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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Текст книги "Las aventuras de Huckleberry Finn"


Автор книги: Марк Твен



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Le leí a Jim muchas cosas sobre reyes y duques y condes y todo eso, y lo bien que se vestían y lo elegantes que se ponían y cómo se llamaban unos a otros «su majestad», «su señoría», «su excelencia» y todo eso, en lugar de «señor», y a Jim se le salían los ojos y estaba muy interesado. Va y dice:

—No sabía que había tantos. Casi nunca había oído hablar de ellos, más que del viejo aquel del rey Salamón, sin contar los reyes de la baraja. ¿Cuánto cobra un rey?

—¿Cobrar? —digo yo—; pues lo menos mil dólares al mes si quieren; pueden llevarse lo que quieran; todo es suyo.

—Estupendo, ¿no? Y ¿qué tienen que hacer, Huck?

—¡No hacen nada! ¡Qué cosas dices! Están ahí y nada más.

—No; ¿de verdad?

—Pues claro que sí. No hacen más que estar ahí, salvo a lo mejor cuando hay guerra; entonces se van a la guerra, o si no van de caza. Sí, con halcones y todo eso… ¡Shhh! ¿no has oído un ruido?

Salimos del bosque a mirar, pero no había nada más que el paleteo de la rueda de un buque de vapor a lo lejos, que daba la vuelta a la punta, así que volvimos.

—Si —dije—, y otras veces, cuando las cosas están aburridas, se meten con el Parlamento, y si no hacen las cosas como quieren ellos, les cortan la cabeza. Pero donde más tiempo pasan es en el harén.

—¿En el qué?

—En el harén.

—¿Qué es el harén?

—Donde tienen a sus mujeres. ¿No sabes lo que es el harén? Salomón tenía uno donde había por lo menos un millón de mujeres.

—Pues es verdad; me… me se había olvidado. Un harén es una pensión, supongo. Seguro que en el cuarto de los niños hay mucho jaleo. Y seguro que las mujeres se pelean mucho, de forma que hay más jaleo. Pero dicen que el Salamón era el hombre más sabio que ha vivido. Yo no me lo acabo de creer, porque, ¿para qué iba un tío tan sabio a querer vivir en medio de todo aquel escándalo? No… seguro que no. Un hombre sabio se haría construir una fábrica de calderas y entonces podría apagarlo todo cuando quisiera descansar.

—Bueno, pero en todo caso fue el hombre más sabio del mundo, porque me lo ha dicho la viuda, nada menos.

—Me da igual lo que haya dicho la viuda; no era tan sabio. Se le ocurrían algunas de las ideas más raras que he oído en mi vida. ¿Sabes lo del niño que quería partir en dos?

—Sí, la viuda me lo contó.

—¡Pues entonces! ¿No te parece la idea más idiota del mundo? No tienes más que pensarlo medio minuto. Ese tronco de allá, ése es una de las mujeres; ése eres tú, el otro tronco; yo soy Salamón, y ese billete de un dólar es el niño. Los dos lo queréis. ¿Qué hago yo? ¿Voy a buscar entre los vecinos para ver de quién es el billete y dárselo al dueño, como es normal, como haría cualquiera que tuviese la menor idea? No; voy y rompo el billete en dos y te doy una mitad a ti y la otra a la mujer. Eso es lo que iba a hacer el Salamón con el niño. Y lo que yo te digo: ¿De qué vale a naide medio billete? No se puede comprar nada con eso. ¿De qué vale medio niño? Yo no daría nada por un millón de medios niños.

—Pero, dita sea, Jim, es que no entiendes nada… Dita sea, es que no te enteras.

—¿Quién? ¿Yo? Vamos. No me vengas diciendo a mí que no lo entiendo. Creo que entiendo lo que es sentido común y lo que no. Y el hacer una cosa así no tiene sentido. La pelea no era por medio niño; la pelea era por un niño entero, y el hombre que crea que puede solucionar una pelea por un niño entero con medio niño es que no sabe lo que es la vida. No me hables a mí del tal Salamón, Huck. Ya he visto yo a muchos así.

—Pero te digo que no lo entiendes.

—¡Dale con que no lo entiendo! Yo entiendo lo que entiendo. Y, entérate, lo que hay que entender de verdad es más complicado; mucho más complicado. Es cómo criaron al Salamón. Piénsalo: un hombre tiene sólo uno o dos hijos; ¿va ese hombre a andar partiéndoles en dos? No, ni hablar; no se lo puede permitir. Él sabe apreciarlos. Pero un hombre que tiene cinco millones de hijos por toda la casa, ése es diferente. A ése le da igual partir en dos a un niño que a un gato. Quedan muchos más. Un niño o dos más o menos no le importaban nada al Salamón, ¡maldito sea!

Nunca he visto un negro así. Se le metía una cosa en la cabeza y ya no había forma de sacársela. Nunca he visto a un negro que le tuviera tanta manía a Salomón. Así que me puse a hablar de otros reyes y dejé en paz a ése. Le hablé de Luis XVI, al que le cortaron la cabeza en Francia hacía mucho tiempo, y de su hijo pequeño, el delfín, que habría sido rey, pero se lo llevaron y lo metieron en la cárcel y algunos dicen que allí se murió.

—Pobrecito.

—Pero otros dicen que se escapó y que vino a América.

—¡Eso está bien! Pero se sentirá muy solo… Aquí no hay reyes, ¿verdad, Huck?

—No.

—Entonces no puede conseguir trabajo. ¿Qué va a hacer?

—Bueno, no sé. Algunos se hacen policías y otros enseñan a la gente a hablar francés.

—Pero, Huck, ¿es que los franceses no hablan como nosotros?

—No, Jim; tú no entenderías ni una palabra de lo que dicen… ni una sola palabra.

—Bueno, ¡queme cuelguen! ¿Porqué?

—No lo sé, pero es verdad. He visto en un libro algunas de las cosas que dicen. Imagínate que viene un hombre y te dice «parlé vu fransé»; ¿qué pensarías tú?

—No pensaría nada; le partiría la cara; bueno, si no era blanco. A un negro no le dejaría que me llamara eso.

—Rediez, no te estaría llamando nada. No haría más que preguntarte si sabes hablar francés.

—Bueno, entonces, ¿por qué no lo dice?

—Pero si es lo que está diciendo. Así es como lo dicen los franceses.

—Bueno, pues es una forma ridícula de decirlo y no quiero seguir hablando de eso. No tiene sentido.

—Mira, Jim; ¿hablan los gatos igual que nosotros?

—No, los gatos no.

—Bueno, ¿y las vacas?

—No, las vacas tampoco.

—¿Hablan los gatos igual que las vacas o las vacas igual que los gatos?

—No.

—Lo natural y lo normal es que hablen distinto, ¿no?

—Claro.

—¿Y no es natural ni normal que los gatos y las vacas hablen distinto de nosotros?

—Hombre, pues claro que sí.

—Bueno, entonces, ¿por qué no es natural y normal que un francés hable diferente de nosotros? Contéstame a ésa.

—Huck, ¿son los gatos iguales que los hombres?

—No.

—Bueno, entonces, no tiene sentido que los gatos hablen igual que los hombres. ¿Son las vacas iguales que los hombres? ¿O son las vacas iguales que los gatos?

—No, ninguna de las dos cosas.

—Bueno, entonces no tienen por qué hablar como los hombres o los gatos. ¿Son hombres los franceses?

—Sí.

—¡Pues entonces! Dita sea, ¿por qué no hablan igual que los hombres? Contéstame tú a ésa.

Vi que no tenía sentido seguir gastando saliva: a los negros no se les puede enseñar a discutir. Así que lo dejé.

Capítulo 15



Calculamos que en tres noches arribaríamos a El Cairo, al final de Illinois, donde llegan las aguas del río Ohio, y eso era lo que buscábamos. Venderíamos la balsa y tomaríamos un barco de vapor para remontar el Ohio hasta los estados libres, y ahí ya no tendríamos problemas.

Bueno, como a la segunda noche empezó a bajar la niebla y fuimos a buscar una barra de arena donde amarrar, porque era inútil seguir adelante con la niebla; pero cuando me adelanté a remo en la canoa, con la cuerda para amarrar, no había más que unos tronquitos. Eché la cuerda a uno de ellos, justo junto al reborde de la orilla, pero allí la corriente era muy fuerte y la balsa bajaba a tanta velocidad que lo arrancó de raíz y siguió adelante. Vi que la niebla se hacía más densa y me sentí tan mal y tan asustado que no pude moverme durante casi medio minuto, según me pareció, y entonces ya no se veía la balsa; no se veía más allá de veinte yardas. Salté a la canoa y corrí a popa, agarré el remo y di una paletada, pero no se movía. Tenía tanta prisa que no la había desamarrado. Me puse en pie y traté de desamarrarla, pero estaba tan nervioso que me temblaban las manos de forma que casi no podía hacer nada con ellas.

En cuanto logré ponerme en marcha, me puse a perseguir la balsa a toda velocidad, directamente hacia la barra de arena. Aquello estaba bien pensado, pero la barra no mediría ni sesenta yardas de largo, y en cuanto la dejé atrás me metí en medio de aquella niebla blanca y densa sin tener ni la menor idea de adónde iba.

Pensé que no valía la pena remar; sabía que a las primeras de cambio iba a encallar en la orilla o en una barra de arena o algo así; me quedé inmóvil dejando que la canoa bajase a la deriva, pero se pone uno muy nervioso cuando no tiene nada que hacer con las manos en un momento así. Pegué un grito y escuché. A lo lejos, no sé dónde, oí otro grito apagado y me animé algo. Fui allá a toda velocidad, escuchando atento por si lo volvía a oír. La siguiente vez que lo oí, vi que no me dirigía hacia él, sino hacia su derecha, y a la próxima hacia su izquierda, y tampoco avanzaba mucho, porque yo iba dando vueltas de acá para allá, mientras que aquella voz bajaba recta todo el tiempo.

Lo que yo quería era que al muy tonto se le ocurriera empezar a dar golpes seguidos en una sartén, pero no se le ocurrió, o a lo mejor sí, y lo que me preocupaba eran los silencios entre los gritos. Bueno, seguí adelante y en seguida oí el grito detrás de mí. Ahora sí que estaba yo hecho un lío. O había otra persona gritando o yo había dado la vuelta del todo.

Dejé el remo. Volví a oír el grito; seguía por detrás de mí, pero en un sitio distinto; sonaba una vez tras otra y siempre cambiaba de lugar, y yo seguía respondiendo, hasta que por fin volvió a quedar por delante de mí, y comprendí que la corriente le había dado la vuelta a la canoa al avanzar aguas abajo y que yo iba bien si es que era Jim y no otro balsero que pegaba gritos. Yo no entendía nada de las voces en la niebla, porque en una niebla no hay nada que parezca ni suene natural.

Siguieron los gritos y al cabo de un minuto o así me encontré bajando a toda velocidad frente a una orilla empinada y llena de fantasmas borrosos de grandes árboles, y la corriente me lanzó hacia la izquierda y siguió adelante, arrastrando un montón de troncos que bajaban atronando, por la velocidad a que los rompía la corriente. Al cabo de uno o dos segundos no se veía más que una masa blanca, y todo había quedado en silencio. Entonces me quedé sentado, totalmente inmóvil, escuchando los latidos de mi corazón, y creo que no respiré ni una sola vez en cien latidos.

Entonces renuncié. Sabía lo que pasaba. Aquella orilla empinada era una isla, y Jim había pasado al otro lado de ella. No era como una barra de arena que se podría tardar diez minutos en pasar. Tenía árboles grandes como una isla normal; podría medir cinco o seis millas de largo y más de media de ancho.

Me quedé en silencio, con el oído atento, unos quince minutos, calculo. Naturalmente, seguía flotando río abajo a cuatro o cinco millas por hora, pero en eso nunca piensa uno. No, uno se cree que está totalmente quieto en el agua, y si pasan unos palos al lado no se piensa en lo rápido que va, sino que pega un respiro y dice: «¡Vaya! qué rápido van esos palos». Si alguien se cree que estar solo de noche en medio de una niebla así no resulta de lo más triste y terrible, que lo pruebe una sola vez y se enterará.

Después, durante media hora más o menos, seguí gritando de vez en cuando, hasta que por fin oí una respuesta muy lejos, y traté de seguirla, pero no lo logré, e inmediatamente pensé que me había metido en medio de un laberinto de barras de arena, porque las veía borrosas a los dos lados: a veces con sólo un canal estrecho en medio, y otras que no veía pero sabía que estaban allí porque oía la corriente chocar con viejos troncos secos y con basura que había en las orillas. Bueno, no tardé mucho en dejar de oír los gritos entre las barras de arena y sólo traté de seguirlas un ratito, en todo caso, porque aquello era peor que perseguir un fuego fatuo. En mi vida había oído un ruido tan dificil de seguir ni que cambiara de sitio tantas veces y a tal rapidez.

Cuatro o cinco veces tuve que apartarme a golpes de la orilla para no darme un topetazo con ellas, así que calculé que la balsa debía de estar chocando con la orilla de vez en cuando, porque si no, seguiría avanzando y ya no se la podría oír; era que flotaba un poco más rápido que yo.

Bueno, al cabo de un rato parecía que estaba otra vez en río abierto, pero no se oía ni un grito en ninguna parte. Calculé que a lo mejor Jim se había enganchado con un tronco y que para él había terminado todo. Yo estaba cansadísimo, así que me tiré en el fondo de la canoa y dije que no me iba a molestar más. Claro que no quería dormirme, pero tenía tanto sueño que no podía evitarlo, así que pensé que no me echaría más que una siestecita.

Pero calculo que fue más que una siesta, porque cuando me desperté las estrellas brillaban mucho, la niebla había desaparecido y yo bajaba dando vueltas por una gran curva del río con la popa por delante. Al principio no sabía dónde me encontraba. Creí que estaba soñando, y cuando empezé a recordar las cosas parecía que todo hubiera ocurrido hacía una semana.

Allí el río era monstruosamente grande, con árboles altísimos y muy apretados en las dos orillas; como una muralla sólida, hasta donde se podía ver a la luz de las estrellas. Miré río abajo y vi una mancha negra en el agua. Fui hacia ella, pero cuando llegué no era más que un par de troncos atados. Después vi otra mancha y la perseguí; después otra, y aquella vez acerté: era la balsa.

Cuando llegué, Jim estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, dormido, con el brazo derecho colgando sobre el remo de gobernar. El remo se había roto y la balsa estaba llena de hojas, ramas y tierra. Así que lo había pasado mal.

Amarré y me tumbé en la balsa justo al lado de Jim, y empecé a bostezar y a estirar los brazos junto a él, y voy y digo:

—Hola, Jim, ¿me he dormido? ¿Por qué no me has despertado?

—Dios mío santo, ¿eres tú, Huck? Y no has muerto, no te has ahogado, ¿has vuelto? Es demasiado bonito para ser verdad, mi niño, es demasiado bonito para ser verdad. Déjame que te mire, niño, déjame que te toque. No, no, ¡no has muerto! Has vuelto otra vez, sano y salvo, el mismo Huck de siempre… ¡el mismo Huck de siempre, gracias a Dios!

—¿Qué pasa, Jim? ¿Has bebido?

—¿Bebido? ¿Que si he bebido? ¿He tenido ni un momento para beber?

—Bueno, entonces, ¿por que dices cosas tan raras?

—¿Qué cosas raras digo?

—¿Cuáles? Pero si no haces más que hablar de que he vuelto y todo eso, como si me hubiera ido…

—Huck… Huck Finn, mírame a los ojos, mírame a los ojos. ¿No te has ido?

—¿Ido yo? Pero, ¿de qué diablos hablas? Yo no me he ido a ninguna parte, ¿adónde iba a ir?

—Bueno, mira, jefe, aquí pasa algo. ¿Yo soy yo, o quién soy yo? ¿Estoy yo aquí, o quién es el que está aquí? Eso es lo que quiero saber.

—Bueno, creo que estás aquí, sin duda, pero creo que eres un viejo chiflado.

—Ah, ¿conque sí? Bueno, contéstame a esto: ¿no sacaste el cabo de la canoa para amarrarlo a la barra de arena? —No. ¿Qué barra de arena? No he visto ninguna barra de arena.

—¿Que no has visto ninguna barra de arena? Mira, ¿no se soltó el cable de la balsa y bajó zumbando por el río y te dejó en la canoa detrás, en la niebla?

—¿Qué niebla?

—¡Pues la niebla! La niebla que hemos tenido toda la noche. ¿Y no estuviste pegando gritos y yo lo mismo, hasta que nos tropezamos con unas de las islas y uno de los dos se perdió y el otro como si se hubiera perdido, porque no sabía dónde estaba? ¿Y no estuve yo mirando por un montón de esas islas y lo pasé terrible y casi me ahogué? Dime que no es verdad, jefe, ¿no? Respóndeme a eso.

—Bueno, esto es demasiado para mí, Jim. Yo no he visto ninguna niebla, ni ninguna isla, ni he tenido ningún problema, ni nada. He estado sentado hablando contigo toda la noche hasta que te quedaste dormido hace unos diez minutos y creo que yo también. En ese tiempo no puedes haberte emborrachado, así que lo que pasa es que has estado soñando.

—Dita sea, ¿cómo voy a soñar todo eso en diez minutos? —Bueno, estamos fastidiados, pero sí que lo has soñado, porque no ha pasado nada de eso.

—Pero, Huck, lo veo tan claro como…

—No importa que lo veas claro; no es lo que ha pasado. Lo sé, porque he estado aquí todo el tiempo.

Jim no dijo nada durante unos cinco minutos, sino que se quedó sentado pensándolo. Después va y dice: —Bueno, entonces, calculo que lo he soñado, Huck; pero que me cuelguen si no ha sido el sueño más real que he visto en mi vida. Y nunca había tenido un sueño que me hubiera dejado tan cansado como éste.

—Bueno, es normal, porque a veces los sueños lo cansan a uno como un diablo. Pero éste ha sido un sueño de miedo; cuéntamelo entero, Jim.

Así que Jim se puso a la tarea y me lo contó todo del principio al fin, tal como había pasado, sólo que lo adornó mucho. Después dijo que tenía que ponerse a «terpretarlo», porque era una advertencia. Dijo que la primera barra de arena representaba a un hombre que trataría de hacernos algún bien, pero que la corriente era otro hombre que nos quería apartar de él. Los gritos eran advertencias que nos llegarían de vez en cuando, y si no tratábamos con todas nuestras fuerzas de comprenderlos, entonces nos darían mala suerte, en lugar de apartarnos de ella. El laberinto de barras de arena era por problemas que íbamos a tener con gente de malas pulgas y todo género de gente mala, pero que si nos ocupábamos de nuestros asuntos y no les respondíamos ni les hacíamos enfadarse, entonces saldríamos adelante y nos liberaríamos de la niebla y nos meteríamos en el río grande y claro, que eran los estados libres, y ya no tendríamos más problemas.

Después de mi vuelta a la balsa había oscurecido mucho, pero ahora volvía a aclarar.

—Bueno, ahora ya está todo interpretado hasta el final, Jim —digo yo—, pero, ¿qué representan esas cosas?

Eran las hojas y los restos que había en la balsa y el remo roto. Ahora se veían perfectamente.

Jim miró aquella basura y después me miró a mí y luego otra vez a la basura. Estaba ya tan convencido de que había sido un sueño que no parecía liberarse de él y volver a dejar otra vez las cosas en su sitio. Pero cuando por fin comprendió cuál era la realidad me miró muy fijo sin sonreír en absoluto y dijo:

—¿Qué representan? Voy a decírtelo. Cuando me agoté de tanto trabajar y de llamarte a gritos y me quedé dormido, casi se me partía el corazón porque te habías perdido y ya no me importaba lo que me pasara en la balsa. Y cuando me desperté y volví a verte, sano y salvo, me vinieron las lágrimas y podría haberme puesto de rodillas y besarte los pies, de agradecido que me sentía. Y a ti lo único que se te ocurría era cómo dejar en ridículo al viejo Jim con una mentira. Eso que ves ahí es basura, y basura es lo que es la gente que le mete estupideces en las cabezas a sus amigos y hace que se sientan avergonzados.

Después se levantó muy lento y fue hacia el wigwam y se metió en él sin decir más. Pero bastaba con aquello. Me hizo sentir tan ruin que casi podría haberle besado yo a él los pies para hacerlo cambiar de opinión.

Tardé quince minutos en decidirme a humillarme ante un negro, pero lo hice y después nunca lo lamenté. No hacía más que jugarle malas pasadas, y aquélla no se la habría jugado de haber sabido que se iba a sentir así.


Capítulo 16


Nos pasamos durmiendo casi todo el día y nos pusimos en marcha de noche, un poco detrás de una balsa monstruosamente larga que tardó en pasar tanto como una procesión. Llevaba cuatro remos largos a cada extremo, así que pensamos que probablemente viajarían en ella nada menos que treinta hombres. Tenía a bordo cinco grandes wigwams y una hoguera a cielo abierto en el centro, con un mástil grande de bandera a cada extremo. Resultaba muy elegante. El ir de balsero en una embarcación así significaba algo.

Bajamos a la deriva por una gran curva, la noche se nubló y empezó a hacer mucho calor. El río era muy ancho y estaba rodeado de bosques densísimos a los dos lados; no se veía en ellos ni un claro, ni siquiera una luz. Hablamos de El Cairo y nos preguntamos si lo reconoceríamos cuando llegáramos. Yo dije que no, porque había oído decir que no había más que una docena de casas, y si no tenían luces, ¿cómo íbamos a saber que pasábamos junto a un pueblo? Jim dijo que si allí se reunían los dos grandes ríos, eso nos lo indicaría. Pero yo respondí que podríamos pensar que estábamos pasando por el extremo de una isla y volviendo al mismo río de siempre. Aquello inquietó a Jim, y a mí también. Así que la cuestión era, ¿qué hacer? Yo dije que remar, remar a la costa en cuanto viéramos la primera luz y decirles que detrás venía padre, en una chalana mercante, y que era un novato en estas cosas y quería saber cuánto faltaba para El Cairo. Jim pensó que era una buena idea, así que nos pusimos a fumar para celebrarlo y nos dedicamos a esperar.

Ahora no quedaba nada que hacer más que estar muy atentos al pueblo y no pasar sin verlo. Jim dijo que estaba segurísimo de verlo, porque en cuanto lo viera sería hombre libre, pero si no lo veía, era que volvía a estar en zona de esclavitud y ya no llegaría a la libertad. A cada momento se ponía en pie de un salto y gritaba:

—¡Ahí está!

Pero no estaba. Eran fuegos fatuos o luciérnagas, así que volvía a sentarse y a observar igual que antes. Jim decía que el estar tan cerca de la libertad le hacía temblar y sentirse febril. Bueno, yo puedo decir que a mí también me hacía temblar y sentir fiebre el escucharlo, porque empezaba a darme cuenta de que era casi libre, y, ¿quién tenía la culpa? Pues yo. No podía quitarme aquello de la conciencia, hiciera lo que hiciese. Me preocupaba tanto que no podía descansar; no me podía quedar tranquilo en un sitio. Hasta entonces nunca me había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Pero ahora sí, y no paraba de pensarlo y cada vez me irritaba más. Traté de convencerme de que no era culpa mía porque no era yo quien había hecho a Jim escaparse de su legítima propietaria, pero no valía de nada, porque la conciencia volvía y decía cada vez: «Pero sabías que huía en busca de la libertad y podías haber ido a remo a la costa y habérselo dicho a alguien». Era verdad: aquello no había forma de negarlo. Ahí me dolía. La conciencia me decía: «¿Qué te había hecho la pobre señorita Watson para que vieras a su negro escaparse delante mismo de ti y no dijeras ni una sola palabra? ¿Qué te había hecho aquella pobre anciana para tratarla tan mal? Pues había tratado de que te aprendieras tu libro, había tratado de enseñarte modales, había tratado de que fueras bueno por todos los medios que ella conocía. Eso es lo que había hecho».

Me sentí tan mal y tan desgraciado que casi deseaba haberme muerto. Me paseé arriba y abajo de la balsa, insultándome para mis adentros, y Jim se paseaba arriba y abajo frente a mí. Ninguno de los dos podía quedarse quieto. Cada vez que él pegaba un salto y decía: «¡Eso es El Cairo!» era como si me pegaran un tiro, y pensaba que si era El Cairo, me iba a morir del horror.

Jim hablaba en voz alta todo el tiempo mientras que yo hablaba solo. Según él, lo primero que haría cuando llegase a un estado libre sería ahorrar dinero y no gastarse ni un centavo, y cuando tuviera bastante compraría a su mujer, que era esclava en una granja cerca de donde vivía la señorita Watson, y después trabajarían los dos para comprar a sus dos hijos, y si el dueño de éstos no los quería vender, conseguirían que un abolicionista fuera a robarlos.

Al oír aquellas cosas casi se me helaba la sangre. Antes jamás se habría atrevido a decir todo aquello. Así era como había cambiado en cuanto pensó que casi era libre. Es lo que dice el dicho: «Dale a un negro la mano y se toma el codo». Yo pensaba: «Esto es lo que me pasa por no pensar». Ahí estaba aquel negro, al que prácticamente había ayudado yo a escaparse, que decía con toda la cara que iba a robar a sus hijos: unos niños que pertenecían a un hombre a quien yo ni siquiera conocía; un hombre que nunca me había hecho ningún daño.

Lamentaba oírle aquello, porque se rebajaba. Mi conciencia me empezó a doler más que nunca hasta que por fin le dije: «Déjame en paz… todavía no es demasiado tarde; en cuanto se haga de día voy a tierra y lo digo». Inmediatamente me sentí tranquilo y feliz y ligero como una pluma. Habían desaparecido todos mis problemas. Volví a mirar muy atentamente si había una luz, canturreando para mis adentros. Al cabo de un rato se vio una. Jim gritó:

—¡Estamos a salvo, Huck, estamos a salvo! ¡Levántate y salta de alegría! ¡Por fin es El Cairo, estoy seguro!

Y yo voy y digo:

—Bien, voy a ir a ver con la canoa. Ya sabes, a lo mejor no es.

De un salto preparó la canoa y puso en el fondo su viejo capote para que me sentara en él, me dio el remo y cuando salí me dice:

—Dentro de poco estaré gritando de alegría y diré que todo es gracias a Huck; soy un hombre libre y nunca lo habría podido ser de no haber sido por Huck; ha sido Huck. Jim no lo olvidará nunca, Huck; eres el mejor amigo que ha tenido Jim en su vida y eres el único amigo que tiene ahora el viejo Jim.

Yo iba remando a toda prisa para delatarlo; pero cuando dijo aquello pareció que me quitase todas las fuerzas. Empecé a ir más lento y no estaba muy seguro de sentirme tan contento de haberme puesto en marcha. Cuando estaba a quinientas yardas, Jim va y dice:

—Ahí va mi fiel Huck; el único caballero blanco que ha cumplido sus promesas al viejo Jim.

Bueno, casi me pongo malo. Pero me dije: «Tengo que hacerlo; no puedo dejar de hacerlo». Justo entonces apareció un bote con dos hombres que llevaban escopetas y se pararon, y también yo. Uno de ellos va y dice:

—¿Qué es eso de ahí?

—Pues una balsa —contesté.

—¿Vas tú en ella?

—Sí, señor.

—¿Y van hombres en ella?

—Sólo uno, caballero.

—Bueno, pues hay cinco negros que se escaparon esta noche de allá arriba, donde está la curva. Tu hombre, ¿es blanco o negro?

No respondí inmediatamente. Lo intenté, pero no me salían las palabras. Traté un segundo o dos de hacer fuerzas y decirlo, pero no fui lo bastante hombre: estuve más cobarde que un conejo. Vi que no tenía fuerzas, así que dejé de intentarlo, yvoyy digo:

—Es blanco.

—Creo que vamos a verlo nosotros mismos.

—Ojalá —dije yo—, porque es padre el que va ahí y a lo mejor me ayudan ustedes a remolcar la balsa a tierra donde está esa luz. Está malo, y lo mismo les pasa a madre y a Mary Ann.

—¡Qué diablos! Tenemos prisa, chico. Pero supongo que es nuestro deber. Vamos, dale al remo y vamos allá. Agarré la paleta y ellos sus remos. Al cabo de un par de remadas les digo:

—Padre les estará muy agradecido, eso seguro. Cuando digo a alguien que me ayude a remolcar la balsa a tierra todo el mundo se va y yo solo no puedo.

—Pues vaya gente más mezquina; pero, qué raro. Oye, chico, ¿qué le pasa a tu padre?

—Es … aaa… laaa… bueno, no es nada grave.

Dejaron de remar. Ya estábamos muy cerca de la balsa. Uno va y dice:

—Chico, estás mintiendo. ¿Qué le pasa a tu padre? Responde la verdad, que más te vale.

—Sí, señor, de verdad que sí…, pero, por favor no nos abandonen. Es la… laaa… caballeros, si se acercan un poco y me dejan que les eche la amarra no tienen que acercarse a la balsa; por favor.

—¡Vamos atrás, John, vamos atrás! —dijo uno de ellos. Retrocedieron—. No te acerques, chico; manténte a sotavento. Maldita sea, sólo falta que nos la haya traído el viento. Tu padre tiene la viruela y tú lo sabes de sobra. ¿Por qué no lo dijiste a la primera? ¿Quieres que se le contagie a todo el mundo?

—Bueno —respondí yo lloriqueando—, es lo que les he dicho a todos antes y se iban y nos dejaban.

—Pobre diablo, no te falta razón. Lo sentimos mucho por vosotros pero es que… bueno, maldita sea, no queremos que nos dé la viruela, compréndelo. Mira, voy a decirte lo que puedes hacer. No trates de atracar tú solo o lo destrozarás todo. Sigue flotando río abajo unas veinte millas y llegarás a un pueblo al lado izquierdo del río. Para entonces ya habrá amanecido del todo, y cuando pidas ayuda diles que tu familia entera tiene escalofríos y fiebre. No vuelvas a hacer el tonto y dejar que la gente se suponga lo que pasa. Estamos tratando de hacerte un favor, así que sé bueno y vete veinte millas más allá. No te valdría de nada atracar donde está la luz: no es más que una serrería. Oye, calculo que tu padre es pobre y desde luego que está teniendo mala suerte. Mira, voy a poner una moneda de oro de veinte dólares en esta tabla y cuando flote a tu lado la recoges. No es que me guste dejarte, pero ¡qué diablos!, con la viruela no se juega, ¿comprendes?

—Espera, Parker —dijo el otro—, ten otros veinte para poner también en la tabla. Adiós, chico; haz lo que te ha dicho el señor Parker y seguro que todo os irá bien.

—Exactamente, chico; adiós, adiós. Si ves negros fugitivos, busca quien te ayude a atraparlos y sacarás algo de dinero.

—Adiós, caballero —respondí—; no dejaré que se me escape ningún negro fugitivo si puedo evitarlo.

Se marcharon y yo volví a subirme en la balsa, sintiéndome malo y traidor, porque sabía muy bien que había hecho mal, y veía que de nada valía que intentase aprender a hacer bien las cosas; cuando alguien no empieza bien cuando es pequeño no hay nada que hacer: cuando llega el momento no tiene en qué apoyarse y que lo mantenga, así que siempre pierde. Después lo pensé un minuto y me dije: «Un momento; supongamos que hubieras hecho bien y hubieras entregado a Jim, ¿te sentirías mejor que ahora? No», me dije, «me sentiría mal, me sentiría igual que ahora. Bueno, entonces», me dije, «¿de qué sirve aprender a hacer bien las cosas cuando tienes problemas si las haces bien y ningún problema si las haces mal y el resultado es siempre el mismo?» Estaba atrapado. No podía responder a aquello. Así que pensé que no me seguiría preocupando del asunto, y a partir de entonces siempre hago lo que me parece mejor en cada momento.

Entré en el wigwam; allí no estaba Jim. Miré en mi derredor y no lo vi por ninguna parte. Grité:

– ¡Jim!

—Aquí estoy, Huck. ¿Ya no se les ve? No hables en voz alta.

Estaba en el agua, bajo el remo de proa, sin sacar más que la nariz. Le dije que ya no se los veía, así que subió a bordo. Me contó:

—He estado escuchando esa conversación y me metí en el agua y me iba a ir a la costa si subían. Después iba a volver a la balsa cuando se hubieran ido. Pero, ¡señor, cómo les has engañado, Huck! ¡Has sido de lo más astuto! Te digo chico que estoy seguro de que has salvado al viejo Jim… El viejo Jim no lo va a olvidar nunca, mi niño.


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