosas y no verlas al mismo tiempo.

—Bueno, el negro abrió el candado al entrar y lo volvió a cerrar al salir. Cuando nos levantamos de la mesa le devolvió al tío una llave, y te apuesto a que era la misma. La sandía indica que es un hombre; la cerradura, que está preso, y no es probable que haya dos presos en una plantación tan pequeña donde toda la gente es tan buena y tan amable. El preso es Jim. Muy bien, me alegro de haberlo averiguado como los detectives; de otra forma no me gustaría. Ahora tienes que empezar a pensarlo y estudiar un plan para robara Jim; yo estudiaré otro y seguiremos el que más nos guste.

¡Qué cabeza para no ser más que un muchacho! Si yo tuviera la cabeza de Tom Sawyer, no la cambiaría por ser duque, ni piloto de un barco de vapor, ni payaso de circo, ni nada que se me pueda ocurrir. Me puse a pensar un plan, pero sólo por hacer algo. Sabía muy bien de dónde iba a venir el mejor plan. En seguida Tom va y dice:

—¿Listo?

—Sí —respondí.

—Bueno, cuéntamelo.

—Mi plan es éste —dije—. Podemos enterarnos fácil de si es Jim el que está ahí. Después, mañana por la noche saco mi canoa y traemos mi balsa de la isla. A la primera noche ocura que tengamos le sacamos la llave de los pantalones al viejo cuando se vaya a la cama y nos vamos río abajo con Jim, escondiéndonos de día y navegando de noche, como hacíamos antes Jim y yo. ¿No funcionaría ese plan?

—¿Funcionar? Claro que funcionaría, como dos y dos son cuatro. Pero es demasiado sencillo; no dice nada. ¿De qué nos vale un plan que no plantee ningún problema? Resulta demasiado soso. Hombre, Huck, no crearía más sensación que si fuera un robo en una fábrica de jabón.

No dije nada, porque no esperaba nada diferente, pero sabía muy bien que cuando él tuviera su plan listo, no se le podría hacer ninguna de esas objeciones.

Y así pasó. Me dijo lo que era y en un momento comprendí que valía por quince de los míos en cuanto a elegancia, y que dejaría a Jim igual de libre que mi plan, y que además podrían matarnos a todos. Así que me quedé muy contento y dije que podíamos ir adelante con él. No necesito contar aquí lo que era porque sabía que iría cambiando. Sabía que lo cambiaría a cada momento según fuéramos avanzando, metiendo nuevas aventuras en cuanto tuviera una oportunidad. Y así lo hizo.

Bueno, había una cosa de la que no cabía duda, y era que Tom Sawyer hablaba en serio y que efectivamente iba a ayudar a robar al negro para liberarlo. Aquello era lo que me dejaba asombrado. Se trataba de un chico que era respetable y bien criado y que tenía una reputación que perder, y allá en casa tenía familia también con reputación, y era listo y no un atontado, y sabía cosas, no era un ignorante, y no era mezquino sino amable, y sin embargo ahí estaba sin ningún orgullo ni santurronerías ni sentimientos, dispuesto a meterse en un asunto así y a llenarse de vergüenza y llenar de vergüenza a su familia, delante de todo el mundo. Yo no podía comprenderlo en absoluto. Era absurdo y comprendía que tendría que decírselo y demostrarle que era buen amigo suyo y dejar que lo abandonara donde estaba y se salvara. Y empecé a decírselo, pero me hizo callar y respondió:

—¿Te crees que no sé lo que hago? ¿No sé lo que hago en general?

—Sí.

—¿No he dicho que iba a ayudar a robar al negro?

—Sí.

—Pues eso.

No dijo más y yo tampoco. Ya no valía la pena, porque cuando decía que iba a hacer algo siempre lo hacía. Pero aunque no entendía cómo estaba dispuesto a meterse en una cosa así, lo dejé y no me volví a preocupar de aquello. Si estaba decidido a hacerlo, yo no podía evitarlo.

Cuando volvimos, la casa estaba toda apagada y en silencio, así que fuimos a la cabaña junto a donde estaba la cal viva para examinarla. Cruzamos el patio para ver lo que hacían los perros. Ya nos conocían y no hicieron más ruido que cualquier perro de campo cuando aparece alguien por la noche. Cuando llegamos a la cabaña miramos por la parte de delante y por los dos lados, y del que yo no conocía (que daba al norte) vimos el agujero cuadrado de una ventana, bastante alto, con una sola plancha de madera clavada. Voy y digo:

—Esto está muy bien. Ese agujero es lo bastante grande para que Jim salga por él si arrancamos la tabla. Y va Tom y dice:

—Eso es más sencillo que andar a pie y más fácil que engañar a un tonto. Yo díría que podemos encontrar una forma algo más complicada, Huck Finn.

—Bueno, entonces —respondí—. ¿Qué te parece si hacemos un agujero entre los troncos como aquella vez que me asesinaron?

—Eso ya es algo —dijo—. Resulta misterioso, complicado y está bien, pero seguro que podemos encontrar algo que dure por lo menos el doble. No hay prisa, vamos a seguir mirando.

Entre la cabaña y la valla, por el lado de atrás, había un cobertizo pegado a la cabaña por la parte del tejado y hecho de planchas de madera. Era igual de largo que la cabaña, pero estrecho: sólo unos seis metros de ancho. La puerta estaba del lado sur y tenía un candado. Tom fue al caldero del jabón y anduvo buscando, y volvió con esa cosa de hierro con que levantan la tapadera, así que hizo saltar una de las agarraderas del candado. Se cayó la cadena, abrimos la puerta y entramos, la cerramos y al encender una cerilla vimos que el cobertizo sólo estaba construido junto a la cabaña, sin paso hacia ella, que no tenía un suelo, y no había nada más que unas cuantas azadas y palas oxidadas, unos picos y un arado roto. Se apagó la cerilla y nosotros nos fuimos y volvimos a poner la agarradera, de forma que la puerta quedó cerrada igual de bien que antes. Tom estaba encantado, y va y dice:

—Ahora todo está en orden. Lo vamos a sacar por un túnel. ¡Nos llevará una semana!

Después fuimos a la casa y yo entré por la puerta trasera (no hay más que tirar de una cuerda de cuero, porque allí no cierran las puertas), pero a Tom Sawyer no le pareció lo bastante romántico, y lo único que le valía era subir trepando por el pararrayos. Pero después de trepar hasta la mitad tres veces y fallar y caerse las tres, y en la última casi romperse la cabeza, pensó que mejor sería renunciar, pero después de descansar decidió que lo intentaría una vez más a ver cómo le iba, y esa vez logró llegar.

Por la mañana nos levantamos al amanecer y bajamos a las cabañas de los negros para acariciar a los perros y hacernos amigos del negro que le llevaba la comida a Jim, si es que era a Jim al que se la llevaba. Los negros acababan de terminar de desayunar y empezaban a ir a los campos, y el negro de Jim estaba llenando una escudilla de metal con pan y carne y otras cosas, y mientras los otros se marchaban le llevaron la llave de la casa.

El negro tenía cara de buenos amigos, muy sonriente, y llevaba el pelo todo atado en ricitos con pedazos de hilo. Era para alejar a las brujas. Dijo que aquellas noches las brujas se lo estaban haciendo pasar muy mal y haciéndole ver todo género de cosas raras y oír todo género de palabras y ruidos raros, y que según creía nunca había estado tanto tiempo embrujado en toda su vida. Se puso tan nervioso hablando de sus problemas que se olvidó de todo lo que tenía que hacer. Entonces Tom le dijo:

—¿Para quién es esa comida? ¿Vas a darles de comer a los perros?

El negro empezó a sonreír lentamente hasta que se le llenó la cara, como cuando se tira un ladrillo a un charco de barro, y dijo:

—Sí, señorito Sid, a un perro. Un perro muy curioso. ¿Quiere venir a verlo?

—Sí.

Le di un golpe a Tom y le dije en voz baja:

—¿Vas a ir ahí al amanecer? Ése no era el plan.

—No, no lo era, pero ahora sí es el plan.

Así que, maldita sea, allí fuimos, pero no me gustó lo más mínimo. Cuando llegamos casi no se veía nada de oscuro que estaba, pero allí estaba Jim, sin duda alguna, y nos podía ver, y gritó:

—¡Pero, Huck! ¡Y Dios mío! ¿No es ése el sito Tom?

Yo sabía lo que iba a pasar, era lo que esperaba. No sabía qué hacer, y aunque lo supiera no lo habría hecho, porque apareció el negro diciendo:

—¡Por todos los santos! ¿Los conoce a ustedes, señoritos?

Ahora ya se veía bastante bien. Tom miró al negro, muy fijo y como preguntándose algo, y va y dice:

—¿Quién nos conoce?

—Pues este negro fugitivo.

—No creo; pero, ¿por qué se te ha ocurrido?

—¿Que por qué? ¿No acaba de decir ahora mismo que les conocía?

Tom va y dice, como extrañado:

—Bueno, esto sí que es curioso. ¿Quién ha dicho nada? ¿Cuándo lo ha dicho? ¿Qué ha dicho? —y se vuelve hacia mí, muy tranquilo, y va y me dice—: ¿Has oído tú a alguien decir algo?

Naturalmente, no podía decir más que una cosa, así que respondí:

—No; yo no he oído a nadie decir nada.

Después se vuelve hacia Jim y lo mira de arriba abajo como si nunca lo hubiera visto antes y le pregunta: —¿Has dicho algo tú?

—No, señor —dice Jim—; yo no he dicho nada, señor.

—¿Ni una palabra?

—No, señor, no he dicho ni una palabra.

—¿Nos has visto antes de ahora?

—No, señor; no que yo sepa.

Así que Tom se vuelve hacia el negro, que estaba todo apurado y confundido, y dice, muy severo:

—Pero, ¿qué te pasa? ¿Por qué has pensado que alguien ha dicho algo?

—Ay, son esas malditas brujas, señorito, y ojalá que me hubiera muerto, de verdad. Siempre están con ésas, señorito, y casi me matan de los sustos que me dan. Por favor, no se lo diga usted a naiden, señorito, o si no el viejo señor Silas me va a reñir porque él dice que no existen las brujas. Ojalá que estuviera aquí ahora… ¡A ver qué decía! Seguro que no encontraba forma de explicarlo esta vez. La gente que es terca se muere de terca; nunca quieren mirar las cosas a ver qué es lo que pasa de verdad, y cuando uno lo ve y se lo cuenta, van y no se lo creen.

Tom le dio diez centavos y le dijo que no se lo diríamos a nadie y que fuera a comprarse más hilo para atarse el pelo, y después mira a Jim y va y dice:

—Me pregunto si el tío Silas va a ahorcar a este negro. Si yo agarrase a un negro lo bastante ingrato para escaparse, no lo entregaría; lo ahorcaría yo.

Y mientras el negro iba a la puerta a mirar la moneda de diez centavos y morderla para ver si era buena le susurra a Jim en voz baja:

—Que no se enteren de que nos conoces. Y si oyes cavar por las noches somos nosotros que vamos a ponerte en libertad.

Jim no tuvo tiempo más que para agarrarnos de las manos y apretárnoslas. Después volvió el negro y dijimos que volveríamos otra vez si él quería y dijo que sí, sobre todo si era de noche, porque las brujas le atacaban de noche, y entonces sí que le convenía tener gente a su lado.


Capítulo 35


Faltaba todavía casi una hora para desayunar, así que nos fuimos al bosque, porque Tom dijo que necesitábamos algo de luz para ver mientras cavábamos pero que un farol daba demasiada y nos podía meter en jaleos, así que necesitábamos reunir un montón de esa madera podrida fosforescente que llaman «fuego de zorro» y que no da más que una especie de resplandor suave cuando se coloca en un sitio oscuro. Sacamos un montón, la escondimos entre las hierbas y nos sentamos a descansar, cuando Tom va y dice, como descontento:

—Maldita sea, todo esto es de un fácil que da asco. Por eso resulta tan dificil organizar un plan complicado. No hay un guardián al que drogar y tendría que haber un guardián. Ni siquiera un perro al que darle algo para que se duerma. Y luego, Jim está encadenado por una pierna, con una cadena de diez pies, a la pata de la cama; ¡pero si basta con levantar la cama y quitar la cadena! Y el tío Silas se fía de todo el mundo. Manda la llave a ese negro de chorlito y no manda a nadie a vigilar al negro. Jim podría haberse escapado por esa ventana antes de ahora, sólo que no puede echar a correr con una cadena de diez pies en la pierna. Maldita sea, Huck, es el sistema más absurdo que he visto. Tiene uno que inventarse todas las dificultades. Bueno, no podemos evitarlo, tenemos que hacerlo lo mejor que podamos con el material que tenemos. En todo caso nos queda algo: es más honorable sacarlo en medio de dificultades y peligros cuando la gente que tenía la obligación de crearlos no lo ha hecho y ha tenido uno que inventárselos por sus propios medios. Basta con pensar en el asunto ese del farol. Si no vemos más que los hechos en sí, sencillamente tenemos que fingir que eso del farol es peligroso. ¡Pero podríamos trabajar con una procesión de antorchas si quisiéramos, creo yo! Ahora que lo pienso tenemos que buscar en cuanto podamos algo que haga de serrucho.

—¿Para qué necesitamos un serrucho?

—¿Que para qué necesitamos un serrucho? ¿No tenemos que aserrar la pata de la cama de Jim, para quitar la cadena?

—Pero si has dicho que basta con levantar la cama y sacar la cadena…

—Bueno, eso es típico de ti, Huck Finn. Se te ocurren las mismas cosas que a un niño de escuela. ¿Es que no has leído un libro en tu vida? ¿El barón Trenck, o Casanova, Benvenuto Cellini, o Enrique IV, o cualquiera de esos héroes? ¿Quién ha oído hablar de liberar a un preso de una forma tan sencilla? No, la forma en que lo hacen las mejores autoridades es aserrar la pata de la cama en dos y dejarla así y comerse uno el serrín, para que no lo puedan encontrar, y poner algo de polvo y grasa en torno al sitio, para que ni el senescal más astuto perciba la menor señal de que está aserrado y se crea que la pata de la cama está perfectamente bien. Después, la noche que está uno listo, da una patada a la pata y se cae la cama, se saca la cadena y ya está. No hay más que hacer que llevar la escala de cuerda a las murallas, bajar por ella, romperse la pierna en el foso, porque las escalas de cuerda siempre miden diecinueve pies menos de lo necesario, ya sabes, y allí están los caballos y los vasallos de confianza que te recogen, te montan y te llevan a tu Languedoc o tu Navarra o donde hayas nacido. Es una gozada, Huck. Ojalá que esta cabaña tuviera un foso. Si hay tiempo, la noche de la fuga cavamos uno.

Y yo voy y digo:

—¿Para qué queremos un foso cuando vamos a sacarlo por debajo de la cabaña?

Pero no me oyó. Se había olvidado de mí y de todo lo demás. Tenía la barbilla apoyada en la mano y pensaba. Al cabo de un momento da un suspiro y menea la cabeza; después vuelve a suspirar y dice:

—No, eso no estaría bien; no es del todo necesario.

—¿El qué? —pregunté.

—Hombre, cortarle la pierna a Jim —me contestó.

—¡Caray! —dije—, no veo ninguna necesidad. Y, además, ¿para qué le quieres cortar la pierna?

—Bueno, es lo que hacen algunos de los autores más autorizados. No le pueden arrancar la cadena, así que le cortan la mano y tiran. Y una pierna sería todavía mejor. Pero nosotros tendremos que renunciar a eso. En este caso no hay suficiente necesidad, y además Jim es negro y no comprendería los motivos ni la costumbre europea, así que lo dejaremos pasar. Pero, en cambio, otra cosa sí: podemos hacer tiras las sábanas y confeccionarle una escala de cuerda muy fácil. Y se la podemos enviar dentro de un pastel; casi siempre se hace así. He comido pasteles peores.

—Pero, Tom Sawyer, qué cosas dices —comenté—; a Jim no le vale de nada una escala de cuerda.

—Tiene que valerle de algo. Más bien qué cosas dices tú; no sabes nada de esto. Necesita una escala de cuerda; les pasa a todos.

—¿Qué diablos va a hacer con ella?

—¿Hacer con ella? La puede esconder en la cama, ¿no? Es lo que hacen todos y tiene que hacerlo él también. Huck, parece como si nunca quisieras hacer las cosas bien; quieres inventártelo todo a cada vez. Supongamos que no hace nada con ella. ¿No la tiene ahí en la cama para dejar una pista cuando haya desaparecido? ¿Y no calculas que buscarán pistas? Pues claro que sí. Y, ¿no les piensas dejar ninguna? ¡Eso sí que estaría bien, te lo aseguro! Nunca he oído nada por el estilo.

—Bueno —dije yo—, si eso es parte del reglamento y la necesita, pues le hacemos una, porque yo no quiero faltar a los reglamentos; pero te digo un cosa, Tom Sawyer, si nos ponemos a rasgar sábanas para hacerle a Jim una escala nos vamos a meter en líos con la tía Sally, de eso puedes estar seguro. A mí me parece que una escalera de corteza de nogal no cuesta nada y no hay que estropear nada, y se puede meter igual dentro de un pastel y esconder en un colchón de paja o igual de bien que cualquier escala de cuerda, y en cuanto a Jim, no tiene experiencia, así que a él no le importa qué tipo de…

—Ay, caray, Huck Finn, si yo fuera tan ignorante como tú cerraría la boca, te lo aseguro. ¿Quién ha oído hablar de un prisionero de Estado que se escape con una escalera de corteza de nogal? Resulta totalmene ridículo.

—Bueno, está bien, Tom, hazlo como quieras, pero si quieres seguir mi consejo, deja que le lleve prestada una sábana de las que están tendidas.

Dijo que estaba bien, y eso le dio otra idea, y dijo:

—Toma prestada una camisa también.

—¿Para qué queremos una camisa?

—Para que Jim escriba un diario.

—Diario, tu abuelita… Jim no sabe escribir.

—Supongamos que no sabe… Puede hacer palotes en la camisa ¿no? Sobre todo si le hacemos una pluma con una cuchara vieja de peltre o con el trozo de una duela de barrilviejo.

—Pero, Tom, le podemos arrancar una pluma a un ganso, y resulta mejor, y más rápido, además.

—Los prisioneros no tienen gansos corriendo por las mazmorras para ponerse a arrancarle plumas, so tonto. Siempre hacen las plumas con el trozo más duro, más difícil y más complicado de un viejo candelabro de cobre o algo a lo que le puedan echar mano, y les lleva semanas y semanas y meses y meses afilarlo, porque tienen que hacerlo frotándolo contra la pared. Ellos no utilizarían una pluma de ganso aunque la tuvieran. No está bien.

—Bueno, entonces, ¿con qué le hacemos la tinta?

—Muchos lo hacen con el orín del hierro y lágrimas, pero eso son los prisioneros más vulgares y las mujeres; los autores más autorizados utilizan su propia sangre. Jim puede hacerlo, y cuando quiera enviar cualquier mensaje misterioso de lo más corriente para que el mundo sepa dónde está cautivo, lo puede escribir en el fodo de un plato de estaño con un tenedor y tirarlo por la ventana. Es lo que hacía siempre la Máscara de Hierro, y además resulta estupendo.

—Jim no tiene platos de estaño. Le dan de comer en una escudilla.

—Eso no importa, le podemos conseguir algunos.

—Y nadie podrá leer lo que dice en el plato.

—Eso no tiene nada que ver con el asunto, Huck Finn. Lo único que tiene que hacer él es escribir en el plato y tirarlo. No hay que leerlo. Pero si la mitad de las veces no se puede leer nada de lo que escriben los prisioneros de Estado en un plato de estaño, ni en ninguna otra parte.

—Bueno, entonces, ¿para qué vale echar a perder esos platos?

—Pero, maldita sea, no son los platos del prisionero.

—Pero son de alguien, ¿no?

—Bueno, supongamos que sí. ¿Qué más le da al prisionero?

Y entonces se interrumpió porque oímos que sonaba el cuerno del desayuno. Así que nos fuimos a la casa.

Aquella mañana tomé prestadas una sábana y una camisa blanca del tendedero y encontré un saco viejo para meterlas; bajamos a buscar el «fuego de zorrro» y también lo metimos en el saco. Yo decía que aquello era tomar prestado, porque así lo llamaba siempre padre, pero Tom decía que no era tomar prestado sino robar. Dijo que estábamos representando a prisioneros y que a los prisioneros no les importa cómo consiguen las cosas con tal de conseguirlas y que a nadie le parece mal. No es ningún crimen que un prisionero robe lo que necesita para fugarse, dijo Tom; está en su derecho, y mientras estuviéramos representando a un prisionero teníamos perfecto derecho a robar cualquier cosa que hubiera por allí si nos valía para salir de la cárcel. Dijo que si no fuéramos prisioneros sería muy diferente, y que había que ser mezquino y ordinario para robar cuando no se era prisionero. Así que nos pusimos de acuerdo en robar todo lo que nos valiese de algo. Y sin embargo, un día, después de aquello, organizó un lío tremendo cuando yo robé una sandía del huerto de los negros y me la comí, y me hizo ir a darles a los negros diez centavos sin explicarles por qué. Tom dijo que lo que había querido decir es que podíamos robar cualquier cosa que necesitáramos. «Bueno», dije yo, «yo necesitaba la sandía». Pero él dijo que no la necesitaba para salir de la cárcel; ahí estaba la diferencia. Dijo que si hubiera querido esconder dentro un cuchillo y pasársela a Jim para matar con él al senescal, habría estado bien. Así que lo dejé, aunque no le veía la ventaja a representar el papel de prisionero si tenía que ponerme a pensar en cosas tan difíciles de distinguir cada vez que viera una oportunidad de llevarme una sandía.

Bueno, como iba diciendo, aquella mañana esperamos hasta que todo el mundo se fue a trabajar y no se veía a nadie en el patio. Después Tom llevó el saco al cobertizo mientras yo me quedaba unos pasos atrás para hacer la guardia. Al cabo de un rato salió y nos sentamos a hablar en el montón de leña. Va y dice:

—Ahora ya está todo en orden, salvo las herramientas, y eso es fácil.

—¿Herramientas? —pregunté.

—Sí.

—¿Herramientas para qué?

—Hombre, para cavar. No vamos a hacer un túnel con los dientes, ¿verdad?

—¿No nos basta con esos picos y esas palas viejos para sacar a un negro?

Se volvió hacia mí, con una cara de pena que daban ganas de llorar, y va y dice:

—Huck Finn, ¿has oído hablar en tu vida de un prisionero que tenga picos y palas y todas esas comodidades en el armario para hacer un túnel? Lo que te quiero preguntar, de suponer que todavía te quede un mímimo de razón, es qué motivo sería ése para convertirlo en un héroe. Hombre, pues también le podrían prestar la llave y se acabó. Picos y palas… Pero si no se las darían ni a un rey.

—Bueno, entonces —dije yo—, si no necesitamos picos y palas, ¿qué es lo que necesitamos?

—Un par de cuchillos de cocina.

—¿Para hacer un túnel por debajo de esa cabaña?

—Sí.

—Maldita sea, Tom, eso es una bobada.

—No importa que sea una bobada, es lo correcto y es como se hacen las cosas. No existe otra forma que yo sepa, y eso que he leído todos los libros que dan información sobre esas cosas. Siempre lo hacen con un cuchillo, y no cavando en la tierra, fijate; por lo general, es en la piedra. Les lleva semanas y semanas y semanas, y todo el tiempo sin parar y sin parar. No tienes más que fijarte en uno de esos prisioneros de los calabozos subterráneos del castillo Deef, en el puerto de Marsella, que fue así como hizo un túnel; ¿cuánto tiempo calculas que se pasó cavando?

—No lo sé.

—Bueno, pues echa un cálculo.

—No lo sé. Un mes y medio.

—Treinta y siete años… Y salió en la China. Eso es lo que está bien. Ojála que el fondo de esa fortaleza fuera de piedra.

—Jim no conoce a nadie en la China.

—¿Qué tiene que ver eso? Tampoco aquel tipo. Pero siempre te vas por las ramas. ¿Por qué no hablas del asunto principal?

—Bueno… A mí no me importa dónde salga, con tal de que salga; y calculo que a Jim tampoco. Pero de todas formas hay otra cosa: Jim es demasiado viejo para aguantar hasta que hagamos un túnel con un cuchillo. No durará tanto.

—Pues sí que durará. No creerás que va a llevarnos treinta y siete años hacer un túnel en la tierra, ¿verdad?

—¿Cuánto tiempo nos llevará, Tom?

—Bueno, no podemos arriesgarnos a tardar todo lo que deberíamos, porque a lo mejor el tío Silas no tarda tanto en recibir noticias de Nueva Orleans. Se enterará de que Jim no es de allí. Entonces lo que hará será poner un anuncio sobre Jim, o algo parecido. Así que no podemos arriesgarnos a tardar tanto en el túnel como deberíamos. Para hacerlo bien, calculo que tendríamos que tardar un par de años; pero no podemos. Con las cosas tan en el aire, lo que yo recomiendo es que nos pongamos a cavar de verdad a toda la velocidad que podamos y después podemos decirnos que tardamos treinta y siete años. Luego podemos sacarlo y llevárnoslo corriendo en cuanto haya una alarma. Sí, calculo que eso es lo mejor.

—Bueno, tiene sentido —dije yo—. Hacer como que fueron treinta y siete años no cuesta nada; no hay problema, y si hace falta, no me importa fingir que tardamos ciento cincuenta años. A mí no me cuesta ningún trabajo si me pongo a ello. Así que voy a irme a buscar un par de cuchillos de cocina.

—Búscate tres —dice él—; nos hace falta uno para convertirlo en serrucho.

—Tom, si no va contra el reglamento ni contra la religión que te lo sugiera —dije yo—, hay un serrucho viejo y oxidado medio tapado debajo de la tejavana que está detrás del ahumador de carne.

Me miró como cansado y desalentado y dijo:

—No se te puede enseñar nada, Huck. Ve a buscar los cuchillos, y que sean tres —y así lo hice.

Capítulo 36



Aquella noche, en cuanto calculamos que todos se habían dormido, bajamos por el pararrayos, nos encerramos en el cobertizo y sacamos nuestro montón de «fuego de zorro» y nos pusimos a trabajar. Despejamos todo a nuestro alrededor, unos cuatro o cinco pies a lo largo del tronco de abajo. Tom dijo que ya estábamos justo detrás de la cama de Jim y que cavaríamos por debajo, y cuando llegáramos allí nadie se daría cuenta de que había un agujero, porque la colcha de Jim colgaba casi hasta el suelo y habría que levantarla para mirar por debajo para verlo. Así que nos pusimos a cavar con los cuchillos hasta casi medianoche, cuando nos sentimos cansadísimos, con las manos llenas de ampollas, y sin embargo casi no se notaba lo que habíamos hecho. Por fin dije yo:

—Esto no va a durar treinta y siete años; este trabajo es para treinta y ocho años, Tom Sawyer.

No dijo nada. Pero suspiró y en seguida dejó de cavar y luego vi que pensaba durante un rato. Después dijo:

—Esto no marcha, no va a funcionar. Si fuéramos prisioneros funcionaría, porque tendríamos todos los años que quisiéramos sin ninguna prisa, y no podríamos cavar más que unos minutos al día, mientras cambiaban la guardia, de forma que no nos saldrían ampollas en las manos, y podríamos seguir constantemente, un año tras otro, y hacerlo bien, como hay que hacer las cosas. Pero nosotros no podemos perder tiempo, tenemos que darnos prisa; no tenemos tanto tiempo. Si pasamos otra noche igual, tendríamos que descansar una semana para que se nos curasen las manos; tardaríamos todo ese tiempo en volver a tocar un cuchillo de cocina.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer, Tom?

—Te lo voy a decir. No está bien, y no es moral, y no me gustaría que se supiera, pero es la única forma: tenemos que sacarlo con los picos y hacer como que son cuchillos de cocina.

—¡Eso es hablar! —dije yo—. Cada vez piensas mejor, Tom Sawyer. Lo que conviene son los picos, sean morales o no, y lo que es a mí me importa un pito la moral. Cuando se me ocurre robar un negro, o una sandía, o un libro de la escuela dominical, no me importa mucho cómo con tal de hacerlo. Lo que quiero es mi negro o mi sandía o mi libro de la escuela dominical, y si lo que mejor viene es un pico, con eso es con lo que voy a sacar a ese negro, o esa sandía, o ese libro de la escuela dominical, y me importa un pimiento lo que digan de eso los autores más autorizados.

—Bueno —va y dice—, hay una excusa para utilizar los picos y hacer como que son otra cosa en un caso así; si no, yo no lo aprobaría, ni permitiría que se infringiera el reglamento, porque lo que está bien está bien y lo que está mal está mal, y uno no tiene por qué hacer las cosas mal cuando no es ignorante y sabe lo que está bien. Estaría bien que tú sacaras a Jim con un pico, sin fingir que es otra cosa, porque no sabes qué es lo que está bien, pero no estaría bien que lo hiciera yo, porque sí lo sé. Pásame un cuchillo de cocina.

Tenía el suyo a su lado, pero le pasé el mío. Lo tiró al suelo y dijo:

—Dame un cuchillo de cocina.

Yo no sabía qué hacer, pero después lo pensé. Busqué entre las herramientas viejas y encontré un pico, se lo pasé y él lo agarró y se puso a trabajar sin decir ni una palabra.

Siempre era así de especial. Todo principios.

Entonces yo agarré una pala y nos pusimos a dar al pico y la pala, por turnos, como posesos. Así seguimos una media hora, que fue todo lo que aguantamos; pero a cambio habíamos hecho un buen agujero. Cuando subí al piso de arriba miré por la ventana y vi que Tom hacía todo lo que podía con el pararrayos, pero no conseguía subir de lo agrietadas que tenía las manos. Por fin dijo:

—Es inútil, no puedo. ¿Qué crees que debo hacer? ¿No se te ocurre nada?

—Sí —dije yo—, pero supongo que no está en el reglamento. Sube por las escaleras y haz como que son un pararrayos.

Así lo hizo.

Al día siguiente, Tom robó una cuchara de peltre y un candelabro de cobre de la casa para hacerle unas plumas a Jim, además de seis velas de sebo, y yo me quedé en torno a las cabañas de los negros esperando una oportunidad y robé tres platos de estaño. Tom dijo que no bastaba, pero yo le contesté que nadie vería jamás los platos que tirase Jim, porque caerían entre los matojos y las malas hierbas debajo de la ventana, así que los podíamos recuperar para que los volvieran a utilizar otra vez. Entonces Tom se convenció. Después, va y dice:

—Ahora lo que tenemos que estudiar es cómo llevarle las cosas a Jim.

—Se las damos por el agujero —dije—, cuando lo hayamos terminado.

Me miró despectivo y dijo algo así como que nunca había oído una idea tan idiota, y después se puso a estudiarlo. Al cabo de un rato anunció que ya había descubierto dos o tres formas, pero que todavía no era necesario decidirse por una. Dijo que primero teníamos que avisar a Jim.

Aquella noche bajamos por el pararrayos poco después de las diez, con una de las velas, escuchamos bajo la ventana y oímos roncar a Jim, así que se la tiramos adentro y no lo despertamos. Después nos pusimos a darle al pico y la pala, y al cabo de unas dos horas y media habíamos terminado el trabajo. Nos metimos en la cabaña por debajo del catre de Jim y estuvimos buscando hasta que encontramos la vela y la encendimos, y nos quedamos mirando un rato a Jim hasta comprobar su aspecto fuerte y sano, y después lo despertamos lentamente y con suavidad. Se alegró tanto de vernos que casi se echó a llorar y nos llamó sus niños y todas las cosas cariñosas que se le ocurrieron, y nos pidió que buscáramos un cortafríos para quitarle la cadena de la pierna inmediatamente y que él se pudiera marchar sin perder tiempo. Pero Tom le demostró que aquello no sería reglamentario y se sentó a contarle nuestros planes y cómo podíamos cambiarlos en un momento si había motivos de alarma y que no tuviera ningún temor, porque nos encargaríamos de que se escapara, sin duda. Entonces Jim dijo que estaba bien y nos quedamos un rato charlando de los viejos tiempos, y después Tom hizo un montón de preguntas, y cuando Jim le dijo que el tío Silas venía a diario o cada dos días a rezar con él y que tía Sally le visitaba para ver si estaba cómodo y tenía suficiente comida y que los dos eran muy amables, Tom dijo:


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