Текст книги "Narrativa breve"
Автор книги: Марк Твен
Жанры:
Классическая проза
,сообщить о нарушении
Текущая страница: 6 (всего у книги 18 страниц)
A los dos días las noticias fueron peores aún. La` pareja deliraba y hacía cosas extrañas. Las enfermeras testimoniaron que Richards había exhibido cheques, por valor de ¿ocho mil quinientos dólares?
No…, por una suma sorprendente… -¡treinta y ocho mil quinientos dólares!
-¿Cuál podría ser la explicación de aquella suerte gigantesca?
Al día siguiente las enfermeras ofrecieron noticias más extravagantes. Habían decidido esconder los cheques por temor a que sufrieran algún daño, pero, cuando los buscaron, habían desaparecido de debajo de la almohada de Richards. El anciano dijo:
-Dejen en paz la almohada.
-¿Qué quieren?
-Creímos preferible que los cheques…
-Ustedes nunca volverán a verlos… Han sido destruidos. Provenían de Satanás. Vi sobre ellos el sello del infierno y comprendí que me habían sido enviados para entregarme al pecado.
Luego Richards se puso a parlotear diciendo cosas extrañas y terribles que no podían comprenderse claramente y que el médico ordenó a las enfermeras no divulgaran.
Richards había dicho la verdad: los cheques no volvieron a aparecer.
Una de las enfermeras debió de hablar soñando, porque a los dos días la ciudad conocía las palabras prohibidas; y éstas eran de un carácter sorprendente.
Parecían indicar que también Richards había sido uno de los pretendientes al talego y que Burgess había ocultado el hecho, pero, más tarde, con maldad, le había traicionado.
Burgess fue acusado por esto y lo negó con mucha decisión. Y dijo que no era bueno dar peso a los delirios de un viejo enfermo, que no estaba en sus cabales. A pesar de todo, la sospecha se notaba en el ambiente y corrían muchas habladurías.
Después de un par de días se informó de que las delirantes expresiones de la señora Richards se estafan convirtiendo en copias exactas de las palabras de su marido. La sospecha se acentuó, convirtiéndose en convicción, y el orgullo de la ciudad ante la honradez de su único ciudadano importante no desacreditado comenzó a empañarse y a menguar hasta extinguirse.
Pasaron seis días y hubo nuevas noticias. La anciano pareja estaba moribunda. El espíritu de Richards se despejó en sus últimos momentos y envió a buscar a Burgess. Éste dijo:
-Que nos dejen solos. Richards quiere decirme algo en privado.
-¡No! dijo Richards. Quiero testigos. Quiero que todos escuchen mi confesión, para poder morir ''como un hombre y no como un perro. Yo era honrado, artificialmente como los demás, y como los demás he caído nada más que se presentó la tentación. Firmé una declaración mentirosa y reclamé ese miserable talego. El señor Burgess recordó que yo le hahía hecho un favor, y por gratitud (e ignorancia) suprimió mi sobre y me salvó. Ya recordaréis aquel asunto en el que se le acusó a Burgess hace años.
Mi testimonio, y sólo mi testimonio, pudo haberlo liberado de culpa y cargo; y fui un cobarde y permití que quedase deshonrado.
-No… no, señor Richards… Usted…
-Mi criada le contó mi secreto…
-Nadie me denunció nada Y, entonces, Burgess hizo algo natural y justificable; arrepentido de la cortesía que bahía tenido conmigo, con la que me bahía salvado, me dejó al descubrir. Yo… como merecía…
-¿Jamás! Yo juré…
-Le perdono de corazón.
Las apasionadas protestas de Burgess chocaron ron oídos sordos; el moribundo pasó a mejor vida sin saber que, una vez más, había sido injusto con Burgess. Su vieja esposa murió por la noche.
El último de los sagrados diecinueve había sido víctima del diabólico talego. La ciudad quedaba despojada del último jirón de su antigua gloria. Su duelo no fue llamativo, pero sí profundo.
Por un decreto de ley, accediendo a un ruego, se le permitid a Hadleyburg que cambiara su nombre por el do… no se preocupen, no diré cuál es… y que cambiara dos palabras del lema que durante muchas generaciones adornara el sello oficial de la ciudad.
Ahora ha vuelto a ser una ciudad honrada y tendrá que madrugar el que quiera sorprenderla mientras duerme indefensa.
El robo del elefante blanco
The Stolen White Elephant
I
Una persona con la cual trabé amistad circunstancialmente en el tren, me contó la extraña historia que relataré a continuación. Quien la contaba era un caballero de más de setenta años de edad y su rostro bondadoso y amable y aire grave y sincero, ponían la inconfundible marca de la verdad sobre cada manifestación que salía de sus labios. Dijo…
Usted sabe cómo reverencia el pueblo de ese país al real elefante blanco de Siam. Como sabrá, está consagrado a los reyes, sólo los reyes pueden poseerlo y, de alguna manera, hasta es superior a los reyes, ya que no sólo es objeto de honores, sino también de adoración. Pues bien…
Hace cinco años, cuando hubo tropiezos con relación a la línea demarcatoria entre Gran Bretaña y Siam, fue evidente que Siam había cometido un error. Por ello se dieron precipitadamente toda clase de satisfacciones y el representante inglés declaró que se daba por conforme y que se debía olvidar el pasado. Esto fue de gran alivio para el rey de Siam y en parte como prueba de gratitud y en parte también, quizá, para eliminar todo residuo de sentimiento desagradable en Inglaterra, quiso hacerle a la reina un regalo, única manera segura de granjearse la buena voluntad de un enemigo, según las ideas orientales. Este regalo no sólo debía ser real, sino magníficamente real. Siendo así… ¿qué presente más adecuado que un elefante blanco? Mi situación en la administración pública hindú era tal que se me consideró especialmente digno del honor de entregarle el obsequio a Su Majestad. Se equipó un barco para mí y mi servidumbre y los oficiales y subalternos encargados del elefante y llegué al puerto de Nueva York y alojé mi regia carga en unos soberbios aposentos de Jersey. Era imprescindible estar algún tiempo allí para que la salud del animal se restableciera antes de seguir de viaje.
Todo fue bien durante quince días; después empezaron mis tribulaciones. ¡Robaron el elefante blanco! Fui despertado en plena noche, para comunicarme la horrorosa desgracia. Por algunos instantes, fui presa del terror y la ansiedad; me sentí impotente. Después me tranquilicé y recobré mis facultades. Pronto vi qué camino debía seguir; porque, a decir verdad, sólo había un camino posible para un hombre inteligente. No obstante lo tardío de la hora, corrí a Nueva York y logré que un agente de policía me guiara hasta la central de detectives. Por fortuna llegué a tiempo, aunque el jefe, el famoso inspector Blunt, se disponía ya a marcharse a su casa. Blunt era una persona de estatura media y físico compacto y cuando estaba abismado en sus pensamientos, tenía una manera singular de enarcar el ceño y de golpearse reflexivamente la frente con el dedo, que lo convencía a uno en seguida de que estaba ante un ser extraordinario. El solo verlo me infundió confianza y me hizo alentar esperanzas. Expuse el motivo de mi visita. Esto, no le causó la menor agitación: su efecto aparente sobre su férreo dominio de sí mismo fue tan escaso como si yo le hubiese dicho que me habían escamoteado mi perro. Me invitó a sentarme con un gesto, y dijo tranquilamente:
-Permítame que lo piense un poco, por favor.
Después de pronunciar estas palabras, se sentó al escritorio y apoyó la cabeza en la mano. En el otro extremo de la habitación, trabajaban varios empleados; el rasgueo de sus plumas fue el único ruido que oí durante los seis o siete minutos siguientes. Entre tanto, el inspector seguía sumido en sus pensamientos. Por fin alzó la cabeza y algo me reveló, en las firmes líneas de su rostro, que su mente había realizado su tarea y que tenía decidido su plan. Y Blunt dijo… Y su voz era grave y solemne:
-No es éste un caso ordinario. Todos los pasos deben ser dados con precaución; hay que asegurarse de cada paso antes de dar el siguiente. Y debe conservarse el secreto; un secreto hondo y absoluto. No le hable a nadie del asunto, ni siquiera a los reporteros. Yo me haré cargo de ellos; cuidaré de que sepan sólo aquello que pueda convenirme dejarles saber.
Blunt apretó un timbre y apareció un joven.
-Alarico– dijo Blunt-, dígales a los periodistas que aguarden un poco.
El joven se retiró.
-Ahora, hablemos de negocios… y procedamos con método. En esta profesión mía nada puede hacerse sin un método rígido y minucioso.
El jefe de detectives tomó papel y una lapicera.
-¿Cómo se llama el elefante?
-Hassan Ben Ali Ben Selim Abdallah Mohamed Moisé AIhammal Jamsetjeejebhoy Dhuiep Sultan Ebu Bhudpoor.
-Muy bien. ¿El nombre de bautismo?
-Jumbo.
-Perfectamente. ¿Dónde nació?
-La capital de Siam.
-¿Sus padres viven?
-No. Fallecieron.
-¿Tuvieron otros hijos además de éste?
-No. Es hijo único.
-Perfectamente. Esto basta por ahora. Tenga la amabilidad de describirme al elefante y no deje de mencionar un solo detalle, por desdeñable que le parezca…, esto es, insignificante desde su punto de vista. Para los hombres de mi profesión, no hay detalles insignificantes: no existe tal cosa.
Hice la descripción; él tomó nota. Cuando hube terminado, dijo:
-Ahora, escúcheme. Si he cometido algún error corríjame.
Y leyó lo siguiente: -Estatura, seis metros, longitud, desde el ápice de la frente hasta la inserción de la cola, 8 metros; longitud del tronco, cinco metros; longitud de la cola, dos metros; longitud total, comprendidos el tronco y la cola, 15 metros, longitud de los colmillos, 3 metros; orejas, en proporción con esas dimensiones; su pisada recuerda la marca que hace un barril cuando se lo pone de punta en la nieve; color del elefante, blanco opaco; en cada oreja tiene un agujero del porte de un plato destinado a calzar joyas y tiene en alto grado el hábito de mortificar con su trompa no sólo a las personas que conoce, sino también a perfectos desconocidos; renguea ligeramente con la pata trasera derecha y ostenta en la axila izquierda una pequeña cicatriz causada otrora por un forúnculo. Al ser robado, tenía sobre su lomo un castillo con plazas para quince personas y una manta de montar de paño de oro del tamaño de una alfombra corriente.
No había error alguno. El inspector apretó el timbre, y le dio la descripción a Alarico y dijo:
-Haga imprimir cincuenta mil ejemplares de estos datos y que los envíen por correo en seguida a las oficinas de todos los detectives y de todos los prestamistas del continente.
Alarico se fue.
-Bueno. Hasta aquí vamos bien. Ahora, quiero una fotografía de la cosa robada.
Le di una. La examinó con aire crítico y expresó:
-Deberá bastarnos, ya que no disponemos de otra cosa; pero en esta foto el elefante tiene arrollada la trompa y se la ha metido en la boca. Éste es un detalle lamentable y encaminado a confundir, ya que, naturalmente, no la tiene, por lo general, en esa posición.
Y tocó el timbre.
-Alarico, haga imprimir cincuenta mil ejemplares de esta fotografía a primera hora de la mañana y despáchelos por correo con las circulares descriptivas.
Alarico se retiró para cumplir con las órdenes. El inspector dijo:
-Por descontado que será necesario ofrecer una recompensa. ¿Cuál será la cantidad?
-¿Qué cantidad le parece bien?
-Para empezar, yo diría… pongamos, veinticinco mil dólares. El asunto es complejo y difícil; hay mil caminos de escape y posibilidades de ocultamiento. Esos ladrones tienen amigos y cómplices en todas partes…
-¡Dios mío! ¿Sabe usted quiénes son?
El astuto rostro, experto en el arte de disimular los pensamientos y las emociones, no me permitió que adivinara lo más mínimo, ni tampoco me lo permitieron las palabras de réplica, tan plácidamente pronunciadas…
-No le importe eso. Puede ser que sí y puede ser que no. Por regla general, nosotros barruntamos en forma bastante aproximada quién es nuestro hombre por el tipo de trabajo y la magnitud del juego en que se embarca. Aquí, no tenemos que vérnoslas con un carterista ni con un ratero de salón, vea bien. Este objeto no ha sido “escamoteado” por un principiante. Pero, como le estaba diciendo, si se toma en cuenta el cúmulo de viajes que deberán hacerse y la diligencia con que los ladrones eliminarán sus huellas a medida que avancen, veinticinco mil dólares serán quizá una suma harto pequeña, aunque me parece que vale la pena comenzar con eso.
De manera que nos atuvimos a esta cifra, para empezar. Luego, aquel hombre, a quien no se le pasaba detalle alguno que pudiera servir como pista, dijo:
-En la historia detectivesca, hay casos elocuentes de que los maleantes han sido atrapados merced a las peculiaridades de su apetito. De modo que… Veamos… ¿Qué come ese elefante y cuánto come?
-Bueno… En cuanto a qué come… es una bestia capaz de comerlo todo. Comería a un hombre, comería una Biblia…, comería cualquier cosa intermedia entre un hombre y una Biblia.
-Muy bien… Muy bien, a decir verdad. Pero eso me suena a demasiado general. Hace falta detalles…, los detalles son lo único valioso en nuestro oficio. En cuanto a los hombres se refiere… ¿Cuántos hombres es capaz de comerse de una sentada… o, si así lo prefiere, en un día… con tal que estén tiernos?
-A Jumbo no le importa que estén tiernos o no; en una sola comida, podría consumir a cinco hombres, comunes.
-Perfectamente. Cinco hombres. Tomaremos nota de eso. ¿De qué nacionalidades los prefiere?
-Eso le da lo mismo. Prefiere a la gente conocida, pero no tiene prejuicio alguno contra los extraños.
-Perfectamente. Ahora, en lo que atañe a las Biblias… ¿Cuántas Biblias podría comerse de una sentada?
-Una edición completa.
-Eso no me parece lo bastante explícito. ¿Se refiere usted a la edición corriente en octavo o a la ilustrada para familias?
-Creo que Jumbo no mostraría especial interés por las ilustraciones: esto es, que no daría más valor a las ilustraciones que a la simple palabra impresa.
-No. Usted no me entiende. Me refiero al volumen. La Biblia corriente en octavo pesa unas dos libras y medía, mientras que la edición grande en cuarto pesa diez o doce. ¿Cuántas Biblias Doré se comería el elefante de una sentada?
-Si usted conociera a ese elefante, no lo preguntaría. Comería las que hubiera.
-Expresémoslo, entonces, en forma de dólares y centavos. Hay que averiguarlo de algún modo. El Doré vale cien dólares el ejemplar, en cuero de Rusia, biselado.
El elefante necesitaría unos cincuenta mil dólares… digamos, una edición de quinientos ejemplares.
-Eso, ya es más exacto. Tomaré nota. Muy bien. Le gustan los hombres y las Biblias. Hasta aquí, todo va bien. ¿Qué más podría comer el elefante? Necesito detalles.
-Cambiaría las Biblias por ladrillos, dejaría los ladrillos para comer botellas, las botellas para comer ropa, dejaría la ropa para comer gatos, dejaría los gatos para comer ostras, dejaría las ostras para comer jamón, dejaría el jamón para comer azúcar, dejaría el azúcar para comer pastel, dejaría el pastel para comer patatas, dejaría las patatas para comer salvado, dejaría el salvado para comer avena, dejaría la avena para comer arroz, ya que ha sido criado preferentemente a base de arroz. Sólo rechazaría la manteca europea y aun quizá la comiera si la probara.
-Perfectamente. La cantidad total ingerida en una comida… digamos unos…
-Una cantidad que va de un cuarto de tonelada a media tonelada.
-Y bebe…
-Todo lo fluido. Leche, agua, whisky, melaza, aceite de castor, aceite de trementina, ácido fénico, cualquier fluido, salvo el café europeo.
-Muy bien. ¿Y en cuanto a la cantidad?
-Anote por favor, de cinco a quince barriles. Su sed varía; sus demás apetitos, no.
-Esas cosas son inusuales. Deben servirnos como excelentes pistas para dar con él.
Blunt oprimió el timbre.
-Alarico, llame al capitán Burns.
Vino Burns. El inspector Blunt le contó todo el asunto, detalle por detalle. Luego, dijo con el tono claro y firme de un hombre cuyos planes están claramente definidos y que está acostumbrado a dar órdenes:
-Capitán Burns, destaque a los detectives Jones, Davis, Halsey, Bates y Hackett para que busquen al elefante.
-Sí, señor.
-Destaque a los detectives Mortes, Dakin, Murphy, Rogers, Tupper, Higgins y Bartolomew para que vayan tras los ladrones.
-Sí, señor.
-Ponga una fuerte custodia– una guardia de treinta hombres escogidos, con un relevo de treinta-en el lugar donde robaron el elefante, para que lo vigilen severamente y no permitan acercarse a nadie– con excepción de los periodistas– sin órdenes escritas de mi parte.
-Sí, señor.
-Ponga a los detectives con ropa de civiles y en el ferrocarril, en los barcos y en las estaciones de ferryboatsy en todas las carreteras que lleven afuera de Jersey, con orden de registrar a todas las personas sospechosas.
-Sí, señor.
-Dé a todos esos hombres fotografías y la descripción del elefante y ordéneles que registren todos los trenes y ferryboats que partan y otros navíos.
-Sí, señor.
-Si pueden encontrar al elefante, que se apoderen de él y me lo comuniquen por telégrafo.
-Si, señor.
-Que me informen en seguida si se encuentra alguna pista, pisadas del animal o algo similar.
-Sí, señor.
-Consiga una orden de que la policía de puertos vigile atentamente la línea costera.
-Sí, señor.
-Despache detectives vestidos de civil por todas las líneas ferroviarias, al Norte hasta llegar al Canadá, al Oeste hacia Ohio, al Sur hasta Washington.
-Sí, señor.
-Coloque peritos en todas las oficinas telegráficas para escuchar todos los mensajes y que exijan que se les aclaren todos los despachos cifrados.
-Sí, señor.
-Que todas esas cosas se hagan con la mayor discreción, recuérdelo. Con el más impenetrable secreto.
-Sí, señor.
-Infórmeme con presteza a la hora de costumbre.
-Sí, señor.
-¡Vaya!
-Sí, señor.
Se fue.
El inspector Blunt quedó en silencio y pensativo durante unos instantes, mientras el fuego de sus ojos se enfriaba y extinguía. Después, se volvió hacia mí y dijo, con voz plácida:
-No soy afecto a las jactancias, no acostumbro hacer tal cosa; pero… hallaremos el elefante.
Le estreché la mano con entusiasmo y le di las gracias; y eran muy sinceras. Cuanto más veía a aquel hombre, más me agradaba y más admiración sentía ante los misteriosos prodigios de su profesión. Después nos separamos al llegar la noche y volví a casa sintiéndome mucho más alegre que al ir a su oficina.
II
A la mañana siguiente todo apareció en los periódicos, con los más pequeños detalles. Hasta había agregados, consistentes en la “teoría” del detective Fulano y el detective Zutano y el detective Mengano acerca de la forma cómo se había efectuado el robo, sobre quiénes eran los ladrones y adónde habían escapado con su botín.
Había once de estas teorías y abarcaban todas las posibilidades, Y este solo hecho prueba cuan independientes son para pensar los detectives. No había dos teorías análogas, ni siquiera parecidas, con excepción de un detalle sorprendente, en el cual coincidían absolutamente las once teorías. Ese detalle era que, aunque en la parte posterior de mi edificio había un boquete y la única puerta seguía estando cerrada con llave, el elefante no había sido llevado por el boquete, sino por alguna otra abertura (no descubierta). Todos concordaban en que los ladrones habían hecho aquel boquete sólo para despistar a los detectives. Esto jamás se me habría ocurrido a mí o a cualquier otro profano, quizá, pero no había confundido a los detectives ni por un momento. Por eso, lo que yo había supuesto el único detalle falto de misterio, era en realidad lo que más me había inducido a error. Las once teorías indicaban a los presuntos ladrones, pero ni siquiera dos de ellas nombraban a los mismos ladrones; el total de las personas sospechosas era de treinta y siete. Todas las crónicas de los distintos periódicos terminaban con la más importante de las opiniones, la del inspector en jefe Blunt. Parte de estas declaraciones, decía lo siguiente:
“El jefe sabe quiénes son los principales culpables, Duffy El Simpático y El Rojo MacFadden. Diez días antes del robo, el jefe sabía ya que éste iba a ser intentado y había procedido cautelosamente a hacer seguir a los dos destacados malhechores; pero, por desgracia, la noche en cuestión se perdieron sus huellas y antes de que pudiesen ser hallados de nuevo, el pájaro había volado digamos, más bien, el elefante.
“Duffy y McFadden son los truhanes más audaces de la profesión; el jefe tiene razón al pensar que fueron ellos quienes robaron la estufa de la central de detectives una inclemente noche del invierno pasado, como consecuencia de lo cual el jefe y todos los detectives estuvieron antes de la mañana siguiente en manos de los médicos, algunos con los pies helados, otros con los dedos, las orejas u otros miembros helados.”
Cuando acabé de leer la primera mitad de este suelto, me asombró más que nunca la prodigiosa sagacidad de aquel hombre extraño. Blunt no sólo veía con claridad todo lo presente, sino que ni siquiera podía serle ocultado el futuro. No demoré en ir a su oficina y le manifesté que sentía un incontenible deseo de que hiciera arrestar a aquellos hombres y nos ahorrara así inconvenientes y perplejidades; pero su réplica fue sencilla y concluyente.
-A nosotros no nos corresponde impedir el delito, sino castigarlo. No podemos castigarlo antes que se cometa.
Le hice notar que el estricto secreto con que empezáramos había sido estropeado por los periódicos y que no sólo se habían revelado todos nuestras planes y propósitos, sino que hasta se había publicado el nombre de todas las personas sospechosas, éstas, sin duda, se disfrazarían ahora o se ocultarían.
-Déjelas usted– me dijo Blunt-. Ya verán que, cuando yo esté listo, mi mano caerá sobre ellas, en sus escondites, infalible como la mano del destino. En cuanto a los periódicos, tenemos que complacerlos. La fama, la reputación, la constante mención pública; todo esto es el pan y la manteca del detective. Éste debe publicar sus hechos, de lo contrario se podría creer que no los tiene; debe publicar su teoría, ya que nada es más extraño o impresionante que la teoría de un detective o le vale más asombrado respeto. Debemos publicar nuestros planes, porque los periódicos quieren saberlos y no podemos negarnos sin ofenderlos. Debemos mostrarle constantemente al público qué estamos haciendo, o creerá que no hacemos nada. Es mucho más agradable que un diario diga: “La ingeniosa y excepcional teoría del inspector Blunt es la siguiente”, que verle escribir alguna cosa áspera, o, lo que es peor, algo sarcástico.
-Comprendo la fuerza de su argumentación. Pero he advertido que, en una parte de sus declaraciones periodísticas de esta mañana, usted se negó a revelar su opinión sobre un punto de poca importancia.
-Sí. Siempre hacemos eso; causa buen efecto. Además, yo no me había formado una opinión al respecto, de todos modos.
Puse una gran suma de dinero en manos del inspector para encarar los gastos corrientes y me senté a la espera de noticias. Ahora, confiábamos en que los telegramas empezarían allegar de un momento a otro. En el intervalo, releí los periódicos y también nuestra circular descriptiva y noté que la recompensa de veinticinco mil dólares parecía ser ofrecida nada más que a los detectives. Dije que, en mi opinión, la recompensa debía ofrecerse a quienquiera que encontrara al elefante. El inspector manifestó:
-Los detectives encontrarán al elefante, de modo que la recompensa irá adonde debe ir. Si lo encuentran otras personas, será solamente observando a los detectives y usando las pistas e indicaciones robadas a ellos y esto, al fin de cuentas, autorizará a los detectives a quedarse con la recompensa. La verdadera finalidad de la recompensa es estimular a los hombres que consagran su tiempo y su afinada sagacidad a ese tipo de trabajo y no otorgar beneficios a los ciudadanos que por azar tropiecen con una presa, sin habérselos ganado con su propio mérito y trabajo.
Esto, a decir verdad, era bastante razonable. En ese momento, el telégrafo del rincón comenzó a emitir chasquidos y el resultado fue el siguiente despacho:
Estación Flower, Nueva York– 7.30 a. m.
Encontré pista. A través de granja próxima, vi sucesión profundas huellas. Las seguí tres kilómetros dirección Este sin resultado. Creo elefante se ha dirigido Oeste. Ahora, lo seguiré en esa dirección.
DARLEY, detective.
-Darley es uno de los más destacados hombres de las fuerzas policiales– dijo el inspector-. Pronto volveremos a tener noticias de él.
Llegó el telegrama N° 2:
Barker's, Nueva Jersey. 7.40 a. m.
Acabo de llegar. Anoche fue violentada aquí fábrica de vidrio y sustrajeron ochocientas botellas. La sola agua existe cercanías está a ocho kilómetros distancia. Iré allí. El elefante debe estar sediento Las botellas estaban vacías.
BAKER, detective.
-También esto promete– dijo el inspector-. Ya le dije que el apetito de ese animal no sería mala pista.
El telegrama N° 3:
Taylorville. Long Island. 8.15 a.m
Parva heno desapareció cerca aquí noche. Seguramente comida. Tengo pista y parto.
HUBBARD, detective.
-¡Cómo va de un lado al otro ese animal!– dijo el inspector-. Yo sabía que nos iba a dar trabajo, pero lo atraparemos.
Estación Flower. Nueva York. 9 a. m.
Seguí huellas cinco kilómetros dirección Oeste. Son grandes, hondas e irregulares. Acabo encontrar chacarero que dice no son huellas elefante. Dice son agujeros que él cavó para árboles de sombra al helarse tierra invierno pasado. Espero órdenes conducta a seguir.
DARLEY, detective.
-¡Ajá! ¡Un cómplice de los delincuentes! Estamos pisando sobre caliente– exclamó el inspector.
Le dictó el siguiente telegrama a Darley:
Apréselo y oblíguelo indicar cómplices. Siga huellas… hasta Pacífico, sí hace falta.
JEFE BLUNT
El telegrama siguiente:
CONEY POINT, Pensilvania. 8.45 a. m.
Anoche, atracadas oficinas compañía gas y robados tres meses facturas impagas. Hay pista y me pongo campana.
MURPHY, detective.
-¡Santo Dios!– exclamó el inspector-. Sería capaz el elefante de comerse facturas de gas. Por ignorancia, sí; pero esos papeles no permiten mantener la vida. Al menos, por sí solos.
Luego, llegó este conmovedor telegrama:
Ironville, Nueva York 9.30 a. m.
Acabo de llegar. Pueblo estupefacto. Elefante pasó por aquí cinco de la mañana. Algunos dicen que fue al Este, otros, al Oeste, otros, al Norte y otros, al Sur; pero todos aseguran no haber esperado para fijarse bien. Mató caballo; conseguí trozo caballo como pista. Lo mató con trompa; dado estilo golpe, creo que golpeó hacia izquierda. Dada posición que está caballo, creo elefante se encaminó Norte a lo largo línea ferrocarril Berkley. Lleva cuatro horas y media ventaja, pero encontraré su pista en seguida.
HAWES, detective.
Di gritos de alegría. El inspector permaneció impasible, como una imagen tallada. Con serenidad apretó su timbre.
-Alarico envíeme al capitán Burns.
Vino Burns.
-¿Cuántos hombres están listos para órdenes inmediatas?
-Noventa y seis, señor.
-Mándelos al Norte sin demora que se concentren a lo largo de la línea de la carretera de Berkley al norte de Ironville.
-Sí, señor.
-Que efectúen sus movimientos con la máxima reserva. Apenas estén en libertad los demás, téngalos disponibles.
-Sí, señor.
-¡Vaya!
-Sí, señor.
A poco, llegó otro telegrama:
Sage Corners, Nueva York 10.30
Acabo de llegar. Elefante pasó por aquí 8. 15 horas.
Todos escaparon pueblo menos un policía Parece elefante no golpeó policía sino farol. Alcanzó ambos. Tengo trozo policía como pista.
STUMM, detective.
-De modo que el elefante ha ido hacia el Oeste-dijo el inspector-. Con todo no podrá huir, porque mis hombres están diseminados par toda esa zona.
El telegrama siguiente decía:
Glover's, 11.15
Acabo de llegar. Pueblo desierto, excepto enfermos y ancianos. Elefante pasó hace tres cuarto hora. Sesionaba junta antitemplanza; metió trompa ventana y les echó agua aljibe. Algunos la tragaron y murieron; hay varios ahogados. Detectives Cross y O'Shaughnessy atravesaban ciudad, pero iban Sur; de manera que no vieron elefante. Toda zona varios kilómetros redonda terror; gente abandonan sus casas. Adondequiera se vuelven, encuentran elefante; muchos muertos.
BRANT, detective.
Aquellos estragos me apenaban a tal punto, que sentí deseos de llorar. Pero el inspector se limitó a decir:
-Ya lo ve… Le estamos pisando los talones. Intuye nuestra presencia; ha vuelto de nuevo hacia el Este,
Con todo, nos esperaban más noticias intranquilizadoras. El telégrafo trajo esto…
Hoganport, 12.19
Acabo de llegar. Elefante pasó hace media hora, causando salvaje pánico y excitación. Se lanzó enfurecido calles; de dos plomeros que pasaban, mató a uno; el otro escapó. Pesadumbre general,
O’FLAHERTY, detective.
-Ahora, el animal está exactamente en medio de mis hombres– dijo el inspector-. Nada puede salvarlo.
Luego sobrevino una serie de telegramas de detectives desparramados por Nueva Jersey y Pensilvania y que iban detrás de pistas consistentes en graneros, fábricas y bibliotecas de escuelas dominicales destruidos, con grandes esperanzas… esperanzas que, en realidad, valían tanto como certezas. El inspector dijo:
-Me gustaría comunicarme con ellos y ordenarles que fueran hacia el Norte, pero es imposible. Un detective sólo va a la oficina telegráfica para enviar un informe; después, vuelve a salir y uno no sabe cómo echarle mano.
Luego, llegó este despacho:
Bridgeport, Connecticut. 12.15
Barnum ofrece cantidad fija cuatro mil dólares anuales por derechos exclusivos usar elefante medio publicidad viajero desde ahora hasta que detectives lo arresten. Quiere pegar affiches circo en él. Pide respuesta inmediata.
BIGGS, detective.
-¡ Es completamente absurdo!– exclamé.
-Por supuesto– dijo el inspector-. Evidentemente el señor Barnum, que se cree tan astuto, no sabe quien soy, pero yo sí sé quién es el.
Oferta señor Barnum rechazada. Siete mil dólares o nada.
EL JEFE BLUNT.
-Ya está. No necesitaremos aguardar mucho tiempo una respuesta. EI señor Barnum no está en casa: está en la oficina del telégrafo, de acuerdo con su costumbre cuando trata negocios urgentes. Dentro de tres…
Aceptado.
P. T. BARNUM.
Tal fue la interrupción de los tictacs telegráficos. Antes que yo pudiera comentar este insólito episodio, el siguiente despacho llevó mis pensamientos por otro muy angustioso cauce…
Bolivia, Nueva York. 12.50