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Las aventuras de Huckleberry Finn
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Автор книги: Марк Твен



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Capítulo 39



Por la mañana fuimos al pueblo, compramos una ratonera de alambre, la llevamos a casa y destapamos el mejor de los agujeros de las ratas, y al cabo de una media hora ya habíamos metido en la ratonera quince de las mejores; después la agarramos y la pusimos a salvo debajo de la cama de tía Sally. Pero mientras estábamos buscando arañas, el pequeño Thomas Franklin Benjamin Jefferson Elexander Phelps la encontró y abrió la portezuela para ver si salían las ratas, y salieron, y cuando volvimos la tía Sally estaba subida en la cama armando la de todos los diablos mientras las ratas hacían todo lo que podían para que no se aburriera. Entonces nos sacudió con el palo y tardamos por lo menos otras dos horas en atrapar otras quince o dieciséis, por culpa de aquel tonto de crío, y tampoco eran las mejores, porque el primer cargamento había sido inmejorable. En mi vida he visto un grupo de ratas mejor que el de aquel primer cargamento.

Conseguimos una variedad espléndida de arañas, escarabajos, ranas y orugas, entre una cosa y otra, y casi nos llevamos un nido de avispas, pero no lo conseguimos. La familia estaba en casa. No renunciamos inmediatamente, sino que aguantamos todo lo que pudimos, porque intentamos cansarlas o que nos cansaran a nosotros, como ocurrió al final. Entonces nos fuimos a poner una pomada en las picaduras y casi volvimos a quedar bien, aunque no podíamos sentarnos a gusto. Luego salimos a buscar las serpientes y agarramos un par de docenas de serpientes de agua y de serpientes domésticas y las pusimos en un saco en nuestra habitación, con lo que dio la hora de la cena después de un día entero de trabajo; ¿que si teníamos hambre? ¡No, naturalmente que no! Cuando volvimos no quedaba ni una maldita serpiente; no habíamos atado bien el saco y no sé cómo habían encontrado la salida y se habían ido. Pero no importaba mucho, porque tenían que seguir por alguna parte de la casa. Así que pensamos que ya las volveríamos a encontrar. No, durante muchos días no escasearon las serpientes en aquella casa. Se las veía colgando de las vigas y otras veces metidas en algún sitio, y generalmente se le caían a uno en el plato o se le metían por el cuello, casi siempre donde no era apetecible. Bueno, eran todas muy bonitas con sus rayas y todo, y aunque hubiera un millón no le habrían hecho daño a nadie, pero eso a la tía Sally no le importaba; le daban asco las serpientes, fueran de la raza que fuesen, y no las aguantaba en ninguna forma, y cada vez que se le caía una encima, estuviera haciendo lo que fuese, dejaba de hacerlo y se iba corriendo. Nunca he visto una mujer así; se oían sus gritos hasta Jericó. Ni siquiera era capaz de agarrar una con las tenazas. Si se daba la vuelta y se encontraba con una en la cama echaba a correr y se ponía a pegar gritos de forma que daba la impresión de que se había incendiado la casa. Fastidiaba tanto al viejo que dijo que casi le daban ganas de que no se hubieran creado las serpientes. Pero hombre, si después de que ya no quedara ni una sola en la casa desde hacía una semana la tía Sally todavía no se había repuesto; tan asustada seguía que cuando estaba sentada pensando en algo, si le tocaba uno en la nuca con una pluma pegaba un salto que se salía de los zapatos. Era muy curioso. Pero Tom dijo que todas las mujeres eran iguales. Dijo que por algún motivo u otro estaban hechas así.

Nos daba una paliza cada vez que se encontraba con una de las serpientes, y decía que eso no era nada en comparación con lo que nos iba a hacer si le volvíamos a llenar la casa de ellas. Las palizas no me importaban, porque en realidad no eran nada, pero sí me importaba lo difícil que nos resultó encontrar otro montón. Pero las conseguimos, junto con los demás bichos, y en vuestra vida habéis visto una cabaña tan animada como la de Jim cuando todas salían a oír la música y se acercaban a él. A Jim no le gustaban las arañas y a las arañas no les justaba Jim; así que se quedaban esperando y después le hacían la vida imposible. Y él decía que entre las ratas y las serpientes y la rueda de molino casi no le quedaba sitio en el catre, y en lo que le quedaba no se podía dormir, porque aquello no paraba, y que aquello no paraba porque ellas nunca dormían todas al tiempo, sino que hacían turnos, de forma que cuando se dormían las serpientes estaban de guardia las ratas y cuando se acostaban las ratas les tocaba de guardia a las serpientes, así que siempre tenía un montón de bichos debajo de él y el otro montón haciendo un circo encima, y si se levantaba para buscar un sitio nuevo las arañas se le echaban encima al hacer el cambio. Dijo que si alguna vez se escapaba, no volvería a ser prisionero ni aunque le pagaran un sueldo.

Bueno, al cabo de tres semanas todo estaba en perfecta forma. La camisa le había llegado en seguida dentro de un pastel, y cada vez que una rata mordía a Jim éste se levantaba y escribía algo en el diario mientras la tinta estaba fresca; las plumas estaban hechas, las inscripciones y todo lo demás se había quedado ya grabado en la piedra; la pata del catre estaba serrada en dos y nos habíamos comido el serrín, que nos dio un dolor de estómago de miedo. Creíamos que nos moriríamos todos, pero no. Era el serrín más indigesto que he visto en mi vida, y Tom decía lo mismo. Pero también decía que teníamos todo el trabajo hecho, por fin, aunque estábamos todos agotados, sobre todo Jim. El viejo había escrito dos veces a la plantación al sur de Orleans para que fueran a buscar a su negro fugitivo, pero no había recibido respuesta, porque esa plantación no existía, así que dijo que pondría un anuncio sobre Jim en los periódicos de Saint Louis y de Nueva Orleans, y cuando mencionó los de Saint Louis me dieron escalofríos y vi que no teníamos tiempo que perder. Tom dijo que había llegado el momento de las cartas nónimas.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Advertencias a la gente de que va a pasar algo. Unas veces se hace de una forma y otras de otra. Pero siempre hay algún espía que advierte al gobernador del castillo. Cuando Luis XVI se iba a escapar de las Telerías, fue una criada. Así está muy bien, y las cartas nónimas también. Haremos las dos cosas. Lo normal es que la madre del prisionero se cambie de ropa con ellas y se quede dentro del castillo, y él saldrá vestido con la ropa de la madre. Vamos a hacerlo también.

—Pero, oye, Tom, ¿para qué queremos avisar a nadie de que va a pasar algo? Que se enteren ellos solos, es cosa suya.

—Sí, ya lo sé. Pero no puedes contar con ellos. Es lo que han hecho desde el principio: nos han dejado que lo hagamos todo nosotros. Están tan confiados y tan atontados que ni siquiera se fijan en nosotros. Así que si no se lo avisamos, no habrá nada ni nadie que se entrometa, y después de todo el trabajo y de lo que nos hemos preocupado con esta fuga, saldrá como si no hubiera pasado nada; no tendrá ningún valor… ¡No llamará la atención!

—Pues lo que es por mí, Tom, eso es lo mejor.

—¡Caray! —exclamó, con aire de desagrado, así que le dije:

—Pero no voy a quejarme. Lo que tú decidas vale para mí. ¿De dónde vamos a sacar a la criada?

—Eso te toca a ti. Te cuelas en mitad de la noche y te llevas el vestido de esa chica de piel clara.

—Pero, Tom, entonces tendrá problemas por la mañana, porque puede que no tenga otro.

—Ya lo sé, pero no te hace falta más que un cuarto de hora para llevar la carta nónima y meterla por debajo de la puerta principal.

—Entonces, muy bien, de acuerdo; pero igual la podría llevar sin cambiarme de ropa.

—Entonces no parecerías una criada, ¿no?

—No, pero de todas formas nadie va a ver lo que parezco o dejo de parecer.

—Eso no tiene nada que ver. Lo que importa es que cumplamos con nuestro deber y no nos preocupemos de si alguien nos ve hacerlo o no. ¿Es que no tienes principios?

—Muy bien, no digo nada; yo soy la criada. ¿Quién es la madre de Jim?

—La madre soy yo. Me pondré un vestido de la tía Sally.

—Bueno, entonces tendrás que quedarte en la cabaña cuando nos marchemos Jim y yo.

—No mucho tiempo. Rellenaré de paja la ropa de Jim y la dejaré en la cama en representación de su madre disfrazada; Jim me quitará a mí el vestido de la negra, se lo pondrá y nos evadiremos juntos. Cuando un prisionero fino se escapa, se llama una evasión. Por ejemplo, es lo que dicen siempre cuando se escapa un rey. Y lo mismo pasa con el hijo de un rey; no importa que sea un hijo natural o antinatural.

Así que Tom escribió la carta nónima y aquella noche yo robé el vestido de la chica de color claro, me lo puse y metí por debajo de la puerta principal lo que me había dicho Tom. Decía:


«Cuidado. Se acercan problemas. Estad muy atentos.


UN AMIGO DESCONOCIDO»


A la noche siguiente clavamos en la puerta principal un dibujo de una calavera y unas tibias que hizo Tom con sangre, y a la otra noche clavamos en la puerta de atrás otro dibujo de un ataúd. Jamás había visto a una familia tan asustada. No podían haber estado más asustados aunque la casa se hubiera llenado de fantasmas esperándolos detrás de cada mueble y debajo de las camas o flotando en el aire. Si una puerta daba un portazo, la tía Sally pegaba un salto y decía «¡ay!», y si caía algo, pegaba un salto y decía «¡ay!», y cuando uno la tocaba antes de que ella se diera cuenta, hacía lo mismo; no podía mirar a un lado y quedarse satisfecha, porque decía que siempre había algo detrás de ella, así que se pasaba el tiempo dándose la vuelta de repente y diciendo «¡ay!», y antes de terminar de darse la vuelta se volvía a retorcer y decía lo mismo, y le daba miedo acostarse, pero tampoco se atrevía a quedarse sentada. Así que las cosas marchaban muy bien, dijo Tom; según él, nunca había visto nada igual de bien. Comentó que en eso se veía las cosas bien hechas.

Así que, dijo, ¡a ponerlo todo en marcha! Así que a la mañana siguiente, justo al amanecer, preparamos otra carta, y estábamos pensando cuál era la mejor forma de entregarla, porque a la hora de cenar les habíamos oído decir que iban a poner a un negro de guardia en cada puerta toda la noche. Tom se bajó por el pararrayos para ver cómo estaban las cosas, y como el negro de la puerta trasera estaba dormido se la metió en la camisa por detrás y volvió. La carta decía:


«No me traicionen, deseo ser su amigo. Hay una banda desperada de asesinos del territorio indio que van a robarles su negro fugitivo esta noche, y han intentado meterles miedo para que se queden en casa y no les molesten. Yo soy de la banda, pero me he arrepentido y quiero dejarla y volver a llevar una vida honrada y quiero traicionar sus proyectos infernales. Llegarán a medianoche exacta desde el norte, junto a la valla, con una llave falsa, e irán a la cabaña del negro para llevárselo. Yo tengo que quedarme atrás y tocar una corneta si veo que hay peligro, pero lo que voy a hacer es balar como una oveja en cuanto lleguen y no tocar la corneta; entonces, mientras le quitan las cadenas, ustedes pueden ir a dejarlos encerrados y matarlos cuando quieran. No hagan más que lo que les digo yo; porque si no seguro que sospechan algo y organizan un desastre. No deseo ninguna recompensa, sino saber que he actuado bien.


UN AMIGO DESCONOCIDO»


Capítulo 40


Después de desayunar nos sentíamos tan bien que sacamos la canoa para ir a pescar al río, con unos bocadillos, y nos divertimos mucho; fuimos a donde estaba la balsa, vimos que estaba bien y llegamos a casa tarde para la cena, y los vimos tan asustados y preocupados que ya ni sabían a dónde mirar y nos obligaron a irnos a la cama en cuanto terminamos de cenar sin decirnos lo que pasaba, ni palabra de la nueva carta, pero no hacía falta, porque estábamos más enterados que nadie, y en cuanto subimos la mitad de la escalera y la tía Sally se dio la vuelta nos fuimos a la alacena del sótano, sacamos abundante comida, la subimos a nuestra habitación y nos acostamos. Hacia las once y media nos levantamos y Tom se puso el vestido de la tía Sally que había robado para irse con la comida, pero dijo:

—¿Dónde está la mantequilla?

—Saqué un buen pedazo —dije– en un trozo de pan de borona.

—Bueno, pues la dejaste ahí puesta; aquí no está.

—Podemos pasar sin ella —respondí.

—También podemos pasar con ella —dijo él—, así que vuelve al sótano y tráela. Después te bajas por el pararrayos y te vienes. Voy a poner la paja en la ropa de Jim para que represente a su madre disfrazada y estar listo para balar como una oveja y largarnos en cuanto llegues tú.

Así que se marchó y yo me fui al sótano. El trozo de mantequilla, del tamaño de un puño, estaba donde lo había dejado, así que me fui con el trozo de pan de borona donde lo había puesto y subí al piso principal, pero apareció la tía Sally con una vela y yo lo metí todo en el sombrero y me lo calé en la cabeza. Cuando me vio dijo inmediatamente:

—¿Has bajado al sótano?

—Sí, señora.

—¿Qué estabas haciendo allí?

—Nada.

—¡Nada!

—No, señora.

—Bueno, entonces, ¿qué es lo que te ha dado para bajar a estas horas de la noche?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? No me digas esas cosas, Tom. Quiero saber lo que estabas haciendo ahí abajo.

—No estaba haciendo nada, tía Sally. Que me muera si no es verdad.

Calculé que ahora me dejaría marchar, y en general es lo que habría hecho, pero supongo que estaban pasando tantas cosas raras que todo lo que no fuera transparente como un cristal le ponía nerviosa, así que va y dice, muy decidida:

—Entra ahí en la sala y quédate hasta que vuelva yo. Has ido a hacer algo que no debías y te apuesto a que me entero de lo que era antes de haber terminado contigo.

Así que se marchó mientras yo abría la puerta y entraba en la sala. ¡Dios mío, cuánta gente había allí! Quince labradores, y cada uno de ellos con un arma. Me sentí de lo más mal, me dejé caer en una silla y me quedé sentado. También ellos estaban sentados, algunos hablando un poco, en voz baja, y todos inquietos y nerviosos, tratando de fingir que no lo estaban; pero yo sabía que sí porque no hacían más que quitarse los sombreros y volvérselos a poner, rascarse las orejas y cambiar de asiento y abrocharse y desabrocharse. Yo tampoco estaba tranquilo, pero de todas formas no me quité el sombrero.

Lo que me apetecía era que llegara la tía Sally y me diera la paliza para acabar con el asunto, si quería, y me dejara marcharme a decirle a Tom cómo habíamos exagerado todo y en menudo avispero que nos habíamos metido, de forma que pudiésemos dejar de hacer el tonto y largarnos con Jim antes de que a aquellos palurdos se les acabara la paciencia y se nos echaran encima.

Por fin llegó y empezó a hacerme preguntas, pero yo no podía contestarlas a derechas y no sabía qué decir, porque aquellos hombres estaban tan nerviosos que algunos querían empezar inmediatamente y lanzarse encima de aquellos bandoleros, porque como decían no faltaban más que unos minutos para la medianoche, mientras otros trataban de frenarlos y esperar a que llegara el balido; mientras tanto, allí estaba la tía Sally venga de hacer preguntas, y yo todo tembloroso y a punto de desmayarme de miedo que tenía, y cada vez hacía más calor y la mantequilla estaba empezando a derretirse y a correrme por el cuello y por detrás de las orejas, hasta que uno de aquéllos va y dice:

—Yo estoy por ir primero a la cabaña inmediatamente y agarrarlos allí cuando lleguen.

Casi me desmayé y me goteó un chorro de mantequilla por la frente. Cuando la tía Sally lo vio se puso blanca como una sábana, y va y dice:

—Por el amor del cielo, ¿qué le pasa a este chico? ¡Seguro que tiene la fiebre cerebral y se le están saliendo los sesos! Todo el mundo vino corriendo a ver qué pasaba, ella me quitó el sombrero y con él salió el pan y lo que quedaba de la mantequilla; entonces me abrazó, diciendo: —¡Qué susto me has dado! Y cuánto me alegro de que no sea nada peor, porque no tenemos más que problemas, y es que las desgracias nunca vienen solas, y cuando he visto eso creí que te ibas a morir, porque imaginaba por el color que era como si los sesos se te fueran a … Dios mío, Dios mío, ¿por qué no me dijiste lo que habías bajado a buscar? No me habría importado. ¡Ahora vete a la cama y que no te vuelva yo a ver hasta mañana!

Subí las escaleras en un segundo, bajé por el pararrayos en otro y busqué el cobertizo en medio de la oscuridad. Casi no podía ni hablar de preocupado que estaba, pero le dije a Tom lo más rápido que pude que teníamos que largarnos sin perder ni un minuto: ¡la casa estaba llena de hombres armados!

Le brillaron mucho los ojos, y va y dice:

—¡No! ¿De verdad? ¡Hombre, Huck, si tuviéramos que hacerlo otra vez, seguro que hacíamos venir a doscientos! Si pudiéramos aplazarlo…

—¡Rápido! ¡Rápido! —contesté—. ¿Dónde está Jim?

—Ahí a tu lado; si alargas el brazo lo puedes tocar. Ya está vestido y todo lo demás está. Podemos irnos y dar la señal del balido.

Pero entonces oímos las pisadas de los hombres que se acercaban a la puerta y el ruido que hacían al abrir el candado y que uno de ellos decía:

—Os he dicho que era demasiado temprano; no han llegado: la puerta está cerrada. Vamos, algunos de vosotros vais a la cabaña, los esperáis en la oscuridad y los matáis cuando lleguen, y el resto os dispersáis por ahí y ponéis atención para oírlos llegar.

Así que entraron, pero en la oscuridad no nos podían ver y casi todos nos pisaron mientras nosotros tratábamos de meternos debajo de la cama. Pero conseguimos meternos allí y salir por el agujero, rápido pero sin hacer ruido. Jim primero, yo después y Tom el último, que era lo que había ordenado Tom. Ya estábamos en el cobertizo y oímos las pisadas de los que andaban al lado. Así que nos arrastramos hasta la puerta y Tom nos paró allí y se puso a mirar por la grieta, pero no veía nada de oscuro que estaba, y nos susurró que escucharía hasta que los pasos se alejaran más, y cuando nos diera un codazo Jim tenía que salir el primero y él el último. Así que arrimó la oreja a la grieta y escuchó, escuchó y escuchó, y los pasos seguían dando vueltas al lado todo el tiempo; por fin nos dio un codazo y nos marchamos doblados en dos, sin respirar ni hacer el menor ruido, avanzando a escondidas en fila india hacia la valla hasta que llegamos allí y Jim y yo la saltamos; pero Tom se enganchó los pantalones en una astilla que había en el tronco de arriba, así que tuvo que tirar para soltarse, de forma que la astilla se le rompió e hizo un ruido, y cuando se dejó caer para seguirnos, alguien gritó:

—¿Quién va? ¡Responde o disparo!

Pero no respondimos; nos pusimos en pie y echamos a correr. Entonces oímos unas carreras y un ¡bang, bang, bang!, y, ¡cómo silbaban las balas! Les oímos gritar:

—¡Ahí están! ¡Van al río! ¡A seguirlos, muchachos, y soltad los perros!

Así que se echaron a correr a toda velocidad. Los oíamos bien porque llevaban botas y pegaban gritos, pero nosotros ni llevábamos botas ni gritábamos. íbamos camino del molino, y cuando se nos acercaron mucho nos metimos entre las matas, dejamos que pasaran y luego nos pusimos detrás de ellos. Habían tenido a los perros bien callados para que no asustaran a los ladrones, pero ahora ya los habían soltado y llegaban haciendo tanto ruido que era como si fueran un millón, pero eran los nuestros, así que nos paramos hasta que nos alcanzaron, y cuando vieron que no éramos más que nosotros y que no les ofrecíamos ninguna aventura, se limitaron a saludar y salieron corriendo hacia donde sonaban los ruidos y los gritos, y nosotros volvimos a remontar hacia el río, corriendo detrás de ellos hasta que casi llegamos al molino y luego salimos entre los arbustos adonde estaba atada mi canoa, nos metimos en ella y echamos a remar como locos hacia mitad del río, sin hacer más ruido que el necesario. Luego pusimos la proa con toda tranquilidad hacia la isla donde estaba mi balsa y los oímos gritarse y ladrarse los unos a los otros ribera arriba, hasta que estábamos tan lejos que los ruidos fueron apagándose y desapareciendo. Cuando llegamos a la balsa, voy y digo:

—Ahora, viejo Jim, vuelves a estar libre, y te apuesto a que nunca volverás a ser esclavo.

—Y lo habéis hecho muy bien, Huck; estuvo muy bien planeado y muy bien hecho y no hay naide en el mundo que pueda hacer un plan tan complicado y espléndido como éste.

Todos estábamos muy contentos, pero Tom el más contento de todos porque le habían dado un balazo en una pantorrilla.

Cuando Jim y yo nos enteramos no nos sentimos tan contentos como antes. Le hacía mucho daño y sangraba, así que lo tendimos en el wigwam y desgarramos una de las camisas del duque para vendarlo, pero él va y dice:

—Dadme esas tiras; lo puedo hacer yo solo. Ahora no paréis, no os quedéis por aquí, con una evasión que va tan bien. ¡A los remos y en marcha! ¡Muchachos, ha salido estupendo! De verdad que sí. Ojalá nos hubieran encargado a nosotros la evasión de Luis XVI, y entonces en su biografía no habrían escrito eso de «Hijo de San Luis, asciende al cielo»; no, señor; le habríamos hecho cruzar la frontera, eso es lo que habríamos hecho con él y además con toda facilidad: ¡a los remos… a los remos!

Pero Jim y yo estábamos consultándonos, y pensando, y al cabo de un minuto o así voy y digo:

—Dilo tú, Jim.

Y él dice:

—Bueno, esto es lo que me parece a mí, Huck: si fuera él al que estábamos liberando y le pegasen un tiro a uno de los muchachos, ¿diría él: «Adelante, salvadme y no penséis en un médico para salvar a ese otro»? ¿Haría eso el sito Tom Sawyer? ¿Diría eso? ¡Puedes apostar a que no! Bueno, entonces, ¿vas a decirlo, Jim? No, señor, yo no doy un paso fuera de aquí sin un médico; aunque tardemos cuarenta años.

Yo ya sabía que por dentro era blanco y calculaba que iba a decir lo que había dicho, así que ahora todo estaba bien y le dije a Tom que iba a buscar a un médico. Se puso a armar un jaleo, pero Jim y yo nos pusimos firmes y no quisimos ceder; así que él dijo que se apearía y que desamarraría la balsa él solo; pero no le dejamos. Después nos echó una bronca, pero no valió de nada.

Así que cuando me vio que estaba preparando la canoa dijo:

—Bueno, entonces, si tenéis que ir, os voy a decir lo que debéis hacer cuando lleguéis al pueblo. Cerráis la puerta y le vendáis los ojos al médico bien vendados y le hacéis jurar que sus labios están sellados; le dais una bolsa llena de monedas de oro y después lo sacáis y os lo lleváis haciéndole dar vueltas por todas las callejas en la oscuridad. Luego lo traéis aquí en la canoa, dando vuelta entre las islas, lo registráis y le quitáis la tiza y no se la devolvéis hasta que haya vuelto al pueblo, porque, si no, marcará la balsa con tiza para volverla a encontrar. Es lo que hacen todos.

Así que le dijimos que lo haríamos y nos marchamos, y Jim tenía que esconderse en el bosque cuando viera venir al médico hasta que volviera a marcharse.


Capítulo 41


El médico era viejo; un anciano muy simpático y amable. Cuando lo desperté le dije que mi hermano y yo estábamos en la Isla Española de caza ayer por la tarde y habíamos acampado en un trozo de balsa que encontramos, pero que, hacia medianoche, debía de haberle dado un golpe a la escopeta mientras soñaba, porque se había disparado y le había dado en la pierna. Queríamos que fuese a curársela sin decir nada ni comentárselo a nadie, porque pretendíamos volver a casa aquella tarde para sorprender a la familia.

—¿De qué familia sois? —pregunta.

—De la familia Phelps, río abajo.

—Ah —dice, y al cabo de un minuto repite—: ¿Cómo dices que se pegó un tiro?

—Tuvo un sueño y se disparó —le respondí.

—Extraño sueño —comentó.

Así que encendió el farol, agarró el botiquín y nos pusimos en marcha. Pero cuando vio la canoa no le gustó; dijo que estaba muy bien para una persona, pero que no parecía segura para dos. Y yo voy y digo:

—Ah, no tenga usted miedo, señor, nos llevó a los tres con toda facilidad.

—¿Qué tres?

—Pues a mí y a Sid… y… y las escopetas; eso quería decir.

—Ah.

Pero puso el pie en la regala y la hizo moverse, meneó la cabeza y dijo que buscaría otra mayor. Pero todas estaban con cadena y candado, así que se metió en mi canoa y dijo que esperase hasta que volviera, o que si no podía seguir buscando, o que quizá más valiera que volviese a casa y preparase a la familia para la sorpresa, si es lo que quería. Pero le dije que no, así que le expliqué cómo encontrar la balsa y él se puso en marcha.

En seguida se me ocurrió una idea. Me dije: «¿Y si no puede arreglarle la pierna en dos patadas, como dice el dicho? ¿Y si le lleva tres o cuatro días? ¿Qué vamos a hacer? ¿Quedarnos esperando hasta que se lo cuente a alguien? No, señor; ya sé lo que voy a hacer. Esperaré, y cuando vuelva, si dice que tiene que volver, me iré con él aunque sea a nado, lo atamos y nos lo llevamos río abajo, y cuando Tom ya esté curado le pagamos lo que sea, o todo lo que tengamos, y después le dejaremos desembarcar».

Entonces me metí en un montón de leña para dormir algo, y cuando me desperté, el sol ya estaba bien alto. Salí corriendo a casa del médico pero me dijeron que se había ido por la noche y todavía no había vuelto. «Bueno», pensé, «parece que a Tom le va mal, así que me voy derecho a la isla». Y me puse en marcha, pero al dar la vuelta a la esquina casi me doy de frente con el tío Silas. Va y dice:

—¡Hombre, Tom! ¿Dónde has estado todo este tiempo, pillastre?

—No he estado en ninguna parte —dije—, más que a la caza del negro fugitivo con Sid.

—Bueno, ¿dónde habéis ido? —pregunta—. Tu tía estaba preocupada.

—Pues no tenía motivo —dije yo—, porque estaba muy bien. Seguimos a los hombres y a los perros, pero corrieron más que nosotros y nos perdimos, pero creímos que los habíamos oído en el agua, así que sacamos una canoa, los seguimos y cruzamos al otro lado, pero no los vimos; entonces seguimos ribera arriba hasta que nos cansamos, dejamos atada la canoa y nos quedamos dormidos, y no nos hemos despertado hasta hace una hora; entonces vinimos remando a ver qué pasaba y Sid ha ido a la oficina de correos a ver si se entera de algo y yo ando dando una vuelta a ver si consigo algo de comer antes de ir a casa.

Así que nos fuimos a la oficina de correos a buscar a «Sid», pero tal como yo sospechaba, no estaba allí; así que el viejo retiró una carta que le había llegado y nos quedamos esperando un rato más. Como Sid no apareció, el viejo dijo que nos fuéramos y que Sid volviera a casa a pie, o en la canoa, cuando terminase de hacer el tonto por el pueblo, pero que nosotros volveríamos en la carreta. No conseguí que me dejase quedarme a esperar a Sid, porque dijo que no serviría de nada, y tenía que volver con él para que la tía Sally viese que estábamos bien.

Cuando llegamos a casa, la tía Sally se alegró tanto de verme que se echó a reír y llorar al mismo tiempo mientras me abrazaba y me daba una de aquellas palizas suyas que ni se notaban, y luego dijo que a Sid le iba a hacer lo mismo cuando volviera a casa.

La casa estaba llena de agricultores y sus mujeres que habían ido a comer y que no paraban de hablar. La peor era la vieja señora Hotchkiss, que le daba a la sin hueso como una descosida. Va y dice:

—Bueno, hermana Phelps, he registrado esa cabaña por todas partes y creo que el negro estaba loco. Se lo he dicho a la hermana Damrell, ¿no es verdad, hermana Damrell? Le he dicho, está loco, con estas mismas palabras. Ya me habéis oído todos: está loco, es lo que digo; y es que se nota en todo. No hay más que ver esa piedra de molino, es lo que digo; que naide me diga que no está loco alguien que va y se pone a escribir todas las locuras en una piedra de molino, es lo que digo yo. Aquí a tal y tal persona se le partió el corazón, y tal y cual sufrió treinta y siete años, y todo eso: hijo natural de Luis no sé qué, y todas esas bobadas. Está chalado, eso es lo que yo digo y lo digo para empezar, en medio y para terminar: ese negro está loco; está loco; más loco que Naducobonosor, eso es lo que digo yo.

—Si no hay más que ver esa escala hecha de trapos, hermana Hotchkiss —dice la vieja señora Damrell—; ¿para qué dimonios iba a querer…

—Lo mismo que estaba yo diciendo hace un momento a la hermana Utterback, y si no que lo diga ella. Ella ha visto esa escala de trapos, es lo que digo yo; sí, miradla, eso es lo que digo yo; ¿qué iba a hacer con ella? La hermana Hotchkiss dice…

—Pero, cómo dimonios metieron esa piedra de molino allí? Y, ¿quién hizo el agujero? Y, ¿quién…?

—¡Es lo que digo yo, hermano Penrod! Estaba diciendo, pásame ese platito de melaza, por favor, estaba diciendo a la hermana Dunlap hace un minuto, ¿cómo metieron allí esa rueda de molino? Y sin ayuda, fijaos, ¡sin ayuda! Ahí está el asunto. No me digáis a mí, digo yo; tuvieron ayuda, digo yo, y mucha ayuda, eso es lo que digo yo; montones de ayuda, digo yo; a ese negro le han ayudado una docena, y lo que es yo, les daría de latigazos a todos los negros que hay aquí hasta averiguar quiénes fueron, eso es lo que digo yo; y, además, digo yo…

—¡Una docena dices! Ni cuarenta podrían haber hecho tantas cosas. No hay más que ver esos serruchos hechos con cuchillos de cocina y todo lo demás, el cuidado con que están hechos; no hay más que ver la pata de ese catre serrada con ellos, que es una semana de trabajo para seis hombres… No hay más que ver esa muñeca negra hecha de paja en la cama y no hay más que ver…

—¡Tienes toda la razón, hermano Hightower! Es lo que le estaba diciendo aquí al hermano Phelps. Dice, «¿qué le parece todo esto, hermana Hotchkiss?», dice. ¿Qué me parece qué, hermano Phelps?, digo yo. «¿Qué te parece la cama de ese catre serrada así?», dice él. ¿Que qué me parece?, digo yo. Lo que me parece es que no se ha serrado sola, digo yo; alguien lo ha hecho, digo yo; ésa es mi opinión, valga lo que valga; quizá no valga nada, digo yo, pero valga o no valga, es mi opinión, digo yo, y si a alguien se le ocurre otra mejor, digo yo, que la diga, digo yo, y nada más. Le digo a la hermana Dunlap, digo yo…

—Bueno, que me ahorquen, tiene que haber habido toda una pandilla de negros que se hayan pasado todas las noches de cuatro semanas para haber hecho tanto trabajo, hermana Phelps. No hay más que ver esa camisa; ¡toda llena hasta la última pulgada con esa escritura africana secreta hecha con sangre! Tiene que haber habido un montón de ellos todo el tiempo, o casi. Hombre, daría dos dólares porque alguien me la leyese, y en cuanto a los negros que la escribieron, les daría de latigazos hasta…


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