Текст книги "Narrativa breve"
Автор книги: Марк Твен
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Классическая проза
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El elefante llegó aquí del Sur y pasó hacia bosque 11,50, desbaratando cortejo fúnebre por camino y restándole a dos plañideros. Pobladores dispararon contra él varias pequeñas balas cañón luego huyeron. El detective Burke y yo llegamos diez minutos después, desde Norte, pero confundimos unas excavaciones con pisadas y perdimos por eso mucho tiempo; finalmente encontramos buena pista y la seguimos hasta bosques. Luego, apoyamos en tierra manos y rodillas y continuarnos vigilando atentamente huella y así la seguimos al internarse maleza. Burke se había adelantado. Desgraciadamente, animal se detuvo descansar; de modo que Burke, la cabeza inclinada, atento a huella, chocó con patas traseras elefante antes advertir su proximidad. Burke se puso de pie inmediatamente, aferró cola y gritó con júbilo “Reclamo la…” pero no dijo más, ya que un solo golpe enorme trompa redujo valiente detective a fragmentos. Huí hacia atrás y elefante se volvió y me siguió hacia borde bosque, a enorme velocidad y yo habría estado perdido sin poderlo remediar, de no haber intervenido nuevamente restos cortejo fúnebre, que atrajeron su atención pero esto no es gran pérdida, ya que sobra material para otro. Mientras tanto, elefante vuelto desaparecer.
MULROONEY, detective.
No recibimos más noticias que las enviadas por los diligentes y confiados detectives diseminados por Nueva Jersey, Pensilvania, Delaware y Virginia-que seguían nuevas y estimulantes pistas– hasta que, poco después de las 2 de la tarde, llegó este telegrama…
“Baxter Centre 2.15
El elefante estuvo aquí, cubierto cartelones circo y disolvió reunión religiosa, derribando y dañando a muchos que se disponían a pasar mejor vida. Los pobladores lo cercaron y establecieron guardia. Cuando llegamos Brown yo, penetramos cerco y procedimos identificar elefante por fotografía y señas. Todas coincidían excepto una, que no pudimos ver: cicatriz forúnculo bajo axila. Por cierto que Brown se arrastró debajo de él para mirar y elefante le aplastó cráneo…, mejor dicho, le aplastó y destruyó la cabeza, aunque nada salió del interior. Todos escaparon; lo mismo elefante, golpeando a diestra y siniestra con gran efecto. Animal escapó, pero dejó grandes rastros sangre a causa heridas causadas por balas cañón. El redescubrimiento seguro. Se dirigió al Sur, a través denso bosque.”
BRENT, detective.
Éste fue el último telegrama Al llegar la noche descendió una niebla tan espesa, que no podían verse las cosas que estaban a un metro de distancia. Esto duró toda la noche. Los ferryboatsy hasta los autobuses tuvieron que dejar de circular.
III
Al otro día, los periódicos estaban llenos de teorías detectivescas como antes, También aparecieron con lujo de detalles todos nuestros trágicos acontecimientos y muchas cosas más que los periódicos recibieron de sus corresponsales por telégrafo. Dedicaban al hecho columnas y más columnas, con destacados titulares, a tal punto, que me causaba angustia leer aquello. Su tono general era el siguiente:
“¡El elefante blanco en libertad! ¡Arremete en su marcha fatal.! ¡Pueblos enteros abandonados por sus pobladores, poseídos por el pánico! ¡El pálido terror lo precede, la muerte y la devastación lo signen! ¡Lo persiguen los detectives! ¡Graneros destruidos, fábricas desventradas, cosechas devoradas, reuniones públicas dispersadas, acompañadas por escenas de carnicería imposible de describir! ¡Las teorías de los treinta y cuatro detectives de la policía! ¡La teoría del jefe Blunt!”
-¡Eso es!– gritó el inspector, traicionando casi su excitación-¡Esto es formidable! Es la ganga más grande que haya tenido nunca una institución detectivesca. Su fama llegará hasta los confines de la tierra y perdurará hasta el fin de los tiempos, y mi nombre con él.
Pero para mí no había alegría. Me parecía que había sido yo quien había cometido todos aquellos sangrientos crímenes y que el elefante sólo era mi irresponsable agente. ¡Y cómo había aumentado la lista! En cierto sitio el elefante se había entrometido en una elección y matado a cinco electores que votaran por partida triple. A esto había seguido la muerte de dos inocentes señores llamados O'Do-nohue y McFlannigan, que “acababan de hallar cobijo en el país de los oprimidos del mundo entero el día anterior, y se disponían a ejercitar el noble derecho de los ciudadanos norteamericanos en las urnas, momento en que fueron desintegrados por la despiadada mano del Azote de Siam”. En otro lugar el elefante había dado con un extravagante predicador sensacionalista que preparaba sus heroicos ataques de la temporada por venir contra el baile, el teatro y otras cosas que no podían devolver el golpe, y lo había aplastado. Y en un tercer lugar había “matado a un corredor de pararrayos”. Y así aumentaba la lista, cada vez más roja y cada vez más desalentadora. Ya eran sesenta los muertos y doscientos cuarenta los heridos. Todos los informes testimoniaban la actividad y devoción de los detectives y terminaban con la observación de que “trescientos mil ciudadanos y cuatro detectives vieron al horrible animal y éste aniquiló a dos de estos últimos”.
Yo temía oír nuevamente, el martillear del telégrafo. Poco a poco, empezaron a llegar torrencialmente los mensajes, pero su carácter me causó una agradable decepción. Pronto fue evidente que se había perdido toda pista del elefante. La niebla le había permitido buscar un buen escondite sin ser visto. Telegramas recibidos de los puntos más ridículamente lejanos, daban cuenta de que se había vislumbrado una vaga y enorme mole a través de la niebla a tal y cual hora, y que “se trataba indudablemente del elefante”. La vaga mole había sido entrevista en New Haven, New Jersey, Pensilvania, en el interior del estado de Nueva York, en Brooklyn… ¡y hasta en la propia ciudad de Nueva York! Pero, en todos los casos, la enorme y vaga mole había desaparecido velozmente y sin dejar huellas. Todos los detectives del gran contingente policial disperso sobre aquella vasta extensión del país, despachaban informes hora tras hora y cada uno de ellos tenía una pista y seguía a algo y le estaba pisando los talones.
Pero el día transcurrió sin más novedades.
Al día siguiente, lo mismo.
Al otro día, lo mismo.
Las informaciones periodísticas comenzaron a resultar monótonas, con sus hechos que nada decían, con sus pistas que a nada conducían, y con sus teorías que habían agotado casi los elementos que asombran y deleitan y deslumbran.
Por consejo del inspector, dupliqué la recompensa ofrecida.
Transcurrieron otros cuatro días sombríos. Después, los pobres y diligentes detectives sufrieron un duro golpe; los periodistas se negaron a publicar sus teorías, y dijeron con indiferencia:
-Denos un descanso.
Dos semanas después de la desaparición del elefante, obediente al consejo del inspector, aumenté la recompensa a 75.000 dólares. La cantidad era grande, pero decidí sacrificar mi fortuna personal antes que perder mi reputación ante el gobierno. Ahora que la adversidad se ensañaba con los detectives, los periódicos se volvieron contra ellos y se dedicaron a herirlos con los más punzantes sarcasmos. Esto les sugerió una idea a los cantores cómicos del teatro, que se disfrazaron de detectives y dieron caza al elefante a través del escenario, en la forma más extravagante. Los caricaturistas dibujaron a los detectives registrando el país con prismáticos, mientras el elefante desde atrás de ellos, les robaba manzanas de los bolsillos. Y bosquejaron toda clase de ridículos dibujos de la medalla detectivesca; sin duda, ustedes habrán visto estampada en oro esa medalla en la contratapa de las novelas policiales. Se trata de un ojo desmesuradamente abierto, con la leyenda: “ Nosotros nunca dormimos”. Cuando los detectives pedían una copa, el tabernero, con ínfulas de chistoso, resucitaba una vieja forma de expresión y decía: “¿Quiere usted un trago de esos que hace abrir los ojos?”. La atmósfera estaba cargada de sarcasmos.
Pero había un hombre que se movía con calma, sin darse por afectado ni rozado por las pullas. Era aquel ser de corazón de roble que se llamaba el inspector Blunt. Su valiente ojo nunca cedía en su vigilancia, su serena confianza jamás flaqueaba. Siempre decía:
-Que sigan con sus burlas; el que ríe último, ríe mejor.
Mi admiración por aquel hombre se convirtió en algo similar a la adoración. Yo estaba siempre a su lado. Su oficina se había convertido para mí en un sitio desagradable, y esta sensación aumentaba cada día. Con todo, si él podía soportarlo, yo me proponía hacer lo mismo; al menos, mientras fuera posible. De manera que iba con regularidad y me quedaba; era el único extraño que parecía con fuerzas para hacerlo. Todos se asombraban de que yo pudiese hacerlo, y con frecuencia, me parecía que debía marcharme, pero en esas oportunidades observaba aquel rostro sereno y aparentemente inconsciente, y me mantenía firme.
Unas tres semanas después de la desaparición del elefante, a punto de manifestar que me veía obligado a arriar mi bandera y retirarme, el gran detective contrarrestó este pensamiento proponiendo una jugada más soberbia y magistral.
Ésta consistía en pactar con los ladrones. La inagotable inventiva de aquel hombre superaba todo lo que yo viera, a pesar de mis abundantes cambios de ideas con los cerebros más vigorosos del mundo. Blunt dijo que transaría en 100.000 dólares y recuperaría al elefante. Yo dije que esperaba reunir esa cantidad, pero, ¿qué sería de los pobres detectives que habían trabajado tan sacrificadamente?… Blunt dijo:
-En las transacciones, les toca siempre la mitad.
Esto contrarrestó mi única objeción. De modo que el inspector escribió dos misivas con este contenido:
“Estimada señora: Su marido puede obtener una gran cantidad de dinero (y verse totalmente protegido por la ley) concertando una entrevista inmediata conmigo.”
EL JEFE BLUNT.
Envió una de estas cartas con su emisario confidencial a la “presunta esposa” del simpático Duffy y la otra a la presunta esposa del Rojo McFadden.
Al cabo de una hora, llegaron estas ofensivas respuestas.
“Viejo estúpido: El simpático Duffy murió hace dos años”
BRÍGIDA MAHONEY.
“Jefe Blunt: El Rojo McFadden fue ahorcado hace 18 meses. Todos los burros, menos los detectives, lo saben.”
MARY O'HOOLIGAN.
-Yo sospechaba esto desde hace tiempo– manifestó el inspector-. Este testimonio prueba la infalible precisión de mi instinto.
Apenas fracasaba uno de sus recursos, tenía otro pronto. Escribió rápidamente un aviso para los matutinos y conservó un ejemplar:
“A– xwblv. 242. N. Tjnd– fz 328 wmlg. Ozpo,– 2 m! ugw. Mum. “
Dijo que si el ladrón estaba vivo, esto lo llevaría a la entrevista corriente. Explicó, además, que la entrevista corriente era un lugar donde se resolvían todos los asuntos entre los detectives y los delincuentes. La entrevista tendría lugar a las doce de la noche siguiente.
Nada podíamos hacer hasta ese momento y yo me apresuré a irme de la oficina y me sentí realmente agradecido por ese privilegio.
La noche siguiente, a las once, llevé los 100.000 dólares en billetes y se los entregué al jefe, y poco después éste se despidió, con su firme confianza de antaño inconmovible en los ojos. Pasó una hora casi interminable; luego oí su grato andar y me levanté con una exclamación entrecortada y tambaleándome. ¡Qué llama de victoria ardía en sus ojos! Y dijo:
-¡Hemos transado! ¡Los bromistas cantarán mañana una canción muy distinta! ¡Sígame!
Tomó una vela encendida y bajó al vasto sótano abovedado, donde dormían siempre sesenta detectives, y donde un numeroso grupo estaba en esos momentos jugando a los naipes para matar el tiempo. Lo seguí de cerca. Me dirigí rápidamente al oscuro y lejano extremo del aposento y en el preciso instante cuando sucumbía a una sensación de asfixia y poco me faltaba para desvanecerme, Blunt tropezó y cayó sobre los estirados miembros de un voluminoso objeto, y le oí exclamar, inclinándose:
-Nuestra noble profesión queda rehabilitada. ¡Aquí está su elefante!
Me trasladaron a la oficina de la planta baja y me hicieron recobrar el sentido con ácido fénico. Luego, penetró allí como un enjambre todo el cuerpo de detectives y hubo otro desborde de triunfante júbilo, como yo no había visto nunca. Llamaron a los reporteros, se abrieron cajas de champaña, se pronunciaron brindis, los apretones de manos y las felicitaciones fueron continuos y entusiastas. Naturalmente, el jefe era el héroe del día, y su felicidad era tan grande y había sido ganada de una manera tan paciente y noble y valerosa, que me sentí feliz al verla, aunque yo era ahora un pordiosero sin hogar, con mi inestimable carga muerta, y mi situación en la administración pública de mi país se había perdido para siempre, dado lo que parecería por siempre una ejecución funestamente negligente, de una importante misión. Muchos elocuentes ojos dieron muestras de su profunda admiración por el jefe y muchas detectivescas voces murmuraron: “Mírenlo: es el rey de la profesión. Basta con darle un rastro y no necesita más. No hay cosa escondida que él no pueda encontrar”. La distribución de tos 50.000 dólares proporcionó gran placer: cuando hubo terminado, el jefe pronunció un discursito mientras se metía en el bolsillo su parte, y dijo en el transcurso del mismo:
-Disfruten ese dinero, muchachos, porque se lo han ganado. Y algo más: han ganado inmarcesible fama para la profesión detectivesca.
Llegó un telegrama, cuyo contenido era el siguiente:
Monroe, Michigan; 10 p. m.
“Por primera vez encuentro oficina telégrafos en más de tres semanas. Seguí huellas, a caballo, a través bosques, a mil seiscientos kilómetros de aquí y son más fuertes y grandes y frescas cada día. No se preocupe; una semana más y tendré elefante. Esto es segurísimo.”
DARLEY, detective.
El jefe ordenó que se dieran tres vítores por “Darley, uno de los principales cerebros del cuerpo de detectives”, y dispuso luego que se le telegrafiara, para que regresase y recibiera su parte de la recompensa.
Así concluyó el maravilloso episodio del elefante robado. Los periódicos prodigaron de nuevo sus elogios al día siguiente, con una sola y despreciable excepción. La del que manifestó: “¡Qué cosa grande es el detective! Podrá ser un poco lento para encontrar una pequeñez tal como un elefante extraviado, podrá darle caza durante todo y dormir con su putrefacto esqueleto durante tres semanas, pero lo encontrará por fin…, ¡si puede conseguir que el hombre que lo indujo a error le indique el lugar!”.
Yo había perdido al pobre Hassan para siempre. Las balas de cañón le habían causado heridas fatales. Se había arrastrado hacia aquel lugar hostil, situado en medio de la niebla; y allí, rodeado por sus enemigos y en constante peligro de ser encontrado, había perecido de hambre y sufrido, hasta que con la muerte le llegó la paz.
La transacción me costó 100.000 dólares, mis gastos de investigación 42.000. Jamás volví a pedir un cargo público, estoy arruinado y me he convertido en un vagabundo, pero mi admiración por ese hombre, a quien considero el detective más grande que el mundo haya producido, se mantiene viva hasta hoy y seguirá así hasta el fin de mis días.
Historia del invalido
The Invalid's Story
Aunque mi aspecto es el de un hombre de sesenta años, y casado, no es verdad; débese ello a mi condición y sufrimientos, pues soy soltero y sólo tengo cuarenta y un años. En el estado en que me veis, difícilmente creeréis que ahora sea más que una sombra de lo que fui, ya que apenas hace dos años era yo un hombre fuerte y rebosante de salud (un hombre de hierro, ¡un verdadero atleta!); y, sin embargo, ésta es la cruda realidad. Pero más extraño que este hecho es todavía el modo como perdí mi salud. La perdí una noche de invierno, vigilando una caja de fusiles en un viaje de 200 millas en ferrocarril. Es la pura verdad, y voy a contaros cómo sucedió.
Resido en Cleveland (Ohio). Hace dos años, una noche de invierno, llegaba a casa, poco después de extinguida la luz del día, en medio de una furiosa tempestad de nieve; y lo primero que me dijeron al entrar fue que mi mejor compañero de escuela y amigo de mi infancia, John Hackett, había muerto el día anterior, y que en sus últimas palabras había manifestado el deseo de que yo llevase sus restos mortales a sus pobres padres ancianos, que vivían en Wisconsin. Sentíme sobremanera sorprendido y afligido, pero no había tiempo que perder en emociones: era preciso partir inmediatamente. Tomé la tarjeta que decía: "Diaca Leví Hackett, Bethlehem. Wisconsin", y eché a correr precipitadamente, a través de la horrible tempestad, hacia la estación del ferrocarril. Llegado allí, encontré la larga caja de pino blanco que me había sido descrita: clavé en ella la tarjeta con algunas tachuelas, la dejé facturada con garantías de seguridad en el furgón del tren expreso, y marché prestamente al restaurante a buscar un sándwich y algunos cigarros. Cuando, al poco rato, volví, mi ataúd estaba otra vez en el suelo, aparentemente; y un muchacho lo miraba por todos lados, con una tarjeta en la mano, unas tachuelas y un martillo. Quédeme sorprendido e intrigado. Empezó o clavar su tarjeta, y yo eché a correr hacia el furgón del expreso, en gran manera turbado mi espíritu, para demandar una explicación. Pero no; mi caja estaba allí, como la había dejado yo, en el interior del furgón expreso; no había contratiempo alguno que lamentar. (Pero, en realidad, sin haberlo sospechado yo, habíase producido una prodigiosa equivocación: yo me llevaba una caja de fusiles que aquel muchacho había ido a facturar a la estación, y que iba destinada a una asociación de cazadores de Peoria (Illinois), y él se llevaba ¡mi cadáver!). Precisamente entonces un mozo de estación empezó a gritar: "—¡Señores viajeros, al tren!" Y yo me metí en el furgón del tren expreso, y conseguí un asiento confortable sobre una bala de cangilones. Allí se encontraba el conductor, hombre incansable, de unos cincuenta años, de aspecto sencillo, honrado y de buen talante, que hablaba con positiva cordialidad. Al arrancar el convoy, una persona extraña pegó un salto dentro del furgón, y dejó un paquete, con un queso de Limburg, singularmente grueso y tierno, a un extremo de mi caja-ataúd; es decir, de mi caja de fusiles. Mejor dicho, ahora sé que aquello era un queso de Limburg, pero por aquel entonces no había oído hablar de este artículo en toda mi vida, y, como es muy natural, ignoraba completamente su carácter. Bien, pues; el tren avanzaba rápidamente a través de la tormentosa noche. La terrible tempestad arreciaba furiosamente; sentí que se apoderaba de mí, insensiblemente, una triste desdicha, y mi corazón sintióse abatido, abatido, abatido… El viejo conductor del expreso exteriorizó una brusca consideración, o dos, sobre la tempestad y el tiempo ártico; cerró de un tirón las puertas corredizas y pasó las aldabas; cerró herméticamente su ventanilla, y luego empezó a andar bulliciosamente de una parte a otra, arreglando las cosas, canturreando durante todo este tiempo, en voz baja, y desafinando extraordinariamente, la canción Dulce inminencia. Al poco rato empecé a sentir un olor pésimo y penetrante que se deslizaba quedamente a través del aire helado. Eso abatió aún más mi valor, porque, naturalmente, la atribuí a mi amigo desaparecido. Era realmente algo infinitamente aflictivo sentir que se procuraba mi recuerdo de esta muda y patética manera; así que a duras penas pude contener mis lágrimas. Además, me preocupaba en gran manera el viejo conductor; temía que se diese cuenta de ello. Sin embargo, continuó canturreando y no demostró nada; se lo agradecí profundamente. Se lo agradecí, es verdad, pero no dejaba por eso de estar inquieto, y a cada instante que pasaba aumentaba mi inquietud, porque aquel olor, a medida que el tiempo pasaba, volvíase más insoportable. Al cabo de un rato, habiendo dejado las cosas a su entera satisfacción, el viejo conductor recogió un poco de leña y encendió un fuego tremendo en su estufa. Aumentó con ello mi pesar de forma tal, que no es posible expresarlo con palabras, porque yo no podía dejar de comprender que aquello era una equivocación. Estaba completamente seguro de que el efecto sería deletéreo para mi pobre amigo desaparecido. Thompson (así se llamaba el conductor, como descubrí en el transcurso de la noche) empezó a escudriñar todos los rincones del vagón, tapando grietas y haciendo todo lo posible para que, a pesar de la noche tormentosa que hacía en el exterior, pudiésemos pasarla nosotros de la manera más confortable posible. Nada dije, pero creí que no elegía el mejor camino. Entretanto, también la estufa empezó a calentarse hasta ponerse al rojo vivo y a viciarse el aire del vagón. Sentí que me mareaba, que palidecía, pero lo sufrí en silencio y sin decir palabra. No tardé en reparar que la Dulce inminenciase apagaba lentamente, hasta que cesó del todo y reinó un ominoso silencio. A los pocos minutos el conductor dijo:
—¡Qué asco! Seguramente no será de cinamomo la leña que he puesto en la estufa.
Gruñó una o dos veces; fue en dirección al ataúd… quiero decir la caja de fusiles; detúvose cerca de aquel queso de Limburg un momento y luego volvió y sentóse a mi lado, pareciendo como si estuviera en gran manera impresionado. Luego de una pausa contemplativa, dijo, señalando la caja con un ademán:
—¿Amigo suyo?
—Sí —respondí suspirando.
—Estará maduro, ¿verdad?
Permanecimos en silencio, casi diría por espacio de dos minutos; no nos atrevíamos a decir nada; demasiado preocupados estábamos con nuestros propios pensamientos. Luego Thompson dijo en voz baja, espantada:
—A veces no es seguro si están muertos de verdad o no lo están. Parecen muertos, ¿sabe? Tienen todavía el cuerpo caliente y flexibles las articulaciones; así que, aunque pienses que están muertos, no lo conoces de una manera cierta. Es algo verdaderamente terrible, porque ignoras si, en un momento dado, se levantarán lo más satisfechos del mundo y te mirarán fijamente.
Luego después de una pausa, y levantando ligeramente su codo hacia la caja, dijo:
—¡Pero él no está sólo dormido! No, señor, no; ¡de éste sí que lo aseguraría!
Nos sentamos algún rato, silenciosamente pensativos, escuchando atentamente el viento y el rugir del tren.
Luego Thompson dijo, con voz ternísima:
—Al fin y al cabo, todos tenemos que hacer nuestro paquetito un día u otro: nadie se escapa. Hombre nacido de mujer es cosa de pocos días, hay de él para poco rato, como dice la Sagrada Escritura. Sí, mírelo usted como quiera; es terriblemente solemne y curioso: nadiepuede regresar; todo el mundotiene que irse, todo el mundo; es la pura verdad. Se encuentra usted un día sano y fuerte —al decir esto se puso de puntillas y rompió un cristal, y sacó fuera la nariz un momento, y luego se sentó de nuevo, mientras yo, a mi vez, me esforzaba para encaramarme y sacaba mi nariz por el mismo sitio, y así continuamos moviéndonos de vez en cuando—, y al día siguiente le arrancan a usted, y aquellos lugares que le habían conocido no le conocen ya más, como dice la Sagrada Escritura. Sí, verdaderamente, es algo espantosamente solemne y curioso: todos tenemos que marcharnos un día u otro, y nadie escapa a esta fatalidad.
Hubo de nuevo una larga pausa. Luego:
—¿De qué murió?
—Dije que lo ignoraba.
—¿Cuánto tiempo hace que está muerto?
Creí que lo más prudente era exagerar los hechos, por no parecer fuera de las probabilidades; así pues, dije:
—Dos o tres días.
Pero de nada me sirvió, porque Thompson recibió mis palabras con una mirada fría, ofendida, que evidentemente significaba: "Tres o cuatro años, quiere usted decir". Después, marchó tranquilamente hacia la caja, estuvo unos momentos allí, y luego, volviendo rápidamente, contempló el cristal roto, observando:
—Habríamos disfrutado de un golpe de vista endiabladamente mejor en todo alrededor si lo hubiera enviado usted el pasado verano.
Sentóse Thompson y encerró su rostro en su rojo pañuelo de seda, y empezó a balancearse poco a poco, meciendo su cuerpo, como quien saca fuerzas de flaqueza para soportar algo casi insoportable. En aquel entonces, la fragancia (si de ello podemos llamar fragancia) casi ahogaba. La cara de Thompson volvíase pálidamente gris; yo sentía que la mía había perdido completamente su color. Pronto Thompson descansó su frente sobre su mano izquierda, con el codo apoyado sobre su rodilla, intentando hacer revolotear el rojo pañuelo hacia la caja con la otra mano. Y dijo:
—Más de uno he trajinado en mi vida (y más de uno considerablemente recocido, también); pero por Dios, este los gana a todos. Comparados con este capitán, ¡aquéllos eran heliotropos!
Esta especial designación de mi pobre amigo me dejó satisfecho, a pesar de las tristes circunstancias, porque tenía todo el aspecto de un cumplido.
Pronto a todas luces fue evidente que se precisaba hacer algo. Entonces propuse encender unos cigarros. Thompson creyó que era una buena idea. Dijo:
—Es posible que esto le ponga algo mejor.
Echamos largo rato espesas bocanadas de humo con todo el cuidado, e hicimos cuantos esfuerzos pueden imaginarse para creer que las cosas habían mejorado; pero todo fue inútil. Al cabo de un rato ambos cigarros cayeron quedamente de nuestros insensibles dedos al mismo tiempo. Thompson dijo suspirando:
—No; el capitán no mejora un ápice. De hecho, empeora; parece como si esto aguijoneara su ambición. ¿Qué partido cree usted que sería mejor tomar ahora?
No me sentí capaz de sugerir ninguno; había tenido que sufrir tanto todo el rato, que no tenía ni fuerzas para hablar. Thompson empezó a refunfuñar de una manera inconexa y abrumadora sobre los tristes experimentos de aquella noche, y tomó la costumbre de referirse a mi pobre amigo aplicándole diferentes títulos, a veces militares, a veces civiles; y reparé que al mismo tiempo que aumentaba la eficiencia de mi amigo, Thompson le ascendía en consecuencia: le aplicaba mayor título. Al fin, dijo:
—Se me ha ocurrido una idea. Supongamos que nos agacháramos y diésemos al coronel un pequeño empujón hacia el otro extremo del vagón, unos diez pasos, por ejemplo. ¿No os parece que entonces no sería tanta su influencia?
Por mi parte dije que me parecía bueno el proyecto. Así que respiramos profundamente aire fresco por el cristal roto, calculando conservarlo hasta terminar nuestro cometido. Luego nos dirigimos hacia allí, inclinándonos sobre aquel queso mortífero, y cogimos fuertemente la caja. Thompson hizo con la cabeza una señal: "Listos" y entonces nos echamos hacia delante con todas nuestras fuerzas; pero Thompson resbaló y cayó de bruces, con la nariz sobre el queso, perdiendo completamente el aliento. Y empezó a sentir náuseas, ganas de vomitar, y movía torpemente su boca, y pegó un salto y echó a correr hacia la puerta, dando patadas y gritando roncamente:
—¡Dejadme! ¡Paso libre!… ¡Me muero!… ¡Paso libre!…
Cuando nos encontrábamos en la fría plataforma sostuve un rato su cabeza y pareció como si volviera en sí. Inmediatamente dijo:
—¿Cree usted que hemos apartado algo al general?
Dije que no; ni se había movido del sitio.
—Bien, pues no nos queda otro remedio que abandonar esta idea. Debemos pensar en otra cosa. El hombre se encuentra bien donde está, creo yo; y si ésos son sus sentimientos y ha tomado la decisión de no dejarse estorbar, puede usted apostar lo que quiera, que lo que es él no se dejará convencer ni por el más pintado. Sí: mejor es que lo dejemos donde está y que allí se quede todo el tiempo que le plazca; dispone en su juego de las cartas mejores, ¿sabe usted?, y es inútil que por nuestra parte nos esforcemos en torcer su suerte. Siempre seremos nosotros los que saldremos perdiendo.
Pero tampoco podíamos quedarnos fuera con aquella loca tempestad que nos habría helado mortalmente. Así que volvimos a entrar, cerramos la puerta y empezamos a sufrir de nuevo y a tomar turno para respirar el fresco por el agujero de la ventana. Al poco rato, cuando salíamos de una estación donde nos habíamos detenido unos momentos, Thompson entró a grandes zancadas, y exclamó:
—¡Vamos, ahora sí que la cosa marchará bien! Me parece que ahora vamos a despedirnos del comodoro. Creo haber logrado en esta estación el material a propósito para desarmarle de una vez.
Era ácido fénico. Tenía como una media vasija. Salpicó ácido fénico a su alrededor por todas partes. Tanto esparció, que lo empapó todo: caja de fusiles, queso y todo lo demás que había por allí. Al terminar esta operación nos sentamos, henchidos nuestros corazones de esperanza. Pero nuestra satisfacción no debía durar mucho rato. ¿Comprendéis? Los dos perfumes empezaron a mezclarse, y entonces. . . Nada, que muy pronto tuvimos que salir de nuevo al exterior, y que, una vez fuera, Thompson enjugó su cara con el pañuelo de seda rojo, y dijo, completamente descorazonado:
—Es en vano. No tenemos manera de deshacernos de él. Precisamente se aprovecha de cuanto imaginamos para modificarlo, poniendo en ello su olor. ¿Sabe, capitán, que ahora nos encontramos cien veces peor que cuando empezó a soltarse? En mi vida he visto otro tan desalado en su cometido y que parara en ello tan condenado cuidado. No, señor; jamás en mi vida, con el tiempo que hace que estoy empleado en el ferrocarril. Y cuente usted, como le decía antes, que he llevado una infinidad.
Entramos de nuevo, porque no podíamos soportar el frío terrible que se apoderaba de nuestros cuerpos; pero ahora era imposible permanecerallí dentro unos segundos. Así que no nos quedó otro remedio que bailar un vals y sacando la nariz a medias ora adelante ora atrás, helándonos y deshelándonos y ahogándonos a intervalos. Al cabo de una hora, poco más o menos, nos detuvimos en otra estación; y cuando el tren arrancó de nuevo, Thompson compareció con un saco y dijo:
—Capitán, voy a hacer otra prueba, la última; y si con esto no le abrumamos, no nos toca otro remedio que echarlo todo por la borda y salir pitando. De esta manera acostumbro explicar el cómo y el por qué.
Traía un montón de plumas de gallina, y manzanas secas, y hojas de tabaco, y harapos, y zapatos viejos, y azufre, y asafétida, y algo más; lo amontonó sobre una cierta extensión de placa de hierro, en el suelo, pegándole fuego. Cuando éste hubo tomado impulso, no llegué a comprender cómo era posible que el mismo cadáver pudiera soportarlo. Cuanto habíamos experimentado hasta entonces era poesía comparado con aquel tremendo olor; pero, entendámonos bien, el primitivo olor sobresalía en medio de todos los demás, tan soberano como siempre. De hecho parecía como si todos aquellos otros resabios le dieran más empuje; y, ¡vaya!, ¡con qué abundancia se desparramaba! No hice estas reflexiones allí dentro (no hubo tiempo para ello), sino en la plataforma. Y mientras huía hacia ésta, Thompson cayó medio ahogado, y antes de que yo le arrastrase al exterior, como lo hice, cogiéndolo por el cuello, estuve en un tris de caer yo mismo desvanecido. Cuando recobramos el sentido, Thompson dijo completamente abatido: